domingo, 24 de septiembre de 2023

La plaga.- Ann Benson (1949)


Ann Benson
Nueve


 «Durante tres días Alejandro y sus desconcertados colegas recibieron lujoso hospedaje en el palacio papal, mientras De Chauliac vigilaba su intenso aprendizaje. Cada médico ocupaba habitación propia con baño privado. Deseoso de ganarse su lealtad incondicional, el Papa les daba buena comida y toda clase de atenciones. De Chauliac ejercía influencia y tutela absolutas sobre ellos, enseñándoles con detalle sus procedimientos para mantener al Papa libre de contagios, y observándolos atentamente para ver si poseían las cualidades innatas precisas para llevar a cabo la tarea a que se encaminaba su instrucción, cualidades que no podían aprenderse de ningún modo.
 Los embajadores médicos recibían lecciones diarias en una de las suntuosas salas palaciegas. De Chauliac se colocaba encima de un podio y hablaba durante horas con tono profesional, impresionando a Alejandro por sus condiciones de orador infatigable. Ama su profesión tanto como yo, pensaba el pupilo de su profesor.
 —Debéis consultar a los astrólogos —dijo De Chauliac el primer día de instrucción—, a fin de saber qué días son más propicios para el baño, el paseo o cualquier otra de las actividades normales de la vida diaria. Debéis mostraros recelosos de cuantos actos puedan parecer normales a vuestros pacientes, ya que desconocemos cuáles son las actividades más propensas a poner al individuo en contacto con la enfermedad. Hallaréis que vuestros reales pacientes, tan acostumbrados a que se cumplan sus caprichos, se resistirán a que les deis instrucciones sobre cuándo y cómo deben hacer según qué cosas. Mostraos firmes, y no consintáis que cuestionen vuestra autoridad.
 Alejandro procuró imaginarse a sí mismo dando órdenes a un rey, pero le resultaba demasiado inverosímil.
 —¿Y si siguen resistiéndose? —preguntó.
 —Rogadles que recuerden que el poder de Dios Omnipotente os ha sido conferido a través de Su Santidad, y que si es necesario lo utilizaréis para proteger su salud.
 Por la noche, al acostarse, Alejandro se sentía minúsculo y confuso. Lo más difícil de esta misión, pensó, será domeñar a los pacientes arrogantes.
 Durante el segundo día, De Chauliac expuso sus teorías acerca del contagio.
 —Guiado por la observación, he concluido que existen en el aire humores y vapores invisibles por los que se difunde la peste. Cuando está con vida, la víctima difunde esos humores con la respiración, y dispersa el maligno contagio sin que nadie lo advierta, dejando sin escapatoria a la siguiente víctima. Por lo tanto, hay que aislar a los pacientes. Confinadlos en sus castillos. No permitáis que entren comerciantes o viajeros sin inspeccionarlos antes; y, puesto que es imposible asistir a la formación de esos vapores y humores, lo más prudente es impedir toda clase de contacto con el mundo exterior. Mi estimado predecesor, Henri de Mandeville, tenía ideas claras acerca del contagio; enseñó a quienes me enseñaron a mí a lavarse las manos antes y después de tocar a un paciente, por creer que los humores podían ser transmitidos igualmente a través de las manos. La biblioteca de Su Santidad contiene copias de los textos de De Mandeville que versan sobre el tema, y están a disposición de quien desee leerlos.
 ¡Pero si esa teoría también la tengo yo!, pensó Alejandro, comprobando con entusiasmo que otros médicos compartían sus creencias sobre la importancia de la higiene. Volvió a interrumpir el discurso del maestro.
 —También me he dado cuenta de que una ablución con vino hace sanar más rápido las heridas. Se diría que una parte del vino ataca a la sepsis.
 —A lo mejor la sepsis se emborracha y ya no puede seguir su camino hacia la herida —terció otro hombre, provocando un estallido de carcajadas.
 Alejandro se ruborizó, pero De Chauliac levantó la mano y el grupo volvió a guardar silencio.
 —Nadie debe tomarse a risa las observaciones de un colega —dijo—. Ni siquiera el más sabio de nosotros sabe curar la peste. La ignorancia nos hace iguales a todos. —Miró directamente a Alejandro—. Ya hablaremos del tema en privado.
 Todas las cabezas se volvieron hacia el judío, que se limitó a asentir a su instructor y bajar la mirada.
 —Por tanto —continuó De Chauliac—, y a pesar de que no os será fácil obtener su consentimiento, debéis pedir a los astrólogos de la corte que les digan que cada día es propicio al baño…
