domingo, 17 de septiembre de 2023

El tercermundismo.- Carlos Rangel (1929-1988)


CARACAS: A 28 años de la muerte de Carlos Rangel | Reportero24
9.-Más allá del tercermundismo


 «El auge del Tercermundismo es uno de los hechos centrales de la historia actual, y uno de los más ominosos. Por todos lados nos acosa la evidencia de que la adopción del Socialismo conduce al reforzamiento monstruoso del Estado, al acorralamiento y eventual asfixia de la sociedad civil, al autoritarismo y finalmente al totalitarismo. Ahora bien, aunque haya todavía quien se aferre de buena fe a la ilusión marxista ortodoxa de que esa evidencia no viene al caso para los países capitalistas avanzados, nadie salvo los fanáticos o los propagandistas puede negarla con relación a los países pobres y atrasados. Y el hecho de que semejante invariable resultado no haya mermado el prestigio ni frenado el avance del Tercermundismo, sino que sea seguramente uno de sus atractivos, obliga a una reflexión sobre las perspectivas futuras globales (y no sólo en el Tercer Mundo) de las libertades consustanciales con la civilización del Capitalismo y con las abrumadoras ventajas de ésta para la sociedad.
 Según Claudel, el hombre no está hecho para la felicidad. Podría ser que tampoco lo esté para la libertad y la prosperidad, y que el Socialismo en sus diferentes formas y desde luego en su versión tercermundista sea la oferta política que en nuestro tiempo conviene a esa situación. En todo caso, parece convenir perfectamente al escaso interés que los dirigentes políticos, los terratenientes, las castas sacerdotales, clericales y guerreras (y en general todos aquellos privilegiados y que cuentan con seguir siéndolo o hasta con acrecentar su poder en la misma medida en que crezca el poder de los gobiernos) han mostrado en todo tiempo por el bienestar y la libertad del pueblo común, de la plebe. La libertad y la prosperidad generales, allí donde se han desarrollado como exigencia, la una, y resultado, la otra, del auge del comercio y de la artesanía (o, en nuestro tiempo, de la industria) lo han hecho a pesar de los señores, de los letrados y de los sacerdotes, quienes fácilmente las equiparan a la indisciplina y al apoltronamiento, perjudiciales a la salud del Estado, al buen gusto y a la salvación del alma.
 Un fenómeno muy distinto y mucho más inquietante es el desapego de los hombres comunes y corrientes que han gustado los frutos del Capitalismo (esa misma plebe, la gran mayoría de la cual la civilización del capitalismo rescató en los últimos cien años de la miseria y de la servidumbre) por la libertad, en cuanto han disfrutado de ella durante cierto tiempo. Nunca más que ahora ha tenido vigencia la fábula de las ranas pidiendo rey.
 Inversamente, el bienestar más insólito y más prodigiosamente superior a todo cuanto pudo haber sido soñado, por ejemplo en Europa Occidental todavía en 1950, aparece a esa misma mayoría como insuficiente y a la vez sin vínculo perceptible (para ellos) con las estructuras económicas capitalistas que lo produjeron y que además han logrado defenderlo mucho mejor de lo que era razonable esperar contra el golpe brutal del costo decuplicado de la energía. Incapaces de percibir por otra parte (a pesar de disponer, gracias al Capitalismo, de una información más completa que nunca antes) lo que significa la crisis económica mucho más severa y además verdaderamente perversa, esa sí, de los países socialistas de historia previa comparable (los de Europa central) un número creciente de los presuntos beneficiarios del igualmente presunto saqueo del Tercer Mundo encuentran de nuevo verosímil la gastada alegación socialista de que sólo la economía de mercado (el Capitalismo) impide el florecimiento explosivo de las fuerzas productivas que ella misma ha creado, y que bastará arrinconarla antes de darle más tarde el golpe de gracia para lograr la reanudación triunfal del crecimiento económico, el empleo asegurado para todos, trabajar menos y consumir más. Es con este programa disparatado que por ejemplo en Francia el Socialismo ha logrado, por primera vez plenos poderes para salvar a ese país del Capitalismo. Aquí y allá algunos aguafiestas, sin osar demasiado poner en duda que pueda ser cumplida la promesa de semejantes mágicos resultados económicos, se inquietan al menos por las posibles consecuencias, para la libertad, del enorme reforzamiento de los poderes del Estado implícito en el proyecto del PS francés (como, inevitablemente, en cualquier proyecto que merezca el calificativo de “socialista”). Pero si las ranas estaban tan fastidiadas de no tener rey que se consolaban calificando al anterior presidente de “monarca” y dibujándolo con testa coronada en las portadas de las revistas, el trueque de esa pobre lámpara vieja, la libertad, que tan poco estiman, por la reluciente lámpara nueva de más consumo por menos trabajo les parecerá el mejor negocio de sus vidas.

