"Imposible beber sin fumar. Yo empecé a fumar a los dieciséis años y aún no lo he dejado. Desde luego, pocas veces he fumado más de veinte cigarrillos al día. ¿Qué he fumado? De todo. Tabaco negro español. Hace unos veinte años, me acostumbré a los cigarrillos franceses: los "Gitanes" y, sobre todo, los "Celtiques" son los que más me gustan.
El tabaco, que casa admirablemente con el alcohol (si el alcohol es la reina, el tabaco es el rey), es un amable compañero con el que afrontar todos los acontecimientos de una vida. Es el amigo de los buenos y de los malos momentos. Se enciende un cigarrillo para celebrar una alegría y para ahogar una pena. Estando solo o acompañado.
El tabaco es un placer de todos los sentidos: de la vista (es bonito ver bajo el papel de plata los cigarrillos blancos, alineados como para la revista), del olfato, del tacto... Si me vendaran los ojos y me pusieran entre los labios un cigarrillo encendido, me negaría a fumar. Me gusta sentir el paquete en el bolsillo, abrirlo, palpar la consistencia del cigarrillo, notar el roce del papel en los labios, gustar el sabor del tabaco en la lengua, ver brotar la llama, arrimarla, llenarme de calor.
Un hombre llamado Dorronsoro, ingeniero español de origen vasco y republicano, exiliado en México al que conocía desde la Universidad, murió de un cáncer de los llamados "de fumador". Fui a verle al hospital en México. Tenía tubos por todas partes y llevaba una mascarilla de oxígeno que él se quitaba de vez en cuando, para dar una chupada a un cigarrillo, a escondidas. Fumó hasta las últimas horas de su vida, fiel al placer que le estaba matando.
Por tanto, respetables lectores, para terminar estas consideraciones sobre el alcohol y el tabaco, padres de firmes amistades y de fecundos ensueños, me permitiré darles un doble consejo: no beban ni fumen. Es malo para la salud.
Añadiré que el alcohol y el tabaco acompañan muy gratamente el acto del amor. Por regla general, el alcohol viene antes, y el tabaco después. No esperen de mí extraordinarias confidencias eróticas. Los hombres de mi generación, españoles por añadidura, padecíamos una timidez ancestral con las mujeres y un deseo sexual que, como decía antes, tal vez fuera el más fuerte del mundo.
Deseo, por supuesto, que era fruto de largos siglos de un catolicismo emasculador. La prohibición de toda relación sexual extramatrimonial (y aún gracias si se toleran las otras), la exclusión de toda imagen y toda palabra que, aun de lejos, pudiera relacionarse con el acto del amor, todo ello contribuía a robustecer extraordinariamente el deseo. Cuando, a despecho de todas estas prohibiciones, este deseo podía ser satisfecho, el placer físico era incomparable, pues siempre se asociaba a él ese goce secreto del pecado. Sin asomo de duda, un español experimentaba en la cópula un placer muy superior al de un chino o un esquimal.
En España, cuando yo era joven, salvo raras excepciones, no se conocían más que dos posibilidades de hacer el amor: el burdel y el matrimonio. Cuando, en 1925, llegué por primera vez a Francia, me parecía extraordinario y hasta de mal gusto que un hombre y una mujer se besaran en la calle. También me asombraba que un chico y una chica pudieran vivir juntos sin estar casados. Era algo inaudito. Estas costumbres me parecían obscenas".
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