domingo, 27 de noviembre de 2022

Maintenant. Seguido de crónicas y testimonios.- Arthur Cravan (1887-1918)


Arthur Cravan - Wikipedia, la enciclopedia libre
Abril, 1912.

Silbato

«El ritmo del océano acuna a los transatlánticos,
Y en el aire donde los gases bailan como trompos,
Mientras silba el rápido heroico que llega al Havre,
Se acercan como osos, los marineros atléticos.
¡Nueva York! ¡Nueva York! ¡Quisiera habitarte!
Veo a la ciencia casarse
Con la industria,
En una audaz modernidad.
Y en los palacios,
Globos,
Deslumbrantes a la retina,
Por sus rayos ultravioletas;
El teléfono americano,
Y la dulzura
De los ascensores…
El navío provocador de la Compañía Inglesa
Me vio tomar lugar a bordo terriblemente excitado,
Completamente feliz del confort del bello navío con turbinas,
Como de la instalación eléctrica,
Que ilumina a chorros el camarote trepidante.
El camarote incendiado de columnas de cobre,
Sobre las cuales, por segundos, gozaron mis manos ebrias
Al tiritar bruscamente en la frescura del metal,
Y enfriaba mi apetito por esa zambullida vital,
Mientras que la verde impresión del olor del barniz nuevo
Me gritaba la fecha clara, cuando, abandonando las facturas,
En el verde loco de la hierba, rodaba como un huevo.
¡Cómo me embriagaba mi camisa! ¡Y para sentirte estremecer
     Como un caballo, sentimiento de la naturaleza!
     ¡Hubiera querido pastar! ¡Hubiera querido correr!
     Lo bien que estaba sobre el puente, sacudido por la música;
     ¡Y qué intenso es el frío como sensación física,
     Cuando uno respira!
     En fin, no pudiendo relinchar, y no pudiendo nadar,
     Entré en contacto con algunos pasajeros,
     Que miraban bascular la línea de flotación;
     Hasta que vimos juntos los tranvías de la mañana corriendo por el horizonte,
     Y blanquear rápidamente las fachadas de las moradas,
     Bajo la lluvia, y bajo el cielo, y bajo el circo estrellado,
     ¡Remamos sin accidentes hasta siete veces en veinticuatro horas!
     El comercio ha favorecido mi joven iniciativa:
     Ocho millones de dólares ganados en las conservas
     Y la marca célebre de la cabeza de Gladstone
     Me dieron diez vapores de cuatro mil toneladas cada uno,
     Que baten banderas bordadas con mis iniciales,
     E imprimen sobre el oleaje mi poderío comercial.
     Poseo también mi primera locomotora:
     Ella sopla su vapor, como caballos que bufan,
     Y, declinando su orgullo bajo los dedos profesionales,
     Ella corre locamente, rígida sobre sus ocho ruedas.
     Ella arrastra un largo tren en su marcha aventurera,
     Hacia el verde Canadá, a los bosques inexplorados,
     Y atraviesa mis puentes con caravanas de arcos,
     En la aurora, los campos y los trigos familiares;
     O, creyendo distinguir una ciudad en las noches estrelladas,
     Silba infinitamente a través de los valles,
     Soñando con el oasis: la estación con cielo de cristal,
     En el matorral de rieles que cruza por millares,
     Donde, remolcando una nube, resuena su trueno.
[…]

