9.-Más allá del
tercermundismo
«El auge del Tercermundismo es uno de los hechos centrales de la
historia actual, y uno de los más ominosos. Por todos lados nos acosa la
evidencia de que la adopción del Socialismo conduce al reforzamiento monstruoso
del Estado, al acorralamiento y eventual asfixia de la sociedad civil, al
autoritarismo y finalmente al totalitarismo. Ahora bien, aunque haya todavía
quien se aferre de buena fe a la ilusión marxista ortodoxa de que esa evidencia
no viene al caso para los países capitalistas avanzados, nadie salvo los
fanáticos o los propagandistas puede negarla con relación a los países pobres y
atrasados. Y el hecho de que semejante invariable resultado no haya mermado el
prestigio ni frenado el avance del Tercermundismo, sino que sea seguramente uno
de sus atractivos, obliga a una reflexión sobre las perspectivas futuras
globales (y no sólo en el Tercer Mundo) de las libertades consustanciales con
la civilización del Capitalismo y con las abrumadoras ventajas de ésta para la
sociedad.
Según Claudel, el hombre no está hecho para la
felicidad. Podría ser que tampoco lo esté para la libertad y la prosperidad, y
que el Socialismo en sus diferentes formas y desde luego en su versión
tercermundista sea la oferta política que en nuestro tiempo conviene a esa
situación. En todo caso, parece convenir perfectamente al escaso interés que
los dirigentes políticos, los terratenientes, las castas sacerdotales,
clericales y guerreras (y en general todos aquellos privilegiados y que cuentan
con seguir siéndolo o hasta con acrecentar su poder en la misma medida en que
crezca el poder de los gobiernos) han mostrado en todo tiempo por el bienestar
y la libertad del pueblo común, de la plebe. La libertad y la prosperidad
generales, allí donde se han desarrollado como exigencia, la una, y resultado,
la otra, del auge del comercio y de la artesanía (o, en nuestro tiempo, de la
industria) lo han hecho a pesar de los señores, de los letrados y de los
sacerdotes, quienes fácilmente las equiparan a la indisciplina y al
apoltronamiento, perjudiciales a la salud del Estado, al buen gusto y a la
salvación del alma.
Un fenómeno muy distinto y mucho más
inquietante es el desapego de los hombres comunes y corrientes que han gustado
los frutos del Capitalismo (esa misma plebe, la gran mayoría de la cual la
civilización del capitalismo rescató en los últimos cien años de la miseria y
de la servidumbre) por la libertad, en cuanto han disfrutado de ella durante
cierto tiempo. Nunca más que ahora ha tenido vigencia la fábula de las ranas
pidiendo rey.
Inversamente, el bienestar más insólito y más
prodigiosamente superior a todo cuanto pudo haber sido soñado, por ejemplo en
Europa Occidental todavía en 1950, aparece a esa misma mayoría como
insuficiente y a la vez sin vínculo perceptible (para ellos) con las
estructuras económicas capitalistas que lo produjeron y que además han logrado
defenderlo mucho mejor de lo que era razonable esperar contra el golpe brutal
del costo decuplicado de la energía. Incapaces de percibir por otra parte (a
pesar de disponer, gracias al Capitalismo, de una información más completa que
nunca antes) lo que significa la crisis económica mucho más severa y además
verdaderamente perversa, esa sí, de los países socialistas de historia previa
comparable (los de Europa central) un número creciente de los presuntos
beneficiarios del igualmente presunto saqueo del Tercer Mundo encuentran de
nuevo verosímil la gastada alegación socialista de que sólo la economía de mercado
(el Capitalismo) impide el florecimiento explosivo de las fuerzas productivas
que ella misma ha creado, y que bastará arrinconarla antes de darle más tarde
el golpe de gracia para lograr la reanudación triunfal del crecimiento
económico, el empleo asegurado para todos, trabajar menos y consumir más. Es
con este programa disparatado que por ejemplo en Francia el Socialismo ha
logrado, por primera vez plenos poderes para salvar a ese país del Capitalismo.
Aquí y allá algunos aguafiestas, sin osar demasiado poner en duda que pueda ser
cumplida la promesa de semejantes mágicos resultados económicos, se inquietan
al menos por las posibles consecuencias, para la libertad, del enorme
reforzamiento de los poderes del Estado implícito en el proyecto del PS francés
(como, inevitablemente, en cualquier proyecto que merezca el calificativo de
“socialista”). Pero si las ranas estaban tan fastidiadas de no tener rey que se
consolaban calificando al anterior presidente de “monarca” y dibujándolo con
testa coronada en las portadas de las revistas, el trueque de esa pobre lámpara
vieja, la libertad, que tan poco estiman, por la reluciente lámpara nueva de
más consumo por menos trabajo les parecerá el mejor negocio de sus vidas.
