miércoles, 1 de diciembre de 2021

El antropólogo inocente. Notas desde una choza de barro.- Nigel Barley (1947)


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7.-“Oh, Camerún, cuna de nuestros padres”

 «Los dowayos no justifican nunca la elección de una esposa por su belleza sino más bien por su obediencia y bondad. Una mujer no debe ver nunca un pene que no haya sido circuncidado, de lo contrario enfermará. Un hombre no debe ver nunca una vagina so pena de perder el apetito sexual. De ahí que el coito sea un encuentro furtivo realizado en una oscuridad total en que ninguno de los dos participantes está desnudo. La mujer no se quita el manojo de hojas que lleva por delante y por detrás. En otro tiempo, los hombres llevaban un taparrabos que se desataba para permitir la extracción de la calabaza protectora del pene que tenían que llevar los circuncidados. Hoy en día los pantalones cortos están en boga y sólo los ancianos o los que realizan actividades rituales llevan ese tipo de protección. A modo de chiste, las mujeres imitan con los carrillos el ruido seco que hace el miembro viril al ser extraído de la calabaza; el mismo sonido sirve de eufemismo para referirse al propio acto sexual. Las mujeres esperan siempre recibir una recompensa por sus servicios, incluso de su propio esposo, hecho que ha conducido a severas comparaciones entre el concepto dowayo del matrimonio y la prostitución por parte de algunos predicadores; existe además una arraigada costumbre de llevar la cuenta de todo, incluso entre marido y mujer. Toda esta información la fui reuniendo poquito a poquito; la investigación de los festivales no relacionados con la vida diaria fue una cosa totalmente distinta.
 Por pura suerte, había llegado al país Dowayo el año siguiente a una buena cosecha de mijo (los años van aquí de una cosecha de mijo, que tiene lugar a primeros de noviembre, a la siguiente) y muchos habían aprovechado esa abundancia para organizar festivales de las calaveras en honor de sus muertos.
 Al morir, los cadáveres de los dowayos son envueltos en una mortaja de algodón autóctono y en los pellejos de las reses sacrificadas para la ocasión. Se los entierra agazapados. Unas dos semanas más tarde se retira la cabeza a través de una abertura dejada en el envoltorio para tal propósito, se la examina en busca de señales de brujería y se la mete en una olla que se coloca en un árbol. A partir de ahí los cráneos de hombres y mujeres (u hombres no circuncidados) reciben distinto tratamiento. Los de hombre son situados en el descampado de detrás de la choza donde las calaveras encuentran el descanso final. Los de mujer son colocados detrás de la choza de la aldea donde nació la mujer. Al casarse, la esposa se traslada a la aldea de su marido; al morir retorna a la suya.
 Al cabo de varios años, los espíritus de los muertos pueden empezar a importunar a sus parientes vivos apareciéndoseles en sueños, causándoles enfermedades o no dignándose penetrar en las entrañas de las mujeres para que nazcan niños y se reencarnen los espíritus. Esto quiere decir que es buen momento para organizar un festival de las calaveras. Normalmente, lo pone en marcha un hombre rico solicitando el apoyo de sus parientes y ofreciéndoles cerveza. Si se celebran dos fiestas sin desavenencias, se dispone la organización. Los dowayos se vuelven muy quisquillosos cuando están bebidos y es raro que no se produzcan disputas; para lograrlo se requiere el esfuerzo de todos los presentes. El hecho de que dos fiestas seguidas no se vean empañadas por pelea alguna indica una singular comunidad de propósitos.
 Yo me había enterado por Zuuldibo de que iba a celebrarse uno de estos festivales en una aldea distante unos veinticuatro kilómetros, y llevé a cabo un rastreo preliminar a fin de comprobar su veracidad.
 En el país Dowayo el cómputo del tiempo es una pesadilla para cualquiera que pretenda establecer un plan que abarque más allá de diez minutos en el futuro. El tiempo se mide en años, meses y días. Los más ancianos sólo tienen una vaga noción de lo que es una semana; parece que ese concepto se considera un préstamo cultural, igual que los nombres de los meses. Los viejos cuentan en días a partir del presente. Existe una complicada terminología que designa puntos determinados del pasado y el futuro como, por ejemplo, “el día anterior al día anterior a ayer”. Mediante este procedimiento, es virtualmente imposible fijar con precisión el día en que va a ocurrir una cosa. A esto se añade el hecho de que los dawayos son muy independientes y se molestan si alguien intenta organizarlos. Hacen las cosas cuando les viene en gana. Tardé mucho en acostumbrarme a ello; no me gustaba aprovechar mal el tiempo, me contrariaba perderlo y esperaba obtener una compensación por el que invertía. Estaba convencido de que tenía el récord mundial de oír la frase “No es el momento oportuno para eso”, pues era lo que contestaban los dowayos cada vez que trataba de obligarlos a enseñarme una cosa concreta en un momento concreto. Nunca quedaban en encontrarse a una hora o en un lugar determinados. La gente se extrañaba de que me sintiera ofendido cuando aparecían