Sobre cómo se
debe escuchar
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«Por esto en fin, porque el escuchar
proporciona a los jóvenes un gran provecho y un no menor riesgo, creo que es
bueno dialogar siempre con uno mismo y con otro, sobre el oír. Ya que también
de esto vemos que la mayoría hacen mal uso, los que se ejercitan en hablar
antes de acostumbrarse a escuchar y creen que de las palabras existen un
aprendizaje y una práctica; en cambio, de la acción de escuchar creen que
también los que la utilizan de cualquier forma sacan provecho. Sin embargo,
para los que juegan a la pelota se da a la vez el aprendizaje de lanzar y coger
la pelota, pero en el uso de la palabra el recibirla bien es anterior al
lanzarla, igual que el recibir y mantener algún germen de vida es anterior a su
nacimiento.
En efecto, también se dice que las aves tienen
partos de huevos vacíos procedentes de ciertas concepciones imperfectas y
sin vida; también el discurso de los jóvenes, que no son capaces de escuchar ni
están acostumbrados a beneficiarse del acto de oír, surgiendo, en realidad,
vacío:
Se esparce bajo las nubes sin gloria y
sin ser visto*.
Por otra parte las vasijas se inclinan y se
vuelven para la recogida de los líquidos vertidos, para que, en realidad, se
produzca una adquisición y no una pérdida; en cambio, ellos no aprenden a
entregarse al que habla y adaptar lo escuchado con atención, para que no se
escape ninguna de las cosas dichas con utilidad, sino que lo que es más
ridículo de todo es que, si se encuentran casualmente con alguien, que les
cuenta un banquete, una fiesta, un sueño o un ultraje que le ha ocurrido a él
con otro, lo escuchan en silencio y continúan escuchándolo con interés; pero si
alguien, intentando convencerlos, les enseña algo de utilidad o les aconseja lo
necesario, o les reprocha cuando cometen errores, o les apacigua cuando se
enfadan, no lo soportan, sino que, si pueden, pretendiendo ser superiores,
discuten abiertamente sus palabras; si no lo consiguen, escapándose cambian a
otras conversaciones y vaciedades, llenando sus oídos como vasijas de mala
calidad y rotas de todo tipo de cosas más que de lo necesario. En efecto, a los
caballos, los que los crían bien, los hacen obedientes al freno y a los niños
sumisos a las palabras, enseñándoseles a escuchar mucho, pero no a hablar. Pues
también Espíntaro, elogiando a Epaminondas, decía que no era fácil encontrar a
ningún otro hombre que conociera más cosas y que hablara menos. También se dice
que la naturaleza nos dio a cada uno de nosotros dos orejas, y en cambio, una
sola lengua, porque debe cada uno hablar menos que escuchar.
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Ciertamente, en cualquier caso, para el joven
un adorno seguro es el silencio, sobre todo, cuando, al escuchar a otro, no se
altera ni se alborota ante cada cuestión, sino que, aunque el discurso no sea
demasiado agradable, lo soporta y espera a que termine el interlocutor, y una
vez que termina, no se lanza inmediatamente a la réplica, sino que, como dice
Esquines, deja pasar un tiempo, por si quisiera añadir algo a lo dicho el que
ha hablado o cambiar y quitar algo. Los que inmediatamente se oponen, actúan
torpemente, porque ni escuchan ni son escuchados al hablar a los que estaban
hablando; pero el que está acostumbrado a escuchar con moderación y con respeto
recibe y conserva el discurso provechoso; en cambio, distingue y descubre mejor
el inútil o falso, mostrándose amigo de la verdad y no amigo de la disputa ni
impetuoso ni alborotador. De ahí que, no sin razón, dicen algunos que es más
necesario sacar de los jóvenes el aire presuntuoso y la vanidad que el aire de
los odres, si se quiere verter en ellos algo provechoso, y, si no, no pueden
admitir nada, porque están llenos de orgullo y de arrogancia.
