domingo, 19 de junio de 2022

El jilguero.- Donna Tartt (1963)


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Badr al-Dine
XII

  «Antes de conocer a Boris yo llevaba mi soledad de forma estoica, sin ser muy consciente de lo solo que estaba. Supongo que si él o yo hubiéramos vivido en una casa la mitad de normal, con toques de queda, tareas domésticas y supervisión por parte de los adultos, no nos habríamos vuelto tan inseparables, pero casi a partir de aquel día pasamos todo el tiempo juntos, gorroneando comida y compartiendo el dinero que teníamos.
 En Nueva York yo había crecido rodeado de un montón de chicos que tenían mucho mundo, habían vivido en el extranjero y hablaban tres o cuatro idiomas, o hacían cursos de verano en Heidelberg y pasaban las vacaciones en lugares como Río, Innsbruck o Cap d’Antibes. Pero Boris, como un viejo capitán de barco, los dejaba a todos en la sombra. Él había montado a camello; había comido larvas witjuti, jugado a críquet, contraído malaria, vivido en las calles de Ucrania («pero sólo dos semanas»), desactivado él mismo un cartucho de dinamita y nadado en ríos australianos plagados de cocodrilos. Había leído a Chéjov en ruso, y a autores que yo desconocía en ucraniano y polaco. Había soportado la oscuridad de mediados de invierno en Rusia, donde las temperaturas caían hasta cuarenta grados bajo cero —ventiscas interminables, nieve y hielo negro— y donde la única alegría era la palmera de neón verde encendida las veinticuatro horas del día fuera del bar provinciano adonde a su padre le gustaba ir a beber. Aunque solo tenía un año más que yo —quince—, se había acostado con una chica en Alaska. Le gorroneó un cigarrillo en el aparcamiento de un supermercado y ella le preguntó si quería sentarse en el coche con ella, y así empezó todo.
  —Pero ¿sabes qué? —dijo exhalando el humo por una comisura de la boca—. Me parece que a ella no le gustó mucho.
  —¿Y a ti?
  —Dios, sí. Aunque, si te digo la verdad, me di cuenta de que no lo estaba haciendo muy bien. Creo que no había demasiado espacio en el coche.
  Todos los días volvíamos a casa juntos en el autobús escolar. En el centro cívico a medio construir que había en el borde de los Desatoy a Estates, con candados en las puertas y palmeras muertas en las macetas, había un parque infantil abandonado donde comprábamos refrescos y barritas de chocolate del suministro cada vez más reducido de las máquinas expendedoras, y nos sentábamos en los columpios a fumar y hablar. Los arranques de mal humor y las depresiones de Boris, que eran frecuentes, se alternaban con insensatos estallidos de carcajadas; era desenfrenado y pesimista, a veces me hacía reír hasta que me dolían los costados, y siempre tenía tanto que decir que perdíamos la noción del tiempo y nos quedábamos allí hasta que ya era de noche. En Ucrania había visto cómo pegaban un tiro en el estómago a un cargo público al dirigirse a su coche, convirtiéndose en testigo no del francotirador sino del hombre de anchos hombros con un abrigo demasiado pequeño que cayó de rodillas sobre la nieve en la oscuridad. Me habló de los pequeños colegios con tejado de zinc que había cerca de la reserva de los chippewa de Alberta, me cantó canciones infantiles en polaco (“Como deberes, en Polonia, nos hacían aprender de memoria un poema, una canción o una especie de oración”) y me enseñó palabrotas en ruso (“Esos son los verdaderos tacos, los de los gulags”). Me contó también que en Indonesia su amigo Bami, el cocinero, lo había convertido al islam: renunció al cerdo, hacía ayuno durante el Ramadán y rezaba de cara a La Meca cinco veces al día.
  —Pero ya no soy musulmán —comentó, arrastrando un dedo del pie por el polvo. Estábamos tumbados de espalda en el tiovivo, mareados por las vueltas—. Lo dejé hace tiempo.
  —¿Por qué?
  —Porque bebo.
  (Eso era quedarse corto: Boris bebía cerveza como otros chicos bebían Pepsi, y empezaba en cuanto llegábamos a casa del colegio).
  —¿Y a quién le importa? —pregunté—. ¿Por qué tiene que enterarse alguien?
  Hizo un ruidito de impaciencia.
  —Porque no está bien profesar una fe si no observas sus dictados. Es poco respetuoso hacia el islam.
  —Tonterías. Boris de Arabia. Suena bien.
  —Vete a la mierda.
  —No, en serio.
  —Me reí, apoyándome sobre los codos—. ¿De verdad llegaste a creer todo eso?
  —¿En qué?
   —Ya sabes. Alá y Mahoma. “No hay más Dios que Alá…”
  —No —respondió él un poco enfadado—, mi islam era una cuestión política.
  —¿Como los terroristas con bombas en el zapato?
EL JILGUERO - TARTT DONNA - Sinopsis del libro, reseñas, criticas ...  Él soltó una risotada.
  —Joder, no. Además, el islam no predica la violencia.
  —¿Entonces qué?
  Se bajó del tiovivo con la mirada alerta.
  —¿Qué quieres decir? ¿Intentas insinuar algo?
  —Eh, para el carro. Sólo estoy haciéndote una pregunta.
  —¿Y qué pregunta es?
  —¿Si te convertiste y todo eso es porque creías?
  Se echó hacia atrás y se rio como si le hubiera perdonado la vida.
   —¿Creer? ¡Ja! Yo no creo en nada.
  —¿Quieres decir ahora?
  —Quiero decir nunca. Bueno…, en la Virgen María. Pero ¿en Alá y en Dios…? No mucho.
  —Entonces, ¿por qué querías ser musulmán?
  —Porque… —Alzó las manos, como hacía a veces cuando no le salían las palabras— son unas personas maravillosas. ¡Fueron muy amables conmigo!
  —Eso es un comienzo.
  —Pero es cierto. Me pusieron un nombre árabe, Badr al-Dine. Badr es “luna”, y todo junto significa algo así como “la luna de la fidelidad”, pero dijeron: “Boris, tú eres badr porque iluminas todo, ahora que eres musulmán, iluminarás con tu religión el mundo, brillarás allá donde vayas”. Me encantó ser badr. Además, la mezquita era preciosa. Un palacio medio en ruinas, con estrellas centelleando en la noche y pájaros en el tejado. Un viejo javanés nos enseñaba el Corán. Me daban de comer y eran amables, y se aseguraban de que fuera aseado y tuviera ropa limpia. A veces me dormía sobre la alfombra de rezo. Y en salah, cerca del amanecer, cuando los pájaros se despertaban, siempre se oía el batir de sus alas.
  Aunque su acento era una mezcla realmente extraña de australiano y ucraniano, hablaba inglés casi con tanta fluidez como yo; y, teniendo en cuenta el poco tiempo que llevaba viviendo en Estados Unidos, era un conversador razonable al estilo amerikanskii. Siempre estaba manoseando su ajado diccionario de bolsillo (con su nombre garabateado en la primera página en alfabeto cirílico y en cuidadoso inglés debajo: BORIS VOLODIMIROVICH PAVLIKOVSKY), y yo no paraba de encontrar viejas servilletas de 7-Eleven y hojas de papel con listas de palabras y términos que él había confeccionado:
embridar y domesticar
celeridad
trattoria
sabelotodo = rhenjqkfwfy
propincuidad
Negligencia en el deber.