Julio, 1913.
André Gidé

 Como soñaba febrilmente, luego de un largo período de la peor de la perezas, con volverme muy rico (¡por Dios!, ¡con qué frecuencia lo soñaba!); como estaba en el capítulo de los eternos proyectos, y me acaloraba progresivamente con el pensamiento de alcanzar deshonestamente la fortuna, y de una manera inesperada, con la poesía —siempre intenté considerar el arte como un medio y no como un fin—, me dije alegremente: “Debería ir a ver a Gide, él es millonario. ¡Qué mierda, voy a engañar a ese viejo literato!”.
  Inmediatamente, ¿no es suficiente con entusiasmarse?, me otorgaba un don de triunfo prodigioso. Le escribía unas palabras a Gide, valiéndome de mi parentesco con Oscar Wilde; Gide me recibía. Lo asombraba con mi altura, mis hombros, mi belleza, mis excentricidades, mis palabras. Gide se volvía loco conmigo, y eso me agradaba. Enseguida partíamos para Argelia; él rehacía el viaje a Biskra y yo iba a arrastrarlo hasta las costas de los somalíes. Rápidamente adquiría una cara dorada, porque siempre tuve un poco de vergüenza de ser blanco. Y Gide pagaba los compartimentos de primera clase, las nobles monturas, los palacios, los amores. Al fin yo les daba sustancia a algunas de mis miles de almas. Gide pagaba, pagaba, pagaba siempre; y espero que no me demande por daños y perjuicios si le confieso que en los malsanos excesos de mi galopante imaginación él había vendido hasta su sólida chacra de Normandía para satisfacer mis últimos caprichos de niño moderno.
  ¡Ah! Me vuelvo a ver peinándome, las piernas alargadas sobre los asientos del rápido mediterráneo, soltando disparates para divertir a mi mecenas.
  Quizá digan de mí que tengo costumbres androgides. ¿Lo dirán?
  Por lo demás, he tenido tan poco éxito en mis pequeños proyectos personales de explotación, que me voy a vengar. Agregaré, a fin de no alarmar desconsideradamente a nuestros lectores de provincia, que sobre todo le tomé bronca a M. Gide el día en que, como lo doy a entender más arriba, me di cuenta de que jamás le iba a poder sacar diez céntimos, y que, por otro lado, este chaqué roído se permite hablar mal, por razones de excelencia, del querubín desnudo cuyo nombre es Théophile Gautier.
  Iba entonces a ver a M. Gide. Recuerdo que en esa época yo no tenía traje, y todavía me arrepiento, porque me hubiera sido fácil deslumbrarlo. Cuando estaba llegando a su villa, me repetí las frases sensacionales que debía insertar en el transcurso de la conversación. Un instante más tarde estaba tocando el timbre. Una sirvienta vino a abrirme (M. Gide no tenía lacayo). Me hizo subir al primer piso y me pidió que esperara en una suerte de celdita ubicada al final de un corredor que doblaba en ángulo recto. En el trayecto eché una mirada curiosa a las diferentes piezas, buscando de antemano información sobre las habitaciones para los amigos. Ahora, yo estaba sentado en un rinconcito. Unos vitrales, que me parecieron falsos, dejaban caer el día sobre un escritorio donde se abrían hojas recientemente humedecidas con tinta. Naturalmente, no me abstuve de cometer la pequeña indiscreción que ustedes adivinan. Así es que puedo informarles que M. Gide pule terriblemente su prosa y que debe entregarles a los tipógrafos al menos la cuarta versión. La sirvienta me vino a buscar para conducirme a la planta baja. En el momento de entrar en el salón, unos cuzcos revoltosos soltaron algunos ladridos. ¿Iba a faltar esa distinción? Pero M. Gide estaba al llegar. Tuve sin embargo tiempo de mirar a mi alrededor. Muebles modernos y poco felices en una pieza espaciosa; ningún cuadro, paredes desnudas (una simple intención o una intención un poco simple) y sobre todo una minuciosidad muy protestante en el orden y la limpieza. Incluso me vino, por un instante, un sudor bastante desagradable al pensar que quizás había ensuciado la alfombra. Probablemente habría llevado la curiosidad un poco más lejos, o incluso habría cedido a la exquisita tentación de meterme algún pequeño bibelot en el bolsillo, si hubiera podido librarme de la sensación muy nítida de que M. Gide se documentaba por algún agujerito secreto del empapelado. Si me equivoco, le ruego a M. Gide tenga a bien aceptar las excusas públicas e inmediatas que debo a su dignidad.
