domingo, 26 de mayo de 2024

Piano a cuatro manos.- Conxa Rodríguez Vives (1958)


De 'tigre' carlista a 'gentleman' británico | Cultura | EL MUNDO
1850

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 «A finales de 1872 llegó un telegrama urgente de Estanislao Figueras, del Partido Federal Republicano, pidiendo una cita a Cabrera para hablar de la contribución a la paz. La Llana quedó pasmado al leer el adelanto del programa político: abolición de los impuestos sobre consumo y de las quintas (a pesar de estar en guerra); voto a los veintiún años; retirada de las subvenciones a la Iglesia; regulación del trabajo de menores en fábricas y minas, mano dura contra el esclavismo en los territorios de Ultramar y creación de la República Federal. La Llana, en la lectura del correo diario, ignoraba las peticiones de fervorosos carlistas que imploraban a Cabrera la adhesión a la guerra. Pero le comunicó el telegrama de Figueras al mismo instante que llegó.
 ¿Qué querrá de mí éste de Barcelona que hace política desde Tarragona? Los de Tarragona, a los de Tortosa, nos tienen envidia porque nosotros tenemos río, remató el catalán al asturiano antes de que el secretario confirmara por el telégrafo la cita, ocultada a Marián. El encuentro se iba a celebrar al cabo de una semana en un hotel de Londres porque Marián mantenía la prohibición de visitar Wentworth a todos los españoles de índole política. A Cabrera le hubiese gustado recibirlo en su casa porque, quizás, hubiese hecho otro amigo como en el caso de Juan Prim. Pero no quería más pugnas maritales. El desánimo de Ramón se había contagiado por toda la casa. Cuando él dijo que al día siguiente se iba a Londres con La Llana, ella ya no preguntó qué iban a hacer, le era indiferente lo que fueran a hacer o a quién ver. La política española se había convertido en un terreno de fricción matrimonial. Marián razonó: en algo, tengo las de perder.
 El cochero tenía el carruaje preparado a las ocho de la mañana en la explanada de la entrada a Wentworth, junto al porche arqueado con un gablete de acceso a la vivienda. Una diligencia tirada por cuatro pencos en lugar de los dos caballos habituales esperaba. Cabrera y Marián desayunaron juntos hablando de los nuevos planes que tenía ella para ampliar la zona de cultivo junto a los bosques colindantes con la estación de Virginia Water. Él la escuchaba siguiendo la conversación con escuetos monosílabos. Al acabar el desayuno él le dio un beso en la frente, se despidió y salió de la sala, subió al coche, pasó por Cantavieja Cottage a recoger al secretario y partieron hacia la capital. Qué casualidad, otro catalán que viene a Inglaterra en busca de la paz para España. Como hizo Prim en el 67, comentaba Cabrera contemplando por la ventana los campesinos que trabajaban los campos. Esta vez no había delegaciones; sólo Cabrera y Figueras. Ni La Llana estaría presente, no obstante, el secretario hizo jurar a su jefe que no reconocería, bajo ningún concepto, la Primera República Española. Aunque ya no eran carlistas, creían que la monarquía —incluida la de los Borbones de quita y pon— era el marco apropiado para el gobierno de un Estado moderno. No se comprometa a nada, insistió el asturiano. Cabrera, que llevaba semanas sin sonreír, bromeó: qué prefieres: ¿la reina corrupta y devota, el rey desenfrenado y devoto o el monarca extranjero también devoto?
  —¿Para qué me queréis? —preguntó Cabrera yendo directo al grano tras los saludos de rigor y de haber colocado la oreja izquierda en línea con la voz de Figueras.
  —Para pacificar España. Esta guerra es atroz, está creando heridas incurables. Algunos la pagan con la ejecución de sus madres. Usted conoce el daño que hace una guerra civil.
  —Lo que sé es que España no progresa. ¿De qué sirve la libertad de imprenta para el 95% de analfabetos? —adujo Cabrera ignorando lo de la ejecución de inocentes madres.
