Libro segundo
1929
Vísperas
«Nunca había querido saber nada del amor. Ni
siquiera de un esposo, tan sólo de un hombre que había aparecido y luego había
terminado desapareciendo. Vincent Driscoll, el director de un periódico de San
Luis. Le brillaba la frente y tenía los dedos manchados de tinta. Cuarenta y
dos años, y una foto de su esposa en la cartera. Emily era secretaria en la
sección de publicidad. Blusa abotonada hasta el cuello y un broche de amatista.
Veinticinco años y algunas esperanzas. Había escrito un artículo sobre la Liga
de Mujeres Cristianas por la Temperancia. Ella llamó a la puerta del despacho
del director y él le dijo que tenía un estilo femenino, florido y muy nervioso.
Hablaba con frases contundentes, limpias y recortadas. Le apoyó la mano en la
parte baja de la espalda. Ver cómo ella dejaba que su mano reposara en aquel
lugar parecía llenarlo de un orgullo cínico.
La llevó al hotel Planters House. Pidió ostras fritas, costillas de
venado y una botella de Gruaud Larose. En el piso de arriba, los tirantes le
resbalaron a Emily hombro abajo, y Driscoll, masa blanca y húmeda, se
estremeció.
Emily escribió un artículo y luego otro; él se los corregía, le decía
que la estaba puliendo. Las inundaciones de primavera; la explosión de una
caldera en Franklin Avenue; un oso del zoo muerto de un disparo; Tom Turpin y
su Harlem Rag, la música de los negros en Targee Street. Editaba los artículos
meticulosamente. Un día Emily abrió el periódico en 1898 y vio su primera pieza
publicada: una reflexión sobre el legado de Frederick Douglass, muerto tres
años atrás. Todas las palabras eran suyas, y al pie, una firma: V. E. Driscoll.
Sintió un vacío en el estómago, perdió el equilibrio. En el hotel, Driscoll la
apretó contra su traje blanco. Nunca lograba llevar la chaqueta abotonada sin
que la tirantez se hiciera evidente. El labio inferior le temblaba. Tendría que
estar entusiasmada al ver que el periódico le publicaba el artículo. Cómo se
atrevía. Tendría que estarle agradecida. Él le estaba prestando su nombre.
Poder colaborar con él debería bastarle. Emily echó a andar por la ribera bajo
un cielo rojizo. Escuchó al vendedor de diarios gritando el nombre del
periódico: allí dentro estaban contenidas sus palabras. Caminó hasta la casa de
Locus Street: un cuartito con una palangana de esmalte y un toallero con
barandilla de madera. La poca ropa que tenía colgaba sin vida de un armario.
Contra la pared reposaba un escritorio plegable. Había una mesa hecha sólo de
libros. Rasgó el papel con la plumilla. Esperaría el momento oportuno.
Subió la escalera del periódico una vez más y deslizó su texto sobre la
mesa del director. Él la miró y se encogió de hombros. V. E. Driscoll, repitió
él. Su concesión: la E de Emily. Su secreto.
Sobre San Luis estallaban los fuegos artificiales. El siglo XX era una
explosión de color. En la habitación del hotel, deslizaba los tobillos en las
corvas de Driscoll y él levantaba la sábana como si fuera una bandera blanca. Y
ensanchar se convirtió en un verbo que Emily ya no pudo disociar de Driscoll:
la frente se le ensanchaba, la cintura se le ensanchaba, hasta los dominios de
su fama se ensancharon. Ella esperaba. Qué, no lo sabía. Eso la volvía loca.
