Proemio
«Érase cierta vez un hombre (1) que en su infancia había oído contar la hermosa historia (2) de cómo Dios quiso probar a Abraham, y cómo éste soportó la prueba, conservó la fe y, contra toda esperanza, recuperó de nuevo a su hijo. Siendo ya un hombre maduro volvió a leer aquella historia y le admiró todavía más, porque la vida había separado lo que se había presentado unido a la piadosa ingenuidad del niño. Y sucedió que cuanto más viejo se iba haciendo, tanto más frecuentemente volvía su pensamiento a este relato: su entusiasmo crecía más y más, aunque, a decir verdad, cada vez lo entendía menos. Hasta que al fin, absorbido por él, acabó olvidando todo lo demás y su alma no alimentó más que un solo deseo: ver a Abraham; sólo tuvo un pesar: no haber podido ser testigo presencial de aquel acontecimiento. No es que anhelase contemplar las hermosas comarcas de oriente, ni las bellezas mundanas de la tierra prometida, ni a aquel matrimonio temeroso de Dios, cuya vejez bendijo el Señor, ni la venerable figura del patriarca, tan entrado ya en años, ni la florida juventud de ese Isaac donado por Dios; para él habría sido lo mismo si la historia hubiese acaecido en el más estéril de los eriales. Lo que de veras deseaba era haber podido participar en aquel viaje de tres días, cuando Abraham, caballero sobre su asno, llevaba su tristeza por delante y su hijo junto a él. Hubiera querido presenciar el instante en que Abraham, al levantar la mirada, vio, allá en el horizonte, el monte Moriah; y hubiera querido presenciar también el instante en que, después de apearse de los asnos, a solas ya con el hijo, inició la ascensión de la montaña: su pensamiento no estaba atento a artísticos bordados de la fantasía sino a los estremecimientos de la idea.
Este hombre no era un pensador, no experimentaba deseo alguno de ir más allá de la fe y le parecía que lo más maravilloso que le podría suceder era ser recordado por las generaciones futuras como padre de esa fe: consideraba el hecho de poseerla como algo digno de envidia, aun en el caso de que los demás no llegasen a saberlo.
Este hombre no era un docto exégeta. Tampoco conocía la lengua hebrea; de haberlo sabido es posible que le hubiese resultado fácil comprender la historia de Abraham.
[...]
(1) Probablemente el padre de Kierkegaard.
(2) Gén. cap. 22
Consideraciones preliminares
Dice un antiguo proverbio, procedente del mundo externo y visible: "Quien no quiera trabajar, no coma" (1). Pero resulta tan evidente como curioso que dicho proverbio se adecúa muy poco al ambiente que lo inspiró: el mundo exterior está sujeto a la ley de la imperfección y por ello podemos ver una y otra vez darse la circunstancia de que también come quien no trabaja, recibiendo además el dormilón más abundante y sustanciosa comida que el trabajador. En este mundo de las apariencias visibles las cosas pertenecen a quienes las poseen, y están sometidas constantemente a la ley de la indiferencia; basta poseer el anillo para que el genio que en él mora obedezca a su propietario, tanto si es Nuredin como si es Aladino (2); quien posee las riquezas de este mundo es dueño de ellas, sin que importe la forma en que las consiguió. Pero en el mundo del espíritu no ocurren las cosas del mismo modo. Impera en él un orden eterno y divino; no llueve allí del mismo modo sobre justos e injustos (3), ni brilla allí el mismo sol sobre buenos y malos. En el mundo del espíritu es válido el proverbio de que sólo quien trabaja come; sólo quien conoció angustias reposa; sólo quien desciende a los infiernos salva a la persona amada y sólo quien empuña el cuchillo conserva a Isaac. A quien se niega a trabajar se le niega a su vez la comida, y se le engaña del mismo modo que los dioses engañaron a Orfeo con una silueta etérea en lugar de su amada (4); le engañaron porque era blando y nada valeroso, le engañaron porque era un tañedor de cítara, pero no un hombre. De nada sirve allí el tener a Abraham por padre (5) ni diecisiete cuarteles de nobleza; allí se le aplica a quien se niega a trabajar aquello que está escrito de las vírgenes de Israel (6): "Parirá viento, pero quien trabaja parirá a su propio padre".
Existe una doctrina que temerariamente pretende introducir en el mundo del espíritu ese principio de indiferencia que aflige al mundo visible. Supone que basta con conocer lo que es grande y que no se requiere mayor esfuerzo. Pero al obrar así falta el alimento y llega la muerte por hambre mientras todo lo que está alrededor se transmuta en oro (7); ¿qué se puede llegar a conocer así?
Sumaban unos cuantos miles los griegos contemporáneos de Milcíades que supieron de los triunfos de éste, e incontables han sido las personas de las generaciones posteriores que también los han conocido, pero sólo una persona entre tal muchedumbre perdía el sueño por su causa (8). Innumerables generaciones han sabido de memoria, palabra por palabra, la historia de Abraham, pero ¿cuántos perdieron el sueño por su causa?»
(1) Cf. II Tes., 3-10.
(2) En Aladino, de Oehlenschläger, el protagonista, símbolo de la luz, aparece en contraposición a Nuredin, que representa las tinieblas.
(3) Mt., 5-45.
(4) Se refiere a la interpretación humorística que da Platón del mito de Orfeo (Banquete, 179 D): los dioses le engañan porque en vez de tener el valor de morir antes para ir en busca de Eurídice, se las había ingeniado para entrar vivo en los infiernos.
(5) Mt., 3-9.
(6) Is., 26-18
(7) Alusión a la leyenda de Midas (Ovidio, Metamorfosis, XI, 85 y ss.)
(8) Cf. Plutarco, Temístocles 3-3.