miércoles, 22 de junio de 2022

Breve historia de Occidente.- Judith G. Coffin (1952) y Robert C. Stacey (¿...?)


Capítulo 7: Los tres herederos de Roma: los mundos bizantino, islámico y altomedieval


La expansión del islam
Las conquistas islámicas

 «Esta inclinación hacia la influencia mundial se inició inmediatamente después de la muerte de Mahoma. Como no había hecho previsiones para el futuro y como los árabes no tenían un concepto preciso de sucesión política, no estaba claro si la comunidad de Mahoma iba a sobrevivir. Pero sus seguidores más cercanos, encabezados por su suegro Abu Bark y uno de los primeros conversos llamado Omar, tomaron en seguida la iniciativa y nombraron a Abu Bark califa, es decir, representante del Profeta y, por tanto, dirigente supremo religioso y político de todos los musulmanes. En cuanto se convirtió en califa, Abu Bark comenzó una campaña militar para someter a varias tribus árabes que habían seguido a Mahoma, pero que no estaban dispuestas a aceptar la autoridad de su sucesor. En el curso de esta victoriosa acción militar, las fuerzas de Abu Bark empezaron a extenderse hacia el norte más allá de las fronteras de Arabia. Probablemente para su sorpresa, encontraron escasa resistencia de las fuerzas bizantina y persa.
 Abu Bark murió dos años después de su ascensión, y le sucedió Omar como califa, que continuó dirigiendo sus ejércitos contra Bizancio y Persia. En los años siguientes, los triunfos árabes se sucedieron casi sin interrupciones. En el año 636 los árabes derrotaron a un ejército bizantino en Siria y de inmediato tomaron toda la zona y ocuparon las importantes ciudades de Antioquía, Damasco y Jerusalén. En el año 637 destruyeron el principal ejército de los persas y marcharon contra la capital, Ctesifonte. Una vez tomado este centro administrativo, el Imperio persa, como estaba muy centralizado, ofreció escasa resistencia. En el año 651 la conquista árabe de todos los dominios persas y a era completa. Las fuerzas islámicas se dirigieron entonces al oeste, hacia el norte de África, tomaron el Egipto bizantino en el año 646 y extendieron su control por el resto del área norteafricana durante las décadas siguientes. Los intentos por tomar Constantinopla en los años 677 y 717 fracasaron, pero en el año 711 los árabes cruzaron desde el norte de África a la Hispania visigoda y muy pronto dominaron también casi toda esa zona. De este modo, en menos de un siglo las fuerzas del islam habían conquistado la antigua Persia y buena parte del mundo tardorromano.
 ¿Cómo cabe explicar esta expansión prodigiosa? La mejor manera es considerar primero qué impulsaba a los conquistadores y después valorar qué circunstancias contribuyeron a facilitar su camino. En contra de la creencia extendida, la propagación inicial del islam no se logró con una cruzada religiosa. Al principio los árabes no estaban interesados en convertir a otros pueblos; esperaban más bien que las poblaciones conquistadas no se convirtieran para mantener su identidad como comunidad de gobernantes y recaudadores de impuestos. Pero aunque sus motivos para la expansión no eran religiosos, el entusiasmo religioso sí desempeñó un papel crucial para conseguir que los hasta entonces ingobernables árabes aceptaran órdenes del califa y en instilar el sentimiento de que estaban realizando la voluntad de Dios. En realidad, lo que sacó a los árabes del desierto fue la búsqueda de un territorio y un botín más ricos, y lo que hizo que prosiguieran su avance fue la facilidad con que adquirían riqueza a medida que conquistaban.
 La inspiración árabe en el islam también coincidió con un período de debilidad en sus principales enemigos. Los bizantinos y los persas estaban tan agotados por las largas guerras entre ellos y contra los “bárbaros” que apenas les quedaban fuerzas para afrontar un nuevo desafío. Además, muchas de las poblaciones de Egipto, el norte de África y Asia Menor estaban hartas de las exigencias financieras de sus gobernantes burocráticos. La conquista del islam suponía la liberación no sólo de unos impuestos opresivos, sino también de la persecución de la ortodoxia religiosa de Constantinopla, que de forma sistemática se había propuesto suprimir a los grupos cristianos « herejes» en todas estas zonas. Como los árabes no exigían la conversión y reclamaban menos impuestos que los bizantinos y los persas, a menudo se los prefería a los antiguos gobernantes. Un escritor cristiano de Siria iba más lejos al declarar: “el Dios de la venganza nos libró de las manos de los romanos [es decir, del Imperio bizantino] valiéndose de los árabes”. Por todas estas razones, el islam se propagó con rapidez por el territorio comprendido entre Egipto e Irán, y allí arraigó desde entonces.

