Segundo día por la
tarde
Mortimer’s Pond, Dorset
«Al parecer, la pregunta “qué significa ser un
gran mayordomo” tiene una faceta que hasta ahora no he abordado
convenientemente, y, tratándose de un tema acerca del cual he reflexionado
tanto durante toda mi vida, un tema que me afecta tan de lleno, debo decir que
no haber reparado en este descuido me resulta bastante embarazoso. Francamente,
creo que he desestimado con excesiva ligereza algunas de las consideraciones en
que se basaba la Hayes Society para admitir a nuevos socios. Permítanme dejar
bien claro que no es mi intención, en modo alguno, retractarme de las ideas que
he expuesto antes sobre la «dignidad» y la importante relación entre esta
virtud y el concepto de “grandeza”. Sin embargo, he estado reflexionando más a
fondo sobre otro de los postulados de la Hayes Society, concretamente, el que
estipula como requisito previo para ser socio que “el candidato pertenezca a
una casa distinguida”. Mi opinión sigue siendo la misma, a saber, que semejante
exigencia no es más que una manifestación inconsciente de esnobismo por parte
de aquella asociación. No obstante, también pienso que con lo que estoy en
desacuerdo es, sobre todo, con la forma anticuada de entender lo que es “una
casa distinguida”, y no con la idea general que encierra en sí este principio.
En realidad, ahora que me he planteado más a fondo esta cuestión, creo que es
posible que tuvieran razón al decir que todo gran mayordomo debe “pertenecer a
una casa distinguida”, siempre que se confiera a la palabra “distinguida” un
significado más profundo que el que le atribuye la Hayes Society.
De hecho, si comparásemos la definición que yo
daría de la expresión «una casa distinguida» y la que daba la Hayes Society,
quedarían claramente explicados, a mi juicio, los aspectos fundamentales que
distinguen los valores de nuestra generación de mayordomos de los que tuvo la
generación anterior. Al decir esto, no me refiero únicamente al hecho de que
nuestra generación ya no tenía la actitud esnob que colocaba a los señores que
pertenecían a la aristocracia rural por delante de los que procedían del mundo
de los “negocios”. Quiero decir, en definitiva, y no creo que mi comentario sea
infundado, que nuestra generación era mucho más idealista. Mientras que la que
nos precedió se preocupaba por saber si el patrón era noble, nosotros nos
sentíamos mucho más interesados por conocer su rango moral. No es que nos
importase su vida privada, sino que nuestra mayor ambición, ambición que en la
generación anterior pocos habrían compartido, era servir a caballeros que, por
decirlo de algún modo, contribuyeran al progreso de la humanidad. Por poner un
ejemplo, desde un punto de vista profesional habría sido considerado mucho más
interesante servir a un caballero como míster George Ketteridge, quien a pesar
de sus humildes orígenes contribuyó de forma innegable al futuro bienestar del
Imperio, que a cualquier personaje de noble cuna que malgastara su tiempo en
clubes o campos de golf.
Ciertamente,
son muchos los caballeros procedentes de las más nobles familias que se han
dedicado a paliar los grandes problemas de su época, de modo que, en la
práctica, podría decirse que las ambiciones de nuestra generación se
distinguían muy poco de las de la anterior. Puedo asegurar, sin embargo, que
había una diferencia fundamental en la actitud mental, que se reflejaba en los
comentarios de los profesionales más destacados y en los criterios que seguían
los mayordomos más conscientes de nuestra generación para cambiar de
colocación. No eran decisiones basadas en cuestiones como el sueldo, el número
de criados a su cargo o el brillo del apellido familiar. Creo que es justo
decir que, para nuestra generación, el prestigio profesional residía ante todo en
el valor moral del patrón.
