miércoles, 1 de junio de 2022

Los perros de la guerra.- Frederick Forsyth (1938)


Biografia de Frederick Forsyth
Primera parte: La montaña de cristal

Capítulo 4

   «Manson cambió de tema, sin dejar de mirar el mapa.
 —Dígame algo relativo a las tribus que viven allí.
 —Hay dos —respondió Endean—. El este del río, hasta el final de la tierra interior, es territorio de los vindúes. A propósito, más vindúes viven al otro lado de la frontera oriental. Ya le dije que las fronteras eran arbitrarias. Los vindúes viven prácticamente en la edad de piedra. Raras veces cruzan el río y abandonan su región selvática. El llano que se extiende al oeste del río hasta el mar, incluida la península donde se levanta la capital, es el país de los cayas. Odian a los vindúes y, a su vez, son odiados por éstos.
  —¿Cuál es la población?
  —Casi imposible de contar en el interior. Oficialmente, se cifra en doscientos veinte mil en todo el país. Es decir, treinta mil cayas y unos ciento noventa mil vindúes. Pero son números aleatorios, aunque, probablemente, el cálculo de los cayas es bastante exacto.
  —Entonces, ¿cómo diablos pudieron celebrar unas elecciones? —preguntó Manson.
  —Éste es uno de los misterios de la creación —dijo Endean—. En todo caso, fue un verdadero lío. La mayoría de ellos no sabían lo que eran unas elecciones ni por quién votaban.
  —¿Y qué me dice de la economía?
  —Es prácticamente nula —respondió Endean—. El país vindú no produce nada. La mayoría de sus pobladores se limitan a ir tirando con el ñame y el casabe que producen en las parcelas desbrozadas por las mujeres en la selva, que son muy pocas. A menos que les paguen bien, prefieren estarse con los brazos cruzados. Los hombres se dedican a la caza. Los niños son presa fácil del paludismo, el tracoma, la esquistosomiasis y la falta de nutrición.
  En los tiempos coloniales había, en el llano costero, plantaciones de cacao de baja calidad, café, algodón y plátanos. Eran propiedad de blancos, que empleaban mano de obra indígena. No se trataba de productos de primera calidad, pero bastaban para conseguir, con la potencia colonial como comprador europeo garantizado, las divisas fuertes necesarias para pagar unas importaciones mínimas. Después de la independencia, tales plantaciones fueron nacionalizadas por el Presidente, que expulsó a los blancos y las dio a los paniaguados de su partido. Actualmente están casi arruinadas, invadidas por la mala hierba.
  —¿Puede darme algunas cifras?
  —Sí, señor. El año anterior a la independencia, la producción total de cacao, que era la cosecha principal, fue de treinta mil toneladas. El año pasado, fue de mil toneladas, y no hubo compradores. Todavía se está pudriendo en el suelo.
  —¿Y el café, el algodón y los plátanos?
  —Los plátanos y el café quedaron prácticamente en nada por falta de cuidado. El algodón fue víctima de una plaga, y no había insecticidas.
  —¿Cuál es la situación económica actual?
  —Un desastre. Bancarrotas, un papel moneda que no vale nada y una imposibilidad total de realizar importaciones. Hubo donativos de las Naciones Unidas, de los rusos y de la antigua potencia colonial; pero, como el Gobierno vende sus productos a otros y se embolsa el dinero, inclusos aquéllos han renunciado a prestar ayuda.
  —Una auténtica República banana, ¿eh? —murmuró Sir James.
 —En todos los sentidos. Son venales, viciosos, brutales. Sus aguas costeras son ricas en peces, pero no pueden pescar. Los dos barcos de pesca que tenían eran patroneados por blancos. Uno de los patrones fue apaleado por los matones del Ejército, y ambos se largaron. Los motores se oxidaron, y las embarcaciones fueron abandonadas. Los indígenas sufren falta de proteínas. No hay bastantes cabras y gallinas para su subsistencia.
  —¿Cómo están en cuanto a sanidad?
  —Hay un hospital en Clarence, a cargo de las Naciones Unidas. Es el único del país.
  —¿Y de médicos?
  —Había dos zangareños que poseían el título de doctor en Medicina. Uno de ellos fue detenido y murió en la cárcel. El otro huy ó al extranjero. Los misioneros fueron expulsados por el Presidente, como agentes imperialistas. Eran misioneros médicos, además de sacerdotes y predicadores. Las monjas solían enseñar a las enfermeras, pero también ellas fueron expulsadas.
  —¿Cuántos europeos hay?
