Nueve
«Durante tres días Alejandro y sus
desconcertados colegas recibieron lujoso hospedaje en el palacio papal,
mientras De Chauliac vigilaba su intenso aprendizaje. Cada médico ocupaba
habitación propia con baño privado. Deseoso de ganarse su lealtad
incondicional, el Papa les daba buena comida y toda clase de atenciones. De
Chauliac ejercía influencia y tutela absolutas sobre ellos, enseñándoles con
detalle sus procedimientos para mantener al Papa libre de contagios, y
observándolos atentamente para ver si poseían las cualidades innatas precisas
para llevar a cabo la tarea a que se encaminaba su instrucción, cualidades que
no podían aprenderse de ningún modo.
Los embajadores médicos recibían lecciones
diarias en una de las suntuosas salas palaciegas. De Chauliac se colocaba
encima de un podio y hablaba durante horas con tono profesional, impresionando
a Alejandro por sus condiciones de orador infatigable. Ama su profesión tanto
como yo, pensaba el pupilo de su profesor.
—Debéis consultar a los astrólogos —dijo De
Chauliac el primer día de instrucción—, a fin de saber qué días son más
propicios para el baño, el paseo o cualquier otra de las actividades normales
de la vida diaria. Debéis mostraros recelosos de cuantos actos puedan parecer
normales a vuestros pacientes, ya que desconocemos cuáles son las actividades
más propensas a poner al individuo en contacto con la enfermedad. Hallaréis que
vuestros reales pacientes, tan acostumbrados a que se cumplan sus caprichos, se
resistirán a que les deis instrucciones sobre cuándo y cómo deben hacer según
qué cosas. Mostraos firmes, y no consintáis que cuestionen vuestra autoridad.
Alejandro procuró imaginarse a sí mismo dando
órdenes a un rey, pero le resultaba demasiado inverosímil.
—¿Y si siguen resistiéndose? —preguntó.
—Rogadles que recuerden que el poder de Dios
Omnipotente os ha sido conferido a través de Su Santidad, y que si es necesario
lo utilizaréis para proteger su salud.
Por la noche, al acostarse, Alejandro se
sentía minúsculo y confuso. Lo más difícil de esta misión, pensó, será domeñar
a los pacientes arrogantes.
Durante el segundo día, De Chauliac expuso sus
teorías acerca del contagio.
—Guiado por la observación, he concluido que
existen en el aire humores y vapores invisibles por los que se difunde la
peste. Cuando está con vida, la víctima difunde esos humores con la
respiración, y dispersa el maligno contagio sin que nadie lo advierta, dejando
sin escapatoria a la siguiente víctima. Por lo tanto, hay que aislar a los pacientes.
Confinadlos en sus castillos. No permitáis que entren comerciantes o viajeros
sin inspeccionarlos antes; y, puesto que es imposible asistir a la formación de
esos vapores y humores, lo más prudente es impedir toda clase de contacto con
el mundo exterior. Mi estimado predecesor, Henri de Mandeville, tenía ideas
claras acerca del contagio; enseñó a quienes me enseñaron a mí a lavarse las
manos antes y después de tocar a un paciente, por creer que los humores podían
ser transmitidos igualmente a través de las manos. La biblioteca de Su Santidad
contiene copias de los textos de De Mandeville que versan sobre el tema, y
están a disposición de quien desee leerlos.
¡Pero si esa teoría también la tengo yo!,
pensó Alejandro, comprobando con entusiasmo que otros médicos compartían sus
creencias sobre la importancia de la higiene. Volvió a interrumpir el discurso
del maestro.
—También me he dado cuenta de que una ablución
con vino hace sanar más rápido las heridas. Se diría que una parte del vino
ataca a la sepsis.
—A lo mejor la sepsis se emborracha y ya no
puede seguir su camino hacia la herida —terció otro hombre, provocando un
estallido de carcajadas.
Alejandro se ruborizó, pero De Chauliac
levantó la mano y el grupo volvió a guardar silencio.
—Nadie debe tomarse a risa las observaciones
de un colega —dijo—. Ni siquiera el más sabio de nosotros sabe curar la peste.
La ignorancia nos hace iguales a todos. —Miró directamente a Alejandro—. Ya
hablaremos del tema en privado.
Todas las cabezas se volvieron hacia el judío,
que se limitó a asentir a su instructor y bajar la mirada.
—Por tanto —continuó De Chauliac—, y a pesar
de que no os será fácil obtener su consentimiento, debéis pedir a los
astrólogos de la corte que les digan que cada día es propicio al baño…
Por la noche, un guardia papal acudió a la
habitación de Alejandro y lo escoltó hasta los aposentos privados de De
Chauliac. Alejandro dejó atrás varios tramos de escalera de una alta torre,
precedido por el guardia, cuyo paso se veía entorpecido por el peso de su ropa
y armadura.
