1850
21
«A finales de 1872 llegó un telegrama urgente
de Estanislao Figueras, del Partido Federal Republicano, pidiendo una cita a
Cabrera para hablar de la contribución a la paz. La Llana quedó pasmado al leer
el adelanto del programa político: abolición de los impuestos sobre consumo y
de las quintas (a pesar de estar en guerra); voto a los veintiún años; retirada
de las subvenciones a la Iglesia; regulación del trabajo de menores en fábricas
y minas, mano dura contra el esclavismo en los territorios de Ultramar y
creación de la República Federal. La Llana, en la lectura del correo diario,
ignoraba las peticiones de fervorosos carlistas que imploraban a Cabrera la
adhesión a la guerra. Pero le comunicó el telegrama de Figueras al mismo
instante que llegó.
¿Qué querrá de mí éste de Barcelona que hace
política desde Tarragona? Los de Tarragona, a los de Tortosa, nos tienen
envidia porque nosotros tenemos río, remató el catalán al asturiano antes de
que el secretario confirmara por el telégrafo la cita, ocultada a Marián. El
encuentro se iba a celebrar al cabo de una semana en un hotel de Londres porque
Marián mantenía la prohibición de visitar Wentworth a todos los españoles de
índole política. A Cabrera le hubiese gustado recibirlo en su casa porque,
quizás, hubiese hecho otro amigo como en el caso de Juan Prim. Pero no quería
más pugnas maritales. El desánimo de Ramón se había contagiado por toda la
casa. Cuando él dijo que al día siguiente se iba a Londres con La Llana, ella
ya no preguntó qué iban a hacer, le era indiferente lo que fueran a hacer o a
quién ver. La política española se había convertido en un terreno de fricción
matrimonial. Marián razonó: en algo, tengo las de perder.
El cochero tenía el carruaje preparado a las
ocho de la mañana en la explanada de la entrada a Wentworth, junto al porche
arqueado con un gablete de acceso a la vivienda. Una diligencia tirada por
cuatro pencos en lugar de los dos caballos habituales esperaba. Cabrera y
Marián desayunaron juntos hablando de los nuevos planes que tenía ella para
ampliar la zona de cultivo junto a los bosques colindantes con la estación de
Virginia Water. Él la escuchaba siguiendo la conversación con escuetos
monosílabos. Al acabar el desayuno él le dio un beso en la frente, se despidió
y salió de la sala, subió al coche, pasó por Cantavieja Cottage a recoger al
secretario y partieron hacia la capital. Qué casualidad, otro catalán que viene
a Inglaterra en busca de la paz para España. Como hizo Prim en el 67, comentaba
Cabrera contemplando por la ventana los campesinos que trabajaban los campos.
Esta vez no había delegaciones; sólo Cabrera y Figueras. Ni La Llana estaría
presente, no obstante, el secretario hizo jurar a su jefe que no reconocería,
bajo ningún concepto, la Primera República Española. Aunque ya no eran
carlistas, creían que la monarquía —incluida la de los Borbones de quita y pon—
era el marco apropiado para el gobierno de un Estado moderno. No se comprometa
a nada, insistió el asturiano. Cabrera, que llevaba semanas sin sonreír, bromeó:
qué prefieres: ¿la reina corrupta y devota, el rey desenfrenado y devoto o el
monarca extranjero también devoto?
—¿Para qué me queréis? —preguntó Cabrera
yendo directo al grano tras los saludos de rigor y de haber colocado la oreja
izquierda en línea con la voz de Figueras.
—Para pacificar España. Esta guerra es atroz,
está creando heridas incurables. Algunos la pagan con la ejecución de sus
madres. Usted conoce el daño que hace una guerra civil.
—Lo que sé es que España no progresa. ¿De qué
sirve la libertad de imprenta para el 95% de analfabetos? —adujo Cabrera
ignorando lo de la ejecución de inocentes madres.
—Queremos su apoyo para fortalecer la
República y acabar la guerra. Reformaremos la agricultura y la fiscalidad,
prohibiremos la esclavitud en Cuba y Puerto Rico. Sólo la República puede
modernizar España.
