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domingo, 10 de diciembre de 2023

Comentarios al apocalipsis de San Juan.- Beato de Liébana (701 - c. 798)


Beato de Liébana. Códice de Lorvao – Patrimonio Ediciones
Libro segundo

Comienza el prólogo acerca de la Iglesia y de la sinagoga para que tú, lector, conozcas de la manera más completa sus características propias, y quiénes forman parte de cada una

  «Iglesia es un vocablo griego, que en latín se traduce por asamblea, porque llama a todos los hombres a pertenecer a ella. Católica significa universal, del griego «kata» y «oíos», es decir, según la totalidad. Pues no se limita como los conventículos de los herejes a algunas zonas de las regiones, sino que se difunde extendida por todo el orbe de la tierra. Esto lo afirma el Apóstol en su carta a los Romanos, diciendo: Doy gracias a Dios por todos vosotros, porque vuestra fe es alabada en el mundo entero (Rom 1,8). Por eso también es llamada universal, que viene de uno, porque se reagrupa en unidad. De ahí que el Señor diga en el Evangelio: el que no recoge conmigo, desparrama (Mt 12,30). ¿Por qué, si la Iglesia es una, escribe Juan a las siete Iglesias, sino para dar a entender que la única Iglesia católica está llena del espíritu septiforme? Como sabemos que Salomón dijo acerca del Señor: la sabiduría ha edificado una casa, ha labrado sus siete columnas (Prov 9,1). Estas columnas no se duda que sean una, según el Apóstol que dice: la Iglesia del Dios vivo, columna y fundamento de la verdad (1 Tim 3,15). Comenzó la Iglesia en el lugar donde vino del cielo el Espíritu Santo y llenó a los que estaban reunidos en un mismo lugar. Durante su existencia terrena la Iglesia es llamada Sión, porque, situada desde la lejanía de su peregrinación, mira en lontananza la promesa de los bienes celestiales: por eso lleva el nombre de Sión, que significa «mirar desde la atalaya». Pero en relación con la paz de la patria futura, su nombre es Jerusalén; pues Jerusalén significa «visión de paz». Allí, destruida, es decir, devorada toda adversidad, poseerá la visión de la presencia de la paz, que es Cristo. La Iglesia se compone de éstos: Cristo, los ángeles, los patriarcas, los profetas, los apóstoles, los mártires, los clérigos, los monjes, los fieles y los religiosos. Esta Iglesia es llamada también el cielo, en el que el sol, la luna y las estrellas, de las que hemos hablado antes, irradian con las luces de sus virtudes. Cristo es llamado así por el crisma, es decir, la unción. Estaba ordenado a los judíos que hiciesen un ungüento sagrado, con el que pudieran ser ungidos los que eran llamados al sacerdocio o a la dignidad real. Y así como ahora un manto de púrpura es la señal de dignidad real, así para ellos la unción sagrada confería nombre y potestad real. De aquí que Cristo venga de crisma, que significa unción, pues la palabra griega crisma se dice en latín unción. También la Iglesia, hecha espiritual, aplicó el nombre al Señor, porque fue ungido por Dios Padre con el Espíritu Santo, como se dice en los Hechos de los Apóstoles: en esta ciudad se han aliado contra tu santo siervo Jesús, a quien has ungido (Hech 4,27), no con óleo visible, sino con el don de la gracia, que se significa en el ungüento visible. Pues Cristo no es el nombre propio del Salvador, sino designación común de potestad. Cuando se dice Cristo, es un nombre común de dignidad. Si decimos Jesucristo, estamos hablando del Salvador. El nombre de Cristo no existió en ninguna región, ni en otro pueblo, sino sólo en aquella región donde Cristo era anunciado por los profetas y donde iba a venir. Pues el mismo Hijo unigénito de Dios Padre, siendo igual que el Padre, por nuestra salvación tomó nuestra forma de siervo, para abrir a los hombres un camino de salvación hacia el cielo. Es Dios y Hombre, porque es Verbo y carne; de aquí que se diga que es doblemente engendrado, porque el Padre le engendró sin madre en la eternidad, y porque la Madre le engendró sin el Padre en el tiempo. Se le llama Unigénito, según la dignidad divina, porque no tiene hermanos; Primogénito, conforme a su condición humana, porque por la adopción de la gracia se ha dignado tener hermanos, de los que es el primogénito. Se dice Mesías en hebreo, en griego Cristo, en latín Ungido. Se llama Jesús en hebreo, Sotero en griego, Salvador en latín, porque él salvará a su pueblo. Así como Cristo hace referencia a Rey, así Jesús hace referencia a Salvador. Así que no nos salva un rey cualquiera, sino nuestro Rey Salvador.