MANTEINANT Arthur Cravan - Caja Negra  Finalmente el hombre apareció. (Lo que más me impresionó desde ese instante fue que no me ofreció absolutamente nada salvo una silla, cuando a las cuatro horas de la tarde una taza de té, si no se quiere incurrir en gastos, o mejor aún, unos licores y tabaco de Oriente, pasan con razón, en la sociedad europea, por dar esa disposición indispensable que a veces puede ser embriagadora).
  —Monsieur Gide —comencé—, he osado venir a verlo. Sin embargo me creo en el deber de declararle abiertamente que, por ejemplo, me gusta mucho más el boxeo que la literatura.
  —La literatura es sin embargo el único punto en el que podríamos encontrarnos —me respondió bastante secamente mi interlocutor.
  Yo pensé: ¡qué vivo bárbaro!
  Hablamos, pues, de literatura, y cuando iba a hacerme esta pregunta que debía resultarle particularmente preciada: “¿Qué leyó de mí?”, articulé sin pestañear, albergando la mayor fidelidad posible en la mirada: “Tengo miedo de leerlo”. Imagino que M. Gide debió haber pestañeado singularmente.
  Poco a poco fui logrando meter mis frases famosas, que luego volvía a repetir, pensando que el novelista me agradecería poder utilizar al sobrino después de haber utilizado al tío. Solté primero negligentemente: “La Biblia es el mayor éxito de ventas en librerías”. Un momento más tarde, como él mostraba bastante bondad como para interesarse en mis padres: “Mi madre y yo”, dije de una manera bastante extraña, “no hemos nacido para comprendernos”.
  La literatura volvía sobre el tapete; aproveché para hablar mal de por lo menos doscientos autores vivos, de los escritores judíos, y de Charles-Henri Hirsch en particular, y agregué: “Heine es el Cristo de los escritores judíos modernos”. De tanto en tanto echaba discretas y maliciosas miradas a mi anfitrión, que me recompensaba con risas apagadas, pero quien, debo decirlo, permanecía muy lejos detrás de mí, contentándose, parecía, con tomar nota, porque probablemente no había preparado nada.
  En un determinado momento, interrumpiendo una conversación filosófica, intentando asemejarme a un buda que hubiera sellado de una vez y para siempre sus labios: “La gran Broma está en lo Absoluto”, murmuré. A punto de retirarme, con un tono muy cansado y muy viejo, rogué: “Monsieur Gide, ¿en dónde estamos con el tiempo?”. Enterándome de que eran las seis menos cuarto, me levanté, estreché afectuosamente la mano del artista y me marché llevando en mi cabeza el retrato de uno de nuestros más notorios contemporáneos, retrato que voy a esbozar aquí si mis queridos lectores tienen aún la amabilidad de prestarme, durante un instante, su atención.
 M. Gide no tiene el aspecto de un hijo bastardo, ni de un elefante, ni de muchos hombres: tiene el aspecto de un artista; y le haré este único cumplido, por lo demás desagradable: que su pequeña pluralidad proviene del hecho de que podría muy fácilmente ser confundido con un comediante. Su esqueleto no tiene nada de remarcable; sus manos son las de un holgazán, muy blancas, ¡doy fe! En conjunto, es un alfeñique. M. Gide debe pesar unos 55 kilos y medir 1,65 metros aproximadamente. Su manera de caminar delata a un prosista que jamás podrá escribir un verso. Además, el artista muestra un rostro enfermizo, del que se desprenden, hacia las sienes, pequeñas hojas de piel más grandes que la caspa, inconveniente al que el pueblo le da una explicación diciendo vulgarmente de alguien: “Se está pelando”.
  Y sin embargo el artista no tiene los nobles estragos del pródigo que dilapida su fortuna y su salud. No, cien veces no: el artista parece probar por el contrario que se cuida meticulosamente, que es higiénico y que está lejos de un Verlaine, que llevaba su sífilis como languidez, y creo, a menos que él lo desmienta, no aventurarme demasiado afirmando que no frecuenta a las mujerzuelas ni los antros de perdición; y por estos indicios estamos felices de constatar, como hubiéramos tenido a menudo la ocasión de hacerlo, que es prudente.
  A M. Gide lo vi solamente una vez en la calle. Él salía de mi casa: tenía que dar sólo unos pasos antes de doblar en la esquina, de desaparecer de mi vista; y lo vi detenerse delante de una librería de viejo: y sin embargo había una tienda de instrumentos quirúrgicos y una confitería…
  Después, M. Gide me escribió una vez, y no lo volví a ver nunca más.
 He mostrado al hombre, y ahora habría mostrado encantado la obra si, en un solo punto, no hubiera tenido que repetirme.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Caja Negra Editora, 2010, en traducción de Mariano Dupont, pp. 18-19 y 24-27. ISBN:  978-987-1622-05-4.]