Tal vez pueda explicar mejor la diferencia entre ambas generaciones
hablando de mí mismo. Digamos que los mayordomos de la generación de mi padre
veían el mundo como una escalera. Las casas de la realeza, los duques y los lores
de las familias más antiguas ocupaban el peldaño más alto, seguían los “nuevos
ricos”, y así sucesivamente hasta llegar al peldaño más bajo, en el que la
jerarquía se basaba simplemente en la fortuna familiar. El mayordomo ambicioso
hacía lo posible por subir al peldaño más alto, y en general, cuanto más arriba
se situaba, de mayor prestigio gozaba. Estos eran, justamente, los valores que
plasmaba la Hayes Society en su exigencia de una “casa distinguida”; el hecho
de que todavía se formulasen, con plena conciencia, semejantes afirmaciones en
1929 muestra a las claras por qué era inevitable, por mucho que se intentara
retrasarlo, que aquella asociación desapareciera, pues por aquel entonces esta
forma de pensar contrastaba con la de hombres excelentes que constituían la
vanguardia de nuestra profesión. Considero acertado señalar que nuestra
generación percibía el mundo no como una escalera, sino como una rueda. Quizá convenga que explique mejor
esta idea.
Naturalmente, todo esto son consideraciones de tipo general, y debo
admitir que muchos profesionales de nuestra generación no tenían ideales tan
elevados. Por otra parte, estoy seguro de que muchos mayordomos de la
generación de mi padre reconocían instintivamente esta dimensión “moral” de su
trabajo. Sin embargo, creo que no me equivoco al generalizar de este modo, y
realmente los “ideales” que he mencionado motivaron en gran manera mi propia
carrera. Durante los primeros años cambié varias veces de empleo al comprender
que no eran puestos que pudiesen proporcionarme una satisfacción duradera,
hasta que finalmente me vi recompensado con la oportunidad de servir a lord
Darlington.
Es curioso, pero hasta ahora no me había planteado esta cuestión en
estos términos. A pesar de habernos pasado tantas horas discutiendo el
significado del concepto de “grandeza” junto a la chimenea del salón del
servicio, ni míster Graham ni yo consideramos nunca la verdadera dimensión de
esta cuestión. Sin retractarme de ninguna de las opiniones que anteriormente he
expresado sobre el concepto de “dignidad”, debo admitir que, por mucho que un
mayordomo hiciese gala de esta virtud, si estaba al servicio de una persona
indigna resultaría difícil que sus colegas le considerasen un “gran” mayordomo.
Profesionales como míster Marshall o míster Lane sirvieron siempre a caballeros
de indiscutible talla moral —lord
Wakeling, lord Camberley, sir Leonard
Grey—, y es lógico suponer que nunca habrían consagrado su talento a señores de
tres al cuarto. Cuanto más se piensa en este hecho, más obvio parece:
pertenecer a una casa verdaderamente distinguida es condición necesaria para
ser considerado un “gran” mayordomo, y sin duda alguna sólo es un “gran”
mayordomo el que a lo largo de su carrera ha estado siempre al servicio de
grandes caballeros y, a través de estos, ha servido a toda la humanidad.
Como he dicho, hasta ahora no me había
planteado esta cuestión en estos términos. Tal vez sea propio de viajes como el
que realizo que uno se vea incitado a replantearse, desde perspectivas
sorprendentemente nuevas, temas que ya creía superados. Otro hecho que sin duda
me ha impulsado a reflexionar sobre este tema ha sido un pequeño incidente que
ha ocurrido hace una hora aproximadamente, y que me ha trastornado bastante.
El viaje resultaba espléndido, pues el tiempo era magnífico, y después
de un buen almuerzo en una hostería crucé los límites con Dorset. Justo en ese
momento, me di cuenta de que el motor del coche desprendía un fuerte olor a
quemado. Evidentemente, mi mayor preocupación fue pensar que quizá había
estropeado el Ford de mi patrón, y por este motivo decidí detener el vehículo.»
[El
texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 1994, en
traducción de Ángel Luis Hernández. ISBN: 978-84-339-1429-3.]
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