 —Queremos su apoyo para fortalecer la República y acabar la guerra. Reformaremos la agricultura y la fiscalidad, prohibiremos la esclavitud en Cuba y Puerto Rico. Sólo la República puede modernizar España.
  —¿Cómo sustituiréis los ingresos del impuesto sobre el consumo? O ¿cómo ganareis la guerra si elimináis las quintas? Vuestro programa político no triunfará ni sobre el papel. Mi nombre no es tan importante para que, con mi defección, acabe la guerra. Ya me gustaría tener ese poder —asesoró Cabrera a su interlocutor.
  —Nuestro federalismo es nuevo. Usted conoce la diversidad de España; es catalán, como yo —dijo Figueras sabiendo que los fueros era uno de los caballos de batalla del carlismo.
  —Hay que atender los anhelos de Cataluña y Vascongadas —atizó Cabrera, satisfecho por la estimulante dialéctica política a aquel alto nivel.
conxa rodriguez vives  —¿General, podemos contar con usted? —indagó Figueras yendo al meollo de la cuestión.
  —No, conmigo no contéis, pero no iré contra vosotros ni instigaré a nadie a que lo haga. Por lo que respecta a la Primera República Española seré neutral, como los gitanos, que son los únicos neutrales en la política de España. Me sabe mal que haya hecho un viaje tan largo sin conseguir el objetivo deseado —asentó Cabrera en tono de suspiro.
  —Yo siempre duermo como un tronco atravesando el canal de la Mancha. El viaje sí ha valido la pena, para conocerle; hablan tanto de usted en España, pero tengo la impresión de que hablan por no callar, porque usted ya no es El tigre. Hasta se le está olvidando el catalán. Al menos, he conseguido la neutralidad para con la República —alardeó Figueras.
  —Las lenguas, como los metales, si no se utilizan y se pulen, se oxidan. Se me presentan pocas oportunidades de hablar en catalán.
 Por un momento, a Cabrera le tentó llegar a un acuerdo económico con Estanislao Figueras para destinar el dinero del soborno político a su yerno. Él, no lo podía hacer, era hombre honrado de principios éticos, no podía cambiar de convicciones ideológicas por miles de reales. Se acordó de casos como el de Vito Fabra, el que quería ser gobernador de Castellón en el 37 para enriquecerse y comprar la eternidad, y del viaje con Juan de Borbón en el que éste le confesó el reconocimiento de Isabel II por un dineral. Nunca le había interesado acumular más capital del necesario para vivir. Por eso, porque no le interesaba hacer fortuna, lamentó no poder ayudar a su yerno a resolver los problemas de mecanización agrícola. Esa fue una de las pocas veces que deploró no disponer de patrimonio propio. Era obvio que le reconocían cierta autoridad en la turbulenta política española.
 Los dos catalanes caminaron desde el hotel Grosvenor hasta Hyde Park para encontrarse con La Llana, mosqueado porque les oía hablar en catalán. Al incorporarse el secretario asturiano a la conversación, Cabrera y Figueras pasaron al castellano. Los tres hombres fueron a buscar el coche que les esperaba en un prado arenisco que separa la parte sur de Hyde Park de la primera línea de edificios del barrio de Kensington. Subidos a la berlina, se desplazaron hasta la estación Victoria donde se quedó Estanislao Figueras a la espera de un tren que lo llevase a Dover. Los otros partieron hacia Virginia Water. En el viaje Cabrera explicó a su secretario el desarrollo del encuentro, incluido el soborno para apoyar la Primera República Española. Como final, Figueras había dicho: «Si cambia de opinión, estaré a su disposición».
 A Ramón le pesaba el alma, evitaba los encuentros con Ada porque no le gustaba que lo viese entristecido y abatido. Los acontecimientos españoles no daban lugar al optimismo. El consenso multipartido a favor del rey italiano se resquebrajó hasta romperse. La guerra endurecía. El rey Amadeo de Savoya volvió a Italia en febrero de 1873; se proclamó la República.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Oblicuas, 2016, pp. 226-228. ISBN:978-84-16627-02-8.]