domingo, 20 de noviembre de 2022

Santa María de las flores negras.- Hernán Rivera Letelier (1950)


Rivera Letelier, Hernán - Escritores.org - Recursos para escritores
Tercera parte

18

  «La mañana del sábado 21 amaneció particularmente luminosa. De los sectores altos de Iquique, desde donde se podía divisar el mar en todo su ancho, éste aparecía de un esplendor inusitado, majestuoso y azul como pocas veces se había visto. Y, por la raya completamente limpia del horizonte, como trazada a compás, se columbraba que el día venía incandescente y caluroso como el diantre.
   Desde antes que clareara el alba, los huelguistas pampinos que en los últimos días, por no haber hallado cabida en ningún albergue, pernoctaban y dormían en las calles de la ciudad, habían notado un incesante tráfico de coches de alquiler trasladando gente hacia el muelle de pasajeros. En su mayoría se trataba de personajes extranjeros y vecinos ricachones —los últimos que faltaban— que, abandonando sus lujosas residencias, huían con sus familias a ponerse a salvo en los buques mercantes fondeados en la bahía. Después supimos que estos buques cobraban hasta una libra esterlina diaria por cabeza.
   Después, poco antes de la salida del sol, fuimos sorprendidos todos por el ruido marcial de las tropas que recorrían las calles con sus armas y arreos de campaña dando órdenes a gritos, deshaciendo los grupos de personas y obligando a cerrar todos los negocios abiertos a esas horas de la mañana. Y cuando cada uno de nosotros se estaba preguntando por qué tanta escandalera y demostración de fuerza por parte de los soldados, aparecieron los diarios de la mañana y vimos con asombro que venían precedidos por el anuncio, titulado en gruesos caracteres, de la declaración de estado de sitio. El decreto, sin ningún considerando, foliado con el número 661, fechado en Iquique el 20 de diciembre de 1907, publicado por bando y firmado por el Intendente Carlos Eastman y su secretario Julio Guzmán García, acordaba y decretaba lo siguiente:

   1.— Queda prohibido desde hoy traficar por las calles y caminos de la provincia en grupos de más de seis personas a toda hora del día o de la noche.
   2.— Queda prohibido, en la misma forma, traficar por las calles de la ciudad después de las ocho de la noche, a toda persona que no lleve permiso escrito de la Intendencia.
   3.— Queda también prohibido el estacionamiento o reunión en grupos de más de seis personas.
  4.— La gente venida de la pampa y que no tiene domicilio en esta ciudad se concentrará en la escuela Santa María y plaza Manuel Montt.
   5.— Queda prohibida absolutamente la venta de bebidas capaces de embriagar.
   6.— La fuerza pública queda encargada de dar estricto cumplimiento al presente decreto.