Cuando el diccionario le fallaba me consultaba a mí. “¿Qué significa sofomoro?”, me preguntaba examinando el tablón de anuncios que colgaba en el pasillo del colegio. “¿Hgar?” “¿Cncias Pol?” Nunca había oído la mayoría de los platos que había en la cafetería: fajitas, falafel, tetrazzini de pavo. Aunque entendía mucho de cine y de música, llevaba décadas de retraso; no tenía la menor idea de deportes o de la televisión, y aparte de unas pocas marcas europeas importantes como Mercedes y BMW, no distinguía un coche de otro. El dinero estadounidense lo confundía, y a veces también la geografía de Estados Unidos: ¿en qué provincia estaba California? ¿Podía decirle cuál era la capital de Nueva Inglaterra?
  Pero estaba acostumbrado a estar solo. Se despertaba alegremente por sí mismo para ir al colegio, hacía autoestop, firmaba sus boletines de las notas, y robaba comida y material de colegio. Una vez a la semana más o menos nos desviábamos unas millas de nuestro trayecto bajo un calor sofocante, protegidos por paraguas como miembros de alguna tribu indonesia, para coger el diminuto autobús local llamado CAT que por lo que yo sabía no utilizaba nadie salvo los borrachos o la gente demasiado pobre para tener un coche e hijos. Circulaba con poca frecuencia, y si lo perdíamos teníamos que esperar un buen rato a que llegara el siguiente, aunque entre las paradas había un centro comercial con un frío y brillante supermercado atendido por poco personal; allí Boris robaba bistecs, mantequilla, cajas de té, pepinos (una gran exquisitez para él), paquetes de beicon o incluso jarabe para la tos en una ocasión que yo tenía un resfriado, metiéndoselo en el forro rasgado de su fea gabardina gris (una prenda de hombre, demasiado grande para él, con los hombros caídos y un aire sombrío de bloque del Este, que hacía pensar en racionamiento de víveres y fábricas de la era soviética, y complejos industriales en Lvov u Odessa). Mientras daba vueltas alrededor, y o me quedaba al principio del pasillo, tan nervioso que a veces tenía miedo de desmayarme. Pero no tardé en llenarme los bolsillos de manzanas y chocolate (otros de los artículos favoritos de Boris) antes de acercarme con descaro al mostrador para comprar pan, leche y otros productos demasiado grandes para robarlos.»

     [El texto pertenece  a la edición en español de Ediciones Lumen, 2014, en traducción de Aurora Echeverría Pérez. ISBN: 978-84-2640-125-0.]

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