  Ángeles es palabra griega, que en hebreo es «Malakot», y en latín significa mensajeros, porque anuncian a los pueblos la voluntad del Señor. La palabra ángeles hace referencia a la función que desempeñan, no a su naturaleza, pues siempre son espíritus; pero cuando son enviados, se les llama ángeles, a los que la audacia de los pintores les representa con alas, para dar a entender su rapidez de desplazamiento a todos los lugares. Así como también los poetas dicen del viento que tiene alas, por su velocidad. Por eso dice la Sagrada Escritura: sobre las alas del viento te deslizas (Sal 104,3). Nueve son las categorías de ángeles que cita la Sagrada Escritura: ángeles, arcángeles, tronos, dominaciones, virtudes, principados, potestades, querubines y serafines. Diremos a continuación, al explicar sus funciones, el porqué de sus nombres.
  Se llaman Ángeles porque son enviados del cielo para dar un mensaje a los hombres. Ángel en griego significa mensajero en latín. Arcángeles en griego quiere decir los mensajeros principales. Los que anuncian las noticias pequeñas o mínimas son ángeles; los que anuncian las noticias principales son arcángeles. Se les conoce por arcángeles, porque tienen la primacía entre los ángeles. «Archos» en griego, en latín significa Príncipe. Son los caudillos y príncipes, bajo cuyas órdenes se les designan las misiones a cada uno de los ángeles. Así como en la tierra hay caudillos y príncipes, tribunos y centuriones, que tienen autoridad sobre los hombres, así también los arcángeles presiden a los ángeles. Lo atestigua el profeta Zacarías, diciendo: En esto el Ángel que hablaba conmigo se adelantó; otro Ángel salió a su encuentro y le dijo: corre, habla a ese joven y dile: como las ciudades abiertas será habitada Jerusalén (Zac 2,8). Si, pues, en las funciones propias de ángeles los superiores no ordenasen a los inferiores, no habría podido saber por medio de un ángel lo que el otro ángel quería que dijera al hombre. Algunos de los arcángeles tienen nombres propios, para que sus mismos nombres designen la tarea que se les encomienda. Gabriel en hebreo, se traduce en nuestra lengua por fortaleza de Dios: donde haya de manifestarse el poder y la fortaleza divina, allí es enviado Gabriel. Por eso en el tiempo en que el Señor iba a nacer y triunfar del mundo, vino Gabriel a María, para anunciar que el que venía a derrotar a los poderes del aire se dignaba venir humilde. Miguel quiere decir quién como Dios. Cuando en el mundo se realiza algo de poder admirable, es enviado este arcángel. De su misión proviene su nombre, porque nadie puede realizar lo que Dios puede. Rafael significa salud o medicina de Dios: donde hay necesidad de curar y sanar, Dios envía a este arcángel y por eso se llama medicina de Dios. Este mismo arcángel fue enviado a Tobías, aplicó a los ojos su remedio y, eliminada la ceguera, le restituyó la vista, pues el significado del nombre designa la misión del arcángel. Uriel significa fuego de Dios, como leemos que apareció el fuego en la zarza. Leemos también que el fuego fue enviado desde lo alto y que había realizado lo que se le había ordenado. Los tronos, dominaciones, principados, potestades y virtudes, nombres con los que el apóstol abarca la total comunidad celestial, designan órdenes y dignidades angélicas. 