 Por la noche, un guardia papal acudió a la habitación de Alejandro y lo escoltó hasta los aposentos privados de De Chauliac. Alejandro dejó atrás varios tramos de escalera de una alta torre, precedido por el guardia, cuyo paso se veía entorpecido por el peso de su ropa y armadura.
 Se asomó a la habitación, y De Chauliac le hizo señas de que entrara sin miedo.
 —Adelante, adelante —dijo—, sentaos. —Indicó a Alejandro un mullido diván—. Poneos cómodo.
 Alejandro se sentó con timidez, acomodándose con cautela sobre la blanda superficie del asiento. El estricto pedagogo había dado paso a un cortés y elegante anfitrión. El contraste entre ambos era sorprendente.
 —Sois un hombre distinto, doctor De Chauliac —dijo Alejandro con cautela.
 De Chauliac le ofreció vino en una pesada copa de plata que su huésped aceptó.
 —¿Y en qué lo notáis? —preguntó, arqueando una ceja con curiosidad.
 Alejandro tomó un largo trago de vino antes de responder.
 —Sois un profesor severo, y vuestra presencia es… —Tardó en encontrar la palabra adecuada—. Imponente.
 De Chauliac rió con cinismo.
La plaga: Amazon.es: Benson, Ann: Libros —Cuando se enseña a tontos hay que dar sensación de autoridad —dijo—; si no, no aprenden nada, y se malgastan esfuerzos. Detesto impartir conocimientos valiosos a gente que no entiende su importancia.
Alejandro no pudo dejar de mostrarse ofendido, y quiso protestar.
 —Señor… —empezó.
 —No me refiero a vos —se apresuró a añadir De Chauliac—; si os tuviera en tal concepto, no os habría hecho llamar. Hablo más bien de los demás, que me parecen una panda de imbéciles. Parece que la peste se haya llevado a los mejores y sólo queden los médicos más idiotas. —Dejó su asiento por uno más próximo a Alejandro, inclinándose hacia él con expresión entusiasta—. En cambio, veo en vuestros ojos un fuego, un amor al estudio, cuya vista me alegra el corazón.
 —Señor, me honráis en demasía.
 De Chauliac lo miró con atención.
 —No lo creo —dijo—. He visto cómo escucháis mis clases, y no podéis ocultar la marca de vuestra inteligencia. Tenía muchas ganas de hablar con alguien que creyera en la sepsis, como yo. Debéis explicarme cómo habéis llegado a la conclusión de que el vino contribuye a curar las heridas.
 Comprendiendo que no lo habían descubierto, sino que De Chauliac compartía su ansia de saber, Alejandro se relajó.
 —He hecho varios experimentos, lavando la herida con líquidos distintos después de las intervenciones. Muchos no surtían el menor efecto, y hasta había algunos que retrasaban la curación; el vino, en cambio, aun el más imbebible, siempre la acelera; al menos eso indican mis observaciones. Me di cuenta por primera vez cuando estaba en Montpellier…
 —¿Habéis estudiado en Montpellier?
 —En efecto —contestó Alejandro.
 —A menudo doy clases en Montpellier. ¿Cuándo estuvisteis? Quizá asistierais a alguna de mis lecciones.
 —Estuve —Alejandro cortó en seco la frase, pues sólo se acordaba del año según el cómputo judío. El pánico empezó a adueñarse de él. ¿Cómo explicar a De Chauliac que no recordaba la fecha exacta?
 —Estuve… mmm… hace seis años.
 —En 1342.
 —Eso es.
 Alejandro empezó a notar que le sudaba la frente.
 —Ah, entonces es posible que no nos viéramos —dijo De Chauliac—; pasé todo ese año en París, cuidando al rey. Padece una gota monstruosa, y no me sorprende: a pesar de su inexplicable delgadez, sigue una dieta excesivamente rica. Cuando le supliqué moderación no me hizo caso. —De Chauliac alzó la copa con gesto aparatoso y bebió de ella—. Como su majestad no quería ver a otro médico que no fuera yo, no tuve más remedio que renunciar a mis clases mientras durara su enfermedad. ¡Qué lástima no habernos conocido entonces! Me acordaría de un estudiante tan notable como vos, y habría disfrutado instruyéndoos.
 Yo seguro que también me acordaría, pensó Alejandro; ahora bien, lo que se dice disfrutar…
 —En fin, poco importa —dijo De Chauliac—. Ahora estáis aquí. ¿Qué trae a Aviñón a un español?
 Tras unos instantes de silencio, Alejandro dijo con calma:
 —Es voluntad de mi familia.
 No añadió nada más a su respuesta; tampoco De Chauliac le preguntó más detalles de su vida personal, dada su impaciencia por hablar de otros asuntos.
 —¿Decís que llegasteis a vuestra conclusión acerca del vino tan sólo a base de hacer pruebas hasta conocer el efecto de cada sustancia? ¡Qué estupenda originalidad! Demasiado a menudo esperamos que el propio curso de las cosas nos enseñe por dónde ir, e incluso en esas ocasiones nos cuesta aprender…»
  
