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Badr al-Dine
XII
«Antes de conocer a Boris yo llevaba mi soledad de forma estoica, sin
ser muy consciente de lo solo que estaba. Supongo que si él o yo hubiéramos
vivido en una casa la mitad de normal, con toques de queda, tareas domésticas y
supervisión por parte de los adultos, no nos habríamos vuelto tan inseparables,
pero casi a partir de aquel día pasamos todo el tiempo juntos, gorroneando
comida y compartiendo el dinero que teníamos.
En Nueva York yo había crecido rodeado de un
montón de chicos que tenían mucho mundo, habían vivido en el extranjero y
hablaban tres o cuatro idiomas, o hacían cursos de verano en Heidelberg y
pasaban las vacaciones en lugares como Río, Innsbruck o Cap d’Antibes. Pero
Boris, como un viejo capitán de barco, los dejaba a todos en la sombra. Él
había montado a camello; había comido larvas witjuti, jugado a críquet,
contraído malaria, vivido en las calles de Ucrania («pero sólo dos semanas»),
desactivado él mismo un cartucho de dinamita y nadado en ríos australianos
plagados de cocodrilos. Había leído a Chéjov en ruso, y a autores que yo
desconocía en ucraniano y polaco. Había soportado la oscuridad de mediados de
invierno en Rusia, donde las temperaturas caían hasta cuarenta grados bajo cero
—ventiscas interminables, nieve y hielo negro— y donde la única alegría era la
palmera de neón verde encendida las veinticuatro horas del día fuera del bar
provinciano adonde a su padre le gustaba ir a beber. Aunque solo tenía un año
más que yo —quince—, se había acostado con una chica en Alaska. Le gorroneó un
cigarrillo en el aparcamiento de un supermercado y ella le preguntó si quería
sentarse en el coche con ella, y así empezó todo.
—Pero ¿sabes qué? —dijo exhalando el humo por una comisura de la boca—.
Me parece que a ella no le gustó mucho.
—¿Y a ti?
—Dios, sí. Aunque, si te digo la verdad, me di cuenta de que no lo
estaba haciendo muy bien. Creo que no había demasiado espacio en el coche.
Todos los días volvíamos a casa juntos en el autobús escolar. En el
centro cívico a medio construir que había en el borde de los Desatoy a Estates,
con candados en las puertas y palmeras muertas en las macetas, había un parque
infantil abandonado donde comprábamos refrescos y barritas de chocolate del
suministro cada vez más reducido de las máquinas expendedoras, y nos sentábamos
en los columpios a fumar y hablar. Los arranques de mal humor y las depresiones
de Boris, que eran frecuentes, se alternaban con insensatos estallidos de
carcajadas; era desenfrenado y pesimista, a veces me hacía reír hasta que me
dolían los costados, y siempre tenía tanto que decir que perdíamos la noción
del tiempo y nos quedábamos allí hasta que ya era de noche. En Ucrania había
visto cómo pegaban un tiro en el estómago a un cargo público al dirigirse a su
coche, convirtiéndose en testigo no del francotirador sino del hombre de anchos
hombros con un abrigo demasiado pequeño que cayó de rodillas sobre la nieve en
la oscuridad. Me habló de los pequeños colegios con tejado de zinc que había
cerca de la reserva de los chippewa
de Alberta, me cantó canciones infantiles en polaco (“Como deberes, en Polonia,
nos hacían aprender de memoria un poema, una canción o una especie de oración”)
y me enseñó palabrotas en ruso (“Esos son los verdaderos tacos, los de los gulags”). Me contó también que en
Indonesia su amigo Bami, el cocinero, lo había convertido al islam: renunció al
cerdo, hacía ayuno durante el Ramadán y rezaba de cara a La Meca cinco veces al
día.
—Pero ya no soy musulmán —comentó, arrastrando un dedo del pie por el
polvo. Estábamos tumbados de espalda en el tiovivo, mareados por las vueltas—.
Lo dejé hace tiempo.
—¿Por qué?
—Porque bebo.
(Eso era quedarse corto: Boris bebía cerveza como otros chicos bebían
Pepsi, y empezaba en cuanto llegábamos a casa del colegio).
—¿Y a quién le importa? —pregunté—. ¿Por qué tiene que enterarse
alguien?
Hizo un ruidito de impaciencia.
—Porque no está bien profesar una fe si no observas sus dictados. Es
poco respetuoso hacia el islam.
—Tonterías. Boris de Arabia. Suena bien.
—Vete a la mierda.
—No, en serio.
—Me reí, apoyándome sobre los codos—. ¿De verdad llegaste a creer todo
eso?
—¿En qué?
—Ya sabes. Alá y Mahoma. “No hay más Dios que Alá…”
—No —respondió él un poco enfadado—, mi islam era una cuestión política.
—¿Como los terroristas con bombas en el zapato?
—Joder, no. Además, el islam no predica la violencia.
—¿Entonces qué?
Se bajó del tiovivo con la mirada alerta.
