Primera parte: La
montaña de cristal
Capítulo 4
«Manson cambió de tema, sin dejar de mirar el
mapa.
—Dígame algo relativo a las tribus que viven
allí.
—Hay dos —respondió Endean—. El este del río,
hasta el final de la tierra interior, es territorio de los vindúes. A
propósito, más vindúes viven al otro lado de la frontera oriental. Ya le dije
que las fronteras eran arbitrarias. Los vindúes viven prácticamente en la edad
de piedra. Raras veces cruzan el río y abandonan su región selvática. El llano
que se extiende al oeste del río hasta el mar, incluida la península donde se
levanta la capital, es el país de los cayas. Odian a los vindúes y, a su vez,
son odiados por éstos.
—¿Cuál es la población?
—Casi imposible de contar en el interior. Oficialmente, se cifra en
doscientos veinte mil en todo el país. Es decir, treinta mil cayas y unos
ciento noventa mil vindúes. Pero son números aleatorios, aunque, probablemente,
el cálculo de los cayas es bastante exacto.
—Entonces, ¿cómo diablos pudieron celebrar unas elecciones? —preguntó
Manson.
—Éste es uno de los misterios de la creación —dijo Endean—. En todo
caso, fue un verdadero lío. La mayoría de ellos no sabían lo que eran unas
elecciones ni por quién votaban.
—¿Y qué me dice de la economía?
—Es prácticamente nula —respondió Endean—. El país vindú no produce nada.
La mayoría de sus pobladores se limitan a ir tirando con el ñame y el casabe
que producen en las parcelas desbrozadas por las mujeres en la selva, que son
muy pocas. A menos que les paguen bien, prefieren estarse con los brazos
cruzados. Los hombres se dedican a la caza. Los niños son presa fácil del
paludismo, el tracoma, la esquistosomiasis y la falta de nutrición.
En los tiempos coloniales había, en el llano costero, plantaciones de
cacao de baja calidad, café, algodón y plátanos. Eran propiedad de blancos, que
empleaban mano de obra indígena. No se trataba de productos de primera calidad,
pero bastaban para conseguir, con la potencia colonial como comprador europeo
garantizado, las divisas fuertes necesarias para pagar unas importaciones
mínimas. Después de la independencia, tales plantaciones fueron nacionalizadas
por el Presidente, que expulsó a los blancos y las dio a los paniaguados de su
partido. Actualmente están casi arruinadas, invadidas por la mala hierba.
—¿Puede darme algunas cifras?
—Sí, señor. El año anterior a la independencia, la producción total de
cacao, que era la cosecha principal, fue de treinta mil toneladas. El año
pasado, fue de mil toneladas, y no hubo compradores. Todavía se está pudriendo
en el suelo.
—¿Y el café, el algodón y los plátanos?
—Los plátanos y el café quedaron prácticamente en nada por falta de
cuidado. El algodón fue víctima de una plaga, y no había insecticidas.
—¿Cuál es la situación económica actual?
—Un desastre. Bancarrotas, un papel moneda que no vale nada y una
imposibilidad total de realizar importaciones. Hubo donativos de las Naciones
Unidas, de los rusos y de la antigua potencia colonial; pero, como el Gobierno
vende sus productos a otros y se embolsa el dinero, inclusos aquéllos han
renunciado a prestar ayuda.
—Una auténtica República banana, ¿eh? —murmuró Sir James.
—En todos los sentidos. Son venales, viciosos,
brutales. Sus aguas costeras son ricas en peces, pero no pueden pescar. Los dos
barcos de pesca que tenían eran patroneados por blancos. Uno de los patrones
fue apaleado por los matones del Ejército, y ambos se largaron. Los motores se
oxidaron, y las embarcaciones fueron abandonadas. Los indígenas sufren falta de
proteínas. No hay bastantes cabras y gallinas para su subsistencia.
—¿Cómo están en cuanto a sanidad?
—Hay un hospital en Clarence, a cargo de las Naciones Unidas. Es el
único del país.
—¿Y de
médicos?
—Había dos zangareños que poseían el título de doctor en Medicina. Uno
de ellos fue detenido y murió en la cárcel. El otro huy ó al extranjero. Los
misioneros fueron expulsados por el Presidente, como agentes imperialistas.
Eran misioneros médicos, además de sacerdotes y predicadores. Las monjas solían
enseñar a las enfermeras, pero también ellas fueron expulsadas.
—¿Cuántos europeos hay?