  [El texto pertenece a la edición en español de Plaza & Janés, 1998, en traducción de Jofre Homedes, pp. 184-188. ISBN: 978-8401011399.]

domingo, 17 de septiembre de 2023

El tercermundismo.- Carlos Rangel (1929-1988)


CARACAS: A 28 años de la muerte de Carlos Rangel | Reportero24
9.-Más allá del tercermundismo


 «El auge del Tercermundismo es uno de los hechos centrales de la historia actual, y uno de los más ominosos. Por todos lados nos acosa la evidencia de que la adopción del Socialismo conduce al reforzamiento monstruoso del Estado, al acorralamiento y eventual asfixia de la sociedad civil, al autoritarismo y finalmente al totalitarismo. Ahora bien, aunque haya todavía quien se aferre de buena fe a la ilusión marxista ortodoxa de que esa evidencia no viene al caso para los países capitalistas avanzados, nadie salvo los fanáticos o los propagandistas puede negarla con relación a los países pobres y atrasados. Y el hecho de que semejante invariable resultado no haya mermado el prestigio ni frenado el avance del Tercermundismo, sino que sea seguramente uno de sus atractivos, obliga a una reflexión sobre las perspectivas futuras globales (y no sólo en el Tercer Mundo) de las libertades consustanciales con la civilización del Capitalismo y con las abrumadoras ventajas de ésta para la sociedad.
 Según Claudel, el hombre no está hecho para la felicidad. Podría ser que tampoco lo esté para la libertad y la prosperidad, y que el Socialismo en sus diferentes formas y desde luego en su versión tercermundista sea la oferta política que en nuestro tiempo conviene a esa situación. En todo caso, parece convenir perfectamente al escaso interés que los dirigentes políticos, los terratenientes, las castas sacerdotales, clericales y guerreras (y en general todos aquellos privilegiados y que cuentan con seguir siéndolo o hasta con acrecentar su poder en la misma medida en que crezca el poder de los gobiernos) han mostrado en todo tiempo por el bienestar y la libertad del pueblo común, de la plebe. La libertad y la prosperidad generales, allí donde se han desarrollado como exigencia, la una, y resultado, la otra, del auge del comercio y de la artesanía (o, en nuestro tiempo, de la industria) lo han hecho a pesar de los señores, de los letrados y de los sacerdotes, quienes fácilmente las equiparan a la indisciplina y al apoltronamiento, perjudiciales a la salud del Estado, al buen gusto y a la salvación del alma.
 Un fenómeno muy distinto y mucho más inquietante es el desapego de los hombres comunes y corrientes que han gustado los frutos del Capitalismo (esa misma plebe, la gran mayoría de la cual la civilización del capitalismo rescató en los últimos cien años de la miseria y de la servidumbre) por la libertad, en cuanto han disfrutado de ella durante cierto tiempo. Nunca más que ahora ha tenido vigencia la fábula de las ranas pidiendo rey.
 Inversamente, el bienestar más insólito y más prodigiosamente superior a todo cuanto pudo haber sido soñado, por ejemplo en Europa Occidental todavía en 1950, aparece a esa misma mayoría como insuficiente y a la vez sin vínculo perceptible (para ellos) con las estructuras económicas capitalistas que lo produjeron y que además han logrado defenderlo mucho mejor de lo que era razonable esperar contra el golpe brutal del costo decuplicado de la energía. Incapaces de percibir por otra parte (a pesar de disponer, gracias al Capitalismo, de una información más completa que nunca antes) lo que significa la crisis económica mucho más severa y además verdaderamente perversa, esa sí, de los países socialistas de historia previa comparable (los de Europa central) un número creciente de los presuntos beneficiarios del igualmente presunto saqueo del Tercer Mundo encuentran de nuevo verosímil la gastada alegación socialista de que sólo la economía de mercado (el Capitalismo) impide el florecimiento explosivo de las fuerzas productivas que ella misma ha creado, y que bastará arrinconarla antes de darle más tarde el golpe de gracia para lograr la reanudación triunfal del crecimiento económico, el empleo asegurado para todos, trabajar menos y consumir más. Es con este programa disparatado que por ejemplo en Francia el Socialismo ha logrado, por primera vez plenos poderes para salvar a ese país del Capitalismo. Aquí y allá algunos aguafiestas, sin osar demasiado poner en duda que pueda ser cumplida la promesa de semejantes mágicos resultados económicos, se inquietan al menos por las posibles consecuencias, para la libertad, del enorme reforzamiento de los poderes del Estado implícito en el proyecto del PS francés (como, inevitablemente, en cualquier proyecto que merezca el calificativo de “socialista”). Pero si las ranas estaban tan fastidiadas de no tener rey que se consolaban calificando al anterior presidente de “monarca” y dibujándolo con testa coronada en las portadas de las revistas, el trueque de esa pobre lámpara vieja, la libertad, que tan poco estiman, por la reluciente lámpara nueva de más consumo por menos trabajo les parecerá el mejor negocio de sus vidas.

