Tercera parte
18
«La mañana del sábado 21 amaneció particularmente luminosa. De los
sectores altos de Iquique, desde donde se podía divisar el mar en todo su
ancho, éste aparecía de un esplendor inusitado, majestuoso y azul como pocas
veces se había visto. Y, por la raya completamente limpia del horizonte, como
trazada a compás, se columbraba que el día venía incandescente y caluroso como
el diantre.
Desde antes que clareara el alba, los huelguistas pampinos que en los
últimos días, por no haber hallado cabida en ningún albergue, pernoctaban y
dormían en las calles de la ciudad, habían notado un incesante tráfico de
coches de alquiler trasladando gente hacia el muelle de pasajeros. En su mayoría
se trataba de personajes extranjeros y vecinos ricachones —los últimos que
faltaban— que, abandonando sus lujosas residencias, huían con sus familias a
ponerse a salvo en los buques mercantes fondeados en la bahía. Después supimos
que estos buques cobraban hasta una libra esterlina diaria por cabeza.
Después, poco antes de la salida del sol, fuimos sorprendidos todos por
el ruido marcial de las tropas que recorrían las calles con sus armas y arreos
de campaña dando órdenes a gritos, deshaciendo los grupos de personas y
obligando a cerrar todos los negocios abiertos a esas horas de la mañana. Y
cuando cada uno de nosotros se estaba preguntando por qué tanta escandalera y
demostración de fuerza por parte de los soldados, aparecieron los diarios de la
mañana y vimos con asombro que venían precedidos por el anuncio, titulado en
gruesos caracteres, de la declaración de estado de sitio. El decreto, sin
ningún considerando, foliado con el número 661, fechado en Iquique el 20 de
diciembre de 1907, publicado por bando y firmado por el Intendente Carlos
Eastman y su secretario Julio Guzmán García, acordaba y decretaba lo siguiente:
1.— Queda prohibido desde hoy traficar por las calles y caminos de la
provincia en grupos de más de seis personas a toda hora del día o de la noche.
2.— Queda prohibido, en la misma forma, traficar por las calles de la
ciudad después de las ocho de la noche, a toda persona que no lleve permiso
escrito de la Intendencia.
3.— Queda también prohibido el estacionamiento o reunión en grupos de
más de seis personas.
4.— La gente venida de la pampa y que no tiene domicilio en esta ciudad
se concentrará en la escuela Santa María y plaza Manuel Montt.
5.— Queda prohibida absolutamente la venta de bebidas capaces de
embriagar.
6.— La fuerza pública queda encargada de dar estricto cumplimiento al
presente decreto.
Lo que se perseguía con la ley marcial, lo vimos claramente entonces,
era impedir la llegada de más huelguistas pampinos a Iquique y rejuntarnos a
todos en las dependencias de la Escuela Santa María para, de esa manera,
facilitar las medidas que se tomarían luego con nosotros. Además de ser editado
en la primera página de los diarios de la mañana, el decreto, publicado por
bando, fue leído públicamente y luego fijado junto a los edictos públicos. Al
mismo tiempo se establecía la censura telegráfica y cablegráfica y se
notificaba a las imprentas un decreto que prohibía la impresión y venta de todo
diario u hoja impresa, y que las infracciones serían severamente reprimidas (aunque
en verdad la censura nunca corrió para todos, porque después nos enteramos de
que los gringos usaron el telégrafo cuantas veces quisieron y mandaron los
cables que se les vino en gana durante todo el tiempo que duró la ley marcial).
Mientras tanto, entre la ciudadanía comenzaban a circular dudosas listas de
adhesión a las autoridades y de rechazo a la presencia de los huelguistas, y
desde los despachos de la Intendencia se había organizado de tal manera el
espionaje y el soplonaje dentro de la ciudad, que ese mismo día muchos vecinos
comenzaron a ser citados e increpados duramente por haber emitido, en sus
conversaciones privadas, opiniones contrarias al gobierno absoluto implantado
en la provincia.
Hasta ese momento, nuestra última propuesta de arreglo consistía en que
nos volvíamos todos a la pampa a reanudar nuestras labores y dejábamos en el
puerto a una comisión negociadora, con la sola condición de que los
industriales nos aumentaran en un sesenta por ciento el sueldo durante el mes
que se calculaba durarían las negociaciones. Todos pensábamos que era lo más
justo y equitativo, y que con eso se solucionaría de inmediato el conflicto.
