Capítulo 7: Los tres herederos de Roma: los mundos bizantino, islámico
y altomedieval
La expansión del islam
Las conquistas islámicas
«Esta inclinación hacia la influencia mundial
se inició inmediatamente después de la muerte de Mahoma. Como no había hecho
previsiones para el futuro y como los árabes no tenían un concepto preciso de
sucesión política, no estaba claro si la comunidad de Mahoma iba a sobrevivir.
Pero sus seguidores más cercanos, encabezados por su suegro Abu Bark y uno de
los primeros conversos llamado Omar, tomaron en seguida la iniciativa y
nombraron a Abu Bark califa, es decir, representante del Profeta y, por tanto,
dirigente supremo religioso y político de todos los musulmanes. En cuanto se
convirtió en califa, Abu Bark comenzó una campaña militar para someter a varias
tribus árabes que habían seguido a Mahoma, pero que no estaban dispuestas a
aceptar la autoridad de su sucesor. En el curso de esta victoriosa acción militar,
las fuerzas de Abu Bark empezaron a extenderse hacia el norte más allá de las
fronteras de Arabia. Probablemente para su sorpresa, encontraron escasa
resistencia de las fuerzas bizantina y persa.
Abu Bark murió dos años después de su
ascensión, y le sucedió Omar como califa, que continuó dirigiendo sus ejércitos
contra Bizancio y Persia. En los años siguientes, los triunfos árabes se
sucedieron casi sin interrupciones. En el año 636 los árabes derrotaron a un
ejército bizantino en Siria y de inmediato tomaron toda la zona y ocuparon las
importantes ciudades de Antioquía, Damasco y Jerusalén. En el año 637 destruyeron
el principal ejército de los persas y marcharon contra la capital, Ctesifonte.
Una vez tomado este centro administrativo, el Imperio persa, como estaba muy
centralizado, ofreció escasa resistencia. En el año 651 la conquista árabe de
todos los dominios persas y a era completa. Las fuerzas islámicas se dirigieron
entonces al oeste, hacia el norte de África, tomaron el Egipto bizantino en el
año 646 y extendieron su control por el resto del área norteafricana durante
las décadas siguientes. Los intentos por tomar Constantinopla en los años 677 y
717 fracasaron, pero en el año 711 los árabes cruzaron desde el norte de África
a la Hispania visigoda y muy pronto dominaron también casi toda esa zona. De
este modo, en menos de un siglo las fuerzas del islam habían conquistado la
antigua Persia y buena parte del mundo tardorromano.
¿Cómo cabe explicar esta expansión prodigiosa?
La mejor manera es considerar primero qué impulsaba a los conquistadores y
después valorar qué circunstancias contribuyeron a facilitar su camino. En
contra de la creencia extendida, la propagación inicial del islam no se logró
con una cruzada religiosa. Al principio los árabes no estaban interesados en
convertir a otros pueblos; esperaban más bien que las poblaciones conquistadas
no se convirtieran para mantener su identidad como comunidad de gobernantes y
recaudadores de impuestos. Pero aunque sus motivos para la expansión no eran
religiosos, el entusiasmo religioso sí desempeñó un papel crucial para
conseguir que los hasta entonces ingobernables árabes aceptaran órdenes del
califa y en instilar el sentimiento de que estaban realizando la voluntad de
Dios. En realidad, lo que sacó a los árabes del desierto fue la búsqueda de un
territorio y un botín más ricos, y lo que hizo que prosiguieran su avance fue
la facilidad con que adquirían riqueza a medida que conquistaban.
La inspiración árabe en el islam también
coincidió con un período de debilidad en sus principales enemigos. Los
bizantinos y los persas estaban tan agotados por las largas guerras entre ellos
y contra los “bárbaros” que apenas les quedaban fuerzas para afrontar un nuevo
desafío. Además, muchas de las poblaciones de Egipto, el norte de África y Asia
Menor estaban hartas de las exigencias financieras de sus gobernantes
burocráticos. La conquista del islam suponía la liberación no sólo de unos
impuestos opresivos, sino también de la persecución de la ortodoxia religiosa
de Constantinopla, que de forma sistemática se había propuesto suprimir a los
grupos cristianos « herejes» en todas estas zonas. Como los árabes no exigían
la conversión y reclamaban menos impuestos que los bizantinos y los persas, a
menudo se los prefería a los antiguos gobernantes. Un escritor cristiano de
Siria iba más lejos al declarar: “el Dios de la venganza nos libró de las manos
de los romanos [es decir, del Imperio bizantino] valiéndose de los árabes”. Por
todas estas razones, el islam se propagó con rapidez por el territorio
comprendido entre Egipto e Irán, y allí arraigó desde entonces.