Una Nostalgia Reaccionaria

  Tantos autoengaños y de tanta monta no pueden explicarse por causas coyunturales. Algo debe haber en la civilización capitalista que hace disonancia con nuestras emociones. Algo tiene que tener el Socialismo que armoniza con ellas. Chafarevich (en El Fenómeno Socialista, París, Seuil, 1977) propone que la fascinación perenne con el Socialismo, presente en todas las utopías, desde Platón, tiene que responder a un requerimiento psíquico irracional que paradójicamente se disfraza de racionalismo exacerbado. Karl Popper (en La Sociedad Abierta y sus Enemigos, edición original de 1943, 5ª edición, revisada, Princeton University Press, 1966) supone una nostalgia universal por la sociedad tribal, estática, donde no existía el individuo. En la sociedad abierta, en desarrollo desde hace apenas diez o doce mil años, los hombres se ven constantemente en la necesidad de tomar decisiones personales. No nos hemos habituado a esa, la mayor de las revoluciones. Desde luego nuestra capacidad crítica ha sido liberada y la libertad se ha convertido, en teoría, en el valor supremo, tanto que hasta los tiranos aseguran que son ellos quienes la garantizan. Pero vivimos en tensión, en inseguridad, en angustia. Es preciso a cada paso escoger, interrogarse, autodisciplinarse, adaptarse, competir, ganar y también perder. El shock del paso de la sociedad tribal a la sociedad abierta, biológicamente muy reciente, no ha sido superado. Las expresiones de comprensión de las ventajas, para el hombre, de la sociedad abierta jalonan la historia desde Pericles. Pero igualmente, desde Platón, las expresiones de nostalgia reaccionaria por la sociedad tribal. Estas últimas son mucho más estimadas. El utopismo es generalmente considerado moralmente virtuoso y estéticamente agradable, a pesar de los monstruos políticos que ha generado en la práctica, entre los cuales se cuentan todos los experimentos totalitarios. En cambio el libertarianismo sufre de cierta desconsideración, por intuírselo fundado en la comprensión de que los hombres son imperfectos y dispuesto a acomodarse a esa realidad, en lugar de proponer construir un “hombre nuevo”, un “superhombre”.
El tercermundismo: Amazon.es: Carlos Rangel: Libros El ánimo socialista es, pues, literalmente reaccionario. El verdadero hombre nuevo sería aquel que pudiere liberarse de esa atadura con un pasado (reciente) cuando la especie humana era muy semejante a otros animales de presa quienes, por la obligación en que se encuentran de cazar en grupo, son, en efecto, “colectivistas”.