—¿Qué quieres decir? ¿Intentas insinuar algo?
—Eh, para el carro. Sólo estoy haciéndote una pregunta.
—¿Y qué pregunta es?
—¿Si te convertiste y todo eso es porque creías?
Se echó hacia atrás y se rio como si le hubiera perdonado la vida.
—¿Creer? ¡Ja! Yo no creo en nada.
—¿Quieres decir ahora?
—Quiero decir nunca. Bueno…, en la Virgen María. Pero ¿en Alá y en
Dios…? No mucho.
—Entonces, ¿por qué querías ser musulmán?
—Porque… —Alzó las manos, como hacía a veces cuando no le salían las
palabras— son unas personas maravillosas. ¡Fueron muy amables conmigo!
—Eso es un comienzo.
—Pero es cierto. Me pusieron un nombre árabe, Badr al-Dine. Badr es
“luna”, y todo junto significa algo así como “la luna de la fidelidad”, pero
dijeron: “Boris, tú eres badr porque
iluminas todo, ahora que eres musulmán, iluminarás con tu religión el mundo,
brillarás allá donde vayas”. Me encantó ser badr.
Además, la mezquita era preciosa. Un palacio medio en ruinas, con estrellas
centelleando en la noche y pájaros en el tejado. Un viejo javanés nos enseñaba
el Corán. Me daban de comer y eran amables, y se aseguraban de que fuera aseado
y tuviera ropa limpia. A veces me dormía sobre la alfombra de rezo. Y en salah, cerca del amanecer, cuando los pájaros
se despertaban, siempre se oía el batir de sus alas.
Aunque su acento era una mezcla realmente extraña de australiano y
ucraniano, hablaba inglés casi con tanta fluidez como yo; y, teniendo en cuenta
el poco tiempo que llevaba viviendo en Estados Unidos, era un conversador
razonable al estilo amerikanskii.
Siempre estaba manoseando su ajado diccionario de bolsillo (con su nombre
garabateado en la primera página en alfabeto cirílico y en cuidadoso inglés
debajo: BORIS VOLODIMIROVICH PAVLIKOVSKY), y yo no paraba de encontrar viejas
servilletas de 7-Eleven y hojas de papel con listas de palabras y términos que
él había confeccionado:
embridar y domesticar
celeridad
trattoria
sabelotodo =
rhenjqkfwfy
propincuidad
Negligencia en el
deber.
Cuando el diccionario le fallaba
me consultaba a mí. “¿Qué significa sofomoro?”, me preguntaba examinando el
tablón de anuncios que colgaba en el pasillo del colegio. “¿Hgar?” “¿Cncias
Pol?” Nunca había oído la mayoría de los platos que había en la cafetería:
fajitas, falafel, tetrazzini de pavo.
Aunque entendía mucho de cine y de música, llevaba décadas de retraso; no tenía
la menor idea de deportes o de la televisión, y aparte de unas pocas marcas
europeas importantes como Mercedes y BMW, no distinguía un coche de otro. El
dinero estadounidense lo confundía, y a veces también la geografía de Estados
Unidos: ¿en qué provincia estaba California? ¿Podía decirle cuál era la capital
de Nueva Inglaterra?
Pero estaba acostumbrado a estar solo. Se despertaba alegremente por sí
mismo para ir al colegio, hacía autoestop, firmaba sus boletines de las notas,
y robaba comida y material de colegio. Una vez a la semana más o menos nos
desviábamos unas millas de nuestro trayecto bajo un calor sofocante, protegidos
por paraguas como miembros de alguna tribu indonesia, para coger el diminuto
autobús local llamado CAT que por lo que yo sabía no utilizaba nadie salvo los
borrachos o la gente demasiado pobre para tener un coche e hijos. Circulaba con
poca frecuencia, y si lo perdíamos teníamos que esperar un buen rato a que
llegara el siguiente, aunque entre las paradas había un centro comercial con un
frío y brillante supermercado atendido por poco personal; allí Boris robaba
bistecs, mantequilla, cajas de té, pepinos (una gran exquisitez para él),
paquetes de beicon o incluso jarabe para la tos en una ocasión que yo tenía un
resfriado, metiéndoselo en el forro rasgado de su fea gabardina gris (una
prenda de hombre, demasiado grande para él, con los hombros caídos y un aire
sombrío de bloque del Este, que hacía pensar en racionamiento de víveres y
fábricas de la era soviética, y complejos industriales en Lvov u Odessa).
Mientras daba vueltas alrededor, y o me quedaba al principio del pasillo, tan
nervioso que a veces tenía miedo de desmayarme. Pero no tardé en llenarme los
bolsillos de manzanas y chocolate (otros de los artículos favoritos de Boris)
antes de acercarme con descaro al mostrador para comprar pan, leche y otros
productos demasiado grandes para robarlos.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Lumen,
2014, en traducción de Aurora Echeverría Pérez. ISBN: 978-84-2640-125-0.]
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