Pero en mitad de la mañana nos enteramos de una junta llevada a cabo entre el
Intendente y los patrones, en donde éstos habían desechado tajantemente nuestra
propuesta. Del mismo modo como habían desdeñado el ofrecimiento del Gobierno de
Chile de compensarles hasta el cincuenta por ciento del aumento pedido por
nosotros. La proposición presidencial fue recibida con frialdad por parte de
los salitreros, argumentando con soberbia que el problema no era de dinero sino
de respeto. Que ellos no podían resolver nada bajo la presión de la masa porque
significaría una imposición manifiesta de los huelguistas, y eso les anularía
el respeto de patrones y les haría perder para siempre su prestigio moral
(nosotros no entendíamos de qué prestigio moral hablaban esos carajos). Y
volvieron a insistir en su exigencia de que los obreros debíamos abandonar la
ciudad y volver a la pampa al instante, pues nuestra presencia entorpecía las
negociaciones y constituía una imposición perjudicial para el empleador. El
gringo John Lockett expresó, muy suelto de cuerpo, que hacer cualquier tipo de
concesión en aquellos momentos sería tomado por los huelguistas como un signo
de debilidad, y sin duda conduciría a promover después más extravagantes
demandas, con probablemente aún más desastrosos resultados. Cuando el
Intendente propuso un tribunal arbitral, los magnates dijeron que aceptaban
cualquier acuerdo, pero siempre manteniendo inflexible su exigencia de que
nosotros debíamos volver antes al trabajo. Y agregando, además —los muy
miserables—, que bajo ninguna circunstancia se aceptaba tampoco la demanda de
que los salarios fueran pagados al cambio de 18 peniques.
La primera autoridad provincial extendió, entonces, una convocatoria a
nuestros dirigentes para asistir a una reunión en la Intendencia, con el fin de
discutir la propuesta de los patrones. Pero el Comité Central la declinó. Bajo
el imperio de la ley marcial, los dirigentes sospecharon y temieron ser
víctimas de una trampa para detenerlos, con el evidente propósito de descabezar
el movimiento. En esos momentos ya era sabido de todos la detención de
dirigentes de varias oficinas, quienes, apresados por los militares, fueron
subidos en calidad de reos a bordo del buque “Zenteno”. Toda esta represión —lo
supimos después— se empezó a llevar a efecto siguiendo instrucciones precisas
del Ministerio del Interior. El señor ministro, don Rafael Sotomayor, había
mandado un cablegrama con carácter de «estrictamente reservado», en el cual
expresaba al Intendente de la provincia que “Sería muy conveniente aprehender
cabecillas trasladándolos a buques de guerra”. De modo que mediante una carta,
los dirigentes expresaron su muy fundado temor y comunicaron al señor
Intendente que, de ahí en adelante, todas las conversaciones se llevarían a
efecto mediante comisiones o notas escritas. La carta decía lo siguiente:
“Iquique, diciembre 21 de 1907.
El Comité ha creído que no
podemos complacer a V.S. en este sentido porque la orden dada por V.S. el día
de hoy desampara por completo nuestros derechos y, aún más, al no poder ir allá
en la forma pensada es susceptible de desórdenes que pueden amargar la
situación.
En esta caso creemos práctico
que V.S. se sirva nombrar una comisión para entendernos en lo que V.S. desee,
pues lo ocurrido en Buenaventura nos confirma que las garantías para el obrero
se concluyen, y sería por demás doloroso que las fuerzas de línea tuvieran que
luchar con el pueblo indefenso, como generalmente se hace y como nos da claro a
comprender el bando publicado, en pago, parece, de las atenciones que los
operarios en general han demostrado a V.S. y del orden y compostura que ese
pueblo, que hoy se provoca, ha observado hasta hoy con sumo agrado de Chile
entero, y no es posible desviarnos de esta senda.
Sírvase V.S. tomar en cuenta
nuestras razones y ordenar lo que estime conveniente, insinuando este Comité el
práctico camino de notas, o en su defecto, lo ya dicho, por medio de
comisiones, teniendo V.S. la seguridad de que a tal efecto nosotros hoy como
siempre, daremos las más amplias facilidades. Dios guarde a V.S”.
Firmaban José Brigg, como presidente y M. Rodríguez B., como secretario.
A la hora del almuerzo, en los patios de la Escuela Santa María, los
trabajadores pampinos, revolucionados por los últimos acontecimientos, nos
movíamos y discutíamos entre nosotros en un estado de máxima tensión. Todos
presentíamos que con la declaración del estado de sitio el fin de la huelga se
hacía inminente. Completamente abatidos, sentíamos muertas todas las
esperanzas.»
[El
texto pertenece a la edición en español de Editorial Alfaguara, 2011, pp.
153-156. ISBN: 978-9562395632.]
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