 La aparente novedad del Socialismo marxista se debe a su coincidencia y a su correspondencia con una situación inédita en la historia: la sociedad capitalista industrial. Antes de la revolución capitalista con su productividad insólita, las sociedades humanas no habían podido detenerse a prestarle ninguna atención a la idea extravagante de que pudiere aliviarse la gran miseria de la mayoría de sus integrantes. Mucho menos podía preocuparles la pobreza de otras sociedades, como hoy sí preocupa a los pueblos prósperos la pobreza del Tercer Mundo. El estado normal de la sociedad era el nivel de mera subsistencia, siempre al borde del desastre, perennemente prisionera de lo que Galbraith ha denominado “el equilibrio de pobreza”. No sólo las desgracias (la sequía, la peste, la guerra) sino también cualquier alteración aparentemente afortunada (siete años de “vacas gordas”, con sus consiguientes menor mortalidad y mayor vulnerabilidad ante la segura próxima escasez) anunciaba un inevitable subsiguiente desastre. La vida de los hombres transcurría en un estado de sitio permanente por fuerzas fuera de su control.
 Ahora bien, una comunidad en peligro mortal no cuestiona la necesidad de someterse a un gobierno autoritario. El peor desastre que le puede ocurrir a una ciudad rodeada de enemigos es una claudicación de su liderazgo, un hiato en el gobierno resuelto y sin contemplaciones. Aun en nuestro tiempo no nos asombra ver impuesta la ley marcial tras alguna catástrofe, y a los saqueadores fusilados sin fórmula de juicio. Esa situación, que las sociedades capitalistas avanzadas ya no conocen, aunque la lleven grabada en el subconsciente y estén tal vez destinadas a enfrentar en un futuro, era la condición normal de la humanidad antes de que el Capitalismo creara primero un excedente pequeño, y luego uno inmenso, por encima de lo mínimo necesario.
 Fueron hombres de mente crítica y racional (“capitalista”) viviendo en tiempos desafortunados de guerra civil o de dominación extranjera, hombres como Hobbes y Machiavelli, quienes encontraron por primera vez la expresión descarnada de lo que todo el mundo sabía pero que antes del inicio de la civilización capitalista no había sido posible o admisible formular: que el mundo es un sitio peligroso y brutal, y que dada la escasez de recursos todavía normal en el siglo XV (Machiavelli) o en el XVII (Hobbes) los hombres en estado de anarquía están condenados a luchar como hienas entre sí, con lo cual causan y se causan todavía más miseria; que lo mismo vale para las relaciones entre grupos humanos y que por lo tanto los grupos débiles, anarquizados, sin liderazgo efectivo, están destinados a ser víctimas de los grupos más fuertes. De allí que, entre todas las desgracias que pueden acaecer a la sociedad, ninguna sea peor o más terrible que la disensión entre miembros del mismo grupo, la guerra civil. El poco bienestar, tranquilidad y seguridad de que los hombres puedan disfrutar encontrarán sitio sólo una vez que el mal de la anarquía, y de la disensión o la guerra civil hayan sido reemplazados por el mal menor de un gobierno autoritario e implacable.