Leer Comentarios al Apocalipsis de San Juan [BAC-Facundo] de Beato ... Y por esta misma distribución de funciones, unos se llaman tronos, otros dominaciones, otros principados, otros potestades, en virtud de determinadas dignidades con las que se distinguen entre sí. Las virtudes ejercen ciertos ministerios angélicos, por los que se realizan en el mundo signos y milagros; por eso se llaman virtudes. Son potestades aquellos a quienes se someten los poderes enemigos. Se les llama potestades porque los espíritus malignos se someten a su poder, para que no hagan al mundo todo el daño que desean. Principados son aquellos que están al mando de las milicias angélicas, y reciben el nombre de principados porque disponen de los ángeles subordinados para cumplir el ministerio divino. Pues unos son los que sirven y otros los que están en pie delante de él. Como se dice en Daniel: miles de millares le servían, miríadas de miríadas en pie delante de él (Dan 7,10). Dominaciones son aquellos que tienen incluso mayor dignidad que las virtudes y principados. Se llaman dominaciones porque están al mando de todos los ejércitos angélicos. Los tronos son grupos de ángeles, que en latín se designan por la palabra Sedes.Y se llaman tronos porque los preside el Creador y por medio de ellos transmite sus órdenes. Querubines son los que ejercen los más sublimes poderes celestiales y ministerios angélicos; su nombre hebreo se traduce a nuestro idioma por magnitud de ciencia. Son el más sublime ejército de ángeles, porque, al estar más cerca de la sabiduría divina, están mucho más llenos de ella que los demás. Ellos son aquellos dos vivientes sobre el propiciatorio del arca, hechos de metal, porque debían significar la presencia de los ángeles, en medio de los cuales se manifiesta Dios. Los serafines, también de forma semejante, son aquella multitud de ángeles que del hebreo se traduce en latín por ardientes o encendidos; y se llaman así porque entre Dios y ellos no hay ningún grupo de ángeles. Y así, cuanto más cerca permanecen delante de Dios, tanto más son inflamados por la claridad de la luz divina. Ellos son los que ocultan la faz y los pies del que se sienta en el trono de Dios.
 Y por eso los restantes grupos de ángeles no pueden ver plenamente la esencia de Dios, porque le cubren los serafines. Estos nombres de milicias angélicas son nombres especiales de una categoría de ángeles, de tal manera que, sin embargo, son en parte comunes a todas. Pues aunque los tronos son llamados de forma especial el asiento de Dios en su categoría de ángeles, sin embargo se dice por el Salmista: Tú que estás sentado sobre querubines (Sal 80,2). Pero estas categorías de ángeles son designadas con nombres particulares, porque en su categoría propia recibieron de una forma más plena esta peculiar función. Y aunque sea común a todas las categorías angélicas, sin embargo son estas funciones asignadas propiamente a la suya. A cada uno, como ya se ha dicho, le están asignadas las funciones propias que, se dice, merecieron al comienzo del mundo. Que los ángeles presiden los territorios y los hombres, lo afirma un ángel por medio del profeta diciendo: El príncipe del Reino de Persia me ha hecho resistencia (Dan 10,13). Está, pues, claro que no hay lugar alguno que no presidan los ángeles. Presiden incluso los auspicios de todas las obras. Esta es la jerarquía y distinción de los ángeles que, después de la caída de los malos, permanecieron en el vigor celestial. Pues después de caer los ángeles apóstatas, éstos permanecieron firmes en la perseverancia de la eterna beatitud. Por eso se repite, después de la creación del cielo en el principio: haya un firmamento; y llamó al firmamento “cielo” (Gén 1,6). Manifestando sin duda que, después de la ruina de los ángeles malos, los que permanecieron, consiguieron la firmeza de la perseverancia eterna. Lejos ya de toda caída, no sucumbiendo ya a ningún tipo de soberbia, sino permaneciendo firmes en la contemplación y en el amor de Dios, no tienen ninguna otra cosa más agradable que aquel por quien fueron creados. Los dos serafines que aparecen en el libro de Isaías representan en figura al Antiguo y Nuevo Testamento. El que cubran la faz y los pies de Dios significa que no podemos saber lo que sucedió antes de la creación del mundo, ni lo que sucederá después del mundo, sino que sólo vemos lo que está en medio, gracias a su testimonio. Cada uno de ellos tiene seis alas, porque en el siglo presente, de la creación del mundo sólo sabemos la obra de los seis días. Y se gritan el uno al otro por tres veces: Santo, para dar a entender el misterio de la Trinidad en una sola divinidad.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Biblioteca de Autores Cristianos, 2004, en traducción: Alberto del Campo Hernández, Joaquín González Echegaray y Leslie G. Freeman. ISBN: 978-84-7914-732-7.]

