domingo, 24 de septiembre de 2023

La plaga.- Ann Benson (1949)


Ann Benson
Nueve


 «Durante tres días Alejandro y sus desconcertados colegas recibieron lujoso hospedaje en el palacio papal, mientras De Chauliac vigilaba su intenso aprendizaje. Cada médico ocupaba habitación propia con baño privado. Deseoso de ganarse su lealtad incondicional, el Papa les daba buena comida y toda clase de atenciones. De Chauliac ejercía influencia y tutela absolutas sobre ellos, enseñándoles con detalle sus procedimientos para mantener al Papa libre de contagios, y observándolos atentamente para ver si poseían las cualidades innatas precisas para llevar a cabo la tarea a que se encaminaba su instrucción, cualidades que no podían aprenderse de ningún modo.
 Los embajadores médicos recibían lecciones diarias en una de las suntuosas salas palaciegas. De Chauliac se colocaba encima de un podio y hablaba durante horas con tono profesional, impresionando a Alejandro por sus condiciones de orador infatigable. Ama su profesión tanto como yo, pensaba el pupilo de su profesor.
 —Debéis consultar a los astrólogos —dijo De Chauliac el primer día de instrucción—, a fin de saber qué días son más propicios para el baño, el paseo o cualquier otra de las actividades normales de la vida diaria. Debéis mostraros recelosos de cuantos actos puedan parecer normales a vuestros pacientes, ya que desconocemos cuáles son las actividades más propensas a poner al individuo en contacto con la enfermedad. Hallaréis que vuestros reales pacientes, tan acostumbrados a que se cumplan sus caprichos, se resistirán a que les deis instrucciones sobre cuándo y cómo deben hacer según qué cosas. Mostraos firmes, y no consintáis que cuestionen vuestra autoridad.
 Alejandro procuró imaginarse a sí mismo dando órdenes a un rey, pero le resultaba demasiado inverosímil.
 —¿Y si siguen resistiéndose? —preguntó.
 —Rogadles que recuerden que el poder de Dios Omnipotente os ha sido conferido a través de Su Santidad, y que si es necesario lo utilizaréis para proteger su salud.
 Por la noche, al acostarse, Alejandro se sentía minúsculo y confuso. Lo más difícil de esta misión, pensó, será domeñar a los pacientes arrogantes.
 Durante el segundo día, De Chauliac expuso sus teorías acerca del contagio.
 —Guiado por la observación, he concluido que existen en el aire humores y vapores invisibles por los que se difunde la peste. Cuando está con vida, la víctima difunde esos humores con la respiración, y dispersa el maligno contagio sin que nadie lo advierta, dejando sin escapatoria a la siguiente víctima. Por lo tanto, hay que aislar a los pacientes. Confinadlos en sus castillos. No permitáis que entren comerciantes o viajeros sin inspeccionarlos antes; y, puesto que es imposible asistir a la formación de esos vapores y humores, lo más prudente es impedir toda clase de contacto con el mundo exterior. Mi estimado predecesor, Henri de Mandeville, tenía ideas claras acerca del contagio; enseñó a quienes me enseñaron a mí a lavarse las manos antes y después de tocar a un paciente, por creer que los humores podían ser transmitidos igualmente a través de las manos. La biblioteca de Su Santidad contiene copias de los textos de De Mandeville que versan sobre el tema, y están a disposición de quien desee leerlos.
 ¡Pero si esa teoría también la tengo yo!, pensó Alejandro, comprobando con entusiasmo que otros médicos compartían sus creencias sobre la importancia de la higiene. Volvió a interrumpir el discurso del maestro.
 —También me he dado cuenta de que una ablución con vino hace sanar más rápido las heridas. Se diría que una parte del vino ataca a la sepsis.
 —A lo mejor la sepsis se emborracha y ya no puede seguir su camino hacia la herida —terció otro hombre, provocando un estallido de carcajadas.
 Alejandro se ruborizó, pero De Chauliac levantó la mano y el grupo volvió a guardar silencio.
 —Nadie debe tomarse a risa las observaciones de un colega —dijo—. Ni siquiera el más sabio de nosotros sabe curar la peste. La ignorancia nos hace iguales a todos. —Miró directamente a Alejandro—. Ya hablaremos del tema en privado.
 Todas las cabezas se volvieron hacia el judío, que se limitó a asentir a su instructor y bajar la mirada.
 —Por tanto —continuó De Chauliac—, y a pesar de que no os será fácil obtener su consentimiento, debéis pedir a los astrólogos de la corte que les digan que cada día es propicio al baño…
 Por la noche, un guardia papal acudió a la habitación de Alejandro y lo escoltó hasta los aposentos privados de De Chauliac. Alejandro dejó atrás varios tramos de escalera de una alta torre, precedido por el guardia, cuyo paso se veía entorpecido por el peso de su ropa y armadura.
