domingo, 13 de noviembre de 2022

Las gafas de oro.- Giorgio Bassani (1916-2000)


Giorgio Bassani – Películas, biografías y listas en MUBI
7


  «Otro día estábamos todos hablando de deporte.
 Si en materia de cultura Nino Bottecchiari estaba considerado como nuestro número uno, en cuestiones de deporte, indiscutiblemente, la primacía la ostentaba Deliliers. Ferrarás sólo por parte de madre (el padre, natural de Imperia, creo, o de Ventimiglia, había muerto en 1918 en el Grappa a la cabeza de una compañía de legionarios), él, lo mismo que Vittorio Molon, había cursado en Ferrara sólo la escuela media superior, es decir, los cuatro años del bachillerato de ciencias. Esos cuatro años habían sido en cualquier caso más que suficientes para hacer de Eraldo Deliliers un auténtico reyezuelo local: en 1935 había vencido en el campeonato regional de boxeo, categoría alumnos, peso medio y, además, era un muchacho guapísimo, de un metro ochenta de alto y con un rostro y un cuerpo como de estatua griega. Aunque aún no había cumplido veinte años, ya se le atribuían tres o cuatro conquistas clamorosas. De una compañera de colegio que se había suicidado el mismo año que él conquistó el título de campeón emiliano, se decía que lo había hecho por amor a él. De un día para otro dejó incluso de mirarla. Entonces ella, pobrecita, había corrido directa a tirarse al Po. Lo cierto es que incluso en el ambiente estudiantil Eraldo Deliliers, más que amado, era idolatrado. Nos vestíamos guiados por sus trajes, limpios, cepillados y planchados sin descanso por su madre. Se consideraba un auténtico privilegio estar a su lado el domingo por la mañana, en el Caffé della Borsa, con la espalda apoyada en una columna del soportal mirando las piernas de las mujeres que pasaban.
   En fin, un día, en el tren, a finales de mayo, estábamos discutiendo de deporte con Deliliers. Del atletismo pasamos a hablar de boxeo. Deliliers no permitía muchas confianzas a nadie. Sin embargo, aquel día se abrió bastante. Dijo que eso de estudiar no iba con él, que necesitaba demasiado dinero "para vivir" y que, por eso, si le salía bien un “golpecito” que estaba planeando, se dedicaría exclusivamente al “noble arte”.
   —¿Como profesional?—se atrevió a preguntarle Fadigati.
   Deliliers le miró como se mira a un escarabajo.
   —Por supuesto—le dijo—. ¿Acaso tiene miedo de que me estropeen la cara, doctor?
   —No me preocupa la cara, que, por lo que veo, ya está bastante señalada en los arcos superciliares. No obstante, me siento en el deber de advertirle que el boxeo, sobre todo si se practica profesionalmente, a la larga resulta una actividad peligrosa para el organismo. Si yo gobernara, prohibiría los combates de boxeo, incluso los de aficionados. Más que un deporte lo considero una especie de asesinato legal. Pura brutalidad organizada...
   —Pero ¡por favor!—le interrumpió Deliliers—. ¿Ha visto alguna vez un combate?
   Fadigati se vio obligado a reconocer que no. Dijo que a él, como médico, la violencia y la sangre le causaban horror.
   —Entonces, si nunca ha visto un combate—lo cortó en seco Deliliers—, ¿por qué habla? ¿Quién le ha pedido su opinión?
   Y otra vez, mientras Deliliers le dirigía casi a gritos estas palabras y luego, dándole la espalda, nos explicaba a nosotros, bastante más calmado, que el boxeo, «contrariamente a lo que puedan pensar algunos idiotas», es juego de piernas, elección de un ritmo y esgrima, sustancialmente y sobre todo esgrima, otra vez vi brillar en los ojos de Fadigati la absurda pero inequívoca luz de una felicidad interior.
   Entre nosotros, el único que no veneraba a Deliliers era Nino Bottecchiari. No eran amigos, pero se respetaban mutuamente. Frente a Nino, atenuaba bastante sus habituales poses de gángster y Nino, por su parte, se las daba menos de profesor.
  Una mañana Nino y Bianca no estaban (me parece que era en junio, durante los exámenes). En el compartimento estábamos sólo seis, todos hombres.
   Me dolía un poco la garganta y me había quejado. Recordando que de pequeño, durante la edad de mi desarrollo, había tenido que cuidarme varias veces por mis problemas con las amígdalas, Fadigati se ofreció inmediatamente a echarme una “ojeada”.
   —Vamos a ver.
Se levantó las gafas sobre la frente, me sujetó la cabeza con las manos y empezó a escrutarme entre las fauces.
   —Diga “aaah”—ordenó con aire profesional.
Las gafas de oro | Editorial Acantilado   Le hice caso. Y allí seguía él, examinando mi garganta, mientras, bonachón y paternal, no dejaba de recomendarme que no sudara, porque las amígdalas, «aunque ahora bastante reducidas», seguían siendo mi talón de Aquiles, cuando Deliliers, de repente, salió diciendo:
   —Perdone, doctor. Cuando acabe ¿le importaría echarme una ojeada a mí también?
   Evidentemente sorprendido por la petición y por el suave tono con el que Deliliers la había formulado, Fadigati se volvió.
   —¿Qué es lo que siente?—preguntó—. ¿Le duele al tragar?
   Deliliers le miraba fijamente con sus ojos azules. Sonreía enseñando apenas los colmillos.
   —No me duele la garganta—dijo.
   —¿Dónde, entonces?
   —Aquí—dijo Deliliers apuntando a sus pantalones, a la altura de la ingle.
  Luego, tranquilo, explicó indiferente, pero no sin una punta de orgullo, que hacía un mes aproximadamente que sufría las consecuencias de “un regalo de las virgencitas de via Bomporto”. Una “gran faena, la verdad”, pues había tenido que suspender "también" la actividad en el gimnasio. El doctor Manfredini, añadió, le estaba tratando con azul de metileno y con irrigaciones diarias de permanganato. Pero la curación iba para largo y él necesitaba restablecerse lo más rápido posible.
   —Mis mujeres empiezan a quejarse, ya me entiende... ¿Así que sería tan amable de echar una ojeada también usted?
   Fadigati había vuelto a sentarse.
   —Querido—balbuceó—, usted sabe perfectamente que yo no entiendo de ese tipo de enfermedades. Y además, el doctor Manfredini...
   —¡Vaya que si entiende y cómo!—sonrió con malicia Deliliers.
   —Por no decir que, aquí, en el tren...—continuó Fadigati, mirando asustado al pasillo—aquí, en el tren..., no sé cómo...
   —¡Ah, bueno! Si es por eso—replicó rápido Deliliers, torciendo la boca con gesto despreciativo—, siempre nos queda el servicio, si quiere.
   Hubo un instante de silencio.
   Fue Fadigati el primero en soltar una gran carcajada.
   —Pero ¡usted está de broma!—gritó—. ¿Cómo se las arregla para estar siempre bromeando? ¡Me toma por un ingenuo!—Y luego, volviéndose ligeramente hacia un lado y dándole una palmada en la rodilla—: ¡Debe andarse con ojo!—dijo—. ¡Si no se anda con ojo, un día u otro acabará mal!
   Y Deliliers, en tono serio:
   —A ver si es usted quien va a acabar mal.»

      [El texto pertenece a la edición en español de  Ediciones Acantilado, 2015, en traducción de Juan Antonio Méndez Borra, pp. 35-37. ISBN: 978-84-16011-70-4.]

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