domingo, 19 de mayo de 2024

Obras morales y de costumbres I (Moralia).- Plutarco (45-120)


Plutarco de Queronea (ca. 50-120 d. C.). Museo de Delfos, Grecia ...
Sobre cómo se debe escuchar

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  «Por esto en fin, porque el escuchar proporciona a los jóvenes un gran provecho y un no menor riesgo, creo que es bueno dialogar siempre con uno mismo y con otro, sobre el oír. Ya que también de esto vemos que la mayoría hacen mal uso, los que se ejercitan en hablar antes de acostumbrarse a escuchar y creen que de las palabras existen un aprendizaje y una práctica; en cambio, de la acción de escuchar creen que también los que la utilizan de cualquier forma sacan provecho. Sin embargo, para los que juegan a la pelota se da a la vez el aprendizaje de lanzar y coger la pelota, pero en el uso de la palabra el recibirla bien es anterior al lanzarla, igual que el recibir y mantener algún germen de vida es anterior a su nacimiento.
 En efecto, también se dice que las aves tienen partos de huevos vacíos procedentes de ciertas concepciones imperfectas y sin vida; también el discurso de los jóvenes, que no son capaces de escuchar ni están acostumbrados a beneficiarse del acto de oír, surgiendo, en realidad, vacío:
       Se esparce bajo las nubes sin gloria y sin ser visto*.
 Por otra parte las vasijas se inclinan y se vuelven para la recogida de los líquidos vertidos, para que, en realidad, se produzca una adquisición y no una pérdida; en cambio, ellos no aprenden a entregarse al que habla y adaptar lo escuchado con atención, para que no se escape ninguna de las cosas dichas con utilidad, sino que lo que es más ridículo de todo es que, si se encuentran casualmente con alguien, que les cuenta un banquete, una fiesta, un sueño o un ultraje que le ha ocurrido a él con otro, lo escuchan en silencio y continúan escuchándolo con interés; pero si alguien, intentando convencerlos, les enseña algo de utilidad o les aconseja lo necesario, o les reprocha cuando cometen errores, o les apacigua cuando se enfadan, no lo soportan, sino que, si pueden, pretendiendo ser superiores, discuten abiertamente sus palabras; si no lo consiguen, escapándose cambian a otras conversaciones y vaciedades, llenando sus oídos como vasijas de mala calidad y rotas de todo tipo de cosas más que de lo necesario. En efecto, a los caballos, los que los crían bien, los hacen obedientes al freno y a los niños sumisos a las palabras, enseñándoseles a escuchar mucho, pero no a hablar. Pues también Espíntaro, elogiando a Epaminondas, decía que no era fácil encontrar a ningún otro hombre que conociera más cosas y que hablara menos. También se dice que la naturaleza nos dio a cada uno de nosotros dos orejas, y en cambio, una sola lengua, porque debe cada uno hablar menos que escuchar.

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 Ciertamente, en cualquier caso, para el joven un adorno seguro es el silencio, sobre todo, cuando, al escuchar a otro, no se altera ni se alborota ante cada cuestión, sino que, aunque el discurso no sea demasiado agradable, lo soporta y espera a que termine el interlocutor, y una vez que termina, no se lanza inmediatamente a la réplica, sino que, como dice Esquines, deja pasar un tiempo, por si quisiera añadir algo a lo dicho el que ha hablado o cambiar y quitar algo. Los que inmediatamente se oponen, actúan torpemente, porque ni escuchan ni son escuchados al hablar a los que estaban hablando; pero el que está acostumbrado a escuchar con moderación y con respeto recibe y conserva el discurso provechoso; en cambio, distingue y descubre mejor el inútil o falso, mostrándose amigo de la verdad y no amigo de la disputa ni impetuoso ni alborotador. De ahí que, no sin razón, dicen algunos que es más necesario sacar de los jóvenes el aire presuntuoso y la vanidad que el aire de los odres, si se quiere verter en ellos algo provechoso, y, si no, no pueden admitir nada, porque están llenos de orgullo y de arrogancia.