Una Nostalgia Reaccionaria
Tantos autoengaños y de tanta monta no pueden explicarse por causas
coyunturales. Algo debe haber en la civilización capitalista que hace
disonancia con nuestras emociones. Algo tiene que tener el Socialismo que
armoniza con ellas. Chafarevich (en El
Fenómeno Socialista, París, Seuil, 1977) propone que la fascinación perenne
con el Socialismo, presente en todas las utopías, desde Platón, tiene que
responder a un requerimiento psíquico irracional que paradójicamente se
disfraza de racionalismo exacerbado. Karl Popper (en La Sociedad Abierta y sus Enemigos, edición original de 1943, 5ª
edición, revisada, Princeton University Press, 1966) supone una nostalgia
universal por la sociedad tribal, estática, donde no existía el individuo. En
la sociedad abierta, en desarrollo desde hace apenas diez o doce mil años, los
hombres se ven constantemente en la necesidad de tomar decisiones personales.
No nos hemos habituado a esa, la mayor de las revoluciones. Desde luego nuestra
capacidad crítica ha sido liberada y la libertad se ha convertido, en teoría,
en el valor supremo, tanto que hasta los tiranos aseguran que son ellos quienes
la garantizan. Pero vivimos en tensión, en inseguridad, en angustia. Es preciso
a cada paso escoger, interrogarse, autodisciplinarse, adaptarse, competir,
ganar y también perder. El shock del
paso de la sociedad tribal a la sociedad abierta, biológicamente muy reciente,
no ha sido superado. Las expresiones de comprensión de las ventajas, para el
hombre, de la sociedad abierta jalonan la historia desde Pericles. Pero
igualmente, desde Platón, las expresiones de nostalgia reaccionaria por la
sociedad tribal. Estas últimas son mucho más estimadas. El utopismo es
generalmente considerado moralmente virtuoso y estéticamente agradable, a pesar
de los monstruos políticos que ha generado en la práctica, entre los cuales se
cuentan todos los experimentos totalitarios. En cambio el libertarianismo sufre
de cierta desconsideración, por intuírselo fundado en la comprensión de que los
hombres son imperfectos y dispuesto a acomodarse a esa realidad, en lugar de
proponer construir un “hombre nuevo”, un “superhombre”.
El ánimo socialista es, pues, literalmente
reaccionario. El verdadero hombre nuevo sería aquel que pudiere liberarse de
esa atadura con un pasado (reciente) cuando la especie humana era muy semejante
a otros animales de presa quienes, por la obligación en que se encuentran de
cazar en grupo, son, en efecto, “colectivistas”.
La aparente novedad del Socialismo marxista se
debe a su coincidencia y a su correspondencia con una situación inédita en la
historia: la sociedad capitalista industrial. Antes de la revolución
capitalista con su productividad insólita, las sociedades humanas no habían
podido detenerse a prestarle ninguna atención a la idea extravagante de que
pudiere aliviarse la gran miseria de la mayoría de sus integrantes. Mucho menos
podía preocuparles la pobreza de otras sociedades, como hoy sí preocupa a los
pueblos prósperos la pobreza del Tercer Mundo. El estado normal de la sociedad
era el nivel de mera subsistencia, siempre al borde del desastre, perennemente
prisionera de lo que Galbraith ha denominado “el equilibrio de pobreza”. No
sólo las desgracias (la sequía, la peste, la guerra) sino también cualquier
alteración aparentemente afortunada (siete años de “vacas gordas”, con sus
consiguientes menor mortalidad y mayor vulnerabilidad ante la segura próxima
escasez) anunciaba un inevitable subsiguiente desastre. La vida de los hombres
transcurría en un estado de sitio permanente por fuerzas fuera de su control.
Ahora bien, una comunidad en peligro mortal no
cuestiona la necesidad de someterse a un gobierno autoritario. El peor desastre
que le puede ocurrir a una ciudad rodeada de enemigos es una claudicación de su
liderazgo, un hiato en el gobierno resuelto y sin contemplaciones. Aun en
nuestro tiempo no nos asombra ver impuesta la ley marcial tras alguna
catástrofe, y a los saqueadores fusilados sin fórmula de juicio. Esa situación,
que las sociedades capitalistas avanzadas ya no conocen, aunque la lleven
grabada en el subconsciente y estén tal vez destinadas a enfrentar en un
futuro, era la condición normal de la humanidad antes de que el Capitalismo
creara primero un excedente pequeño, y luego uno inmenso, por encima de lo
mínimo necesario.