Cambiar el Mundo

 No por accidente aquellos individuos (o clases) que por cualesquiera circunstancias se encontraron en capacidad para asumir y conservar el liderazgo requerido, extrajeron un alto precio por sus servicios. La razón suficiente de un relevo radical de una clase dirigente ha solido ser que esos servicios ya no estaban siendo suministrados, y ese relevo ha sido invariablemente protagonizado por quienes podían a su vez restablecer la seguridad interna y externa de la sociedad en cuestión. El economicismo marxista excluye de su campo de visión este fundamento puramente político de la transferencia de poder de una elite a otra.
 Las sociedades pre-capitalistas fueron tradicionalmente gobernadas por castas sacerdotales, en combinación con aristocracias militares, minorías parásitas extorsionadoras de una proporción exorbitante de la escasa producción social. Pero esto resultaba para el cuerpo social parasitado un mal menor que la aniquilación o la reducción a la esclavitud que habrían sido las consecuencias de un asalto externo exitoso.
 La brutalidad de semejantes arreglos sociales no podía dejar de conducir a una doble reflexión, política y religiosa. Puesto que la sociedad en su estado precapitalista de bajísima productividad no podía encontrar una solución política distinta y mejor que el sometimiento a una autoridad implacable, todo el pensamiento político pre capitalista tuvo tendencia a girar en torno a las maneras de legitimar esa situación. El expediente más socorrido fue asociar el poder a la divinidad, y la sumisión a la piedad. El rechazo a la crueldad y a la hipocresía de esta situación no podía ser político, sino religioso heterodoxo (puesto que la ortodoxia era parte del sistema de control social) con la aspiración a la justicia remitida a una dimensión diferente a la del orden secular. “Mi reino no es de este mundo” y “Dad al César lo que es del César” son formulaciones clásicas de esta sabiduría frente al dominio brutal, ambiguo y sucio de la conducción política de la sociedad. Esto no exoneraba a los heterodoxos de la obligación de intentar alcanzar la justicia, pero no a través de la ambición insensata de pretender transformar este mundo, sino por la adición infinitamente paciente de actos de caridad individuales, cuya suma terminaría algún día por hacer desaparecer, literalmente, el falso mundo de la injusticia.
 Un apólogo hasídico ilustra perfectamente esa actitud. Haskele decide componer el mundo y se pregunta por dónde comenzar. El mundo entero es demasiado vasto.
 ¿Comenzará por su país? Sería todavía una ambición satánica. ¿La provincia, el distrito, el pueblo, su calle, su familia? Cada vez Haskele reflexiona que hay una presunción pecaminosa en pretender reformar a los demás. El proyecto de salvar el mundo no puede acometerse sino emprendiendo en primer lugar la tarea humilde, aunque ella misma infinitamente difícil, de mejorar nuestra propia persona, tratando de ser justos en todos nuestros actos.»