   Lo que se perseguía con la ley marcial, lo vimos claramente entonces, era impedir la llegada de más huelguistas pampinos a Iquique y rejuntarnos a todos en las dependencias de la Escuela Santa María para, de esa manera, facilitar las medidas que se tomarían luego con nosotros. Además de ser editado en la primera página de los diarios de la mañana, el decreto, publicado por bando, fue leído públicamente y luego fijado junto a los edictos públicos. Al mismo tiempo se establecía la censura telegráfica y cablegráfica y se notificaba a las imprentas un decreto que prohibía la impresión y venta de todo diario u hoja impresa, y que las infracciones serían severamente reprimidas (aunque en verdad la censura nunca corrió para todos, porque después nos enteramos de que los gringos usaron el telégrafo cuantas veces quisieron y mandaron los cables que se les vino en gana durante todo el tiempo que duró la ley marcial). Mientras tanto, entre la ciudadanía comenzaban a circular dudosas listas de adhesión a las autoridades y de rechazo a la presencia de los huelguistas, y desde los despachos de la Intendencia se había organizado de tal manera el espionaje y el soplonaje dentro de la ciudad, que ese mismo día muchos vecinos comenzaron a ser citados e increpados duramente por haber emitido, en sus conversaciones privadas, opiniones contrarias al gobierno absoluto implantado en la provincia.
   Hasta ese momento, nuestra última propuesta de arreglo consistía en que nos volvíamos todos a la pampa a reanudar nuestras labores y dejábamos en el puerto a una comisión negociadora, con la sola condición de que los industriales nos aumentaran en un sesenta por ciento el sueldo durante el mes que se calculaba durarían las negociaciones. Todos pensábamos que era lo más justo y equitativo, y que con eso se solucionaría de inmediato el conflicto. Pero en mitad de la mañana nos enteramos de una junta llevada a cabo entre el Intendente y los patrones, en donde éstos habían desechado tajantemente nuestra propuesta. Del mismo modo como habían desdeñado el ofrecimiento del Gobierno de Chile de compensarles hasta el cincuenta por ciento del aumento pedido por nosotros. La proposición presidencial fue recibida con frialdad por parte de los salitreros, argumentando con soberbia que el problema no era de dinero sino de respeto. Que ellos no podían resolver nada bajo la presión de la masa porque significaría una imposición manifiesta de los huelguistas, y eso les anularía el respeto de patrones y les haría perder para siempre su prestigio moral (nosotros no entendíamos de qué prestigio moral hablaban esos carajos). Y volvieron a insistir en su exigencia de que los obreros debíamos abandonar la ciudad y volver a la pampa al instante, pues nuestra presencia entorpecía las negociaciones y constituía una imposición perjudicial para el empleador. El gringo John Lockett expresó, muy suelto de cuerpo, que hacer cualquier tipo de concesión en aquellos momentos sería tomado por los huelguistas como un signo de debilidad, y sin duda conduciría a promover después más extravagantes demandas, con probablemente aún más desastrosos resultados. Cuando el Intendente propuso un tribunal arbitral, los magnates dijeron que aceptaban cualquier acuerdo, pero siempre manteniendo inflexible su exigencia de que nosotros debíamos volver antes al trabajo. Y agregando, además —los muy miserables—, que bajo ninguna circunstancia se aceptaba tampoco la demanda de que los salarios fueran pagados al cambio de 18 peniques.
SANTA MARÍA DE LAS FLORES NEGRAS EBOOK | HERNAN RIVERA LETELIER ...  La primera autoridad provincial extendió, entonces, una convocatoria a nuestros dirigentes para asistir a una reunión en la Intendencia, con el fin de discutir la propuesta de los patrones. Pero el Comité Central la declinó. Bajo el imperio de la ley marcial, los dirigentes sospecharon y temieron ser víctimas de una trampa para detenerlos, con el evidente propósito de descabezar el movimiento. En esos momentos ya era sabido de todos la detención de dirigentes de varias oficinas, quienes, apresados por los militares, fueron subidos en calidad de reos a bordo del buque “Zenteno”. Toda esta represión —lo supimos después— se empezó a llevar a efecto siguiendo instrucciones precisas del Ministerio del Interior. El señor ministro, don Rafael Sotomayor, había mandado un cablegrama con carácter de «estrictamente reservado», en el cual expresaba al Intendente de la provincia que “Sería muy conveniente aprehender cabecillas trasladándolos a buques de guerra”. De modo que mediante una carta, los dirigentes expresaron su muy fundado temor y comunicaron al señor Intendente que, de ahí en adelante, todas las conversaciones se llevarían a efecto mediante comisiones o notas escritas. La carta decía lo siguiente:

Iquique, diciembre 21 de 1907.
   En este momento este directorio central ha recibido verbalmente un llamado de V.S. al local de esa Intendencia.
  El Comité ha creído que no podemos complacer a V.S. en este sentido porque la orden dada por V.S. el día de hoy desampara por completo nuestros derechos y, aún más, al no poder ir allá en la forma pensada es susceptible de desórdenes que pueden amargar la situación.
  En esta caso creemos práctico que V.S. se sirva nombrar una comisión para entendernos en lo que V.S. desee, pues lo ocurrido en Buenaventura nos confirma que las garantías para el obrero se concluyen, y sería por demás doloroso que las fuerzas de línea tuvieran que luchar con el pueblo indefenso, como generalmente se hace y como nos da claro a comprender el bando publicado, en pago, parece, de las atenciones que los operarios en general han demostrado a V.S. y del orden y compostura que ese pueblo, que hoy se provoca, ha observado hasta hoy con sumo agrado de Chile entero, y no es posible desviarnos de esta senda.
  Sírvase V.S. tomar en cuenta nuestras razones y ordenar lo que estime conveniente, insinuando este Comité el práctico camino de notas, o en su defecto, lo ya dicho, por medio de comisiones, teniendo V.S. la seguridad de que a tal efecto nosotros hoy como siempre, daremos las más amplias facilidades. Dios guarde a V.S”.