Fueron hombres de mente crítica y racional
(“capitalista”) viviendo en tiempos desafortunados de guerra civil o de
dominación extranjera, hombres como Hobbes y Machiavelli, quienes encontraron
por primera vez la expresión descarnada de lo que todo el mundo sabía pero que
antes del inicio de la civilización capitalista no había sido posible o
admisible formular: que el mundo es un sitio peligroso y brutal, y que dada la
escasez de recursos todavía normal en el siglo XV (Machiavelli) o en el XVII
(Hobbes) los hombres en estado de anarquía están condenados a luchar como
hienas entre sí, con lo cual causan y se causan todavía más miseria; que lo
mismo vale para las relaciones entre grupos humanos y que por lo tanto los
grupos débiles, anarquizados, sin liderazgo efectivo, están destinados a ser
víctimas de los grupos más fuertes. De allí que, entre todas las desgracias que
pueden acaecer a la sociedad, ninguna sea peor o más terrible que la disensión
entre miembros del mismo grupo, la guerra civil. El poco bienestar, tranquilidad
y seguridad de que los hombres puedan disfrutar encontrarán sitio sólo una vez
que el mal de la anarquía, y de la disensión o la guerra civil hayan sido
reemplazados por el mal menor de un gobierno autoritario e implacable.
Cambiar el Mundo
No por accidente aquellos individuos (o
clases) que por cualesquiera circunstancias se encontraron en capacidad para
asumir y conservar el liderazgo requerido, extrajeron un alto precio por sus
servicios. La razón suficiente de un relevo radical de una clase dirigente ha
solido ser que esos servicios ya no estaban siendo suministrados, y ese relevo
ha sido invariablemente protagonizado por quienes podían a su vez restablecer
la seguridad interna y externa de la sociedad en cuestión. El economicismo
marxista excluye de su campo de visión este fundamento puramente político de la
transferencia de poder de una elite a otra.
Las sociedades pre-capitalistas fueron
tradicionalmente gobernadas por castas sacerdotales, en combinación con
aristocracias militares, minorías parásitas extorsionadoras de una proporción
exorbitante de la escasa producción social. Pero esto resultaba para el cuerpo
social parasitado un mal menor que la aniquilación o la reducción a la
esclavitud que habrían sido las consecuencias de un asalto externo exitoso.
La brutalidad de semejantes arreglos sociales
no podía dejar de conducir a una doble reflexión, política y religiosa. Puesto
que la sociedad en su estado precapitalista de bajísima productividad no podía
encontrar una solución política distinta y mejor que el sometimiento a una
autoridad implacable, todo el pensamiento político pre capitalista tuvo
tendencia a girar en torno a las maneras de legitimar esa situación. El
expediente más socorrido fue asociar el poder a la divinidad, y la sumisión a
la piedad. El rechazo a la crueldad y a la hipocresía de esta situación no
podía ser político, sino religioso heterodoxo (puesto que la ortodoxia era
parte del sistema de control social) con la aspiración a la justicia remitida a
una dimensión diferente a la del orden secular. “Mi reino no es de este mundo”
y “Dad al César lo que es del César” son formulaciones clásicas de esta
sabiduría frente al dominio brutal, ambiguo y sucio de la conducción política
de la sociedad. Esto no exoneraba a los heterodoxos de la obligación de
intentar alcanzar la justicia, pero no a través de la ambición insensata de
pretender transformar este mundo, sino por la adición infinitamente paciente de
actos de caridad individuales, cuya suma terminaría algún día por hacer
desaparecer, literalmente, el falso mundo de la injusticia.
Un apólogo hasídico ilustra perfectamente esa
actitud. Haskele decide componer el mundo y se pregunta por dónde comenzar. El
mundo entero es demasiado vasto.
¿Comenzará por su país? Sería todavía una
ambición satánica. ¿La provincia, el distrito, el pueblo, su calle, su familia?
Cada vez Haskele reflexiona que hay una presunción pecaminosa en pretender
reformar a los demás. El proyecto de salvar el mundo no puede acometerse sino
emprendiendo en primer lugar la tarea humilde, aunque ella misma infinitamente
difícil, de mejorar nuestra propia persona, tratando de ser justos en todos
nuestros actos.»
[El texto pertenece a la
edición en español de Monte Ávila Editores, 1982, pp. 162-166. ASIN: B0012QVROE]
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