domingo, 27 de noviembre de 2022

Maintenant. Seguido de crónicas y testimonios.- Arthur Cravan (1887-1918)


Arthur Cravan - Wikipedia, la enciclopedia libre
Abril, 1912.

Silbato

«El ritmo del océano acuna a los transatlánticos,
Y en el aire donde los gases bailan como trompos,
Mientras silba el rápido heroico que llega al Havre,
Se acercan como osos, los marineros atléticos.
¡Nueva York! ¡Nueva York! ¡Quisiera habitarte!
Veo a la ciencia casarse
Con la industria,
En una audaz modernidad.
Y en los palacios,
Globos,
Deslumbrantes a la retina,
Por sus rayos ultravioletas;
El teléfono americano,
Y la dulzura
De los ascensores…
El navío provocador de la Compañía Inglesa
Me vio tomar lugar a bordo terriblemente excitado,
Completamente feliz del confort del bello navío con turbinas,
Como de la instalación eléctrica,
Que ilumina a chorros el camarote trepidante.
El camarote incendiado de columnas de cobre,
Sobre las cuales, por segundos, gozaron mis manos ebrias
Al tiritar bruscamente en la frescura del metal,
Y enfriaba mi apetito por esa zambullida vital,
Mientras que la verde impresión del olor del barniz nuevo
Me gritaba la fecha clara, cuando, abandonando las facturas,
En el verde loco de la hierba, rodaba como un huevo.
¡Cómo me embriagaba mi camisa! ¡Y para sentirte estremecer
     Como un caballo, sentimiento de la naturaleza!
     ¡Hubiera querido pastar! ¡Hubiera querido correr!
     Lo bien que estaba sobre el puente, sacudido por la música;
     ¡Y qué intenso es el frío como sensación física,
     Cuando uno respira!
     En fin, no pudiendo relinchar, y no pudiendo nadar,
     Entré en contacto con algunos pasajeros,
     Que miraban bascular la línea de flotación;
     Hasta que vimos juntos los tranvías de la mañana corriendo por el horizonte,
     Y blanquear rápidamente las fachadas de las moradas,
     Bajo la lluvia, y bajo el cielo, y bajo el circo estrellado,
     ¡Remamos sin accidentes hasta siete veces en veinticuatro horas!
     El comercio ha favorecido mi joven iniciativa:
     Ocho millones de dólares ganados en las conservas
     Y la marca célebre de la cabeza de Gladstone
     Me dieron diez vapores de cuatro mil toneladas cada uno,
     Que baten banderas bordadas con mis iniciales,
     E imprimen sobre el oleaje mi poderío comercial.
     Poseo también mi primera locomotora:
     Ella sopla su vapor, como caballos que bufan,
     Y, declinando su orgullo bajo los dedos profesionales,
     Ella corre locamente, rígida sobre sus ocho ruedas.
     Ella arrastra un largo tren en su marcha aventurera,
     Hacia el verde Canadá, a los bosques inexplorados,
     Y atraviesa mis puentes con caravanas de arcos,
     En la aurora, los campos y los trigos familiares;
     O, creyendo distinguir una ciudad en las noches estrelladas,
     Silba infinitamente a través de los valles,
     Soñando con el oasis: la estación con cielo de cristal,
     En el matorral de rieles que cruza por millares,
     Donde, remolcando una nube, resuena su trueno.
[…]