—En el interior, probablemente ninguno. En la zona costera, un par de
técnicos agrónomos, enviados por las Naciones Unidas. En la capital, unos
cuarenta diplomáticos, veinte de ellos pertenecientes a la Embajada rusa, y los
demás, repartidos entre las Embajadas francesa, suiza, americana, alemana
occidental, checa y china, si es que podemos llamar blancos a los chinos.
Aparte éstos, unas cinco personas en el hospital de las Naciones Unidas, otros
cinco técnicos encargados del generador eléctrico, de la torre de control del
aeropuerto, de las obras hidráulicas, etcétera. Por último, puede haber otros
cincuenta, entre comerciantes, capataces y hombres de negocios, que se quedaron
esperando tiempos mejores.
En realidad, hubo un poco de jaleo hace seis semanas, y uno de los
hombres de las Naciones Unidas estuvo a punto de morir apaleado. Los cinco
técnicos no médicos amenazaron con marcharse y se refugiaron en sus respectivas
Embajadas. Es posible que, a estas horas, se hayan largado y a, en cuyo caso,
los servicios de agua y de electricidad y el aeropuerto dejarán muy pronto de
funcionar.
—¿Dónde está el aeropuerto?
—Aquí, en la base de la península, detrás de la capital. No tiene
categoría internacional; por consiguiente, quien quiera volar hasta allí, tiene
que tomar un avión de la “Air Afrique” hasta la República situada al Norte, y
en ésta, un pequeño bimotor que hace el viaje a Clarence tres veces por semana.
La concesión pertenece a una empresa francesa, aunque, en la actualidad, no
puede decirse que sea rentable.
—¿Qué amigos tiene el país, diplomáticamente hablando?
Endean meneó la cabeza.
—No
tiene ninguno. A nadie le interesa tanto desorden. Incluso la Organización de
la Unidad Africana se siente incomodada por este país. Está tan dejado de la
mano de Dios, que nadie lo menciona siquiera. Como no va ningún periodista,
faltan noticias sobre él. El Gobierno es rabiosamente antiblanco, y nadie se
atreve a enviar personal para cualquier empresa. Nadie invierte nada, porque
nada está a salvo de ser confiscado por cualquier pelagatos que luzca la
insignia del partido. Éste tiene una organización juvenil que reparte
garrotazos a diestro y siniestro, de modo que todo el mundo vive aterrorizado.
—¿Qué me dice de los rusos?
—Su misión es la más importante y, probablemente, aconsejan al
Presidente en cuestiones de política exterior, de las que nada sabe en
absoluto. Casi todos sus consejeros son indígenas educados en Moscú, aunque él
no estudió personalmente en la capital soviética.
—¿Existe allí algún valor en potencia? —preguntó Sir James.
Endean asintió lentamente con la cabeza.
—Con una buena dirección y un buen trabajo, creo que es suficiente para
que la población pudiese vivir con relativa prosperidad. La población es poco
numerosa y no tiene grandes necesidades; podría bastarse por sí misma en lo
tocante a la comida y el vestido, elementos básicos de una buena economía
local, y conseguir, con una pequeña cantidad de divisas fuertes, el complemento
de artículos necesarios. Esto sería muy factible, y además, las necesidades son
tan pocas, que las organizaciones de ayuda y de caridad podrían suministrarle
todo lo necesario; pero resulta que su personal es invariablemente molestado;
su equipo, saqueado o destruido, y sus donativos, robados y vendidos en
exclusivo beneficio del Gobierno.
—Dice usted que los vindúes son incapaces de trabajar de firme. ¿Qué
opina de los cayas?
—Lo mismo —dijo Endean—. Se pasan todo el día sentados o se ocultan en
la espesura si presienten alguna amenaza. Su fértil llano les dio siempre lo
necesario para vivir, y les basta con ello para sentirse satisfechos.
—Entonces, ¿quién trabajaba las
haciendas en los tiempos coloniales?
—¡Ah! La potencia colonial llevó allí a unos veinte mil trabajadores
negros de otras regiones. Arraigaron en el país y siguen viviendo en él.
Contando sus familias, son unos cincuenta mil. Pero, al no haber sido
manumitidos por la potencia colonial, no participaron en las elecciones al
declararse la independencia. Si hay alguien que trabaje, son todavía ellos.
—¿Dónde viven? —preguntó Manson.
—Unos quince mil siguen viviendo en sus chozas de las antiguas
haciendas, aunque, con toda la maquinaria destruida, es muy poco lo que pueden
hacer. Los demás se dirigieron a Clarence, y allí se ganan la vida lo mejor que
pueden. Viven en una serie de barrios de barracas, detrás de la capital, junto
a la carretera del aeropuerto.