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Y, ciertamente, la envidia, cuando se presenta
con la maledicencia y la mala voluntad, no sólo a ninguna acción hace bien,
sino que para todo lo bueno es un obstáculo y para el que escucha es el peor
asesor y consejero, porque hace lo provechoso molesto, desagradable y difícil
de admitir a causa de que los que tienen envidia disfruten más con cualquier
cosa que con lo que está bien dicho. Sin embargo, al que le molesta la riqueza,
la fama y la belleza que se encuentra en otros, es simplemente un envidioso;
pues se disgusta con los demás porque son afortunados; pero, en cambio, cuando
uno se irrita con un discurso bien expresado se aflige de su propio bien. En
efecto, así como la luz para los que ven, también la palabra para los que oyen
es un bien, si quieren aceptarla. Ciertamente, algunas otras inclinaciones
deformadas y perversas crean envidia en otras cosas; la engendrada contra los
que hablan a partir de una inoportuna ambición y de un injusto afán de honra,
ni siquiera permite que el que está en esta situación ponga atención a lo que
se dice, sino que se inquieta y desvía su pensamiento, porque al mismo tiempo
inspecciona su propia condición, si es inferior a la del que habla, porque a la
vez observa a los demás, por si se maravillan y se quedan admirados y porque
está perturbado por los elogios y enfadado con los presentes, si aceptan al
orador, dejando y descuidando los discursos ya pronunciados, porque le causa
pena al recordarlos, y ante los que quedan por pronunciar, agitado y temeroso
de que puedan llegar a ser mejores que los que ya se han pronunciado,
esforzándose, para que los que hablan terminen lo más rápidamente posible cuando
hablan hermosamente; y, una vez acabada la intervención, no está a favor de
nada de lo que se ha dicho, sino que está dispuesto a poner a votación las
voces y las posturas de los presentes y a los que hacen elogios, huyéndoles
como a los locos y apartándose de ellos; en cambio, corre y se une en rebaño
con los que censuran y distorsionan lo dicho. En el caso de que no haya nada
que distorsionar, lo comparan con otros, en la idea de que han hablado mejor y
con mayor poder de persuasión sobre el mismo tema, destruyendo y estropeando la
intervención, hasta que, la convierten en algo inútil y vano.
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Por eso, es preciso que, uno, habiendo hecho
un pacto con su deseo de escuchar frente a su deseo por la fama, escuche al que
habla con actitud propicia y favorable, como si estuviera invitado a un
banquete sagrado y a las primicias de un sacrificio, elogiando aquellas partes,
en las que halla fuerza, compartiendo con gusto el afán mismo del que expone en
público aquellas cosas que conoce e intenta convencer a los demás por medio de
los argumentos por los que él mismo ha sido convencido. En efecto, lo que se ha
tratado rectamente se debe pensar que, no de casualidad ni de manera
espontánea, se ha tratado bien, sino por dedicación, esfuerzo y aprendizaje, y
se deben imitar estas cosas admirándolas e intentando emularlas; en cambio, en
las que se han cometido errores es necesario que la inteligencia inspeccione a
causa de qué motivos y de dónde ha surgido la desviación.
Pues, así como dice Jenofonte que los que
administran la casa compran tanto a los amigos como a los enemigos, así también
los oradores, no sólo cuando lo hacen rectamente sino también cuando cometen
errores, proporcionan provecho a los que están pendientes de ellos y prestan
atención a su discurso, pues también la simplicidad del pensamiento, la pobreza
en la expresión, la forma vulgar, la inquietud con un deleite, falto de gusto
hacia el elogio y otras cosas semejantes se nos hacen más evidentes en otros,
cuando escuchamos, que en nosotros mismos, cuando hablamos. Por lo que es
preciso trasladar el examen del que habla hacia nosotros mismos, observando
atentamente por si cometemos algún error semejante sin darnos cuenta. Pues es
lo más fácil del mundo reprochar al vecino, aunque sea sin provecho y sin
fundamento, a no ser que nos lleve a una rectificación y vigilancia de errores
semejantes. Y no debe uno vacilar, ante los que cometen errores, de aplicarse a
sí mismo aquello de Platón: “¿Seré yo acaso igual que ellos?” pues, así como en
los ojos de los más cercanos vemos que brillan los nuestros, así también en los
discursos es preciso que los nuestros se reflejen en los de los demás, para que
no despreciemos con demasiado atrevimiento a los otros y nos esforcemos en
poner mayor cuidado al hablar nosotros.
También es provechosa para esto la
comparación, cuando, al quedarnos solos después de la audición y habiendo
tomado alguna de las partes, que parece que no ha sido expresada de forma bella
o conveniente, intentamos lo mismo y nos animamos a nosotros mismos, ensayando
unas veces la manera de cómo subsanar un fallo, rectificar otras, decir lo
mismo de manera diferente o reelaborar el tema desde el principio en otras
ocasiones. Esto también lo hizo Platón con el discurso de Lisias. Pues el
hacer objeciones a un discurso ya dicho no es difícil sino muy fácil; pero el
oponer otro mejor es, ciertamente, laborioso.
Igual que aquel lacedemonio, que habiendo oído
que Filipo había destruido Olinto totalmente, dijo: “Pero él no hubiera
sido capaz de levantar una ciudad semejante”. En efecto, cuando en una
discusión sobre el mismo tema no nos diferenciamos claramente de los que ya han
hablado, nos cuidamos mucho de despreciarlos, y, rápidamente, quedan rotas
nuestra presunción y propia estima, refutadas con tales comparaciones.»
*Verso
de autor desconocido, quizá de Empédocles.
[El texto pertenece a la edición en español
de Editorial Gredos, 1992, en traducción de
C. Morales Otal y J. García López y revisada
por R. M. ª Aguilar, pp. 102-105. ISBN: 978-84-2490-973-4.]
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