        [El texto pertenece a la edición en español de Monte Ávila Editores, 1982, pp. 162-166. ASIN: B0012QVROE]

domingo, 10 de septiembre de 2023

Confesiones.- San Agustín de Hipona (354-430)


San Agustin de Hipona - Vida y Obra - Ensayo
Libro I

Capítulo IX

 «1.-¡Cuántas miserias y humillaciones pasé, Dios mío, en aquella edad en la que se me proponía como única manera de ser bueno sujetarme a mis preceptores! Se pretendía con ello que yo floreciera en este mundo por la excelencia de las artes del decir con que se consigue la estimación de los hombres y se está al servicio de falsas riquezas. Fui enviado a la escuela para aprender las letras, cuya utilidad, pobre de mí, ignoraba yo entonces; y sin embargo, me golpeaban cuando me veían perezoso. Porque muchos que vivieron antes que nosotros nos prepararon estos duros caminos por los que nos forzaban a caminar, pobres hijos de Adán, con mucho trabajo y dolor.
 2.-Entonces conocí a algunas personas que te invocaban. De ellas aprendía a sentir en la medida de mi pequeñez que tú eras Alguien, que eres muy grande y que nos puedes escuchar y socorrer sin que te percibamos con los sentidos. Siendo pues niño comencé a invocarte como a mi auxilio y mi refugio; y en este rogar iba yo rompiendo las ataduras de mi lengua. Pequeño era yo; pero con ahínco nada pequeño te pedía que no me azotaran en la escuela. Y cuando no me escuchabas, aún cuando nadie podía tener por necia mi petición, las gentes mayores se reían, y aún mis padres mismos, que nada malo querían para mí. En eso consistieron mis mayores sufrimientos de aquellos días.
 ¿Existe acaso, Señor, un alma tan grande y tan unida a ti por el amor, que en la fuerza de esta afectuosa unión contigo haga lo que en ocasiones se hace por pura demencia: despreciar los tormentos del potro, de los ganchos de hierro y otros varios? Porque de tormentos tales quiere la gente verse libre, y por todo el mundo te lo suplican llenos de temor. ¿Habrá pues quienes por puro amor a ti los desprecien y tengan en poco a quienes sienten terror ante el tormento a la manera como nuestros padres se reían de lo que nuestros maestros nos hacían sufrir?
 Y sin embargo, pecábamos leyendo y escribiendo y estudiando menos de lo que se nos exigía.
 3.-Lo que nos faltaba no era ni la memoria ni el ingenio, pues nos los diste suficiente para aquella edad; pero nos gustaba jugar y esto nos lo castigaban quienes jugaban lo mismo que nosotros. Porque los juegos con que se divierten los adultos se llaman solemnemente "negocios"; y lo que para los niños son verdaderos negocios, ellos lo castigan como juegos y nadie compadece a los niños ni a los otros.
 A menos que algún buen árbitro de las cosas tenga por bueno el que yo recibiera castigos por jugar a la pelota. Verdad es que este juego me impedía aprender con rapidez las letras; pero las letras me permitieron más tarde juegos mucho más inadmisibles. Porque en el fondo no hacía otra cosa aquel mismo que por jugar me pegaba. Cuando en alguna discusión era vencido por alguno de sus colegas profesores, la envidia y la bilis lo atormentaban más de lo que a mí me afectaba perder un juego de pelota.

Capítulo X

 Y sin embargo pecaba yo, oh Dios, que eres el creador y ordenador de todas las cosas naturales con la excepción del pecado, del cual no eres creador, sino nada más ordenador.
 Pecaba obrando contra el querer de mis padres y de aquellos maestros. Pero pude más tarde hacer buen uso de aquellas letras que ellos, no sé con qué intención, querían que yo aprendiese.
 Si yo desobedecía no era por haber elegido algo mejor, sino simplemente por la atracción del juego. Gozábame yo en espléndidas victorias, y me gustaba el cosquilleo ardiente que en los oídos dejan las fábulas. Cada vez más me brillaba una peligrosa curiosidad en los ojos cuando veía los espéctaculos circenses y gladiatorios de los adultos. Quienes tales juegos organizan ganan con ello tal dignidad y excelencia, que todos luego la desean para sus hijos. Y sin embargo no llevan a mal el que se los maltrate por el tiempo que pierden viendo esos juegos, ya que el estudio les permitiría montarlos ellos mismos más tarde. Considera, Señor, con misericordia estas cosas y líbranos a nosotros, los que ya te invocamos. Y libra también a los que no te invocan todavía, para que lleguen a invocarte y los salves.