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 Y, ciertamente, la envidia, cuando se presenta con la maledicencia y la mala voluntad, no sólo a ninguna acción hace bien, sino que para todo lo bueno es un obstáculo y para el que escucha es el peor asesor y consejero, porque hace lo provechoso molesto, desagradable y difícil de admitir a causa de que los que tienen envidia disfruten más con cualquier cosa que con lo que está bien dicho. Sin embargo, al que le molesta la riqueza, la fama y la belleza que se encuentra en otros, es simplemente un envidioso; pues se disgusta con los demás porque son afortunados; pero, en cambio, cuando uno se irrita con un discurso bien expresado se aflige de su propio bien. En efecto, así como la luz para los que ven, también la palabra para los que oyen es un bien, si quieren aceptarla. Ciertamente, algunas otras inclinaciones deformadas y perversas crean envidia en otras cosas; la engendrada contra los que hablan a partir de una inoportuna ambición y de un injusto afán de honra, ni siquiera permite que el que está en esta situación ponga atención a lo que se dice, sino que se inquieta y desvía su pensamiento, porque al mismo tiempo inspecciona su propia condición, si es inferior a la del que habla, porque a la vez observa a los demás, por si se maravillan y se quedan admirados y porque está perturbado por los elogios y enfadado con los presentes, si aceptan al orador, dejando y descuidando los discursos ya pronunciados, porque le causa pena al recordarlos, y ante los que quedan por pronunciar, agitado y temeroso de que puedan llegar a ser mejores que los que ya se han pronunciado, esforzándose, para que los que hablan terminen lo más rápidamente posible cuando hablan hermosamente; y, una vez acabada la intervención, no está a favor de nada de lo que se ha dicho, sino que está dispuesto a poner a votación las voces y las posturas de los presentes y a los que hacen elogios, huyéndoles como a los locos y apartándose de ellos; en cambio, corre y se une en rebaño con los que censuran y distorsionan lo dicho. En el caso de que no haya nada que distorsionar, lo comparan con otros, en la idea de que han hablado mejor y con mayor poder de persuasión sobre el mismo tema, destruyendo y estropeando la intervención, hasta que, la convierten en algo inútil y vano.
078. Obras morales y de costumbres I. Sobre la educación de los ... 
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 Por eso, es preciso que, uno, habiendo hecho un pacto con su deseo de escuchar frente a su deseo por la fama, escuche al que habla con actitud propicia y favorable, como si estuviera invitado a un banquete sagrado y a las primicias de un sacrificio, elogiando aquellas partes, en las que halla fuerza, compartiendo con gusto el afán mismo del que expone en público aquellas cosas que conoce e intenta convencer a los demás por medio de los argumentos por los que él mismo ha sido convencido. En efecto, lo que se ha tratado rectamente se debe pensar que, no de casualidad ni de manera espontánea, se ha tratado bien, sino por dedicación, esfuerzo y aprendizaje, y se deben imitar estas cosas admirándolas e intentando emularlas; en cambio, en las que se han cometido errores es necesario que la inteligencia inspeccione a causa de qué motivos y de dónde ha surgido la desviación.
 Pues, así como dice Jenofonte que los que administran la casa compran tanto a los amigos como a los enemigos, así también los oradores, no sólo cuando lo hacen rectamente sino también cuando cometen errores, proporcionan provecho a los que están pendientes de ellos y prestan atención a su discurso, pues también la simplicidad del pensamiento, la pobreza en la expresión, la forma vulgar, la inquietud con un deleite, falto de gusto hacia el elogio y otras cosas semejantes se nos hacen más evidentes en otros, cuando escuchamos, que en nosotros mismos, cuando hablamos. Por lo que es preciso trasladar el examen del que habla hacia nosotros mismos, observando atentamente por si cometemos algún error semejante sin darnos cuenta. Pues es lo más fácil del mundo reprochar al vecino, aunque sea sin provecho y sin fundamento, a no ser que nos lleve a una rectificación y vigilancia de errores semejantes. Y no debe uno vacilar, ante los que cometen errores, de aplicarse a sí mismo aquello de Platón: “¿Seré yo acaso igual que ellos?” pues, así como en los ojos de los más cercanos vemos que brillan los nuestros, así también en los discursos es preciso que los nuestros se reflejen en los de los demás, para que no despreciemos con demasiado atrevimiento a los otros y nos esforcemos en poner mayor cuidado al hablar nosotros.
 También es provechosa para esto la comparación, cuando, al quedarnos solos después de la audición y habiendo tomado alguna de las partes, que parece que no ha sido expresada de forma bella o conveniente, intentamos lo mismo y nos animamos a nosotros mismos, ensayando unas veces la manera de cómo subsanar un fallo, rectificar otras, decir lo mismo de manera diferente o reelaborar el tema desde el principio en otras ocasiones. Esto también lo hizo Platón con el discurso de Lisias. Pues el hacer objeciones a un discurso ya dicho no es difícil sino muy fácil; pero el oponer otro mejor es, ciertamente, laborioso.
 Igual que aquel lacedemonio, que habiendo oído que Filipo había destruido Olinto totalmente, dijo: “Pero él no hubiera sido capaz de levantar una ciudad semejante”. En efecto, cuando en una discusión sobre el mismo tema no nos diferenciamos claramente de los que ya han hablado, nos cuidamos mucho de despreciarlos, y, rápidamente, quedan rotas nuestra presunción y propia estima, refutadas con tales comparaciones.»