lunes, 12 de noviembre de 2018

El año mil.- Henri Focillon (1881-1943)


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Capítulo 1: El problema de los terrores
1.-Origen y desarrollo de las creencias milenaristas

«La idea del fin del mundo aparece en casi todos los antiguos pueblos como un elemento fundamental de su religión o de su filosofía, lo mismo que la idea de la resurrección gloriosa, lo mismo que el tema de la periodicidad milenaria: así, en el mazdeísmo iranio, al cabo de once mil años, se abaten sobre el mundo el invierno y la noche pero del reino de Yima descienden, resucitados, los muertos para repoblar la tierra. Análogas creencias se encuentran en la antigua mitología germánica, en algunas comunidades musulmanas. La filosofía de Heráclito y la filosofía estoica estaban ya más o menos impregnadas de doctrinas semejantes. En el De natura deorum, Cicerón explica cómo el mundo perecerá por el fuego, pero como el fuego es alma, como el fuego es dios, el mundo renacerá tan bello como antes.
 Según el milenarismo cristiano, Cristo debe gobernar el mundo durante un período de mil años -en latín, el millenium; en griego, el chiliasme-. Esta idea es esencial en el cristianismo primitivo, en el que continúa una vieja tradición judaica. Harnack ha dilucidado muy bien la trayectoria de esta idea y la complejidad de los elementos que la componen: la suprema lucha entre los enemigos de Dios, el retorno de Cristo, el Juicio Final, la fundación en la tierra de un reino glorioso. En la literatura apocalíptica judía, en Jeremías, en Ezequiel, en Daniel, así como en los Salmos, el reino mesiánico no es limitado en su duración. Aparece además una idea nueva: se distingue la venida del Mesías y la aparición del Dios juez. De aquí una duración limitada en la realeza mesiánica propiamente dicha: limitada, pero no precisada por Baruch, para quien esta realeza durará hasta que acabe la corrupción del mundo -texto precioso, pues nos impide confundir el reino mesiánico, en el que la humanidad se debate aún contra el pecado, con el reino de gloria-. Según el apocalipsis de Ezra y según el Talmud, la duración del reino mesiánico es de cuatrocientos años. Pero la que se le asigna más frecuentemente es de un milenio, es decir, un día de Dios, un día de mil años. En el transcurso de la Edad Media vemos aparecer este concepto de un semana inmensa, cuyos siete días representan las siete edades del mundo, correspondiente la última al reinado del Mesías y con un valor sabático. Harnack observa sagazmente que el principio de una limitación de duración no aparece ni en la literatura evangélica ni en la literatura apostólica. Pero el Apocalipsis de San Juan, ese extraño testimonio de la supervivencia del pensamiento judío en los cristianos de Asia, es categórico en este punto: el reino mesiánico debe durar mil años. Después aparecerá Satanás por poco tiempo y será destruido. Entonces saldrán de sus tumbas los muertos para ser juzgados y, como en el mazdeísmo, un nuevo universo, reino de gloria, será creado por los elegidos. Un judío-cristiano, Cerinto, se lo representaba, según Eusebio, lleno de sensualidad oriental: después del apocalipsis de la destrucción y del castigo, el apocalipsis de las delicias humanas. Como quiera que sea, en una o en otra forma, esta idea, en sus grandes líneas, queda ya como idea ortodoxa y los doctores que intentan conciliar paganismo y cristianismo, Justino, por ejemplo, la retienen como un elemento esencial de éste.