El cisma chií-suní

 Mientras los árabes extendían sus conquistas, se toparon con las primeras divisiones políticas serias. En el año 644 murió el califa Omar; le sucedió Utmán, un gobernante débil que para muchos tenía el inconveniente añadido de pertenecer a la familia Omeya, un clan acaudalado de La Meca que al principio no había aceptado la llamada de Mahoma. Los descontentos con Utmán se congregaron en torno al sobrino y yerno del profeta, Alí, cuy a sangre, orígenes y espíritu guerrero le hacían parecer un dirigente más apropiado para la causa. Cuando los amotinados asesinaron a Utmán en el año 656, los partidarios de Alí lo elevaron a califa. Pero la poderosa familia de Utmán y sus seguidores no estaban dispuestos a aceptarlo. En los disturbios posteriores Alí fue asesinado y el partido de Utmán salió triunfante. En el año 661 un miembro de la familia Omeya se alzó como califa y esa casa gobernó el mundo islámico hasta el año 750. Los seguidores de Alí no aceptaron la derrota. Con el tiempo, se consolidaron en un partido religioso minoritario conocido como chií (shi en árabe, “partido” o “facción”); este grupo insistía en que sólo los descendientes de Alí podían ser califas o gozar de autoridad sobre la comunidad musulmana. A los que apoyaban la evolución histórica del califato y se comprometieron con sus costumbres se los llamó suníes (sunna significa “costumbre religiosa”). La brecha entre los dos partidos ha sido duradera en la historia islámica. Los chiíes, perseguidos con frecuencia, desarrollaron una gran militancia y un profundo sentimiento de ser los únicos verdaderos conservadores de la fe. De cuando en cuando lograron alcanzar el poder en alguna zona, pero nunca consiguieron convertir a la mayoría de los musulmanes. En la actualidad gobiernan en Irán y son muy numerosos en Irak, pero no suponen más que en torno a la décima parte de la población islámica mundial.