un día o una semana más tarde, o cuando recorría quince kilómetros para descubrir que no estaban en casa. Sencillamente, el tiempo no podía ser distribuido. Otras cosas de naturaleza más material entraban dentro de la misma categoría. El tabaco, por ejemplo, no admitía una separación clara entre lo mío y lo tuyo. Al principio me desconcertó que mi ayudante cogiera mi tabaco sin un formulario “con permiso” siquiera, mientras que no se le hubiera ocurrido jamás tocar mi agua. El tabaco, como el tiempo, es un área en que el grado de flexibilidad permitido por la cultura se halla muy lejos del nuestro. No es permisible negarse a compartir el tabaco; los amigos tienen derecho a registrarte los bolsillos y coger lo que encuentren. Cuando pagaba a mis informantes con un paquete, se lo escondían rápidamente pasando por alto todas las normas del recato y salían corriendo hacia casa, preocupadísimos por no encontrarse a nadie camino del lugar donde pretendían ocultarlo definitivamente.
Resultado de imagen de nigel barley el antropologo inocente Este viaje fue mi primera visita al valle conocido como Valle de las Palmeras Borassa, por los numerosos árboles de esta especie que tan sólo se dan allí. En los mapas antiguos todavía consta que una carretera discurre por el valle, pero en la actualidad se encuentra en un estado bastante lamentable. No obstante, conduciendo cuidadosamente se podía penetrar varios kilómetros en la fértil hondonada teniendo como telón de fondo las magníficas montañas que señalan la frontera con Nigeria. Allí los poblados se acercaban mucho más a la tradición de los dowayos del monte que los de mi zona. Por otra parte, era imposible comprender una palabra de lo que decía nadie, pues los tonos eran bastante distintos, exagerados hasta convertirse en enormes subidas y bajadas. Después de un par de horas de andar por el camino precedido por Matthieu y Zuuldibo llegamos al recinto del jefe de la región. Las chozas estaban tan juntas, con propósitos defensivos, que había que ponerse a cuatro patas para pasar entre ellas. Las de la entrada eran tan bajas que todos tuvimos que tumbarnos panza abajo y arrastrarnos para poder penetrar. La estatura media de los habitantes de Kongle es aproximadamente de un metro sesenta y ocho. Aquí todos eran fornidos individuos de más de metro ochenta, de modo que tal disposición debía de resultarles muy molesta.
 El jefe, un asombroso pirata viejo con un solo ojo y profundas escarificaciones ornamentales por todo el rostro, nos recibió con gran ceremonia. Puso cerveza a nuestra disposición y Zuuldibo se lanzó al ataque con avidez. Yo empecé a temer que nos pasáramos el día allí. Nos confirmaron que se iba a celebrar el festival de las calaveras, aun cuando no conseguimos precisar la fecha exacta. Hasta que no empezaron el consabido “el día siguiente al día siguiente…” no me di cuenta de que el jefe estaba borracho. Zuuldibo se esforzaba por alcanzarlo. Él hablaba dowayo, los demás fulani. Uno de sus hijos se incorporó a la reunión y se puso a habla en francés. Al poco se hizo patente que no tenía ni idea de quién era yo, pues me había confundido con el lingüista holandés, treinta años mayor que yo, que había vivido en su aldea durante varios años y se había marchado hacía poco. Por lo visto, todos los blancos le parecíamos iguales. Estaría encantado de que los acompañara cuando se celebrara la ceremonia. Ya me avisaría. Yo sabía por experiencia que no lo haría, pero le di las gracias efusivamente y conseguí convencer a Zuuldibo de que nos marcháramos a cambio de llenar mi cantimplora de cerveza para el viaje.
 Eran las últimas horas la tarde de un día muy caluroso y la piel de la cara se me caía a tiras. Los dowayos no me quitaban ojo, sin duda esperando que pronto empezara a aparecer mi verdadera naturaleza negra.
 Incluso los ancianos de esa raza caminan a una velocidad que duplica la de los europeos y saltan de una piedra a otra como las cabras. Empecé a arrepentirme de no haber llevado agua. Mis acompañantes se acomodaron amablemente a mi paso, perplejos por el hecho de que un blanco pudiera andar. Todos tenían exagerados prejuicios sobre nuestra inutilidad y nuestra vulnerabilidad ante la enfermedad y la incomodidad, que se explicaban por el hecho de que teníamos la “piel delicada”. Lo cierto es que la piel de los pies y los codos de los africanos mide dos centímetros de espesor y ese pétreo pellejo les permite andar descalzos sobre piedras afiladas o incluso sobre cristal sin sufrir daño alguno. Por fin llegamos al coche y emprendimos el regreso, no sin antes recoger a una mujer que pasaba. Apenas habíamos recorrido kilómetro y medio cuando empezó a vomitar, como de costumbre, encima de mí. Mientras estuve entre los dowayos, fueron no pocas las personas y los perros que aprovecharon para vomitarme encima. En la estación lluviosa no había problema, te detenías junto a un río y te zambullías totalmente vestido para limpiarte.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2005, en traducción de Mª José Rodellar y revisión técnica de Alberto Cardín, pp.101-105. ISBN: 84-339-258-0.]

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