Ese control de Driscoll, esos modos. Y ella se lo permitía. En la calle, los
voceadores gritaban el nombre de Driscoll. Emily se alejó. Sintió una
convulsión, un mareo matutino: estaba embarazada. Asombroso. Por la cabeza le
cruzó la idea de ir a ver a un médico, pero la desechó. No habría padre. Ella
era una mujer más allá de su tiempo. No le importaba sufrir, los
convencionalismos la tenían sin cuidado. La pérdida del amor había arrojado más
luz sobre la naturaleza del sentimiento que la experiencia del amor mismo. Lo
único que ella quería era su nombre, su nombre verdadero. No había lugar para
una mujer escritora en el periódico, le había dicho él, no más allá de la
sección de sociedad. Nunca lo había habido. Ella se tocó el vientre e hizo una
alusión al embarazo. Él palideció. El niño podría llegar a este mundo con unos
buenos pulmones. Driscoll apoyó la palma de la mano en la inmensa superficie de
su escritorio de madera; lo hizo con suavidad, pero tenía los nudillos blancos.
Eso era chantaje, le dijo. Ella se sentó, prudente. Se tocó el vestido. Sobre
el escritorio reposaba una fotografía de los niños. Él le dio unos golpecitos
con el lápiz. Solamente las iniciales, le dijo. Seguiría firmando como Driscoll
y tendría una segunda columna: E. L. Ehrlich. Era un nombre de ecos masculinos.
Emily aceptó el trato. Ahora su nombre le pertenecía. Con la L de Lily.
Dio a luz a su hija a principios del invierno de 1902. De noche,
mientras el bebé dormía, volvía a escribir cuidando cada una de sus frases,
quería que sus artículos tuvieran la compresión y el ritmo de un poema.
Empujaba las palabras hasta el final de la página. Escribía y volvía a
escribir. Las sesiones de jazz del Rosebud Café en las que los pianistas se
desafiaban aporreando el teclado; las reuniones anarquistas en el sótano de un
edificio de Carr Square; los combates de boxeo a puño limpio que se celebraban
cerca de la casa del voceador de periódicos, en la calle Trece. Como tenía la
costumbre de irse por las ramas, a veces se desviaba y terminaba redactando un
tratado sobre los patrones de migración de las aves por el río Misuri o sobre
la excelencia de la tarta de queso de un restaurante alemán de Olive Street.
Le gustaba su soledad. Con el pasar de los años había conocido a hombres
que se habían interesado por ella: un vendedor de alfombras persas, el piloto
de un remolcador, un viejo superviviente de la guerra de Secesión, un
carpintero inglés que estaba construyendo una aldea esquimal para la Exposición
Internacional. Pero ella gravitaba hacia la soledad y observaba la espalda de
los trajes que se alejaban, los pliegues que se hacían a la altura de los
hombros. La dejaban sola caminando junto a su hija por la orilla del río. La
respiración de las dos se hacía una, sus vestidos se movían armónicamente.
Encontró un piso en Cherokee Street e invirtió lo poco que tenía en comprar una
máquina de escribir que llenaba la tarde con sus repiqueteos. Escribía la
columna de Driscoll. No le importaba; lo cierto era que disfrutaba habitando
esa mente estrecha. Cuando se trataba de su propia columna, sin embargo, sentía
que estiraba hasta el último de sus cartílagos. La embargaba la felicidad.
Cepillaba el cabello brillante de su hija. Vivió días de gran libertad; tenía
la impresión de ser ella misma quien tiraba de la cuerda que la sacaba de lo
más profundo del pozo.