Omeyas y abasíes
 
 El triunfo de los omeyas en el año 661 dio inicio a un período más estable en la historia del califato que duraría hasta el siglo X. Durante estos siglos hubo dos orientaciones de gobierno principales: la occidental, representada por los omeyas, y la oriental de sus sucesores, los abasíes. La capital omeya fue Damasco, en el antiguo territorio bizantino de Siria, y en muchos sentidos el califato omeya funcionó como un estado sucesor de Bizancio, que continuó empleando incluso a burócratas antes bizantinos. Los omeyas concentraron sus energías en el dominio del Mediterráneo y la conquista de Constantinopla. Cuando en el año 717 fracasó el ataque masivo a la capital, su fuerza se vio seriamente debilitada; era sólo cuestión de tiempo que surgiera una nueva orientación.
 Esta nueva perspectiva llegó con el acceso al poder de una nueva familia, los abasíes, en el año 750. Su gobierno resaltó más los elementos persas que los bizantinos. Reflejo de este cambio fue la elección de una capital diferente: el segundo califa abasí construyó su nueva capital de Bagdad en Irak, cerca de las ruinas de la antigua ciudad persa, e incluso se apropió de piedras de sus restos. Los abasíes desarrollaron su propia administración musulmana e imitaron el absolutismo persa. Sus califas mataron sin piedad a sus enemigos, se rodearon de elaboradas ceremonias cortesanas y patrocinaron generosamente una literatura muy elaborada. Éste es el mundo descrito en Las mil y una noches, colección de relatos de esplendor deslumbrante en Bagdad bajo los abasíes. La presencia dominante en estos relatos, Harún al-Rashid, reinó como califa entre los años 786 y 809, y su conducta fue tan extravagante como se describe: lanzaba monedas a las calles, hacía suntuosos regalos a sus favoritos y propinaba castigos severos a sus enemigos.
  Los monarcas abasíes de Hispania fueron igualmente pródigos en su mecenazgo literario y cultural. El califa Al-Hakam II de Córdoba (961-976), por ejemplo, reunió una biblioteca de más de cuatrocientos mil volúmenes —sólo su catálogo de títulos alcanza los cuarenta y cuatro volúmenes— en una época en la que en Europa occidental un monasterio con cien libros y a parecía un centro de erudición.
  Para los cristianos de Bizancio y Europa occidental, el califato abasí fue significativo no sólo por sus logros culturales, sino también porque su orientación hacia el este restó cierta presión militar al Occidente mediterráneo. En consecuencia, el estado bizantino pudo recuperarse un poco tras un siglo de presión militar de los omeyas. Más hacia el oeste, los francos de la Galia también se beneficiaron del advenimiento de los abasíes. Como una dinastía omeya continuaba controlando Hispania, el gran monarca franco Carlomagno (768-814) mantuvo relaciones diplomáticas y comerciales con el califato abasí de Harún al-Rashid contra su enemigo omeya común. El símbolo más famoso de esta conexión fue el elefante que Harún al-Rashid envió a Carlomagno. Sin embargo, fue más importante el flujo de plata que se abrió paso desde el Imperio abasí por el norte a través de Rusia y el Báltico hasta Renania, a cambio de las exportaciones francas de pieles, esclavos, cera, miel y cuero. Joyas, sedas, especias y otros artículos de lujo procedentes de la India y el Lejano Oriente también fluían por el norte y el oeste hasta el mundo franco a través del Imperio abasí. Estos vínculos comerciales con el mundo abasí ayudaron a financiar los extraordinarios logros culturales del renacimiento carolingio.