Capítulo XI

San Agustín Confesiones Alianza Editorial - Libros, Revistas y ... Todavía siendo niño había yo oído hablar de Vida Eterna que nos tienes prometida por tu Hijo nuestro Señor, cuya humildad descendió hasta nuestra soberbia. Ya me signaba con el signo de su cruz y me sazonaba con su sal ya desde el vientre de mi madre, que tan grande esperanza tenía puesta en ti. Y tú sabes que ciertos días me atacaron violentos dolores de vientre con mucha fiebre, y que me vi de muerte. Y viste también, porque ya entonces eras mi guardián, con cuánta fe y ardor pedí el bautismo de tu Cristo, Dios y Señor mío, a mi madre y a la Madre de todos que es tu Iglesia. Y mi madre del cuerpo, que consternada en su corazón casto y lleno de fe quería engendrarme para la vida eterna, se agitaba para que yo fuera iniciado en los sacramentos de la salvación y, confiándote a ti, Señor mío, recibiera la remisión de mi pecado. Y así hubiera sido sin la pronta recuperación que tuve. Se difirió pues mi purificación, como si fuera necesario seguir viviendo una vida manchada, ya que una recaída en el mal comportamiento después del baño bautismal habría sido peor y mucho más peligrosa.
 Yo era ya pues un creyente. Y lo eran también mi madre y todos los de la casa, con la excepción de mi padre, quien a pesar de que no creía tampoco estorbaba los esfuerzos de mi piadosa madre para afirmarme en la fe en Cristo. Porque ella quería que no él sino tú fueras mi Padre; y tú la ayudabas a sobreponerse a quien bien servía siendo ella mejor, pues al servirlo a él por tu mandato, a ti te servía.
 Me gustaría saber, Señor, por qué razón se difirió mi bautismo; si fue bueno para mí que se aflojaran las riendas para seguir pecando, o si hubiera sido mejor que no se me aflojaran. ¿Por qué oímos todos los días decir: "Deja a éste que haga su voluntad, al cabo no está bautizado todavía", cuando de la salud del cuerpo nunca decimos: "Déjalo que se trastorne más, al cabo no está aún curado"? ¡Cuánto mejor hubiera sido que yo sanara más pronto y que de tal manera obrara yo y obraran conmigo, que quedara en seguro bajo tu protección la salud del alma que de ti me viene! Pero bien sabía mi madre cuántas y cuán grandes oleadas de tentación habrían de seguir a mi infancia. Pensó que tales batallas contribuirían a formarme, y no quiso exponer a ellas la efigie tuya que se nos da en el bautismo.

Capítulo XII

 1.-Durante mi niñez (que era menos de temer que mi adolescencia) no me gustaba estudiar, ni soportaba que me urgieran a ello. Pero me urgían, y eso era bueno para mí; y yo me portaba mal, pues no aprendía nada como no fuera obligado. Y digo que me conducía mal porque nadie obra tan bien cuando sólo forzado hace las cosas, aun cuando lo que hace sea bueno en sí. Tampoco hacían bien los que en tal forma me obligaban; pero de ti, Dios mío, me venía todo bien. Los que me forzaban a estudiar no veían otra finalidad que la de ponerme en condiciones de saciar insaciables apetitos en una miserable abundancia e ignominiosa gloria.
 2.-Pero tú, que tienes contados todos nuestros cabellos, aprovechabas para mi bien el error de quienes me forzaban a estudiar y el error mío de no querer aprender lo usabas como un castigo que yo, niño de corta edad pero ya gran pecador, ciertamente merecía. De este modo sacabas tú provecho para mí de gentes que no obraban bien, y a mí me dabas retribución por mi pecado. Es así como tienes ordenadas y dispuestas las cosas: que todo desorden en los afectos lleve en sí mismo su pena.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 2000, en traducción de Pedro Rodríguez de Santidrián, pp. 21-25. ISBN: 978-8420635323.]