*Verso de autor desconocido, quizá de Empédocles.

  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Gredos, 1992, en traducción de  C. Morales Otal y J. García López y revisada por R. M. ª Aguilar, pp. 102-105. ISBN: 978-84-2490-973-4.]

domingo, 12 de mayo de 2024

El caballo amarillo. Diario de un terrorista ruso.- Boris Sávinkov (1879-1925)


Borís Sávinkov - Wikipedia, la enciclopedia libre
17 de marzo


 «No sé por qué me he involucrado en actos terroristas, pero sé cuál es la razón que impulsa a muchos otros. Heinrich está convencido de que para conseguir la victoria del socialismo es necesario que se desencadene una campaña de terror. Mataron a la mujer de Fiodor. Erna dice que se siente avergonzada de continuar viva. Vania… Pero dejemos que Vania hable por sí mismo.
 Anoche me llevó por todo Moscú. Quedamos en Sujarevka, en una taberna destartalada. Apareció ataviado con botas altas y un poddiovka*. Ahora lleva la barba cuidadosamente recortada.
 —¿Alguna vez piensas en Cristo? —me pregunta.
 —¿En quién?
 —En Cristo. Dios hecho hombre, Cristo… ¿Alguna vez piensas en la forma que debe adoptar nuestra fe, nuestra vida? Cuando estoy en casa leo los evangelios a menudo, ¿lo sabías? He llegado a la conclusión de que sólo hay dos caminos posibles. En el primero se permite todo, ¿entiendes? Todo. Es el camino de Smerdiakov**. Te sientes capaz de hacer cualquier cosa. Y en ese camino no existe Dios, y Cristo no es más que un hombre, y tampoco existen los sentimientos… Y el otro camino es el camino de Cristo. Es muy sencillo: si eres capaz de amar, si de veras amas con todo tu ser, entonces eres capaz hasta de matar. ¿Lo entiendes?
 Y yo contesté:
 —Uno siempre puede matar.
 —No, no siempre. Matar es un pecado terrible. Pero recuerda que no existe amor más sincero que el de entregar tu alma a tus camaradas. No me refiero a tu vida, sino a tu alma. ¿Lo comprendes? Tienes que ser capaz de aceptar el sufrimiento de la cruz, tienes que decidir hacerlo todo por amor, y como signo de amor. Pero debe ser así, como te digo. Si no cumples estos preceptos, vuelves a ser como Smerdiakov, o al menos a encontrarte en su camino. Así es como rijo yo mi vida. Y, ¿para qué? Es posible que viva cada día esperando la hora de mi muerte. Mi único ruego, Señor, es que se me conceda la muerte en el nombre del amor. En tu caso, en cambio, tus plegarias no incluyen el asesinato. Tú matas, pero luego no te pones a rezar… A pesar de todo, sé que en realidad poseo muy poco amor dentro mí, y que por ello la cruz que cargo es pesada. No te rías —añadió tras un minuto—. ¿Qué tiene esto de divertido? Me limito a explicarte las palabras del Señor, y tú lo único que piensas es que estoy delirando. ¿Me equivoco?
 Permanecí en silencio.
 —Recuerda lo que Juan escribió en el Apocalipsis: “Los hombres buscarán en aquellos días la muerte, y no la hallarán, y desearán morir, y la muerte huirá de ellos”. ¿Qué puede ser peor que la muerte escapándose de ti cuando la llamas y la buscas? Y la buscarás, todos lo haremos. ¿Cómo serías capaz de derramar sangre si no buscaras la muerte? ¿Cómo te resultaría posible vivir al margen de la ley? Porque derramamos sangre, e incumplimos las leyes. Tú no sigues ninguna ley, y la sangre para ti es como el agua. Pero, escúchame, llegará el día en que recordarás estas palabras. Intentarás encontrar el final del túnel, y no serás capaz de hallarlo. La muerte se escapará de ti. Creo en Cristo. Creo en Él. Pero no estoy con Él. No soy digno de estar con Él en la porquería y en la sangre. Pero Cristo, en su misericordia, estará conmigo.
 Lo miré fijamente. Y entonces dije:
 —Entonces no mates. Abandona el terrorismo.
 Vania empalideció:
 —¿Cómo puedes decir eso? ¿Cómo te atreves? Cuando me dispongo a matar mi alma se eleva, pero no puedo hacerlo si no poseo amor. Si la cruz es pesada, álzala aún más. Si el pecado es grande, comételo. Y el Señor sufrirá contigo, y te perdonará.
 “Y te perdonará”, repitió suspirando.
 —Vania, eso no son más que tonterías. No pienses en ello.
 Dejó de hablar.
 Cuando salí a la calle ya me había olvidado de todo lo que me había dicho.
[…]