El cisma chií-suní
Mientras los árabes extendían sus conquistas,
se toparon con las primeras divisiones políticas serias. En el año 644 murió el
califa Omar; le sucedió Utmán, un gobernante débil que para muchos tenía el
inconveniente añadido de pertenecer a la familia Omeya, un clan acaudalado de
La Meca que al principio no había aceptado la llamada de Mahoma. Los
descontentos con Utmán se congregaron en torno al sobrino y yerno del profeta,
Alí, cuy a sangre, orígenes y espíritu guerrero le hacían parecer un dirigente
más apropiado para la causa. Cuando los amotinados asesinaron a Utmán en el año
656, los partidarios de Alí lo elevaron a califa. Pero la poderosa familia de
Utmán y sus seguidores no estaban dispuestos a aceptarlo. En los disturbios
posteriores Alí fue asesinado y el partido de Utmán salió triunfante. En el año
661 un miembro de la familia Omeya se alzó como califa y esa casa gobernó el mundo
islámico hasta el año 750. Los seguidores de Alí no aceptaron la derrota. Con
el tiempo, se consolidaron en un partido religioso minoritario conocido como
chií (shi en árabe, “partido” o “facción”);
este grupo insistía en que sólo los descendientes de Alí podían ser califas o
gozar de autoridad sobre la comunidad musulmana. A los que apoyaban la
evolución histórica del califato y se comprometieron con sus costumbres se los
llamó suníes (sunna significa “costumbre
religiosa”). La brecha entre los dos partidos ha sido duradera en la historia
islámica. Los chiíes, perseguidos con frecuencia, desarrollaron una gran
militancia y un profundo sentimiento de ser los únicos verdaderos conservadores
de la fe. De cuando en cuando lograron alcanzar el poder en alguna zona, pero
nunca consiguieron convertir a la mayoría de los musulmanes. En la actualidad
gobiernan en Irán y son muy numerosos en Irak, pero no suponen más que en torno
a la décima parte de la población islámica mundial.
Omeyas y abasíes
El triunfo de los omeyas en el año 661 dio
inicio a un período más estable en la historia del califato que duraría hasta
el siglo X. Durante estos siglos hubo dos orientaciones de gobierno
principales: la occidental, representada por los omeyas, y la oriental de sus
sucesores, los abasíes. La capital omeya fue Damasco, en el antiguo territorio
bizantino de Siria, y en muchos sentidos el califato omeya funcionó como un
estado sucesor de Bizancio, que continuó empleando incluso a burócratas antes
bizantinos. Los omeyas concentraron sus energías en el dominio del Mediterráneo
y la conquista de Constantinopla. Cuando en el año 717 fracasó el ataque masivo
a la capital, su fuerza se vio seriamente debilitada; era sólo cuestión de
tiempo que surgiera una nueva orientación.
Esta nueva perspectiva llegó con el acceso al
poder de una nueva familia, los abasíes, en el año 750. Su gobierno resaltó más
los elementos persas que los bizantinos. Reflejo de este cambio fue la elección
de una capital diferente: el segundo califa abasí construyó su nueva capital de
Bagdad en Irak, cerca de las ruinas de la antigua ciudad persa, e incluso se
apropió de piedras de sus restos. Los abasíes desarrollaron su propia
administración musulmana e imitaron el absolutismo persa. Sus califas mataron
sin piedad a sus enemigos, se rodearon de elaboradas ceremonias cortesanas y
patrocinaron generosamente una literatura muy elaborada. Éste es el mundo
descrito en Las mil y una noches,
colección de relatos de esplendor deslumbrante en Bagdad bajo los abasíes. La
presencia dominante en estos relatos, Harún al-Rashid, reinó como califa entre
los años 786 y 809, y su conducta fue tan extravagante como se describe:
lanzaba monedas a las calles, hacía suntuosos regalos a sus favoritos y
propinaba castigos severos a sus enemigos.