 Puede decirse que es el período más floreciente de los conceptos milenaristas. Lo que hay a la vez de fulgurante y de oscuro en el Apocalipsis juánico favorecía, a través de las diversas interpretaciones, ese sentimiento de espera, esa fe en alerta, en expectativa que es lo propio del mesianismo. El Señor había venido. El Señor había de volver. El Señor juzgaría a los vivos y a los muertos. ¿Cómo calcular los tiempos? Ese día formidable, el día último y la edad última del mundo, ¿se estaba ya en él, estaba a punto de cumplirse, iba a aparecer ya el Anticristo? Desde mediados del siglo segundo comienza ya la larga controversia entre la interpretación literaria y la interpretación mística. El viejo milenio judío cae en el descrédito detrás del montañismo, que lo había adoptado. La Iglesia griega desconfía cada vez más de lo que considera un sueño de visionarios, hasta el punto de excluir el Apocalipsis del número de los escritos canónicos. Los intentos de conciliación , como el de Dionisio de Alejandría, sólo provisionalmente atenúan un debate que en el interior del cristianismo enfrenta, a propósito del milenio, el genio judío con el genio griego, la ansiedad de un mesianismo eterno con el misticismo helenístico. Los teólogos de Alejandría y de Bizancio rechazan el Apocalipsis; las viejas comunidades orientales, más o menos impregnadas de judaísmo, lo conservan. Se puede creer en un fenómeno de tradicionalismo estrecho que se ejerce en medios confinados: en el Egipto copto, en Arabia, en Etiopía, en Armenia. Pero en Occidente, donde el pensamiento teológico es tan activo y tan rico, no se encuentra el mismo conservadurismo en maestros como Tertuliano, Lactancio, Sulpicio Severo. Es extraordinario comprobar no ya un simple matiz de tono, sino una oposición de doctrina.
 Estos maestros no tienen ninguna duda sobre la autenticidad y sobre el carácter apostólico de Juan. Ninguna duda sobre la venida futura o próxima de Cristo, que instaurará su reino y la Iglesia de los santos para mil años. Ninguna duda sobre el retorno de Nerón como Anticristo. No es demasiado aventurado afirmar que el milenario apocalíptico, con su impresionante visualidad, con sus especulaciones judaicas sobre los números, con su jadeante imprecisión sobre el momento en que los días serán cumplidos, mantiene a la Iglesia en esa alarma dramática a la que tan bien se prestan los cristianos orientales y que repugna al helenismo cristiano.
 ¿Es esta influencia de los Padres griegos la que, a través de doctores como San Jerónimo, acabó en el siglo IV por atenuar, por embotar las convicciones apocalípticas? ¿Es un fenómeno de ese descaecimiento que suele producirse después de altas tensiones morales y de la primera virulencia de las doctrinas? ¿Es, en fin, la interpretación del milenio por San Agustín, que parece cortar el estado de trance del alma cristiana o, más bien, que lo aquieta extendiéndolo en largos siglos? Para Agustín, la Iglesia es el reino de Jesucristo y el milenio comenzó el año de la Encarnación.»
 
   [El fragmento pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 1966, en traducción de Consuelo Berges. Depósito legal: M. 12.617-1966.]