Abril, 1912.
Silbato
«El ritmo del océano
acuna a los transatlánticos,
Y en el aire donde
los gases bailan como trompos,
Mientras silba el
rápido heroico que llega al Havre,
Se acercan como osos,
los marineros atléticos.
¡Nueva York! ¡Nueva
York! ¡Quisiera habitarte!
Veo a la ciencia
casarse
Con la industria,
En una audaz
modernidad.
Y en los palacios,
Globos,
Deslumbrantes a la
retina,
Por sus rayos
ultravioletas;
El teléfono
americano,
Y la dulzura
De los ascensores…
El navío provocador
de la Compañía Inglesa
Me vio tomar lugar a
bordo terriblemente excitado,
Completamente feliz
del confort del bello navío con turbinas,
Como de la
instalación eléctrica,
Que ilumina a chorros
el camarote trepidante.
El camarote
incendiado de columnas de cobre,
Sobre las cuales, por
segundos, gozaron mis manos ebrias
Al tiritar
bruscamente en la frescura del metal,
Y enfriaba mi apetito
por esa zambullida vital,
Mientras que la verde
impresión del olor del barniz nuevo
Me gritaba la fecha
clara, cuando, abandonando las facturas,
En el verde loco de
la hierba, rodaba como un huevo.
¡Cómo me embriagaba
mi camisa! ¡Y para sentirte estremecer
Como un caballo, sentimiento de la
naturaleza!
¡Hubiera querido pastar! ¡Hubiera querido
correr!
Lo bien que estaba sobre el puente,
sacudido por la música;
¡Y qué intenso es el frío como sensación
física,
Cuando uno respira!
En fin, no pudiendo relinchar, y no
pudiendo nadar,
Entré en contacto con algunos pasajeros,
Que miraban bascular la línea de
flotación;
Hasta que vimos juntos los tranvías de la
mañana corriendo por el horizonte,
Y blanquear rápidamente las fachadas de
las moradas,
Bajo la lluvia, y bajo el cielo, y bajo el
circo estrellado,
¡Remamos sin accidentes hasta siete veces
en veinticuatro horas!
El comercio ha favorecido mi joven
iniciativa:
Ocho millones de dólares ganados en las
conservas
Y la marca célebre de la cabeza de
Gladstone
Me dieron diez vapores de cuatro mil
toneladas cada uno,
Que baten banderas bordadas con mis
iniciales,
E imprimen sobre el oleaje mi poderío
comercial.
Poseo también mi primera locomotora:
Ella sopla su vapor, como caballos que
bufan,
Y,
declinando su orgullo bajo los dedos profesionales,
Ella corre locamente, rígida sobre sus
ocho ruedas.
Ella arrastra un largo tren en su marcha
aventurera,
Hacia el verde Canadá, a los bosques
inexplorados,
Y atraviesa mis puentes con caravanas de
arcos,
En la aurora, los campos y los trigos
familiares;
O, creyendo distinguir una ciudad en las
noches estrelladas,
Silba infinitamente a través de los
valles,
Soñando con el oasis: la estación con
cielo de cristal,
En
el matorral de rieles que cruza por millares,
Donde, remolcando una nube, resuena su
trueno.
[…]
Julio, 1913.
André Gidé
Como soñaba febrilmente, luego de un largo
período de la peor de la perezas, con volverme muy rico (¡por Dios!, ¡con qué
frecuencia lo soñaba!); como estaba en el capítulo de los eternos proyectos, y
me acaloraba progresivamente con el pensamiento de alcanzar deshonestamente la
fortuna, y de una manera inesperada, con la poesía —siempre intenté considerar
el arte como un medio y no como un fin—, me dije alegremente: “Debería ir a ver
a Gide, él es millonario. ¡Qué mierda, voy a engañar a ese viejo literato!”.
Inmediatamente, ¿no es suficiente con entusiasmarse?, me otorgaba un don
de triunfo prodigioso. Le escribía unas palabras a Gide, valiéndome de mi
parentesco con Oscar Wilde; Gide me recibía. Lo asombraba con mi altura, mis
hombros, mi belleza, mis excentricidades, mis palabras. Gide se volvía loco
conmigo, y eso me agradaba. Enseguida partíamos para Argelia; él rehacía el
viaje a Biskra y yo iba a arrastrarlo hasta las costas de los somalíes.