Los monarcas abasíes de Hispania fueron igualmente pródigos en su
mecenazgo literario y cultural. El califa Al-Hakam II de Córdoba (961-976), por
ejemplo, reunió una biblioteca de más de cuatrocientos mil volúmenes —sólo su
catálogo de títulos alcanza los cuarenta y cuatro volúmenes— en una época en la
que en Europa occidental un monasterio con cien libros y a parecía un centro de
erudición.
Para los cristianos de Bizancio y Europa occidental, el califato abasí
fue significativo no sólo por sus logros culturales, sino también porque su
orientación hacia el este restó cierta presión militar al Occidente
mediterráneo. En consecuencia, el estado bizantino pudo recuperarse un poco
tras un siglo de presión militar de los omeyas. Más hacia el oeste, los francos
de la Galia también se beneficiaron del advenimiento de los abasíes. Como una
dinastía omeya continuaba controlando Hispania, el gran monarca franco
Carlomagno (768-814) mantuvo relaciones diplomáticas y comerciales con el
califato abasí de Harún al-Rashid contra su enemigo omeya común. El símbolo más
famoso de esta conexión fue el elefante que Harún al-Rashid envió a Carlomagno.
Sin embargo, fue más importante el flujo de plata que se abrió paso desde el
Imperio abasí por el norte a través de Rusia y el Báltico hasta Renania, a
cambio de las exportaciones francas de pieles, esclavos, cera, miel y cuero.
Joyas, sedas, especias y otros artículos de lujo procedentes de la India y el
Lejano Oriente también fluían por el norte y el oeste hasta el mundo franco a
través del Imperio abasí. Estos vínculos comerciales con el mundo abasí ayudaron
a financiar los extraordinarios logros culturales del renacimiento carolingio.
El cambiante mundo islámico
Sin embargo, durante los siglos IX y X el
poder de la dinastía abasí declinó con rapidez. Siguió un extenso período de
descentralización que se vio reflejado durante el siglo XI en la Hispania omeya.
Una causa fundamental del derrumbe abasí fue el empobrecimiento gradual de su
base económica —la riqueza agrícola de la cuenca del Tigris-Éufrates— como
resultado de crisis ecológicas y una devastadora revuelta de la mano de obra
africana esclavizada que labraba las marismas del sur de Irak. Los ingresos
fiscales del Imperio abasí también estaban disminuyendo porque los gobernantes
provinciales del norte de África, Egipto y Siria retenían para sí porciones
cada vez may ores de lo que recaudaban. Con menores ingresos, los abasíes
fueron incapaces de mantener su extenso funcionariado o el nuevo ejército
mercenario que habían creado. Éste estaba compuesto en su mayoría por esclavos
cuya lealtad no pertenecía al califato en sí, sino a los califas que los
empleaban. Para defender sus intereses, el ejército se convirtió pronto en una
fuerza dominante para nombrar y asesinar califas. Los carísimos proyectos de
construcción, entre los que se incluían la refundación de la capital abasí de
Bagdad, exacerbaron más la crisis fiscal, militar y política.
Detrás de la crisis abasí se encontraban dos circunstancias fundamentales,
de gran significado para el futuro del mundo islámico: el aumento del
regionalismo y las crecientes divisiones religiosas entre suníes y chiíes y
entre los mismos chiíes. En el año 909 se sumaron las hostilidades regionales y
religiosas cuando una dinastía chií local, conocida como los Famitidas, se hizo
con el control de la provincia abasí del norte de África. En el año 909 los
Famitidas consiguieron conquistar también Egipto. Entre tanto, otro grupo chií,
rival tanto de los Famitidas como de los abasíes, atacó Bagdad en el año 927 y
La Meca en 930, y tomó la Kaaba. A partir de entonces, el poder efectivo de los
abasíes sobre el imperio se derrumbó por completo. Aunque en Bagdad continuó
existiendo un califato abasí hasta 1258, cuando los ejércitos mongoles
invasores acabaron con él, en la práctica había desaparecido en la década de
930. En su lugar comenzó a surgir un nuevo orden en el mundo musulmán oriental,
centrado en un reino egipcio independiente y un nuevo estado musulmán ubicado
en Persia.