   Firmaban José Brigg, como presidente y M. Rodríguez B., como secretario.
 A la hora del almuerzo, en los patios de la Escuela Santa María, los trabajadores pampinos, revolucionados por los últimos acontecimientos, nos movíamos y discutíamos entre nosotros en un estado de máxima tensión. Todos presentíamos que con la declaración del estado de sitio el fin de la huelga se hacía inminente. Completamente abatidos, sentíamos muertas todas las esperanzas.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Alfaguara, 2011, pp. 153-156. ISBN: 978-9562395632.]

domingo, 13 de noviembre de 2022

Las gafas de oro.- Giorgio Bassani (1916-2000)


Giorgio Bassani – Películas, biografías y listas en MUBI
7


  «Otro día estábamos todos hablando de deporte.
 Si en materia de cultura Nino Bottecchiari estaba considerado como nuestro número uno, en cuestiones de deporte, indiscutiblemente, la primacía la ostentaba Deliliers. Ferrarás sólo por parte de madre (el padre, natural de Imperia, creo, o de Ventimiglia, había muerto en 1918 en el Grappa a la cabeza de una compañía de legionarios), él, lo mismo que Vittorio Molon, había cursado en Ferrara sólo la escuela media superior, es decir, los cuatro años del bachillerato de ciencias. Esos cuatro años habían sido en cualquier caso más que suficientes para hacer de Eraldo Deliliers un auténtico reyezuelo local: en 1935 había vencido en el campeonato regional de boxeo, categoría alumnos, peso medio y, además, era un muchacho guapísimo, de un metro ochenta de alto y con un rostro y un cuerpo como de estatua griega. Aunque aún no había cumplido veinte años, ya se le atribuían tres o cuatro conquistas clamorosas. De una compañera de colegio que se había suicidado el mismo año que él conquistó el título de campeón emiliano, se decía que lo había hecho por amor a él. De un día para otro dejó incluso de mirarla. Entonces ella, pobrecita, había corrido directa a tirarse al Po. Lo cierto es que incluso en el ambiente estudiantil Eraldo Deliliers, más que amado, era idolatrado. Nos vestíamos guiados por sus trajes, limpios, cepillados y planchados sin descanso por su madre. Se consideraba un auténtico privilegio estar a su lado el domingo por la mañana, en el Caffé della Borsa, con la espalda apoyada en una columna del soportal mirando las piernas de las mujeres que pasaban.
   En fin, un día, en el tren, a finales de mayo, estábamos discutiendo de deporte con Deliliers. Del atletismo pasamos a hablar de boxeo. Deliliers no permitía muchas confianzas a nadie. Sin embargo, aquel día se abrió bastante. Dijo que eso de estudiar no iba con él, que necesitaba demasiado dinero "para vivir" y que, por eso, si le salía bien un “golpecito” que estaba planeando, se dedicaría exclusivamente al “noble arte”.
   —¿Como profesional?—se atrevió a preguntarle Fadigati.
   Deliliers le miró como se mira a un escarabajo.
   —Por supuesto—le dijo—. ¿Acaso tiene miedo de que me estropeen la cara, doctor?
   —No me preocupa la cara, que, por lo que veo, ya está bastante señalada en los arcos superciliares. No obstante, me siento en el deber de advertirle que el boxeo, sobre todo si se practica profesionalmente, a la larga resulta una actividad peligrosa para el organismo. Si yo gobernara, prohibiría los combates de boxeo, incluso los de aficionados. Más que un deporte lo considero una especie de asesinato legal. Pura brutalidad organizada...
   —Pero ¡por favor!—le interrumpió Deliliers—. ¿Ha visto alguna vez un combate?
   Fadigati se vio obligado a reconocer que no. Dijo que a él, como médico, la violencia y la sangre le causaban horror.
   —Entonces, si nunca ha visto un combate—lo cortó en seco Deliliers—, ¿por qué habla? ¿Quién le ha pedido su opinión?