  —En el interior, probablemente ninguno. En la zona costera, un par de técnicos agrónomos, enviados por las Naciones Unidas. En la capital, unos cuarenta diplomáticos, veinte de ellos pertenecientes a la Embajada rusa, y los demás, repartidos entre las Embajadas francesa, suiza, americana, alemana occidental, checa y china, si es que podemos llamar blancos a los chinos. Aparte éstos, unas cinco personas en el hospital de las Naciones Unidas, otros cinco técnicos encargados del generador eléctrico, de la torre de control del aeropuerto, de las obras hidráulicas, etcétera. Por último, puede haber otros cincuenta, entre comerciantes, capataces y hombres de negocios, que se quedaron esperando tiempos mejores.
  En realidad, hubo un poco de jaleo hace seis semanas, y uno de los hombres de las Naciones Unidas estuvo a punto de morir apaleado. Los cinco técnicos no médicos amenazaron con marcharse y se refugiaron en sus respectivas Embajadas. Es posible que, a estas horas, se hayan largado y a, en cuyo caso, los servicios de agua y de electricidad y el aeropuerto dejarán muy pronto de funcionar.
  —¿Dónde está el aeropuerto?
  —Aquí, en la base de la península, detrás de la capital. No tiene categoría internacional; por consiguiente, quien quiera volar hasta allí, tiene que tomar un avión de la “Air Afrique” hasta la República situada al Norte, y en ésta, un pequeño bimotor que hace el viaje a Clarence tres veces por semana. La concesión pertenece a una empresa francesa, aunque, en la actualidad, no puede decirse que sea rentable.
  —¿Qué amigos tiene el país, diplomáticamente hablando?
  Endean meneó la cabeza.
  —No tiene ninguno. A nadie le interesa tanto desorden. Incluso la Organización de la Unidad Africana se siente incomodada por este país. Está tan dejado de la mano de Dios, que nadie lo menciona siquiera. Como no va ningún periodista, faltan noticias sobre él. El Gobierno es rabiosamente antiblanco, y nadie se atreve a enviar personal para cualquier empresa. Nadie invierte nada, porque nada está a salvo de ser confiscado por cualquier pelagatos que luzca la insignia del partido. Éste tiene una organización juvenil que reparte garrotazos a diestro y siniestro, de modo que todo el mundo vive aterrorizado.
  —¿Qué me dice de los rusos?
 —Su misión es la más importante y, probablemente, aconsejan al Presidente en cuestiones de política exterior, de las que nada sabe en absoluto. Casi todos sus consejeros son indígenas educados en Moscú, aunque él no estudió personalmente en la capital soviética.
  —¿Existe allí algún valor en potencia? —preguntó Sir James.
  Endean asintió lentamente con la cabeza.
  —Con una buena dirección y un buen trabajo, creo que es suficiente para que la población pudiese vivir con relativa prosperidad. La población es poco numerosa y no tiene grandes necesidades; podría bastarse por sí misma en lo tocante a la comida y el vestido, elementos básicos de una buena economía local, y conseguir, con una pequeña cantidad de divisas fuertes, el complemento de artículos necesarios. Esto sería muy factible, y además, las necesidades son tan pocas, que las organizaciones de ayuda y de caridad podrían suministrarle todo lo necesario; pero resulta que su personal es invariablemente molestado; su equipo, saqueado o destruido, y sus donativos, robados y vendidos en exclusivo beneficio del Gobierno.
  —Dice usted que los vindúes son incapaces de trabajar de firme. ¿Qué opina de los cayas?
  —Lo mismo —dijo Endean—. Se pasan todo el día sentados o se ocultan en la espesura si presienten alguna amenaza. Su fértil llano les dio siempre lo necesario para vivir, y les basta con ello para sentirse satisfechos.
   —Entonces, ¿quién trabajaba las haciendas en los tiempos coloniales?
  —¡Ah! La potencia colonial llevó allí a unos veinte mil trabajadores negros de otras regiones. Arraigaron en el país y siguen viviendo en él. Contando sus familias, son unos cincuenta mil. Pero, al no haber sido manumitidos por la potencia colonial, no participaron en las elecciones al declararse la independencia. Si hay alguien que trabaje, son todavía ellos.
  —¿Dónde viven? —preguntó Manson.
LOS PERROS DE LA GUERRA | FREDERICK FORSYTH | Comprar libro ...  —Unos quince mil siguen viviendo en sus chozas de las antiguas haciendas, aunque, con toda la maquinaria destruida, es muy poco lo que pueden hacer. Los demás se dirigieron a Clarence, y allí se ganan la vida lo mejor que pueden. Viven en una serie de barrios de barracas, detrás de la capital, junto a la carretera del aeropuerto.