En Hispania, la debilidad de los omeyas fue consecuencia más directa de
los fracasos políticos y las disputas sucesorias que del desplome económico. En
los siglos IX y X la Hispania musulmana era una región agrícola y comercial
enormemente próspera. Pero desde mediados del siglo IX la renovada presión
militar de los renacidos reinos cristianos del norte y el este exacerbó las
dificultades políticas internas del califato omeya, que acabó disolviéndose en
los primeros años del siglo XI para dar lugar a una multitud de pequeños reinos
de taifas, algunos de los cuales pagaban tributo a los monarcas cristianos del
norte. En 1085 la gran ciudad de Toledo cayó ante el rey cristiano Alfonso VI
de León. Alarmado, un nuevo grupo de puristas norteafricanos conocido como los
almorávides invadió la Hispania musulmana, controló el avance cristiano y
amalgamó la Hispania islámica con su imperio norteafricano. Otro de esos
grupos, los almohades, repitió este patrón durante el siglo XII. Pero ni los
unos ni los otros consiguieron volver a unir los insignificantes reinos
enfrentados de la Hispania islámica. Uno a uno, estos reinos de taifas cayeron
víctimas de las fuerzas arrolladoras de los reinos cristianos peninsulares.
Aunque el último reino musulmán, el principado de Granada, no caería hasta
1492, la reconquista cristiana de Hispania y a se había completado
prácticamente a mediados del siglo XIII.
Sin duda, la extravagancia e incompetencia de
los gobernantes musulmanes del siglo XI desempeñaron un papel importante en el
derrumbe del califato omeya. Pero actuaron factores mayores en la ruptura de la
unidad del mundo islámico que trascendieron los fallos de los califas
particulares. Aunque la sociedad islámica era tolerante en cuanto a la
religión, al menos hacia los judíos y cristianos (a quienes, como dhimmis, “pueblos
del Libro”, se les permitía mantener su religión pagando un impuesto especial a
sus gobernantes musulmanes; sin embargo, a los paganos se los obligaba a
convertirse al islam), abundaban las tensiones étnicas y causaron más
divisiones cuando el idealismo de las conquistas iniciales se desvaneció con el
tiempo. Estas tensiones étnicas entre los árabes, turcos, bereberes, africanos
subsaharianos y persas también complicaron las profundas divisiones regionales
que habían caracterizado esta zona del mundo durante siglos antes de que se
iniciaran las conquistas islámicas. A la inestabilidad política del mundo
musulmán se añadía además el monoteísmo intransigente y el igualitarismo
religioso del islam. Los monarcas musulmanes (como algunos de los Abasíes) que
adoptaron estilos persas de gobierno semidivino a menudo fueron asesinados por
blasfemos. Así pues, las tensiones entre la universalidad del credo islámico y
las realidades del particularismo regional, la hostilidad étnica y el conflicto
religioso entre suníes y chiíes se combinaron para socavar la unidad política
del Imperio islámico.
Sociedad
y cultura musulmanas, 900-1250
Sin
embargo, la descentralización política del mundo musulmán no causó de forma
automática la decadencia cultural. En realidad, la civilización islámica
prosperó mucho en el “período medio”, sobre todo desde en torno al año 900
hasta 1250, aproximadamente. Durante estos siglos el gobierno islámico se
extendió a las actuales Turquía y la India, pese al derrumbe de los califatos.
La historia islámica no es ni mucho menos un relato de declive constante desde
la época de Harún al-Rashid; por el contrario, el período cultural más creativo
acababa de comenzar cuando llegó a su fin el siglo IX.
La cultura y la sociedad islámicas fueron extraordinariamente
cosmopolitas y dinámicas desde sus primeros días. El propio Mahoma no era un
árabe del desierto, sino un comerciante de ciudad imbuido de ideales avanzados.