Julio, 1913.
André Gidé

 Como soñaba febrilmente, luego de un largo período de la peor de la perezas, con volverme muy rico (¡por Dios!, ¡con qué frecuencia lo soñaba!); como estaba en el capítulo de los eternos proyectos, y me acaloraba progresivamente con el pensamiento de alcanzar deshonestamente la fortuna, y de una manera inesperada, con la poesía —siempre intenté considerar el arte como un medio y no como un fin—, me dije alegremente: “Debería ir a ver a Gide, él es millonario. ¡Qué mierda, voy a engañar a ese viejo literato!”.
  Inmediatamente, ¿no es suficiente con entusiasmarse?, me otorgaba un don de triunfo prodigioso. Le escribía unas palabras a Gide, valiéndome de mi parentesco con Oscar Wilde; Gide me recibía. Lo asombraba con mi altura, mis hombros, mi belleza, mis excentricidades, mis palabras. Gide se volvía loco conmigo, y eso me agradaba. Enseguida partíamos para Argelia; él rehacía el viaje a Biskra y yo iba a arrastrarlo hasta las costas de los somalíes. Rápidamente adquiría una cara dorada, porque siempre tuve un poco de vergüenza de ser blanco. Y Gide pagaba los compartimentos de primera clase, las nobles monturas, los palacios, los amores. Al fin yo les daba sustancia a algunas de mis miles de almas. Gide pagaba, pagaba, pagaba siempre; y espero que no me demande por daños y perjuicios si le confieso que en los malsanos excesos de mi galopante imaginación él había vendido hasta su sólida chacra de Normandía para satisfacer mis últimos caprichos de niño moderno.
  ¡Ah! Me vuelvo a ver peinándome, las piernas alargadas sobre los asientos del rápido mediterráneo, soltando disparates para divertir a mi mecenas.
  Quizá digan de mí que tengo costumbres androgides. ¿Lo dirán?
  Por lo demás, he tenido tan poco éxito en mis pequeños proyectos personales de explotación, que me voy a vengar. Agregaré, a fin de no alarmar desconsideradamente a nuestros lectores de provincia, que sobre todo le tomé bronca a M. Gide el día en que, como lo doy a entender más arriba, me di cuenta de que jamás le iba a poder sacar diez céntimos, y que, por otro lado, este chaqué roído se permite hablar mal, por razones de excelencia, del querubín desnudo cuyo nombre es Théophile Gautier.
  Iba entonces a ver a M. Gide. Recuerdo que en esa época yo no tenía traje, y todavía me arrepiento, porque me hubiera sido fácil deslumbrarlo. Cuando estaba llegando a su villa, me repetí las frases sensacionales que debía insertar en el transcurso de la conversación. Un instante más tarde estaba tocando el timbre. Una sirvienta vino a abrirme (M. Gide no tenía lacayo). Me hizo subir al primer piso y me pidió que esperara en una suerte de celdita ubicada al final de un corredor que doblaba en ángulo recto. En el trayecto eché una mirada curiosa a las diferentes piezas, buscando de antemano información sobre las habitaciones para los amigos. Ahora, yo estaba sentado en un rinconcito. Unos vitrales, que me parecieron falsos, dejaban caer el día sobre un escritorio donde se abrían hojas recientemente humedecidas con tinta. Naturalmente, no me abstuve de cometer la pequeña indiscreción que ustedes adivinan. Así es que puedo informarles que M. Gide pule terriblemente su prosa y que debe entregarles a los tipógrafos al menos la cuarta versión. La sirvienta me vino a buscar para conducirme a la planta baja. En el momento de entrar en el salón, unos cuzcos revoltosos soltaron algunos ladridos. ¿Iba a faltar esa distinción? Pero M. Gide estaba al llegar. Tuve sin embargo tiempo de mirar a mi alrededor. Muebles modernos y poco felices en una pieza espaciosa; ningún cuadro, paredes desnudas (una simple intención o una intención un poco simple) y sobre todo una minuciosidad muy protestante en el orden y la limpieza. Incluso me vino, por un instante, un sudor bastante desagradable al pensar que quizás había ensuciado la alfombra. Probablemente habría llevado la curiosidad un poco más lejos, o incluso habría cedido a la exquisita tentación de meterme algún pequeño bibelot en el bolsillo, si hubiera podido librarme de la sensación muy nítida de que M. Gide se documentaba por algún agujerito secreto del empapelado. Si me equivoco, le ruego a M. Gide tenga a bien aceptar las excusas públicas e inmediatas que debo a su dignidad.
MANTEINANT Arthur Cravan - Caja Negra  Finalmente el hombre apareció. (Lo que más me impresionó desde ese instante fue que no me ofreció absolutamente nada salvo una silla, cuando a las cuatro horas de la tarde una taza de té, si no se quiere incurrir en gastos, o mejor aún, unos licores y tabaco de Oriente, pasan con razón, en la sociedad europea, por dar esa disposición indispensable que a veces puede ser embriagadora).
