7.-“Oh, Camerún, cuna de nuestros padres”
«Los dowayos no justifican nunca la elección
de una esposa por su belleza sino más bien por su obediencia y bondad. Una
mujer no debe ver nunca un pene que no haya sido circuncidado, de lo contrario
enfermará. Un hombre no debe ver nunca una vagina so pena de perder el apetito
sexual. De ahí que el coito sea un encuentro furtivo realizado en una oscuridad
total en que ninguno de los dos participantes está desnudo. La mujer no se
quita el manojo de hojas que lleva por delante y por detrás. En otro tiempo,
los hombres llevaban un taparrabos que se desataba para permitir la extracción
de la calabaza protectora del pene que tenían que llevar los circuncidados. Hoy
en día los pantalones cortos están en boga y sólo los ancianos o los que
realizan actividades rituales llevan ese tipo de protección. A modo de chiste,
las mujeres imitan con los carrillos el ruido seco que hace el miembro viril al
ser extraído de la calabaza; el mismo sonido sirve de eufemismo para referirse
al propio acto sexual. Las mujeres esperan siempre recibir una recompensa por
sus servicios, incluso de su propio esposo, hecho que ha conducido a severas
comparaciones entre el concepto dowayo del matrimonio y la prostitución por
parte de algunos predicadores; existe además una arraigada costumbre de llevar
la cuenta de todo, incluso entre marido y mujer. Toda esta información la fui
reuniendo poquito a poquito; la investigación de los festivales no relacionados
con la vida diaria fue una cosa totalmente distinta.
Por pura suerte, había llegado al país Dowayo
el año siguiente a una buena cosecha de mijo (los años van aquí de una cosecha
de mijo, que tiene lugar a primeros de noviembre, a la siguiente) y muchos
habían aprovechado esa abundancia para organizar festivales de las calaveras en
honor de sus muertos.
Al morir, los cadáveres de los dowayos son
envueltos en una mortaja de algodón autóctono y en los pellejos de las reses
sacrificadas para la ocasión. Se los entierra agazapados. Unas dos semanas más
tarde se retira la cabeza a través de una abertura dejada en el envoltorio para
tal propósito, se la examina en busca de señales de brujería y se la mete en
una olla que se coloca en un árbol. A partir de ahí los cráneos de hombres y
mujeres (u hombres no circuncidados) reciben distinto tratamiento. Los de
hombre son situados en el descampado de detrás de la choza donde las calaveras
encuentran el descanso final. Los de mujer son colocados detrás de la choza de
la aldea donde nació la mujer. Al casarse, la esposa se traslada a la aldea de
su marido; al morir retorna a la suya.
Al cabo de varios años, los espíritus de los
muertos pueden empezar a importunar a sus parientes vivos apareciéndoseles en
sueños, causándoles enfermedades o no dignándose penetrar en las entrañas de
las mujeres para que nazcan niños y se reencarnen los espíritus. Esto quiere
decir que es buen momento para organizar un festival de las calaveras.
Normalmente, lo pone en marcha un hombre rico solicitando el apoyo de sus
parientes y ofreciéndoles cerveza. Si se celebran dos fiestas sin
desavenencias, se dispone la organización. Los dowayos se vuelven muy
quisquillosos cuando están bebidos y es raro que no se produzcan disputas; para
lograrlo se requiere el esfuerzo de todos los presentes. El hecho de que dos
fiestas seguidas no se vean empañadas por pelea alguna indica una singular
comunidad de propósitos.
Yo me había enterado por Zuuldibo de que iba a
celebrarse uno de estos festivales en una aldea distante unos veinticuatro
kilómetros, y llevé a cabo un rastreo preliminar a fin de comprobar su
veracidad.
En el país Dowayo el cómputo del tiempo es una
pesadilla para cualquiera que pretenda establecer un plan que abarque más allá
de diez minutos en el futuro. El tiempo se mide en años, meses y días. Los más
ancianos sólo tienen una vaga noción de lo que es una semana; parece que ese
concepto se considera un préstamo cultural, igual que los nombres de los meses.
Los viejos cuentan en días a partir del presente. Existe una complicada
terminología que designa puntos determinados del pasado y el futuro como, por
ejemplo, “el día anterior al día anterior a ayer”. Mediante este procedimiento,
es virtualmente imposible fijar con precisión el día en que va a ocurrir una
cosa. A esto se añade el hecho de que los dawayos son muy independientes y se
molestan si alguien intenta organizarlos. Hacen las cosas cuando les viene en
gana. Tardé mucho en acostumbrarme a ello; no me gustaba aprovechar mal el
tiempo, me contrariaba perderlo y esperaba obtener una compensación por el que
invertía. Estaba convencido de que tenía el récord mundial de oír la frase “No
es el momento oportuno para eso”, pues era lo que contestaban los dowayos cada vez
que trataba de obligarlos a enseñarme una cosa concreta en un momento concreto.