Una Nostalgia Reaccionaria

  Tantos autoengaños y de tanta monta no pueden explicarse por causas coyunturales. Algo debe haber en la civilización capitalista que hace disonancia con nuestras emociones. Algo tiene que tener el Socialismo que armoniza con ellas. Chafarevich (en El Fenómeno Socialista, París, Seuil, 1977) propone que la fascinación perenne con el Socialismo, presente en todas las utopías, desde Platón, tiene que responder a un requerimiento psíquico irracional que paradójicamente se disfraza de racionalismo exacerbado. Karl Popper (en La Sociedad Abierta y sus Enemigos, edición original de 1943, 5ª edición, revisada, Princeton University Press, 1966) supone una nostalgia universal por la sociedad tribal, estática, donde no existía el individuo. En la sociedad abierta, en desarrollo desde hace apenas diez o doce mil años, los hombres se ven constantemente en la necesidad de tomar decisiones personales. No nos hemos habituado a esa, la mayor de las revoluciones. Desde luego nuestra capacidad crítica ha sido liberada y la libertad se ha convertido, en teoría, en el valor supremo, tanto que hasta los tiranos aseguran que son ellos quienes la garantizan. Pero vivimos en tensión, en inseguridad, en angustia. Es preciso a cada paso escoger, interrogarse, autodisciplinarse, adaptarse, competir, ganar y también perder. El shock del paso de la sociedad tribal a la sociedad abierta, biológicamente muy reciente, no ha sido superado. Las expresiones de comprensión de las ventajas, para el hombre, de la sociedad abierta jalonan la historia desde Pericles. Pero igualmente, desde Platón, las expresiones de nostalgia reaccionaria por la sociedad tribal. Estas últimas son mucho más estimadas. El utopismo es generalmente considerado moralmente virtuoso y estéticamente agradable, a pesar de los monstruos políticos que ha generado en la práctica, entre los cuales se cuentan todos los experimentos totalitarios. En cambio el libertarianismo sufre de cierta desconsideración, por intuírselo fundado en la comprensión de que los hombres son imperfectos y dispuesto a acomodarse a esa realidad, en lugar de proponer construir un “hombre nuevo”, un “superhombre”.
El tercermundismo: Amazon.es: Carlos Rangel: Libros El ánimo socialista es, pues, literalmente reaccionario. El verdadero hombre nuevo sería aquel que pudiere liberarse de esa atadura con un pasado (reciente) cuando la especie humana era muy semejante a otros animales de presa quienes, por la obligación en que se encuentran de cazar en grupo, son, en efecto, “colectivistas”.
 La aparente novedad del Socialismo marxista se debe a su coincidencia y a su correspondencia con una situación inédita en la historia: la sociedad capitalista industrial. Antes de la revolución capitalista con su productividad insólita, las sociedades humanas no habían podido detenerse a prestarle ninguna atención a la idea extravagante de que pudiere aliviarse la gran miseria de la mayoría de sus integrantes. Mucho menos podía preocuparles la pobreza de otras sociedades, como hoy sí preocupa a los pueblos prósperos la pobreza del Tercer Mundo. El estado normal de la sociedad era el nivel de mera subsistencia, siempre al borde del desastre, perennemente prisionera de lo que Galbraith ha denominado “el equilibrio de pobreza”. No sólo las desgracias (la sequía, la peste, la guerra) sino también cualquier alteración aparentemente afortunada (siete años de “vacas gordas”, con sus consiguientes menor mortalidad y mayor vulnerabilidad ante la segura próxima escasez) anunciaba un inevitable subsiguiente desastre. La vida de los hombres transcurría en un estado de sitio permanente por fuerzas fuera de su control.
 Ahora bien, una comunidad en peligro mortal no cuestiona la necesidad de someterse a un gobierno autoritario. El peor desastre que le puede ocurrir a una ciudad rodeada de enemigos es una claudicación de su liderazgo, un hiato en el gobierno resuelto y sin contemplaciones. Aun en nuestro tiempo no nos asombra ver impuesta la ley marcial tras alguna catástrofe, y a los saqueadores fusilados sin fórmula de juicio. Esa situación, que las sociedades capitalistas avanzadas ya no conocen, aunque la lleven grabada en el subconsciente y estén tal vez destinadas a enfrentar en un futuro, era la condición normal de la humanidad antes de que el Capitalismo creara primero un excedente pequeño, y luego uno inmenso, por encima de lo mínimo necesario.
 Fueron hombres de mente crítica y racional (“capitalista”) viviendo en tiempos desafortunados de guerra civil o de dominación extranjera, hombres como Hobbes y Machiavelli, quienes encontraron por primera vez la expresión descarnada de lo que todo el mundo sabía pero que antes del inicio de la civilización capitalista no había sido posible o admisible formular: que el mundo es un sitio peligroso y brutal, y que dada la escasez de recursos todavía normal en el siglo XV (Machiavelli) o en el XVII (Hobbes) los hombres en estado de anarquía están condenados a luchar como hienas entre sí, con lo cual causan y se causan todavía más miseria; que lo mismo vale para las relaciones entre grupos humanos y que por lo tanto los grupos débiles, anarquizados, sin liderazgo efectivo, están destinados a ser víctimas de los grupos más fuertes. De allí que, entre todas las desgracias que pueden acaecer a la sociedad, ninguna sea peor o más terrible que la disensión entre miembros del mismo grupo, la guerra civil. El poco bienestar, tranquilidad y seguridad de que los hombres puedan disfrutar encontrarán sitio sólo una vez que el mal de la anarquía, y de la disensión o la guerra civil hayan sido reemplazados por el mal menor de un gobierno autoritario e implacable.

