sábado, 1 de noviembre de 2014

"El criterio". Jaime Balmes (1810-1848)

        
 "XI. Necesidad de tener ideas fijas
 
Las reflexiones que preceden muestran la necesidad de tener ideas fijas y opiniones formadas sobre las principales materias; y cuando esto no sea dable, lo mucho que importa el abstenerse de improvisarlas, abandonándonos a inspiraciones repentinas. Se ha dicho que los grandes pensamientos nacen del corazón; y pudiera haberse añadido que del corazón nacen también los grandes errores. Si la experiencia no lo hiciese palpable, la razón bastaría a demostrarlo. El corazón no piensa ni juzga; no hace más que sentir; pero el sentimiento es un poderoso resorte que mueve el alma y despliega y multiplica sus facultades. Cuando el entendimiento va por el camino de la verdad y del bien, los sentimientos nobles y puros contribuyen a darle fuerza y brío; pero los sentimientos innobles o depravados pueden extraviar el entendimiento más recto. Hasta los sentimientos buenos, si se exaltan en demasía, son capaces de conducirnos a errores deplorables.
 
XII. Deberes de la oratoria, de la poesía y de las bellas artes
 
    Nacen de aquí consideraciones muy graves sobre el buen uso de la oratoria y, en general, de todas las artes que, o llegan al entendimiento por conducto del corazón, o al menos se valen de él como un auxiliar poderoso. La pintura, la escultura, la música, la poesía, la literatura en todas sus partes, tienen deberes muy severos que se olvidan con demasiada frecuencia. La verdad y la virtud: he aquí los dos objetos a que se han de dirigir; la verdad para el entendimiento, la virtud para el corazón; he aquí lo que han de proporcionar al hombre por medio de las impresiones con que lo embelesan. En desviándose de este blanco, en limitándose a la simple producción de placer, son estériles para el bien y fecundas para el mal.
  El artista que sólo se propone halagar las pasiones, corrompiendo las costumbres, es un hombre que abusa de sus talentos y olvida la misión sublime que le ha encomendado el Creador al dotarlo de facultades privilegiadas que le aseguran ascendiente sobre sus semejantes; el orador que, sirviéndose de las galas de la dicción, y de su habilidad para mover los afectos y hechizar la fantasía, procura hacer adoptar opiniones erradas, es un verdadero impostor, no menos culpable que quien emplea medios quizá más repugnantes, pero mucho menos peligrosos. No es lícito persuadir, cuando no es lícito convencer; cuando la convicción es un engaño, la persuasión es una perfidia. Esta doctrina es severa, pero indudable; los dictámenes de la razón no pueden menos de ser severos cuando se ajustan a las prescripciones de la ley eterna, que es severa también, porque es justa e inmutable.
  Inferiremos de lo dicho que los escritores u oradores dotados de grandes cualidades para interesar y seducir, son una verdadera calamidad pública cuando las emplean en defensa del error. ¿Qué importa el brillo, si sólo sirve a deslumbrar y perder? Las naciones modernas han olvidado estas verdades al resucitar entre ellas la elocuencia popular que tanto dañó a las antiguas repúblicas; en las asambleas deliberantes, donde se ventilan los altos negocios del Estado, donde se falla sobre los grandes intereses de la sociedad, no debiera resonar otra voz que la de una razón clara, sesuda, austera. La verdad es la misma; la realidad de las cosas no se muda porque se haya excitado el entusiasmo de la asamblea y de los espectadores, y se haya decidido una votación con los acentos de un orador fogoso. Es o no verdad lo que sustenta, es o no útil lo que se propone; he aquí lo único a que se ha de atender; lo demás es extraviarse miserablemente, es olvidarse del fin de la deliberación, es jugar con los grandes intereses de la sociedad, es sacrificarlos al pueril prurito de ostentar dotes oratorias a la mezquina vanidad de arrancar aplausos.
   Ya se ha observado que todas las asambleas, y muy particularmente en el comienzo de las revoluciones, adolecen de espíritu de invasión, y se distinguen por sus resoluciones desatinadas".
   
  

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