El cambiante mundo islámico

 Sin embargo, durante los siglos IX y X el poder de la dinastía abasí declinó con rapidez. Siguió un extenso período de descentralización que se vio reflejado durante el siglo XI en la Hispania omeya. Una causa fundamental del derrumbe abasí fue el empobrecimiento gradual de su base económica —la riqueza agrícola de la cuenca del Tigris-Éufrates— como resultado de crisis ecológicas y una devastadora revuelta de la mano de obra africana esclavizada que labraba las marismas del sur de Irak. Los ingresos fiscales del Imperio abasí también estaban disminuyendo porque los gobernantes provinciales del norte de África, Egipto y Siria retenían para sí porciones cada vez may ores de lo que recaudaban. Con menores ingresos, los abasíes fueron incapaces de mantener su extenso funcionariado o el nuevo ejército mercenario que habían creado. Éste estaba compuesto en su mayoría por esclavos cuya lealtad no pertenecía al califato en sí, sino a los califas que los empleaban. Para defender sus intereses, el ejército se convirtió pronto en una fuerza dominante para nombrar y asesinar califas. Los carísimos proyectos de construcción, entre los que se incluían la refundación de la capital abasí de Bagdad, exacerbaron más la crisis fiscal, militar y política.
  Detrás de la crisis abasí se encontraban dos circunstancias fundamentales, de gran significado para el futuro del mundo islámico: el aumento del regionalismo y las crecientes divisiones religiosas entre suníes y chiíes y entre los mismos chiíes. En el año 909 se sumaron las hostilidades regionales y religiosas cuando una dinastía chií local, conocida como los Famitidas, se hizo con el control de la provincia abasí del norte de África. En el año 909 los Famitidas consiguieron conquistar también Egipto. Entre tanto, otro grupo chií, rival tanto de los Famitidas como de los abasíes, atacó Bagdad en el año 927 y La Meca en 930, y tomó la Kaaba. A partir de entonces, el poder efectivo de los abasíes sobre el imperio se derrumbó por completo. Aunque en Bagdad continuó existiendo un califato abasí hasta 1258, cuando los ejércitos mongoles invasores acabaron con él, en la práctica había desaparecido en la década de 930. En su lugar comenzó a surgir un nuevo orden en el mundo musulmán oriental, centrado en un reino egipcio independiente y un nuevo estado musulmán ubicado en Persia.
Breve historia de Occidente - Judith Coffin,Robert. C. Stacey ... En Hispania, la debilidad de los omeyas fue consecuencia más directa de los fracasos políticos y las disputas sucesorias que del desplome económico. En los siglos IX y X la Hispania musulmana era una región agrícola y comercial enormemente próspera. Pero desde mediados del siglo IX la renovada presión militar de los renacidos reinos cristianos del norte y el este exacerbó las dificultades políticas internas del califato omeya, que acabó disolviéndose en los primeros años del siglo XI para dar lugar a una multitud de pequeños reinos de taifas, algunos de los cuales pagaban tributo a los monarcas cristianos del norte. En 1085 la gran ciudad de Toledo cayó ante el rey cristiano Alfonso VI de León. Alarmado, un nuevo grupo de puristas norteafricanos conocido como los almorávides invadió la Hispania musulmana, controló el avance cristiano y amalgamó la Hispania islámica con su imperio norteafricano. Otro de esos grupos, los almohades, repitió este patrón durante el siglo XII. Pero ni los unos ni los otros consiguieron volver a unir los insignificantes reinos enfrentados de la Hispania islámica. Uno a uno, estos reinos de taifas cayeron víctimas de las fuerzas arrolladoras de los reinos cristianos peninsulares. Aunque el último reino musulmán, el principado de Granada, no caería hasta 1492, la reconquista cristiana de Hispania y a se había completado prácticamente a mediados del siglo XIII.
 Sin duda, la extravagancia e incompetencia de los gobernantes musulmanes del siglo XI desempeñaron un papel importante en el derrumbe del califato omeya. Pero actuaron factores mayores en la ruptura de la unidad del mundo islámico que trascendieron los fallos de los califas particulares. Aunque la sociedad islámica era tolerante en cuanto a la religión, al menos hacia los judíos y cristianos (a quienes, como dhimmis, “pueblos del Libro”, se les permitía mantener su religión pagando un impuesto especial a sus gobernantes musulmanes; sin embargo, a los paganos se los obligaba a convertirse al islam), abundaban las tensiones étnicas y causaron más divisiones cuando el idealismo de las conquistas iniciales se desvaneció con el tiempo. Estas tensiones étnicas entre los árabes, turcos, bereberes, africanos subsaharianos y persas también complicaron las profundas divisiones regionales que habían caracterizado esta zona del mundo durante siglos antes de que se iniciaran las conquistas islámicas. A la inestabilidad política del mundo musulmán se añadía además el monoteísmo intransigente y el igualitarismo religioso del islam. Los monarcas musulmanes (como algunos de los Abasíes) que adoptaron estilos persas de gobierno semidivino a menudo fueron asesinados por blasfemos. Así pues, las tensiones entre la universalidad del credo islámico y las realidades del particularismo regional, la hostilidad étnica y el conflicto religioso entre suníes y chiíes se combinaron para socavar la unidad política del Imperio islámico.

