Libro I
Capítulo IX
«1.-¡Cuántas
miserias y humillaciones pasé, Dios mío, en aquella edad en la que se me
proponía como única manera de ser bueno sujetarme a mis preceptores! Se
pretendía con ello que yo floreciera en este mundo por la excelencia de las
artes del decir con que se consigue la estimación de los hombres y se está al
servicio de falsas riquezas. Fui enviado a la escuela para aprender las letras,
cuya utilidad, pobre de mí, ignoraba yo entonces; y sin embargo, me golpeaban
cuando me veían perezoso. Porque muchos que vivieron antes que nosotros nos
prepararon estos duros caminos por los que nos forzaban a caminar, pobres hijos
de Adán, con mucho trabajo y dolor.
2.-Entonces
conocí a algunas personas que te invocaban. De ellas aprendía a sentir en la
medida de mi pequeñez que tú eras Alguien, que eres muy grande y que nos puedes
escuchar y socorrer sin que te percibamos con los sentidos. Siendo pues niño
comencé a invocarte como a mi auxilio y mi refugio; y en este rogar iba yo
rompiendo las ataduras de mi lengua. Pequeño era yo; pero con ahínco nada
pequeño te pedía que no me azotaran en la escuela. Y cuando no me escuchabas,
aún cuando nadie podía tener por necia mi petición, las gentes mayores se
reían, y aún mis padres mismos, que nada malo querían para mí. En eso
consistieron mis mayores sufrimientos de aquellos días.
¿Existe acaso, Señor, un alma tan grande y tan
unida a ti por el amor, que en la fuerza de esta afectuosa unión contigo haga
lo que en ocasiones se hace por pura demencia: despreciar los tormentos del
potro, de los ganchos de hierro y otros varios? Porque de tormentos tales
quiere la gente verse libre, y por todo el mundo te lo suplican llenos de
temor. ¿Habrá pues quienes por puro amor a ti los desprecien y tengan en poco a
quienes sienten terror ante el tormento a la manera como nuestros padres se
reían de lo que nuestros maestros nos hacían sufrir?
Y sin embargo, pecábamos leyendo y escribiendo
y estudiando menos de lo que se nos exigía.
3.-Lo
que nos faltaba no era ni la memoria ni el ingenio, pues nos los diste
suficiente para aquella edad; pero nos gustaba jugar y esto nos lo castigaban
quienes jugaban lo mismo que nosotros. Porque los juegos con que se divierten
los adultos se llaman solemnemente "negocios"; y lo que para los
niños son verdaderos negocios, ellos lo castigan como juegos y nadie compadece
a los niños ni a los otros.
A menos que algún buen árbitro de las cosas
tenga por bueno el que yo recibiera castigos por jugar a la pelota. Verdad es
que este juego me impedía aprender con rapidez las letras; pero las letras me
permitieron más tarde juegos mucho más inadmisibles. Porque en el fondo no
hacía otra cosa aquel mismo que por jugar me pegaba. Cuando en alguna discusión
era vencido por alguno de sus colegas profesores, la envidia y la bilis lo
atormentaban más de lo que a mí me afectaba perder un juego de pelota.
Capítulo X
Y sin embargo pecaba yo, oh Dios, que eres el
creador y ordenador de todas las cosas naturales con la excepción del pecado,
del cual no eres creador, sino nada más ordenador.
Si yo desobedecía no era por haber elegido
algo mejor, sino simplemente por la atracción del juego. Gozábame yo en
espléndidas victorias, y me gustaba el cosquilleo ardiente que en los oídos
dejan las fábulas. Cada vez más me brillaba una peligrosa curiosidad en los
ojos cuando veía los espéctaculos circenses y gladiatorios de los adultos.
Quienes tales juegos organizan ganan con ello tal dignidad y excelencia, que
todos luego la desean para sus hijos. Y sin embargo no llevan a mal el que se
los maltrate por el tiempo que pierden viendo esos juegos, ya que el estudio
les permitiría montarlos ellos mismos más tarde. Considera, Señor, con
misericordia estas cosas y líbranos a nosotros, los que ya te invocamos. Y
libra también a los que no te invocan todavía, para que lleguen a invocarte y
los salves.