Después la cultura musulmana se volvió muy cosmopolita por varias razones:
heredó la sofisticación de Bizancio y Persia; permaneció centrada en las
encrucijadas del comercio de largo recorrido entre el Lejano Oriente y
Occidente; y la próspera vida urbana en la mayoría de los territorios
musulmanes sirvió de contrapeso a la agricultura. La importancia del comercio
suponía gran movilidad geográfica. Las enseñanzas de Mahoma fomentaron más la
movilidad social porque el Corán destacaba la igualdad de todos los musulmanes.
El resultado fue que en las cortes de Bagdad y Córdoba, y después en las de los
estados musulmanes que las sucedieron, para las personas con talento había
posibilidades de prosperar. Como la alfabetización estaba notablemente
extendida —un cálculo aproximado para el año 1000 más o menos señala que el 20
por ciento de los musulmanes varones sabía leer el árabe del Corán—, muchos
podían ascender mediante la educación. Rara vez los cargos se consideraban
hereditarios, y “nuevos hombres” podían llegar a la cima si demostraban
iniciativa y habilidades.
Había una importante excepción a esta regla de igualitarismo: el trato a
las mujeres. Tal vez porque la posición social era tan fluida, los hombres de
éxito ansiaban a toda costa conservar y mejorar su situación y “honor”; podían
lograrlo manteniendo o ampliando sus posesiones mundanas, entre las que se
incluían las mujeres. Puesto que las mujeres de un hombre eran lo más “valioso”
de su posición, tenía que asegurarse su inviolabilidad. El Corán permitía a un
hombre casarse con cuatro esposas, así que las mujeres escaseaban y las casadas
se segregaban de los restantes hombres. Un hombre rico tendría además un número
de sirvientas y concubinas, a quienes guardaba en una parte de su residencia
llamada el harén, donde estaban protegidas por eunucos, es decir, hombres
castrados. Dentro de estos cotos las mujeres rivalizaban por la preeminencia y
participaban en intrigas para mejorar el destino de sus hijos. Aunque sólo los
más ricos podían mantener grandes harenes, el sistema lo imitaban al máximo
todas las clases sociales. Basadas en el principio de que las mujeres eran
bienes muebles, estas prácticas fomentaron su degradación y las actitudes de
dominio en la vida sexual. Aunque en la sociedad de clase alta se toleraban las
relaciones homosexuales masculinas, éstas también se basaban en patrones de
dominio, por lo general de un adulto poderoso sobre un muchacho adolescente, en
buena medida como sucedía en el mundo griego antiguo.
Había dos vías importantes abiertas para los
hombres que deseaban dedicarse a la vida religiosa islámica. Una era la de los
ulemas, hombres instruidos cuya labor consistía en estudiar y ofrecer consejo
sobre todos los aspectos de la religión y la ley religiosa. No resulta
sorprendente que estos hombres apoyaran con frecuencia la tradición y el
mantenimiento riguroso de la fe; a menudo ejercían una gran influencia sobre la
conducta de la vida pública. Los ulemas se complementaban con los sufís,
místicos religiosos que equivaldrían a los monjes cristianos si no fuera por el
hecho de que no estaban obligados al celibato y rara vez se retiraban de la
vida de la comunidad. Los sufís se centraban en la contemplación y el éxtasis,
mientras que los ulemas lo hacían en la ley religiosa; no tenían un programa
común y en la práctica se comportaban de manera muy diferente. Algunos sufís
eran “derviches giradores”, conocidos así en Occidente por sus danzas; otros
eran faquires, asociados en Occidente con el encantamiento de serpientes en los
mercados, y otros más eran hombres tranquilos y reflexivos que no practicaban
ritos exóticos. Los sufís solían estar organizados en “hermandades” que se
esforzaban en convertir zonas distantes como África y la India. En todo el
mundo islámico el sufismo proporcionaba un canal para los impulsos religiosos
más intensos. La habilidad para coexistir de los ulemas y los sufís atestigua
el pluralismo cultural del mundo islámico. Pero la ausencia de vías para las
mujeres religiosas comparables a los conventos del mundo cristiano es un
recordatorio de los límites impuestos por el género a dicho pluralismo.»
[El texto pertenece a la edición en español
de Editorial Planeta, 2012, en traducción de Carmen Martínez Gimeno y Dulcinea
Otero-Piñeiro. ISBN: 978-84-0800-486-8.]
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