 Sociedad y cultura musulmanas, 900-1250

  Sin embargo, la descentralización política del mundo musulmán no causó de forma automática la decadencia cultural. En realidad, la civilización islámica prosperó mucho en el “período medio”, sobre todo desde en torno al año 900 hasta 1250, aproximadamente. Durante estos siglos el gobierno islámico se extendió a las actuales Turquía y la India, pese al derrumbe de los califatos. La historia islámica no es ni mucho menos un relato de declive constante desde la época de Harún al-Rashid; por el contrario, el período cultural más creativo acababa de comenzar cuando llegó a su fin el siglo IX.
  La cultura y la sociedad islámicas fueron extraordinariamente cosmopolitas y dinámicas desde sus primeros días. El propio Mahoma no era un árabe del desierto, sino un comerciante de ciudad imbuido de ideales avanzados. Después la cultura musulmana se volvió muy cosmopolita por varias razones: heredó la sofisticación de Bizancio y Persia; permaneció centrada en las encrucijadas del comercio de largo recorrido entre el Lejano Oriente y Occidente; y la próspera vida urbana en la mayoría de los territorios musulmanes sirvió de contrapeso a la agricultura. La importancia del comercio suponía gran movilidad geográfica. Las enseñanzas de Mahoma fomentaron más la movilidad social porque el Corán destacaba la igualdad de todos los musulmanes. El resultado fue que en las cortes de Bagdad y Córdoba, y después en las de los estados musulmanes que las sucedieron, para las personas con talento había posibilidades de prosperar. Como la alfabetización estaba notablemente extendida —un cálculo aproximado para el año 1000 más o menos señala que el 20 por ciento de los musulmanes varones sabía leer el árabe del Corán—, muchos podían ascender mediante la educación. Rara vez los cargos se consideraban hereditarios, y “nuevos hombres” podían llegar a la cima si demostraban iniciativa y habilidades.
  Había una importante excepción a esta regla de igualitarismo: el trato a las mujeres. Tal vez porque la posición social era tan fluida, los hombres de éxito ansiaban a toda costa conservar y mejorar su situación y “honor”; podían lograrlo manteniendo o ampliando sus posesiones mundanas, entre las que se incluían las mujeres. Puesto que las mujeres de un hombre eran lo más “valioso” de su posición, tenía que asegurarse su inviolabilidad. El Corán permitía a un hombre casarse con cuatro esposas, así que las mujeres escaseaban y las casadas se segregaban de los restantes hombres. Un hombre rico tendría además un número de sirvientas y concubinas, a quienes guardaba en una parte de su residencia llamada el harén, donde estaban protegidas por eunucos, es decir, hombres castrados. Dentro de estos cotos las mujeres rivalizaban por la preeminencia y participaban en intrigas para mejorar el destino de sus hijos. Aunque sólo los más ricos podían mantener grandes harenes, el sistema lo imitaban al máximo todas las clases sociales. Basadas en el principio de que las mujeres eran bienes muebles, estas prácticas fomentaron su degradación y las actitudes de dominio en la vida sexual. Aunque en la sociedad de clase alta se toleraban las relaciones homosexuales masculinas, éstas también se basaban en patrones de dominio, por lo general de un adulto poderoso sobre un muchacho adolescente, en buena medida como sucedía en el mundo griego antiguo.
 Había dos vías importantes abiertas para los hombres que deseaban dedicarse a la vida religiosa islámica. Una era la de los ulemas, hombres instruidos cuya labor consistía en estudiar y ofrecer consejo sobre todos los aspectos de la religión y la ley religiosa. No resulta sorprendente que estos hombres apoyaran con frecuencia la tradición y el mantenimiento riguroso de la fe; a menudo ejercían una gran influencia sobre la conducta de la vida pública. Los ulemas se complementaban con los sufís, místicos religiosos que equivaldrían a los monjes cristianos si no fuera por el hecho de que no estaban obligados al celibato y rara vez se retiraban de la vida de la comunidad. Los sufís se centraban en la contemplación y el éxtasis, mientras que los ulemas lo hacían en la ley religiosa; no tenían un programa común y en la práctica se comportaban de manera muy diferente. Algunos sufís eran “derviches giradores”, conocidos así en Occidente por sus danzas; otros eran faquires, asociados en Occidente con el encantamiento de serpientes en los mercados, y otros más eran hombres tranquilos y reflexivos que no practicaban ritos exóticos. Los sufís solían estar organizados en “hermandades” que se esforzaban en convertir zonas distantes como África y la India. En todo el mundo islámico el sufismo proporcionaba un canal para los impulsos religiosos más intensos. La habilidad para coexistir de los ulemas y los sufís atestigua el pluralismo cultural del mundo islámico. Pero la ausencia de vías para las mujeres religiosas comparables a los conventos del mundo cristiano es un recordatorio de los límites impuestos por el género a dicho pluralismo.»
  
     [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 2012, en traducción de Carmen Martínez Gimeno y Dulcinea Otero-Piñeiro. ISBN: 978-84-0800-486-8.]

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