Nunca quedaban en encontrarse a una hora o en un lugar determinados. La gente
se extrañaba de que me sintiera ofendido cuando aparecían un día o una semana
más tarde, o cuando recorría quince kilómetros para descubrir que no estaban en
casa. Sencillamente, el tiempo no podía ser distribuido. Otras cosas de
naturaleza más material entraban dentro de la misma categoría. El tabaco, por
ejemplo, no admitía una separación clara entre lo mío y lo tuyo. Al principio
me desconcertó que mi ayudante cogiera mi tabaco sin un formulario “con
permiso” siquiera, mientras que no se le hubiera ocurrido jamás tocar mi agua.
El tabaco, como el tiempo, es un área en que el grado de flexibilidad permitido
por la cultura se halla muy lejos del nuestro. No es permisible negarse a
compartir el tabaco; los amigos tienen derecho a registrarte los bolsillos y
coger lo que encuentren. Cuando pagaba a mis informantes con un paquete, se lo
escondían rápidamente pasando por alto todas las normas del recato y salían
corriendo hacia casa, preocupadísimos por no encontrarse a nadie camino del
lugar donde pretendían ocultarlo definitivamente.
Este viaje fue mi primera visita al valle
conocido como Valle de las Palmeras Borassa, por los numerosos árboles de esta
especie que tan sólo se dan allí. En los mapas antiguos todavía consta que una
carretera discurre por el valle, pero en la actualidad se encuentra en un
estado bastante lamentable. No obstante, conduciendo cuidadosamente se podía
penetrar varios kilómetros en la fértil hondonada teniendo como telón de fondo
las magníficas montañas que señalan la frontera con Nigeria. Allí los poblados
se acercaban mucho más a la tradición de los dowayos del monte que los de mi
zona. Por otra parte, era imposible comprender una palabra de lo que decía
nadie, pues los tonos eran bastante distintos, exagerados hasta convertirse en
enormes subidas y bajadas. Después de un par de horas de andar por el camino
precedido por Matthieu y Zuuldibo llegamos al recinto del jefe de la región.
Las chozas estaban tan juntas, con propósitos defensivos, que había que ponerse
a cuatro patas para pasar entre ellas. Las de la entrada eran tan bajas que
todos tuvimos que tumbarnos panza abajo y arrastrarnos para poder penetrar. La
estatura media de los habitantes de Kongle es aproximadamente de un metro
sesenta y ocho. Aquí todos eran fornidos individuos de más de metro ochenta, de
modo que tal disposición debía de resultarles muy molesta.
El jefe, un asombroso pirata viejo con un solo
ojo y profundas escarificaciones ornamentales por todo el rostro, nos recibió
con gran ceremonia. Puso cerveza a nuestra disposición y Zuuldibo se lanzó al
ataque con avidez. Yo empecé a temer que nos pasáramos el día allí. Nos
confirmaron que se iba a celebrar el festival de las calaveras, aun cuando no
conseguimos precisar la fecha exacta. Hasta que no empezaron el consabido “el
día siguiente al día siguiente…” no me di cuenta de que el jefe estaba
borracho. Zuuldibo se esforzaba por alcanzarlo. Él hablaba dowayo, los demás
fulani. Uno de sus hijos se incorporó a la reunión y se puso a habla en
francés. Al poco se hizo patente que no tenía ni idea de quién era yo, pues me
había confundido con el lingüista holandés, treinta años mayor que yo, que
había vivido en su aldea durante varios años y se había marchado hacía poco.
Por lo visto, todos los blancos le parecíamos iguales. Estaría encantado de que
los acompañara cuando se celebrara la ceremonia. Ya me avisaría. Yo sabía por
experiencia que no lo haría, pero le di las gracias efusivamente y conseguí
convencer a Zuuldibo de que nos marcháramos a cambio de llenar mi cantimplora
de cerveza para el viaje.
Eran las últimas horas la tarde de un día muy
caluroso y la piel de la cara se me caía a tiras. Los dowayos no me quitaban
ojo, sin duda esperando que pronto empezara a aparecer mi verdadera naturaleza
negra.
Incluso los ancianos de esa raza caminan a una
velocidad que duplica la de los europeos y saltan de una piedra a otra como las
cabras. Empecé a arrepentirme de no haber llevado agua. Mis acompañantes se
acomodaron amablemente a mi paso, perplejos por el hecho de que un blanco
pudiera andar. Todos tenían exagerados prejuicios sobre nuestra inutilidad y
nuestra vulnerabilidad ante la enfermedad y la incomodidad, que se explicaban
por el hecho de que teníamos la “piel delicada”. Lo cierto es que la piel de
los pies y los codos de los africanos mide dos centímetros de espesor y ese
pétreo pellejo les permite andar descalzos sobre piedras afiladas o incluso
sobre cristal sin sufrir daño alguno. Por fin llegamos al coche y emprendimos
el regreso, no sin antes recoger a una mujer que pasaba. Apenas habíamos
recorrido kilómetro y medio cuando empezó a vomitar, como de costumbre, encima
de mí. Mientras estuve entre los dowayos, fueron no pocas las personas y los
perros que aprovecharon para vomitarme encima. En la estación lluviosa no había
problema, te detenías junto a un río y te zambullías totalmente vestido para
limpiarte.»
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