  Durante cinco minutos, Sir James Manson contempló el mapa que tenía delante, reflexionando profundamente sobre una montaña, un presidente loco, una camarilla de consejeros educados en Moscú y una Embajada rusa. Después, suspiró.
  —Un lugar francamente desolador.
   —Emplea usted unos términos muy suaves —dijo Endean—. Todavía realizan ejecuciones rituales ante el populacho, en la plaza principal. Las víctimas son descuartizadas a machetazos. Todo un espectáculo.
 —¿Y a quién se debe este paraíso terrenal?
  Por toda respuesta, Endean sacó, una fotografía y la puso sobre el mapa.
  Sir James Manson contempló la efigie de un africano de edad madura, ataviado con sombrero de copa, negro chaqué y pantalón de corte. Sin duda, la foto correspondía a su toma de posesión, pues varios oficiales coloniales aparecían en segundo término, en la escalinata de una gran mansión. La cara que se veía bajo el reluciente sombrero de copa no era redonda, sino larga y enjuta, con profundas arrugas a ambos lados de la nariz. Tenía caídas las comisuras de la boca, y esto le daba una expresión de profundo desagrado por algo. Pero lo más notable eran sus ojos. Tenían una fijeza mate, como sólo se ve en los ojos de los fanáticos.
  —He aquí al hombre —dijo Endean—. Loco como una cabra y malvado como una serpiente de cascabel. El Papá Doc de África Occidental. Visionario; espiritista; destructor del yugo del hombre blanco; redentor de su pueblo; estafador; ladrón; jefe de Policía y verdugo de los sospechosos; inquisidor; interlocutor del Todopoderoso: he aquí al Señor Supremo de Todas las Cosas, Su Excelencia el Presidente Jean Kimba.
  Sir James Manson escrutó largamente el rostro del hombre que, sin saberlo, tenía en sus manos diez mil millones de dólares en platino.
  Me pregunto —pensó—, si el mundo se daría cuenta de su muerte”.
  No dijo nada; pero, después de escuchar a Endean, había decidido preparar este suceso.
  Seis años antes, la potencia colonial que gobernara el enclave llamado hoy Zangaro, consciente de la opinión mundial, había resuelto otorgarle la independencia. Se hicieron apresurados preparativos entre una población absolutamente carente de experiencia en el gobierno autónomo, y se fijaron para el año siguiente la declaración de independencia y las elecciones generales.
  En medio de aquella confusión, surgieron cinco partidos políticos. Dos de ellos eran exclusivamente de tribu, pretendiendo el uno defender los intereses de los vindúes, y el otro, los de los cayas. Los otros tres inventaron sus propias plataformas políticas y pretendieron atraerse al pueblo valiéndose de las divisiones tribales. Uno de ellos estaba constituido por el grupo conservador, dirigido por un hombre que había ostentado cargos públicos con los colonialistas y era apoyado por éstos. Afirmaba que mantenía estrechos lazos con el país protector, el cual, aparte otras cosas, garantizaba el papel moneda local y compraba los productos exportables. El segundo partido era de centro, pequeño y débil, acaudillado por un intelectual con título de profesor europeo. El tercero era radical, y su jefe, un hombre que había estado varias veces en la cárcel por motivos de seguridad: Jean Kimba.
  Mucho antes de las elecciones, dos de sus auxiliares, que, mientras estudiaban en Europa, habían sido descubiertos por los rusos —al advertir su presencia en manifestaciones anticoloniales callejeras— y que habían aceptado becas para terminar sus estudios en la Universidad “Patricio Lumumba”, de las afueras de Moscú, salieron secretamente de Zangaro y se trasladaron en avión a Europa. Se habían entrevistado con emisarios de Moscú y recibido, como resultado de sus conversaciones, cierta suma de dinero y muchos consejos de carácter práctico.
  Gracias a este dinero, Kimba y sus hombres formaron patrullas de matones políticos, reclutados entre los vindúes, prescindiendo por completo de la minoría caya. Las patrullas políticas pusieron manos a la obra en las tierras del interior, donde no había Policía. Varios agentes de los partidos rivales acabaron de mala manera, y las patrullas visitaron a todos los jefes de clan de los vindúes.»

   [El texto pertenece a la edición en español de De Bolsillo, 2017, en traducción de José Ferrer Aleu. ISBN: 978-84-9759-675-6.]

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