3 de septiembre

IMPEDIMENTA » El caballo amarillo   Hoy sentenciarán a Vania. Estoy tumbado en un diván, entre almohadas cálidas, en un apartamento de fortuna. Es de noche. La ventana enmarca un firmamento nocturno. En el cielo hay un collar de estrellas. La Osa Mayor.
 Sé que Vania se habrá pasado todo el día echado sobre su litera de la prisión; de cuando en cuando se habrá levantado, se habrá acercado a la mesa y habrá escrito algo. Y ahora la Osa Mayor brilla para él como lo hace para mí. Y, como yo, no podrá dormir.
 Sé otra cosa: mañana mismo ejecutarán la sentencia. El verdugo llegará en su camisa roja, con su túnica y su látigo, atará las manos de Vania detrás de su espalda, y enrollará una cuerda alrededor de su cuerpo. Mientras camine, sus espuelas tintinearán; el vigilante ajustara perezosamente el seguro de su pistola. Las verjas se abrirán… Una neblina caliente colgará sobre el área cubierta de sol, y los pies de Vania trastabillarán sobre la hierba mojada. El este se tornará rosa. Y sobre el cielo rosa pálido, se recorta una estructura alargada y ennegrecida que se eleva. Esto es la horca. Esto es la ley.
Vania será conducido hacia el cadalso. En la penumbra de la mañana su silueta será grisácea, sus ojos y su pelo del mismo color. Hará frío, y Vania se enroscará sobre sí mismo, hundirá sus mejillas profundamente en su cuello echado hacia arriba. A continuación el verdugo se pondrá una máscara y anudará la soga. Una blanca mortaja y el verdugo de rojo en el fondo. De repente, el tambor funeral hará sonar su música monótona con fuerza. Y el cuerpo estará colgado; Vania estará colgado.
 Las almohadas me queman el rostro. Las sábanas se han caído al suelo. No es cómodo estar aquí echado. Veo a Vania, sus ojos alegres, su pelo rizado. Y me pregunto con furia: ¿Por qué las horcas? ¿Por qué la sangre? ¿Por qué la muerte?
 Y de repente recuerdo: «También nosotros debemos ofrecer nuestras vidas por los hermanos». Eso es lo que dijo Vania. Pero Vania no está ya entre nosotros.

5 de septiembre

 Me digo a mí mismo que Vania se ha ido. Son palabras simples, pero no las creo. No puedo creer que Vania ya haya muerto. Llamará a la puerta, entrará en silencio, y le oiré decir, como siempre: «El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor».
 Vania creía en Cristo, yo no. ¿Por qué somos tan diferentes? Yo digo mentiras, espío a la gente y asesino. Vania dijo mentiras, espió a la gente y asesinó. Los dos vivimos rodeados del engaño y la sangre. ¿En el nombre del amor?
 Cristo subió al Gólgota. No mató, le dio la vida a los hombres. No mintió, le dijo a la gente la verdad. No traicionó a los otros, él mismo fue traicionado. Y he aquí la alternativa: o bien el camino hacia Cristo… o como Vania dijo: Smerdiakov… De manera que yo soy Smerdiakov.
 Conozco esta única verdad: Vania ha sido bendecido con la muerte y su calvario es verdadero; esta bendición y esta verdad son cosas que no puedo entender, son incomprensibles. Yo moriré, como él, pero mi muerte será sombría, pues las aguas amargas saben a ajenjo.»

* Tipo de levita propia de los que trabajan en la calle. [N. del T.]
** Personaje de Los hermanos Karamazov de Dostoievski, hijo ilegítimo de Fiodor Karamazov, nihilista y asesino de su padre. [N. del T.]

  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Impedimenta, 2009, en traducción de James Womack y Marian Womack, pp. 17-18 y 79-80 . ISBN: 978-84-937110-8-5.]