Capítulo XI
Todavía siendo niño había yo oído hablar de
Vida Eterna que nos tienes prometida por tu Hijo nuestro Señor, cuya humildad
descendió hasta nuestra soberbia. Ya me signaba con el signo de su cruz y me
sazonaba con su sal ya desde el vientre de mi madre, que tan grande esperanza
tenía puesta en ti. Y tú sabes que ciertos días me atacaron violentos dolores
de vientre con mucha fiebre, y que me vi de muerte. Y viste también, porque ya
entonces eras mi guardián, con cuánta fe y ardor pedí el bautismo de tu Cristo,
Dios y Señor mío, a mi madre y a la Madre de todos que es tu Iglesia. Y mi
madre del cuerpo, que consternada en su corazón casto y lleno de fe quería
engendrarme para la vida eterna, se agitaba para que yo fuera iniciado en los
sacramentos de la salvación y, confiándote a ti, Señor mío, recibiera la
remisión de mi pecado. Y así hubiera sido sin la pronta recuperación que tuve.
Se difirió pues mi purificación, como si fuera necesario seguir viviendo una vida
manchada, ya que una recaída en el mal comportamiento después del baño
bautismal habría sido peor y mucho más peligrosa.
Yo era ya pues un creyente. Y lo eran también
mi madre y todos los de la casa, con la excepción de mi padre, quien a pesar de
que no creía tampoco estorbaba los esfuerzos de mi piadosa madre para afirmarme
en la fe en Cristo. Porque ella quería que no él sino tú fueras mi Padre; y tú
la ayudabas a sobreponerse a quien bien servía siendo ella mejor, pues al
servirlo a él por tu mandato, a ti te servía.
Me gustaría saber, Señor, por qué razón se
difirió mi bautismo; si fue bueno para mí que se aflojaran las riendas para
seguir pecando, o si hubiera sido mejor que no se me aflojaran. ¿Por qué oímos
todos los días decir: "Deja a éste que haga su voluntad, al cabo no está
bautizado todavía", cuando de la salud del cuerpo nunca decimos:
"Déjalo que se trastorne más, al cabo no está aún curado"? ¡Cuánto
mejor hubiera sido que yo sanara más pronto y que de tal manera obrara yo y
obraran conmigo, que quedara en seguro bajo tu protección la salud del alma que
de ti me viene! Pero bien sabía mi madre cuántas y cuán grandes oleadas de
tentación habrían de seguir a mi infancia. Pensó que tales batallas
contribuirían a formarme, y no quiso exponer a ellas la efigie tuya que se nos
da en el bautismo.
Capítulo XII
1.-Durante
mi niñez (que era menos de temer que mi adolescencia) no me gustaba estudiar,
ni soportaba que me urgieran a ello. Pero me urgían, y eso era bueno para mí; y
yo me portaba mal, pues no aprendía nada como no fuera obligado. Y digo que me
conducía mal porque nadie obra tan bien cuando sólo forzado hace las cosas, aun
cuando lo que hace sea bueno en sí. Tampoco hacían bien los que en tal forma me
obligaban; pero de ti, Dios mío, me venía todo bien. Los que me forzaban a
estudiar no veían otra finalidad que la de ponerme en condiciones de saciar
insaciables apetitos en una miserable abundancia e ignominiosa gloria.
2.-Pero
tú, que tienes contados todos nuestros cabellos, aprovechabas para mi bien el
error de quienes me forzaban a estudiar y el error mío de no querer aprender lo
usabas como un castigo que yo, niño de corta edad pero ya gran pecador,
ciertamente merecía. De este modo sacabas tú provecho para mí de gentes que no
obraban bien, y a mí me dabas retribución por mi pecado. Es así como tienes
ordenadas y dispuestas las cosas: que todo desorden en los afectos lleve en sí
mismo su pena.»
[El texto pertenece a la
edición en español de Alianza Editorial, 2000, en traducción de Pedro Rodríguez
de Santidrián, pp. 21-25. ISBN: 978-8420635323.]
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