Cambiar el Mundo

 No por accidente aquellos individuos (o clases) que por cualesquiera circunstancias se encontraron en capacidad para asumir y conservar el liderazgo requerido, extrajeron un alto precio por sus servicios. La razón suficiente de un relevo radical de una clase dirigente ha solido ser que esos servicios ya no estaban siendo suministrados, y ese relevo ha sido invariablemente protagonizado por quienes podían a su vez restablecer la seguridad interna y externa de la sociedad en cuestión. El economicismo marxista excluye de su campo de visión este fundamento puramente político de la transferencia de poder de una elite a otra.
 Las sociedades pre-capitalistas fueron tradicionalmente gobernadas por castas sacerdotales, en combinación con aristocracias militares, minorías parásitas extorsionadoras de una proporción exorbitante de la escasa producción social. Pero esto resultaba para el cuerpo social parasitado un mal menor que la aniquilación o la reducción a la esclavitud que habrían sido las consecuencias de un asalto externo exitoso.
 La brutalidad de semejantes arreglos sociales no podía dejar de conducir a una doble reflexión, política y religiosa. Puesto que la sociedad en su estado precapitalista de bajísima productividad no podía encontrar una solución política distinta y mejor que el sometimiento a una autoridad implacable, todo el pensamiento político pre capitalista tuvo tendencia a girar en torno a las maneras de legitimar esa situación. El expediente más socorrido fue asociar el poder a la divinidad, y la sumisión a la piedad. El rechazo a la crueldad y a la hipocresía de esta situación no podía ser político, sino religioso heterodoxo (puesto que la ortodoxia era parte del sistema de control social) con la aspiración a la justicia remitida a una dimensión diferente a la del orden secular. “Mi reino no es de este mundo” y “Dad al César lo que es del César” son formulaciones clásicas de esta sabiduría frente al dominio brutal, ambiguo y sucio de la conducción política de la sociedad. Esto no exoneraba a los heterodoxos de la obligación de intentar alcanzar la justicia, pero no a través de la ambición insensata de pretender transformar este mundo, sino por la adición infinitamente paciente de actos de caridad individuales, cuya suma terminaría algún día por hacer desaparecer, literalmente, el falso mundo de la injusticia.
 Un apólogo hasídico ilustra perfectamente esa actitud. Haskele decide componer el mundo y se pregunta por dónde comenzar. El mundo entero es demasiado vasto.
 ¿Comenzará por su país? Sería todavía una ambición satánica. ¿La provincia, el distrito, el pueblo, su calle, su familia? Cada vez Haskele reflexiona que hay una presunción pecaminosa en pretender reformar a los demás. El proyecto de salvar el mundo no puede acometerse sino emprendiendo en primer lugar la tarea humilde, aunque ella misma infinitamente difícil, de mejorar nuestra propia persona, tratando de ser justos en todos nuestros actos.»

        [El texto pertenece a la edición en español de Monte Ávila Editores, 1982, pp. 162-166. ASIN: B0012QVROE]

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