Rápidamente adquiría una cara dorada, porque siempre tuve un poco de vergüenza
de ser blanco. Y Gide pagaba los compartimentos de primera clase, las nobles
monturas, los palacios, los amores. Al fin yo les daba sustancia a algunas de
mis miles de almas. Gide pagaba, pagaba, pagaba siempre; y espero que no me
demande por daños y perjuicios si le confieso que en los malsanos excesos de mi
galopante imaginación él había vendido hasta su sólida chacra de Normandía para
satisfacer mis últimos caprichos de niño moderno.
¡Ah! Me vuelvo a ver peinándome, las piernas alargadas sobre los
asientos del rápido mediterráneo, soltando disparates para divertir a mi
mecenas.
Quizá digan de mí que tengo costumbres androgides. ¿Lo dirán?
Por lo demás, he tenido tan poco éxito en mis pequeños proyectos
personales de explotación, que me voy a vengar. Agregaré, a fin de no alarmar
desconsideradamente a nuestros lectores de provincia, que sobre todo le tomé
bronca a M. Gide el día en que, como lo doy a entender más arriba, me di cuenta
de que jamás le iba a poder sacar diez céntimos, y que, por otro lado, este
chaqué roído se permite hablar mal, por
razones de excelencia, del querubín desnudo cuyo nombre es Théophile
Gautier.
Iba entonces a ver a M. Gide. Recuerdo que en esa época yo no tenía
traje, y todavía me arrepiento, porque me hubiera sido fácil deslumbrarlo.
Cuando estaba llegando a su villa, me repetí las frases sensacionales que debía
insertar en el transcurso de la conversación. Un instante más tarde estaba
tocando el timbre. Una sirvienta vino a abrirme (M. Gide no tenía lacayo). Me
hizo subir al primer piso y me pidió que esperara en una suerte de celdita
ubicada al final de un corredor que doblaba en ángulo recto. En el trayecto
eché una mirada curiosa a las diferentes piezas, buscando de antemano
información sobre las habitaciones para los amigos. Ahora, yo estaba sentado en
un rinconcito. Unos vitrales, que me parecieron falsos, dejaban caer el día
sobre un escritorio donde se abrían hojas recientemente humedecidas con tinta.
Naturalmente, no me abstuve de cometer la pequeña indiscreción que ustedes
adivinan. Así es que puedo informarles que M. Gide pule terriblemente su prosa
y que debe entregarles a los tipógrafos al menos la cuarta versión. La
sirvienta me vino a buscar para conducirme a la planta baja. En el momento de
entrar en el salón, unos cuzcos revoltosos soltaron algunos ladridos. ¿Iba a
faltar esa distinción? Pero M. Gide estaba al llegar. Tuve sin embargo tiempo
de mirar a mi alrededor. Muebles modernos y poco felices en una pieza
espaciosa; ningún cuadro, paredes desnudas (una simple intención o una
intención un poco simple) y sobre todo una minuciosidad muy protestante en el
orden y la limpieza. Incluso me vino, por un instante, un sudor bastante
desagradable al pensar que quizás había ensuciado la alfombra. Probablemente
habría llevado la curiosidad un poco más lejos, o incluso habría cedido a la
exquisita tentación de meterme algún pequeño bibelot en el bolsillo, si hubiera
podido librarme de la sensación muy nítida de que M. Gide se documentaba por
algún agujerito secreto del empapelado. Si me equivoco, le ruego a M. Gide
tenga a bien aceptar las excusas públicas e inmediatas que debo a su dignidad.
Finalmente el hombre apareció. (Lo que más me impresionó desde ese
instante fue que no me ofreció absolutamente nada salvo una silla, cuando a las
cuatro horas de la tarde una taza de té, si no se quiere incurrir en gastos, o
mejor aún, unos licores y tabaco de Oriente, pasan con razón, en la sociedad
europea, por dar esa disposición indispensable que a veces puede ser
embriagadora).
—Monsieur Gide —comencé—, he osado venir a verlo. Sin embargo me creo en
el deber de declararle abiertamente que, por ejemplo, me gusta mucho más el
boxeo que la literatura.
—La literatura es sin embargo el único punto en el que podríamos
encontrarnos —me respondió bastante secamente mi interlocutor.
