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«Otro día estábamos todos hablando de deporte.
Si en materia de cultura Nino Bottecchiari estaba considerado como
nuestro número uno, en cuestiones de deporte, indiscutiblemente, la primacía la
ostentaba Deliliers. Ferrarás sólo por parte de madre (el padre, natural de Imperia,
creo, o de Ventimiglia, había muerto en 1918 en el Grappa a la cabeza de una
compañía de legionarios), él, lo mismo que Vittorio Molon, había cursado en
Ferrara sólo la escuela media superior, es decir, los cuatro años del
bachillerato de ciencias. Esos cuatro años habían sido en cualquier caso más
que suficientes para hacer de Eraldo Deliliers un auténtico reyezuelo local: en
1935 había vencido en el campeonato regional de boxeo, categoría alumnos, peso
medio y, además, era un muchacho guapísimo, de un metro ochenta de alto y con
un rostro y un cuerpo como de estatua griega. Aunque aún no había cumplido
veinte años, ya se le atribuían tres o cuatro conquistas clamorosas. De una
compañera de colegio que se había suicidado el mismo año que él conquistó el
título de campeón emiliano, se decía que lo había hecho por amor a él. De un
día para otro dejó incluso de mirarla. Entonces ella, pobrecita, había corrido
directa a tirarse al Po. Lo cierto es que incluso en el ambiente estudiantil
Eraldo Deliliers, más que amado, era idolatrado. Nos vestíamos guiados por sus
trajes, limpios, cepillados y planchados sin descanso por su madre. Se
consideraba un auténtico privilegio estar a su lado el domingo por la mañana,
en el Caffé della Borsa, con la espalda apoyada en una columna del soportal
mirando las piernas de las mujeres que pasaban.
En fin, un día, en el tren, a finales de mayo, estábamos discutiendo de
deporte con Deliliers. Del atletismo pasamos a hablar de boxeo. Deliliers no
permitía muchas confianzas a nadie. Sin embargo, aquel día se abrió bastante.
Dijo que eso de estudiar no iba con él, que necesitaba demasiado dinero "para
vivir" y que, por eso, si le salía bien un “golpecito” que estaba planeando, se
dedicaría exclusivamente al “noble arte”.
—¿Como profesional?—se atrevió a preguntarle Fadigati.
Deliliers le miró como se mira a un escarabajo.
—Por supuesto—le dijo—. ¿Acaso tiene miedo de que me estropeen la cara,
doctor?
—No me preocupa la cara, que, por lo que veo, ya está bastante señalada
en los arcos superciliares. No obstante, me siento en el deber de advertirle
que el boxeo, sobre todo si se practica profesionalmente, a la larga resulta
una actividad peligrosa para el organismo. Si yo gobernara, prohibiría los
combates de boxeo, incluso los de aficionados. Más que un deporte lo considero
una especie de asesinato legal. Pura brutalidad organizada...
—Pero ¡por favor!—le interrumpió Deliliers—. ¿Ha visto alguna vez un
combate?
Fadigati se vio obligado a reconocer que no. Dijo que a él, como médico,
la violencia y la sangre le causaban horror.
—Entonces, si nunca ha visto un combate—lo cortó en seco Deliliers—,
¿por qué habla? ¿Quién le ha pedido su opinión?
Y otra vez, mientras Deliliers le dirigía casi a gritos estas palabras y
luego, dándole la espalda, nos explicaba a nosotros, bastante más calmado, que
el boxeo, «contrariamente a lo que puedan pensar algunos idiotas», es juego de
piernas, elección de un ritmo y esgrima, sustancialmente y sobre todo esgrima,
otra vez vi brillar en los ojos de Fadigati la absurda pero inequívoca luz de
una felicidad interior.
Entre nosotros, el único que no veneraba a Deliliers era Nino
Bottecchiari. No eran amigos, pero se respetaban mutuamente. Frente a Nino,
atenuaba bastante sus habituales poses de gángster y Nino, por su parte, se las
daba menos de profesor.
Me dolía un poco la garganta y me había quejado. Recordando que de
pequeño, durante la edad de mi desarrollo, había tenido que cuidarme varias
veces por mis problemas con las amígdalas, Fadigati se ofreció inmediatamente a
echarme una “ojeada”.
—Vamos a ver.
Se levantó las gafas sobre la
frente, me sujetó la cabeza con las manos y empezó a escrutarme entre las
fauces.
—Diga “aaah”—ordenó con aire profesional.
Le hice caso. Y allí seguía él, examinando mi garganta, mientras,
bonachón y paternal, no dejaba de recomendarme que no sudara, porque las
amígdalas, «aunque ahora bastante reducidas», seguían siendo mi talón de
Aquiles, cuando Deliliers, de repente, salió diciendo:
—Perdone, doctor. Cuando acabe ¿le importaría echarme una ojeada a mí
también?
Evidentemente sorprendido por la petición y por el suave tono con el que
Deliliers la había formulado, Fadigati se volvió.
—¿Qué es lo que siente?—preguntó—. ¿Le duele al tragar?
Deliliers le miraba fijamente con sus ojos azules. Sonreía enseñando
apenas los colmillos.
—No me duele la garganta—dijo.
—¿Dónde, entonces?
—Aquí—dijo Deliliers apuntando a sus pantalones, a la altura de la
ingle.
Luego, tranquilo, explicó indiferente, pero no sin una punta de orgullo,
que hacía un mes aproximadamente que sufría las consecuencias de “un regalo de
las virgencitas de via Bomporto”. Una “gran faena, la verdad”, pues había
tenido que suspender "también" la actividad en el gimnasio. El doctor
Manfredini, añadió, le estaba tratando con azul de metileno y con irrigaciones
diarias de permanganato. Pero la curación iba para largo y él necesitaba
restablecerse lo más rápido posible.
—Mis mujeres empiezan a quejarse, ya me entiende... ¿Así que sería tan
amable de echar una ojeada también usted?
Fadigati había vuelto a sentarse.
—Querido—balbuceó—, usted sabe perfectamente que yo no entiendo de ese
tipo de enfermedades. Y además, el doctor Manfredini...
—¡Vaya que si entiende y cómo!—sonrió con malicia Deliliers.
—Por no decir que, aquí, en el tren...—continuó Fadigati, mirando
asustado al pasillo—aquí, en el tren..., no sé cómo...
—¡Ah, bueno! Si es por eso—replicó rápido Deliliers, torciendo la boca
con gesto despreciativo—, siempre nos queda el servicio, si quiere.
Hubo un instante de silencio.
Fue Fadigati el primero en soltar una gran carcajada.
—Pero ¡usted está de broma!—gritó—. ¿Cómo se las arregla para estar
siempre bromeando? ¡Me toma por un ingenuo!—Y luego, volviéndose ligeramente
hacia un lado y dándole una palmada en la rodilla—: ¡Debe andarse con
ojo!—dijo—. ¡Si no se anda con ojo, un día u otro acabará mal!
Y Deliliers, en tono serio:
—A ver si es usted quien va a acabar mal.»
[El texto pertenece a la edición en
español de Ediciones Acantilado, 2015,
en traducción de Juan Antonio Méndez Borra, pp. 35-37. ISBN:
978-84-16011-70-4.]
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