   Y otra vez, mientras Deliliers le dirigía casi a gritos estas palabras y luego, dándole la espalda, nos explicaba a nosotros, bastante más calmado, que el boxeo, «contrariamente a lo que puedan pensar algunos idiotas», es juego de piernas, elección de un ritmo y esgrima, sustancialmente y sobre todo esgrima, otra vez vi brillar en los ojos de Fadigati la absurda pero inequívoca luz de una felicidad interior.
   Entre nosotros, el único que no veneraba a Deliliers era Nino Bottecchiari. No eran amigos, pero se respetaban mutuamente. Frente a Nino, atenuaba bastante sus habituales poses de gángster y Nino, por su parte, se las daba menos de profesor.
  Una mañana Nino y Bianca no estaban (me parece que era en junio, durante los exámenes). En el compartimento estábamos sólo seis, todos hombres.
   Me dolía un poco la garganta y me había quejado. Recordando que de pequeño, durante la edad de mi desarrollo, había tenido que cuidarme varias veces por mis problemas con las amígdalas, Fadigati se ofreció inmediatamente a echarme una “ojeada”.
   —Vamos a ver.
Se levantó las gafas sobre la frente, me sujetó la cabeza con las manos y empezó a escrutarme entre las fauces.
   —Diga “aaah”—ordenó con aire profesional.
Las gafas de oro | Editorial Acantilado   Le hice caso. Y allí seguía él, examinando mi garganta, mientras, bonachón y paternal, no dejaba de recomendarme que no sudara, porque las amígdalas, «aunque ahora bastante reducidas», seguían siendo mi talón de Aquiles, cuando Deliliers, de repente, salió diciendo:
   —Perdone, doctor. Cuando acabe ¿le importaría echarme una ojeada a mí también?
   Evidentemente sorprendido por la petición y por el suave tono con el que Deliliers la había formulado, Fadigati se volvió.
   —¿Qué es lo que siente?—preguntó—. ¿Le duele al tragar?
   Deliliers le miraba fijamente con sus ojos azules. Sonreía enseñando apenas los colmillos.
   —No me duele la garganta—dijo.
   —¿Dónde, entonces?
   —Aquí—dijo Deliliers apuntando a sus pantalones, a la altura de la ingle.
  Luego, tranquilo, explicó indiferente, pero no sin una punta de orgullo, que hacía un mes aproximadamente que sufría las consecuencias de “un regalo de las virgencitas de via Bomporto”. Una “gran faena, la verdad”, pues había tenido que suspender "también" la actividad en el gimnasio. El doctor Manfredini, añadió, le estaba tratando con azul de metileno y con irrigaciones diarias de permanganato. Pero la curación iba para largo y él necesitaba restablecerse lo más rápido posible.
   —Mis mujeres empiezan a quejarse, ya me entiende... ¿Así que sería tan amable de echar una ojeada también usted?
   Fadigati había vuelto a sentarse.
   —Querido—balbuceó—, usted sabe perfectamente que yo no entiendo de ese tipo de enfermedades. Y además, el doctor Manfredini...
   —¡Vaya que si entiende y cómo!—sonrió con malicia Deliliers.
   —Por no decir que, aquí, en el tren...—continuó Fadigati, mirando asustado al pasillo—aquí, en el tren..., no sé cómo...
   —¡Ah, bueno! Si es por eso—replicó rápido Deliliers, torciendo la boca con gesto despreciativo—, siempre nos queda el servicio, si quiere.
   Hubo un instante de silencio.
   Fue Fadigati el primero en soltar una gran carcajada.
   —Pero ¡usted está de broma!—gritó—. ¿Cómo se las arregla para estar siempre bromeando? ¡Me toma por un ingenuo!—Y luego, volviéndose ligeramente hacia un lado y dándole una palmada en la rodilla—: ¡Debe andarse con ojo!—dijo—. ¡Si no se anda con ojo, un día u otro acabará mal!
   Y Deliliers, en tono serio:
   —A ver si es usted quien va a acabar mal.»

      [El texto pertenece a la edición en español de  Ediciones Acantilado, 2015, en traducción de Juan Antonio Méndez Borra, pp. 35-37. ISBN: 978-84-16011-70-4.]