—¿Cómo
sustituiréis los ingresos del impuesto sobre el consumo? O ¿cómo ganareis la
guerra si elimináis las quintas? Vuestro programa político no triunfará ni
sobre el papel. Mi nombre no es tan importante para que, con mi defección,
acabe la guerra. Ya me gustaría tener ese poder —asesoró Cabrera a su
interlocutor.
—Nuestro federalismo es nuevo. Usted conoce
la diversidad de España; es catalán, como yo —dijo Figueras sabiendo que los
fueros era uno de los caballos de batalla del carlismo.
—Hay que atender los anhelos de Cataluña y
Vascongadas —atizó Cabrera, satisfecho por la estimulante dialéctica política a
aquel alto nivel.
—No, conmigo no contéis, pero no iré contra
vosotros ni instigaré a nadie a que lo haga. Por lo que respecta a la Primera
República Española seré neutral, como los gitanos, que son los únicos neutrales
en la política de España. Me sabe mal que haya hecho un viaje tan largo sin
conseguir el objetivo deseado —asentó Cabrera en tono de suspiro.
—Yo
siempre duermo como un tronco atravesando el canal de la Mancha. El viaje sí ha
valido la pena, para conocerle; hablan tanto de usted en España, pero tengo la
impresión de que hablan por no callar, porque usted ya no es El tigre. Hasta se
le está olvidando el catalán. Al menos, he conseguido la neutralidad para con la
República —alardeó Figueras.
—Las lenguas, como los metales, si no se
utilizan y se pulen, se oxidan. Se me presentan pocas oportunidades de hablar
en catalán.
Por un momento, a Cabrera le tentó llegar a un
acuerdo económico con Estanislao Figueras para destinar el dinero del soborno
político a su yerno. Él, no lo podía hacer, era hombre honrado de principios
éticos, no podía cambiar de convicciones ideológicas por miles de reales. Se
acordó de casos como el de Vito Fabra, el que quería ser gobernador de
Castellón en el 37 para enriquecerse y comprar la eternidad, y del viaje con
Juan de Borbón en el que éste le confesó el reconocimiento de Isabel II por un
dineral. Nunca le había interesado acumular más capital del necesario para
vivir. Por eso, porque no le interesaba hacer fortuna, lamentó no poder ayudar
a su yerno a resolver los problemas de mecanización agrícola. Esa fue una de
las pocas veces que deploró no disponer de patrimonio propio. Era obvio que le
reconocían cierta autoridad en la turbulenta política española.
Los dos catalanes caminaron desde el hotel
Grosvenor hasta Hyde Park para encontrarse con La Llana, mosqueado porque les
oía hablar en catalán. Al incorporarse el secretario asturiano a la
conversación, Cabrera y Figueras pasaron al castellano. Los tres hombres fueron
a buscar el coche que les esperaba en un prado arenisco que separa la parte sur
de Hyde Park de la primera línea de edificios del barrio de Kensington. Subidos
a la berlina, se desplazaron hasta la estación Victoria donde se quedó
Estanislao Figueras a la espera de un tren que lo llevase a Dover. Los otros
partieron hacia Virginia Water. En el viaje Cabrera explicó a su secretario el
desarrollo del encuentro, incluido el soborno para apoyar la Primera República
Española. Como final, Figueras había dicho: «Si cambia de opinión, estaré a su
disposición».
A Ramón le pesaba el alma, evitaba los
encuentros con Ada porque no le gustaba que lo viese entristecido y abatido.
Los acontecimientos españoles no daban lugar al optimismo. El consenso
multipartido a favor del rey italiano se resquebrajó hasta romperse. La guerra
endurecía. El rey Amadeo de Savoya volvió a Italia en febrero de 1873; se
proclamó la República.»
[El texto pertenece a la edición en español
de Ediciones Oblicuas, 2016, pp. 226-228. ISBN:978-84-16627-02-8.]
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