 Se asomó a la habitación, y De Chauliac le hizo señas de que entrara sin miedo.
 —Adelante, adelante —dijo—, sentaos. —Indicó a Alejandro un mullido diván—. Poneos cómodo.
 Alejandro se sentó con timidez, acomodándose con cautela sobre la blanda superficie del asiento. El estricto pedagogo había dado paso a un cortés y elegante anfitrión. El contraste entre ambos era sorprendente.
 —Sois un hombre distinto, doctor De Chauliac —dijo Alejandro con cautela.
 De Chauliac le ofreció vino en una pesada copa de plata que su huésped aceptó.
 —¿Y en qué lo notáis? —preguntó, arqueando una ceja con curiosidad.
 Alejandro tomó un largo trago de vino antes de responder.
 —Sois un profesor severo, y vuestra presencia es… —Tardó en encontrar la palabra adecuada—. Imponente.
 De Chauliac rió con cinismo.
La plaga: Amazon.es: Benson, Ann: Libros —Cuando se enseña a tontos hay que dar sensación de autoridad —dijo—; si no, no aprenden nada, y se malgastan esfuerzos. Detesto impartir conocimientos valiosos a gente que no entiende su importancia.
Alejandro no pudo dejar de mostrarse ofendido, y quiso protestar.
 —Señor… —empezó.
 —No me refiero a vos —se apresuró a añadir De Chauliac—; si os tuviera en tal concepto, no os habría hecho llamar. Hablo más bien de los demás, que me parecen una panda de imbéciles. Parece que la peste se haya llevado a los mejores y sólo queden los médicos más idiotas. —Dejó su asiento por uno más próximo a Alejandro, inclinándose hacia él con expresión entusiasta—. En cambio, veo en vuestros ojos un fuego, un amor al estudio, cuya vista me alegra el corazón.
 —Señor, me honráis en demasía.
 De Chauliac lo miró con atención.
 —No lo creo —dijo—. He visto cómo escucháis mis clases, y no podéis ocultar la marca de vuestra inteligencia. Tenía muchas ganas de hablar con alguien que creyera en la sepsis, como yo. Debéis explicarme cómo habéis llegado a la conclusión de que el vino contribuye a curar las heridas.
 Comprendiendo que no lo habían descubierto, sino que De Chauliac compartía su ansia de saber, Alejandro se relajó.
 —He hecho varios experimentos, lavando la herida con líquidos distintos después de las intervenciones. Muchos no surtían el menor efecto, y hasta había algunos que retrasaban la curación; el vino, en cambio, aun el más imbebible, siempre la acelera; al menos eso indican mis observaciones. Me di cuenta por primera vez cuando estaba en Montpellier…
 —¿Habéis estudiado en Montpellier?
 —En efecto —contestó Alejandro.
 —A menudo doy clases en Montpellier. ¿Cuándo estuvisteis? Quizá asistierais a alguna de mis lecciones.
 —Estuve —Alejandro cortó en seco la frase, pues sólo se acordaba del año según el cómputo judío. El pánico empezó a adueñarse de él. ¿Cómo explicar a De Chauliac que no recordaba la fecha exacta?
 —Estuve… mmm… hace seis años.
 —En 1342.
 —Eso es.
 Alejandro empezó a notar que le sudaba la frente.
 —Ah, entonces es posible que no nos viéramos —dijo De Chauliac—; pasé todo ese año en París, cuidando al rey. Padece una gota monstruosa, y no me sorprende: a pesar de su inexplicable delgadez, sigue una dieta excesivamente rica. Cuando le supliqué moderación no me hizo caso. —De Chauliac alzó la copa con gesto aparatoso y bebió de ella—. Como su majestad no quería ver a otro médico que no fuera yo, no tuve más remedio que renunciar a mis clases mientras durara su enfermedad. ¡Qué lástima no habernos conocido entonces! Me acordaría de un estudiante tan notable como vos, y habría disfrutado instruyéndoos.
 Yo seguro que también me acordaría, pensó Alejandro; ahora bien, lo que se dice disfrutar…
 —En fin, poco importa —dijo De Chauliac—. Ahora estáis aquí. ¿Qué trae a Aviñón a un español?
 Tras unos instantes de silencio, Alejandro dijo con calma:
 —Es voluntad de mi familia.
 No añadió nada más a su respuesta; tampoco De Chauliac le preguntó más detalles de su vida personal, dada su impaciencia por hablar de otros asuntos.
 —¿Decís que llegasteis a vuestra conclusión acerca del vino tan sólo a base de hacer pruebas hasta conocer el efecto de cada sustancia? ¡Qué estupenda originalidad! Demasiado a menudo esperamos que el propio curso de las cosas nos enseñe por dónde ir, e incluso en esas ocasiones nos cuesta aprender…»
  
  [El texto pertenece a la edición en español de Plaza & Janés, 1998, en traducción de Jofre Homedes, pp. 184-188. ISBN: 978-8401011399.]

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