Durante cinco minutos, Sir James Manson contempló el mapa que tenía
delante, reflexionando profundamente sobre una montaña, un presidente loco, una
camarilla de consejeros educados en Moscú y una Embajada rusa. Después,
suspiró.
—Un lugar francamente desolador.
—Emplea usted unos términos muy
suaves —dijo Endean—. Todavía realizan ejecuciones rituales ante el populacho,
en la plaza principal. Las víctimas son descuartizadas a machetazos. Todo un
espectáculo.
—¿Y a quién se debe este paraíso terrenal?
Por toda respuesta, Endean sacó, una fotografía y la puso sobre el mapa.
Sir
James Manson contempló la efigie de un africano de edad madura, ataviado con
sombrero de copa, negro chaqué y pantalón de corte. Sin duda, la foto
correspondía a su toma de posesión, pues varios oficiales coloniales aparecían
en segundo término, en la escalinata de una gran mansión. La cara que se veía
bajo el reluciente sombrero de copa no era redonda, sino larga y enjuta, con
profundas arrugas a ambos lados de la nariz. Tenía caídas las comisuras de la
boca, y esto le daba una expresión de profundo desagrado por algo. Pero lo más
notable eran sus ojos. Tenían una fijeza mate, como sólo se ve en los ojos de
los fanáticos.
—He
aquí al hombre —dijo Endean—. Loco como una cabra y malvado como una serpiente
de cascabel. El Papá Doc de África Occidental. Visionario; espiritista;
destructor del yugo del hombre blanco; redentor de su pueblo; estafador;
ladrón; jefe de Policía y verdugo de los sospechosos; inquisidor; interlocutor
del Todopoderoso: he aquí al Señor Supremo de Todas las Cosas, Su Excelencia el
Presidente Jean Kimba.
Sir James Manson escrutó largamente el rostro del hombre que, sin
saberlo, tenía en sus manos diez mil millones de dólares en platino.
“Me pregunto —pensó—, si el mundo se daría cuenta de su muerte”.
No dijo nada; pero, después de escuchar a Endean, había decidido
preparar este suceso.
Seis
años antes, la potencia colonial que gobernara el enclave llamado hoy Zangaro,
consciente de la opinión mundial, había resuelto otorgarle la independencia. Se
hicieron apresurados preparativos entre una población absolutamente carente de
experiencia en el gobierno autónomo, y se fijaron para el año siguiente la
declaración de independencia y las elecciones generales.
En medio de aquella confusión, surgieron cinco partidos políticos. Dos
de ellos eran exclusivamente de tribu, pretendiendo el uno defender los
intereses de los vindúes, y el otro, los de los cayas. Los otros tres
inventaron sus propias plataformas políticas y pretendieron atraerse al pueblo
valiéndose de las divisiones tribales. Uno de ellos estaba constituido por el
grupo conservador, dirigido por un hombre que había ostentado cargos públicos con
los colonialistas y era apoyado por éstos. Afirmaba que mantenía estrechos
lazos con el país protector, el cual, aparte otras cosas, garantizaba el papel
moneda local y compraba los productos exportables. El segundo partido era de
centro, pequeño y débil, acaudillado por un intelectual con título de profesor
europeo. El tercero era radical, y su jefe, un hombre que había estado varias
veces en la cárcel por motivos de seguridad: Jean Kimba.
Mucho antes de las elecciones, dos de sus auxiliares, que, mientras
estudiaban en Europa, habían sido descubiertos por los rusos —al advertir su
presencia en manifestaciones anticoloniales callejeras— y que habían aceptado
becas para terminar sus estudios en la Universidad “Patricio Lumumba”, de las afueras de Moscú, salieron secretamente
de Zangaro y se trasladaron en avión a Europa. Se habían entrevistado con
emisarios de Moscú y recibido, como resultado de sus conversaciones, cierta
suma de dinero y muchos consejos de carácter práctico.
Gracias a este dinero, Kimba y sus hombres formaron patrullas de matones
políticos, reclutados entre los vindúes, prescindiendo por completo de la
minoría caya. Las patrullas políticas pusieron manos a la obra en las tierras
del interior, donde no había Policía. Varios agentes de los partidos rivales
acabaron de mala manera, y las patrullas visitaron a todos los jefes de clan de
los vindúes.»
[El texto pertenece a la
edición en español de De Bolsillo, 2017, en traducción de José Ferrer Aleu.
ISBN: 978-84-9759-675-6.]
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