En 1904 encontraron a Driscoll desplomado sobre el escritorio. Un
infarto fulminante, el tercero. Lo imaginó temblando dentro de su apretado
chaleco blanco. El funeral se celebró bajo el sol de San Luis. Emily llegó
adornada con un sombrero negro de ala ancha y guantes largos. Al fondo, tras
los dolientes, le cogía la mano a Lottie. Esa misma semana la convocaron a las
oficinas del periódico. El corazón le latía con fuerza, esperanzado. Ahora
recuperaría su nombre completo, su firma, sus derechos. Ya había esperado
bastante. Hasta los treinta y un años. Ahí estaba su oportunidad, tenía mucho
que contar: la Exposición Internacional había hecho brillar la ciudad, y la
ciudad se recortaba sobre el cielo elevándose cada vez más; las calles estaban
llenas de nuevos acentos. Ella dejaría constancia de todo. Los dueños del
periódico estaban sentados con las manos cruzadas, esperando. Uno, distraído,
se rascaba el lóbulo de la oreja con la pata de las gafas, y cuando Emily se
sentó dejó escapar una mueca. Ella comenzó a hablar, pero él la cortó. Driscoll
les había dejado una carta en uno de los cajones de su escritorio. A Emily le
temblaba el labio, lo notaba. Leyeron la carta en voz alta: él, decía, era el
autor de todos los artículos de Emily. Palabra por palabra; cada nota, cada
giro. Ahí tenía su regalo de despedida. Su bofetada.
Lo elaborado de su venganza la dejó de piedra. Nunca podría volver a
trabajar allí, le dijeron los dueños del periódico. Trató de pronunciar una
palabra, pero ellos le cerraron la carpeta en las narices. Uno se puso en pie
para abrirle la puerta. La miró como si lo que estuviera viendo fuera un
caballo
Volvió a caminar por la ribera ocultando el rostro bajo el sombrero. Su
madre la había precedido con sus pasos. Lily Duggan. El agua que sigue al agua.
Emily volvió a casa, a su piso en Cherokee Street. Tiró lejos el sombrero, hizo
la maleta y dejó en un rincón la máquina de escribir. Se mudaron de San Luis a
Toronto, donde vivía su hermano Tomas, ingeniero de minas. Les ofrecieron una
habitación en su casa, pero a los dos meses su cuñada se plantó: no quería
tener cerca una madre soltera. Emily y Lottie se montaron en un tren rumbo a
Terranova. Y el mar no se heló.
Alquilaron una habitación en la cuarta planta del hotel Cochrane y al
cabo de dos días ella llamaba a las puertas del Evening Telegram. Su primer
artículo fue una semblanza de Mary Forward, la dueña del Cochrane. Mary Forward
caminaba bajo el huracán de una mata de pelo gris; cuando levantaba las manos
para recogerse el cabello de la nuca, los brazaletes corrían brazo abajo. Emily
capturó la esencia del hotel con un par de trazos rápidos y certeros: los
recién casados —chicos y chicas de granja con unos dedos gruesos y nerviosos—
sentados en el comedor; el piano que sonaba todo el día; la curva de las
barandillas, signo de interrogación. A Mary Forward le gustó tanto el artículo
que lo enmarcó y lo colgó en la entrada del bar. Emily escribió otro artículo
que trataba de una goleta que había encallado entre las rocas, y otro más sobre
un capitán de puerto que nunca se había hecho a la mar. Le permitieron firmar
los artículos con su nombre completo. Se coló bajo la piel del pueblo, allí se
sentía a gusto. Las barcas de pesca, las campanas que resonaban en el agua, la amenaza
de una tormenta. Sabía captar la paleta de color que se desplegaba a lo largo
de los muelles: rojos, ocres, amarillos. Andaba en búsqueda constante de la
palabra perfecta. Los silencios, las blasfemias, las peleas. Los habitantes del
lugar recelaban ante los recién llegados, pero Emily tenía una textura
erosionada por la intemperie y se confundió con ellos. Y Lottie también.
Unos años más tarde, Emily publicó un libro de poesía en una imprenta de
Halifax. Los libros se esfumaron, pero eso ya daba igual: existieron durante un
tiempo, encontraron una estantería en la que reposar. Y sus columnas semanales
tampoco la inquietaban: tal vez no hubiera querido saber nada del amor, pero
una vida también podía llenarse de otras cosas.»
[El texto pertenece a la
edición en español de Editorial Seix Barral, 2014, en traducción de Marta
Alcaraz. ISBN: 978-84-322-2283-2.]
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