Yo pensé: ¡qué vivo bárbaro!
Hablamos, pues, de literatura, y cuando iba a hacerme esta pregunta que
debía resultarle particularmente preciada: “¿Qué leyó de mí?”, articulé sin
pestañear, albergando la mayor fidelidad posible en la mirada: “Tengo miedo de
leerlo”. Imagino que M. Gide debió haber pestañeado singularmente.
Poco a poco fui logrando meter mis frases famosas, que luego volvía a
repetir, pensando que el novelista me agradecería poder utilizar al sobrino
después de haber utilizado al tío. Solté primero negligentemente: “La Biblia es
el mayor éxito de ventas en librerías”. Un momento más tarde, como él mostraba
bastante bondad como para interesarse en mis padres: “Mi madre y yo”, dije de
una manera bastante extraña, “no hemos nacido para comprendernos”.
La literatura volvía sobre el tapete; aproveché para hablar mal de por
lo menos doscientos autores vivos, de los escritores judíos, y de Charles-Henri
Hirsch en particular, y agregué: “Heine es el Cristo de los escritores judíos
modernos”. De tanto en tanto echaba discretas y maliciosas miradas a mi
anfitrión, que me recompensaba con risas apagadas, pero quien, debo decirlo,
permanecía muy lejos detrás de mí, contentándose, parecía, con tomar nota,
porque probablemente no había preparado nada.
En un determinado momento, interrumpiendo una conversación filosófica,
intentando asemejarme a un buda que hubiera sellado de una vez y para siempre
sus labios: “La gran Broma está en lo Absoluto”, murmuré. A punto de retirarme,
con un tono muy cansado y muy viejo, rogué: “Monsieur Gide, ¿en dónde estamos
con el tiempo?”. Enterándome de que eran las seis menos cuarto, me levanté,
estreché afectuosamente la mano del artista y me marché llevando en mi cabeza
el retrato de uno de nuestros más notorios contemporáneos, retrato que voy a
esbozar aquí si mis queridos lectores tienen aún la amabilidad de prestarme,
durante un instante, su atención.
M. Gide no tiene el aspecto de un hijo bastardo, ni de un elefante, ni
de muchos hombres: tiene el aspecto de un artista; y le haré este único
cumplido, por lo demás desagradable: que su pequeña pluralidad proviene del
hecho de que podría muy fácilmente ser confundido con un comediante. Su
esqueleto no tiene nada de remarcable; sus manos son las de un holgazán, muy
blancas, ¡doy fe! En conjunto, es un alfeñique. M. Gide debe pesar unos 55
kilos y medir 1,65
metros aproximadamente. Su manera de caminar delata a un
prosista que jamás podrá escribir un verso. Además, el artista muestra un
rostro enfermizo, del que se desprenden, hacia las sienes, pequeñas hojas de piel
más grandes que la caspa, inconveniente al que el pueblo le da una explicación
diciendo vulgarmente de alguien: “Se está pelando”.
Y sin embargo el artista no tiene los nobles estragos del pródigo que
dilapida su fortuna y su salud. No, cien veces no: el artista parece probar por
el contrario que se cuida meticulosamente, que es higiénico y que está lejos de
un Verlaine, que llevaba su sífilis como languidez, y creo, a menos que él lo
desmienta, no aventurarme demasiado afirmando que no frecuenta a las
mujerzuelas ni los antros de perdición; y por estos indicios estamos felices de
constatar, como hubiéramos tenido a menudo la ocasión de hacerlo, que es
prudente.
A M. Gide lo vi solamente una vez en la calle. Él salía de mi casa:
tenía que dar sólo unos pasos antes de doblar en la esquina, de desaparecer de
mi vista; y lo vi detenerse delante de una librería de viejo: y sin embargo
había una tienda de instrumentos quirúrgicos y una confitería…
Después, M. Gide me escribió una vez, y no lo volví a ver nunca más.
He mostrado al hombre, y ahora habría mostrado encantado la obra si, en
un solo punto, no hubiera tenido que repetirme.»
[El
texto pertenece a la edición en español de Caja Negra Editora, 2010, en
traducción de Mariano Dupont, pp. 18-19 y 24-27. ISBN: 978-987-1622-05-4.]