Se asomó a la habitación, y De Chauliac le
hizo señas de que entrara sin miedo.
—Adelante, adelante —dijo—, sentaos. —Indicó a
Alejandro un mullido diván—. Poneos cómodo.
Alejandro se sentó con timidez, acomodándose
con cautela sobre la blanda superficie del asiento. El estricto pedagogo había
dado paso a un cortés y elegante anfitrión. El contraste entre ambos era
sorprendente.
—Sois un hombre distinto, doctor De Chauliac
—dijo Alejandro con cautela.
De Chauliac le ofreció vino en una pesada copa
de plata que su huésped aceptó.
—¿Y en qué lo notáis? —preguntó, arqueando una
ceja con curiosidad.
Alejandro tomó un largo trago de vino antes de
responder.
—Sois un profesor severo, y vuestra presencia
es… —Tardó en encontrar la palabra adecuada—. Imponente.
De Chauliac rió con cinismo.
—Cuando se enseña a tontos hay que dar
sensación de autoridad —dijo—; si no, no aprenden nada, y se malgastan
esfuerzos. Detesto impartir conocimientos valiosos a gente que no entiende su
importancia.
Alejandro no pudo dejar de
mostrarse ofendido, y quiso protestar.
—Señor… —empezó.
—No me refiero a vos —se apresuró a añadir De
Chauliac—; si os tuviera en tal concepto, no os habría hecho llamar. Hablo más
bien de los demás, que me parecen una panda de imbéciles. Parece que la peste
se haya llevado a los mejores y sólo queden los médicos más idiotas. —Dejó su
asiento por uno más próximo a Alejandro, inclinándose hacia él con expresión
entusiasta—. En cambio, veo en vuestros ojos un fuego, un amor al estudio, cuya
vista me alegra el corazón.
—Señor, me honráis en demasía.
De Chauliac lo miró con atención.
—No lo creo —dijo—. He visto cómo escucháis
mis clases, y no podéis ocultar la marca de vuestra inteligencia. Tenía muchas
ganas de hablar con alguien que creyera en la sepsis, como yo. Debéis
explicarme cómo habéis llegado a la conclusión de que el vino contribuye a
curar las heridas.
Comprendiendo que no lo habían descubierto,
sino que De Chauliac compartía su ansia de saber, Alejandro se relajó.
—He hecho varios experimentos, lavando la
herida con líquidos distintos después de las intervenciones. Muchos no surtían
el menor efecto, y hasta había algunos que retrasaban la curación; el vino, en
cambio, aun el más imbebible, siempre la acelera; al menos eso indican mis
observaciones. Me di cuenta por primera vez cuando estaba en Montpellier…
—¿Habéis estudiado en Montpellier?
—En efecto —contestó Alejandro.
—A menudo doy clases en Montpellier. ¿Cuándo
estuvisteis? Quizá asistierais a alguna de mis lecciones.
—Estuve —Alejandro cortó en seco la frase,
pues sólo se acordaba del año según el cómputo judío. El pánico empezó a
adueñarse de él. ¿Cómo explicar a De Chauliac que no recordaba la fecha exacta?
—Estuve… mmm… hace seis años.
—En 1342.
—Eso es.
Alejandro empezó a notar que le sudaba la
frente.
—Ah, entonces es posible que no nos viéramos
—dijo De Chauliac—; pasé todo ese año en París, cuidando al rey. Padece una
gota monstruosa, y no me sorprende: a pesar de su inexplicable delgadez, sigue
una dieta excesivamente rica. Cuando le supliqué moderación no me hizo caso.
—De Chauliac alzó la copa con gesto aparatoso y bebió de ella—. Como su
majestad no quería ver a otro médico que no fuera yo, no tuve más remedio que
renunciar a mis clases mientras durara su enfermedad. ¡Qué lástima no habernos
conocido entonces! Me acordaría de un estudiante tan notable como vos, y habría
disfrutado instruyéndoos.
Yo seguro que también me acordaría, pensó
Alejandro; ahora bien, lo que se dice disfrutar…
—En fin, poco importa —dijo De Chauliac—.
Ahora estáis aquí. ¿Qué trae a Aviñón a un español?
Tras unos instantes de silencio, Alejandro
dijo con calma:
—Es voluntad de mi familia.
No añadió nada más a su respuesta; tampoco De
Chauliac le preguntó más detalles de su vida personal, dada su impaciencia por
hablar de otros asuntos.
—¿Decís que llegasteis a vuestra conclusión
acerca del vino tan sólo a base de hacer pruebas hasta conocer el efecto de
cada sustancia? ¡Qué estupenda originalidad! Demasiado a menudo esperamos que
el propio curso de las cosas nos enseñe por dónde ir, e incluso en esas
ocasiones nos cuesta aprender…»
[El texto pertenece a la
edición en español de Plaza & Janés, 1998, en traducción de Jofre Homedes,
pp. 184-188. ISBN: 978-8401011399.]
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