  —Monsieur Gide —comencé—, he osado venir a verlo. Sin embargo me creo en el deber de declararle abiertamente que, por ejemplo, me gusta mucho más el boxeo que la literatura.
  —La literatura es sin embargo el único punto en el que podríamos encontrarnos —me respondió bastante secamente mi interlocutor.
  Yo pensé: ¡qué vivo bárbaro!
  Hablamos, pues, de literatura, y cuando iba a hacerme esta pregunta que debía resultarle particularmente preciada: “¿Qué leyó de mí?”, articulé sin pestañear, albergando la mayor fidelidad posible en la mirada: “Tengo miedo de leerlo”. Imagino que M. Gide debió haber pestañeado singularmente.
  Poco a poco fui logrando meter mis frases famosas, que luego volvía a repetir, pensando que el novelista me agradecería poder utilizar al sobrino después de haber utilizado al tío. Solté primero negligentemente: “La Biblia es el mayor éxito de ventas en librerías”. Un momento más tarde, como él mostraba bastante bondad como para interesarse en mis padres: “Mi madre y yo”, dije de una manera bastante extraña, “no hemos nacido para comprendernos”.
  La literatura volvía sobre el tapete; aproveché para hablar mal de por lo menos doscientos autores vivos, de los escritores judíos, y de Charles-Henri Hirsch en particular, y agregué: “Heine es el Cristo de los escritores judíos modernos”. De tanto en tanto echaba discretas y maliciosas miradas a mi anfitrión, que me recompensaba con risas apagadas, pero quien, debo decirlo, permanecía muy lejos detrás de mí, contentándose, parecía, con tomar nota, porque probablemente no había preparado nada.
  En un determinado momento, interrumpiendo una conversación filosófica, intentando asemejarme a un buda que hubiera sellado de una vez y para siempre sus labios: “La gran Broma está en lo Absoluto”, murmuré. A punto de retirarme, con un tono muy cansado y muy viejo, rogué: “Monsieur Gide, ¿en dónde estamos con el tiempo?”. Enterándome de que eran las seis menos cuarto, me levanté, estreché afectuosamente la mano del artista y me marché llevando en mi cabeza el retrato de uno de nuestros más notorios contemporáneos, retrato que voy a esbozar aquí si mis queridos lectores tienen aún la amabilidad de prestarme, durante un instante, su atención.
 M. Gide no tiene el aspecto de un hijo bastardo, ni de un elefante, ni de muchos hombres: tiene el aspecto de un artista; y le haré este único cumplido, por lo demás desagradable: que su pequeña pluralidad proviene del hecho de que podría muy fácilmente ser confundido con un comediante. Su esqueleto no tiene nada de remarcable; sus manos son las de un holgazán, muy blancas, ¡doy fe! En conjunto, es un alfeñique. M. Gide debe pesar unos 55 kilos y medir 1,65 metros aproximadamente. Su manera de caminar delata a un prosista que jamás podrá escribir un verso. Además, el artista muestra un rostro enfermizo, del que se desprenden, hacia las sienes, pequeñas hojas de piel más grandes que la caspa, inconveniente al que el pueblo le da una explicación diciendo vulgarmente de alguien: “Se está pelando”.
  Y sin embargo el artista no tiene los nobles estragos del pródigo que dilapida su fortuna y su salud. No, cien veces no: el artista parece probar por el contrario que se cuida meticulosamente, que es higiénico y que está lejos de un Verlaine, que llevaba su sífilis como languidez, y creo, a menos que él lo desmienta, no aventurarme demasiado afirmando que no frecuenta a las mujerzuelas ni los antros de perdición; y por estos indicios estamos felices de constatar, como hubiéramos tenido a menudo la ocasión de hacerlo, que es prudente.
  A M. Gide lo vi solamente una vez en la calle. Él salía de mi casa: tenía que dar sólo unos pasos antes de doblar en la esquina, de desaparecer de mi vista; y lo vi detenerse delante de una librería de viejo: y sin embargo había una tienda de instrumentos quirúrgicos y una confitería…
  Después, M. Gide me escribió una vez, y no lo volví a ver nunca más.
 He mostrado al hombre, y ahora habría mostrado encantado la obra si, en un solo punto, no hubiera tenido que repetirme.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Caja Negra Editora, 2010, en traducción de Mariano Dupont, pp. 18-19 y 24-27. ISBN:  978-987-1622-05-4.]

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: