Capítulo tercero
«Pero aunque las obras de Stokoe
se consideren retrospectivamente “explosivas” e “hitos”, y aunque
retrospectivamente se considere que han desempeñado un papel decisivo como
impulsoras del cambio posterior de conciencia, fueron prácticamente ignoradas
en su época. El propio Stokoe lo recordaba comentando irónicamente:
"La publicación en 1960 de Sign Language Structure provocó una curiosa reacción local. Todo el
cuerpo docente de la Universidad Gallaudet, salvo el rector Detmold y uno o dos
colegas, se lanzó encarnizadamente contra mí, contra la lingüística y contra el
estudio del lenguaje de señas como lenguaje […] Si la recepción del primer
estudio lingüístico de un lenguaje de señas de la comunidad sorda fue fría
dentro de ésta, fue criógena en un gran sector de la educación especial, que
era por entonces una entidad cerrada tan hostil al lenguaje de señas como
ignorante de la lingüística".
Desde luego el libro apenas tuvo eco
entre sus colegas los lingüistas: las grandes obras generales sobre el lenguaje
de la década de 1960 no hicieron ninguna alusión a él, no mencionaban siquiera
el lenguaje de señas, en realidad. Tampoco Chomsky, el lingüista más
revolucionario de nuestra época, cuando prometió en 1966 (en el prefacio de Cartesian Linguistics) un futuro libro
sobre “lenguajes sustitutivos, por ejemplo, el lenguaje de gestos de los
sordos”, descripción que situaba el lenguaje de señas por debajo de la categoría
de verdadero lenguaje. Cuando Klima y Bellugi empezaron a estudiar el lenguaje
de señas en 1970 tenían la sensación de territorio virgen, de una materia
completamente nueva (esto era en parte reflejo de la originalidad de las
propias investigadoras, esa originalidad que hace que cada materia parezca
totalmente nueva).
Pero lo
más notable fue, en cierto modo, la reacción indiferente u hostil de los
propios sordos, que parecería natural que hubiesen sido los primeros en
apreciar y alabar los descubrimientos de Stokoe. Existen interesantes
descripciones de esto (y de “conversiones” posteriores) aportadas por antiguos
colegas de Stokoe, y por otras personas, todas las cuales tenían como primer
lenguaje la seña, por ser sordos o hijos de padres sordos. ¿Cómo es posible que
los que hablaban por señas no fuesen los primeros que apreciasen la complejidad
estructural de su propia lengua? Sin embargo fueron precisamente los que
hablaban por señas los menos comprensivos o los que más se resistieron a las
ideas de Stokoe. Así, Gilbert Eastman (que luego se convertiría en un eminente
dramaturgo por señas y uno de los más ardorosos defensores de Stokoe) nos dice:
“Mis colegas y yo nos reíamos del doctor Stokoe y de su disparatado proyecto.
Era imposible analizar nuestro lenguaje de señas”.
Las razones son complejas y profundas y quizás
no tengan paralelo en el mundo oyente-hablante. Nosotros (el 99,9 por ciento de
nosotros) damos por supuestos como algo natural el habla y el lenguaje hablado;
no sentimos ningún interés especial por el habla, jamás le dedicamos una
reflexión ni nos preocupamos de si se analiza o no. Pero la situación es
radicalmente distinta en el caso de los sordos y del lenguaje de señas. Los
sordos tienen un sentimiento profundo y especial respecto a su propia lengua: suelen
alabarla en términos tiernos y reverentes (y lo han hecho así desde Desloges,
en 1779). El sordo siente la seña como una parte sumamente íntima e
indiferenciable de su yo, como algo de lo que depende y también como algo que
pueden quitarle en cualquier momento (como sucedió, en cierto modo, en la
conferencia de Milán en 1880). Se muestra receloso, como dicen Padden y
Humphries, con “la ciencia de los otros” , que creen que pueden superar su
propio conocimiento del lenguaje de señas, un conocimiento que es “impresionista,
global y no internamente analítico”. Sin embargo, paradójicamente, pese a todo
ese sentimiento reverente, el sordo ha compartido a menudo la incomprensión y
el menosprecio hacia el lenguaje de señas del oyente. (Una de las cosas que más
impresionaron a Bellugi, cuando inició su estudio, fue que los propios sordos,
pese a hablar el lenguaje de señas como primera lengua, no tenían ni idea de la
gramática y la estructura interna de ésta y tendían a considerarla pura
mímica).
Y, sin embargo, quizás esto no tenga por qué sorprendernos. Hay un viejo
proverbio que dice que los peces son los últimos que identifican el agua. Y
para los que hablan por señas, la seña es su medio y su agua, algo tan familiar
y natural que no necesita ninguna explicación. Y, sobre todo, los usuarios de
un lenguaje tienden a un realismo ingenuo, suelen ver su lengua como un reflejo
de la realidad, no como una construcción. “Aquellos aspectos de las cosas que
son para nosotros más importantes permanecen ocultos debido a su simplicidad y
familiaridad”, dice Wittgenstein. Así pues, quizás haga falta un punto de vista
exterior para mostrar a los usuarios naturales de un idioma que sus propias
expresiones, que a ellos les parecen tan simples y transparentes, son, en
realidad, enormemente complejas y contienen y ocultan el vasto andamiaje de un
auténtico idioma. Esto es precisamente lo que pasó con Stokoe y los sordos.
Louie Fant lo expone con mucha claridad:
"Yo me crié, como la mayoría de los niños hijos
de padres sordos, sin la menor conciencia de que el ameslán fuese un lenguaje.
Y no me sacaron de mi error hasta que tuve treinta y tantos años. Lo hicieron
personas que no eran usuarias naturales del ameslán, que habían penetrado en el
campo de la sordera sin ninguna idea preconcebida, sin ningún punto de vista
previo respecto a los sordos y su lenguaje. Observaban el lenguaje de señas de
los sordos con ojos nuevos".
Fant explica luego que, pese a trabajar en Gallaudet y llegar a conocer
bien a Stokoe (e incluso a escribir un manual de iniciación al lenguaje de
señas utilizando parte del análisis de Stokoe), siguió resistiéndose a la idea
de que fuese un lenguaje real. Cuando abandonó Gallaudet para convertirse en
miembro fundador del Teatro Nacional de los Sordos, en 1967, seguía manteniendo
esta actitud igual que muchos otros; todas las obras de teatro eran en inglés
por señas porque se consideraba el ameslán “inglés degradado no apto para la
escena”. Él y otros utilizaron el ameslán una o dos veces casi sin darse cuenta
cuando declamaban en escena, con efectos electrizantes, y eso les causó una
impresión extraña. “En algún punto de los recovecos de mi mente —escribe Fant
en esta época— había un convencimiento creciente de que Bill tenía razón, y que
lo que nosotros llamábamos ‘lenguaje de señas real’ era en realidad ameslán”.
Pero el cambio no llegó hasta 1970, cuando Fant conoció a Klima y a
Bellugi, que le hicieron innumerables preguntas sobre “su” lenguaje:
"Mi actitud fue experimentando un cambio
radical a medida que se desarrollaba la conversación. Bellugi, a su manera
cordial y simpática, me hizo darme cuenta de lo poco que sabía y o en realidad
del lenguaje de señas aunque lo conociese desde la infancia. Los elogios que
hizo de Bill Stokoe y de su obra me obligaron a preguntarme si no estaría
perdiéndome algo".
Y luego, por fin, unas semanas después:
"Me convertí. Dejé de oponerme a la idea de que el ameslán fuese un
lenguaje y me entregué a su estudio para poder enseñarlo como lenguaje".
Y sin embargo (pese a hablar de “conversión”) los sordos habían sabido
siempre, intuitivamente, que el lenguaje de señas era un lenguaje. Pero quizá
fuese necesaria una confirmación científica para que este conocimiento se
hiciese consciente y explícito, y llegase a ser la base de una conciencia audaz
y nueva de su propio lenguaje.
Los artistas (nos recuerda Pound) son las
antenas de la raza. Y fueron los artistas los que sintieron primero en sí
mismos, y proclamaron, el alborear de esta nueva conciencia. Así, el primer movimiento
que surgió tras la obra de Stokoe no fue pedagógico ni político ni social, fue
artístico. El Teatro Nacional de los Sordos se fundó en 1967, sólo dos años
después de que se publicara el Dictionary. Pero hasta 1973 (seis años más
tarde) no encargó y representó una obra en auténtico lenguaje de señas. Hasta
entonces sus representaciones fueron sólo transliteraciones en inglés, por
señas, de obras inglesas. (A pesar de que durante las décadas de 1950 y 1960
George Detmold, decano de Gallaudet, dirigió una serie de obras en las que
instaba a los actores a apartarse del inglés por señas y a interpretar en
ameslán). Una vez vencida la resistencia, y asentada la nueva conciencia, ya
nada pudo parar a los artistas sordos de todo tipo. Surgieron así la poesía por
señas, el humor por señas, la canción por señas, el baile por señas…, únicas
artes por señas que no podían traducirse en habla. Surgió una tradición
bárdica, o resurgió, entre los sordos, con bardos por señas, oradores por
señas, cuentistas por señas, narradores por señas, que transmitieron y
difundieron la historia y la cultura de los sordos, y que, al hacerlo, elevaron
aún más su nueva conciencia cultural. El Teatro Nacional de los Sordos ha
viajado, y viaja, por todo el mundo, no sólo presentando la cultura y el arte
sordos a los oyentes sino reafirmando el sentimiento de los sordos de tener una
cultura y una comunidad mundiales.
Aunque el arte es arte y la cultura cultura, pueden tener una función
política y educativa implícita, y hasta explícita. El propio Fant se convirtió
en protagonista y en maestro; el libro que publicó en 1972, titulado Ameslan: An Introduction to American Sign
Language, fue el primer manual elemental del lenguaje de señas que siguió
directrices explícitamente stokoeanas; fue una fuerza que contribuyó a que
volviese a la enseñanza el lenguaje de señas. A principios de la década de 1970
empezó a retroceder el oralismo exclusivo, después de noventa y seis años, y se
introdujo (o reintrodujo, pues había sido bastante frecuente en varios países
ciento cincuenta años antes) la « comunicación total» (el uso del lenguaje
hablado y el lenguaje de señas a la vez). Pero para conseguir eso hubo que
superar una gran resistencia: Schlesinger nos cuenta que cuando defendía la
reintroducción de los lenguajes de señas en la enseñanza recibió advertencias y
cartas amenazadoras, y que su libro Sound
and Sign provocó polémica cuando apareció en 1972 y se procuró “envolverlo
en un papel de estraza vulgar como si fuese inaceptable”. El conflicto aún
persiste y aunque se utilice y a en las escuelas el lenguaje de señas, es prácticamente siempre inglés por señas y
no verdadero lenguaje de señas lo que se utiliza. Stokoe había dicho desde
el principio que los sordos debían ser bilingües (y biculturales), que debían
aprender el lenguaje de la cultura dominante, pero también e igualmente su propio
lenguaje, la seña. Pero como la seña aún no se utiliza en las escuelas, ni en
ninguna institución (salvo las religiosas), sigue estando predominantemente
limitado, como hace setenta años, a un uso coloquial y demótico. Esto sucede
hasta en Gallaudet (de hecho, la política oficial de la universidad ha sido
desde 1982 que toda comunicación por señas e interpretación en clase se efectúe
en inglés por señas) y fue un motivo importante de la rebelión.
Lo personal y lo político siempre andan mezclados, y en este caso se
mezclan además con lo lingüístico. Barbara Kannapell plantea esto cuando
analiza cómo influyó en ella Stokoe, la nueva mentalidad, y cómo cobró conciencia
de sí misma como persona sorda con una identidad lingüística especial (“mi
lenguaje soy yo”) pasando luego a considerar la seña un elemento básico de la
identidad comunal de los sordos (“rechazar el ameslán es rechazar a la persona
sorda […] [pues] el ameslán es una creación personal de las personas sordas
como grupo […] es lo único que tenemos que pertenece exclusivamente al pueblo
sordo”). Estas consideraciones personales y sociales la impulsaron a crear en
1972 Orgullo Sordo, una organización dedicada a despertar la conciencia de los
sordos.
El desprecio a los sordos, las actitudes paternalistas, la pasividad
sorda e incluso la vergüenza sorda eran demasiado comunes antes de principios
de la década de 1970; se ve muy claramente en una novela de 1970, In This Sign, de Joanne Greenberg, y fue
preciso que saliese el diccionario de Stokoe, y que los lingüistas legitimasen
la seña, para que se iniciase un movimiento en dirección contraria, un
movimiento hacia la identidad sorda y el orgullo sordo.
Esto fue esencial pero no fue el único factor del movimiento de los
sordos a partir de 1960: hubo otros de igual fuerza y confluyeron todos
produciendo la revolución de 1988. Hay que tener en cuenta el talante de los
años sesenta, con su sensibilidad especial hacia los pobres, los impedidos, las
minorías; el movimiento de los derechos civiles, el activismo político, los
diversos movimientos de “liberación” y de “orgullo”; todo esto estaba
fraguándose a la vez que, venciendo gran resistencia, muy despacio, se
legitimaba científicamente el lenguaje de señas y mientras los sordos iban
acumulando poco a poco un sentimiento de amor propio y esperanza, y luchaban
contra las imágenes y sentimientos negativos que les habían acosado durante un
siglo. Había una tolerancia creciente, en general, hacia la diversidad
cultural, una conciencia creciente de que las personas podían ser muy
diferentes y sin embargo ser iguales y mutuamente valiosas; una conciencia
creciente, en concreto, de que los sordos eran un “pueblo”, y no sólo un número
de individuos aislados, anormales e incapacitados. Se pasó del criterio médico
o patológico a un criterio antropológico, sociológico o étnico.»
[El texto pertenece a la edición
en español de Editorial Anagrama, 2006, en traducción de José Manuel Álvarez
Flórez. ISBN: 978-84-339-6194-5.]
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