10.-La pila del agua bendita y el cenicero
«-Usted dispense, señor Paleari -le objetaba yo-. Pero fíjese: supongamos que un gran hombre, mientras pasea, tiene la desgracia de caerse y romperse la crisma y quedarse lelo. ¿Adónde va a parar su alma?
El señor Paleari quedóseme mirando de hito en hito, como si de pronto le cayese a los pies un pedrusco.
-¿Que adónde va a parar el alma?
-Sí, y lo mismo si nos ocurre esa desgracia a usted o a mí, que, aunque no soy un gran hombre, sin embargo..., ¡vamos!, razono. Suponga usted que me caigo, me rompo la crisma y me quedo lelo. ¿Qué se ha hecho de mi alma?
Paleari juntó las manos y, con expresión de benigna lástima, me repuso:
-Pero, ¡Dios santo!, ¿por qué quiere usted caerse y romperse la crisma, querido señor Meis?
-Es una hipótesis...
-Pues no, señor, siga usted paseándose tranquilamente. Cojamos a los viejos que, sin necesidad de caerse ni romperse la crisma, se vuelven chochos. Bien, ¿qué quiere decir esto? ¿Tendría usted la pretensión de querer probarme, apoyándose en esa circunstancia, que al quebrantarse el cuerpo debilítase también el alma y que la extinción del uno supone la extinción del otro? Pues, si es así, haga usted el favor de imaginarse el caso contrario, es decir, cuerpos en el colmo de la extenuación y en los cuales, sin embargo, refulge potentísima la luz del alma: Giacomo Leopardi y tantos ancianos como, por ejemplo, su santidad León XIII, sin ir más lejos. ¿Qué dice usted a esto? Pero supóngase usted ahora un piano y un pianista y, que al estarlo tocando, el piano, de pronto desafina: no suena ya esta tecla, dos o tres cuerdas saltaron. Pues bien: naturalmente, con un instrumento tan estropeado, por fuerza ha de tocar mal el pianista, por más diestro que sea. Pero y si, por fin, el piano deja de ser, ¿será que no existe ya tampoco el pianista?
-¿Quiere usted dar a entender que el cerebro es el piano y el alma el pianista?
-Eso mismo, señor Meis. Y si el cerebro se estropea, por fuerza el alma ha de parecer mema o loca, o qué sé yo. Lo cual quiere decir que si el pianista rompió, no por accidente, sino por inadvertencia o adrede, el instrumento, habrá de pagarlo. El que rompe, paga; se paga todo; sí, señor, todo. Pero ésta es otra cuestión. Dispénseme usted, pero dígame: ¿no hace mella alguna en su ánimo ver que la Humanidad toda, hasta donde hay noticia de ella, alimentó siempre la aspiración a otra vida más allá? Este es un hecho, señor mío: un hecho, una prueba positiva.
-Dicen que el instinto de conservación...
-Pues no es así, para que usted se entere. Porque, lo que es yo, me chincho, ¿sabe usted?, en esta vil pelleja que me envuelve. Me pesa, y si la soporto es porque sé que debo soportarla; pero en probándome, ¡voto a Cristo!, que después de haberla soportarlo por espacio de otros cinco o seis o diez años, aún no habré pagado mi escote de algún modo y que todo ha de acabar aquí, pues, ¡nada!, que ya me la estoy arrancando. ¿Y quiere usted decirme dónde está, entonces, el instinto de conservación? Yo sigo tirando únicamente porque siento que la cosa no puede parar en eso. Sólo que a esto salen diciéndome que una cosa es el individuo y otra la Humanidad. El individuo acaba, la especie sigue evolucionando. ¡Vaya un modo de discurrir! Fíjese, si no, un poco, señor Meis. ¡Como si usted, yo, el vecino de al lado, todos, en una palabra, no fuésemos la Humanidad! ¿Y no pensamos todos nosotros, allá en nuestro fuero interno, que sería el colmo del absurdo, la cosa más atroz, el que todo hubiera de reducirse a este mundo, a este mísero soplo de nuestra vida terrena: cincuenta, sesenta años de calamidades, sinsabores y luchas? Y, todo, ¿por qué? ¡Pues por nada! ¡Por la Humanidad! Pero ¿y si la Humanidad no ha de ser tampoco eterna? Fíjese usted, señor Meis: ¿a qué habrán venido, entonces, toda esta vida, todo este progreso, toda esta evolución? ¿A nada?... ¡Pero si luego salen diciéndonos que la nada, la nada pura, no existe!... La curación del planeta, como dijo usted el otro día, ¿verdad? Bueno: supongamos que sea la curación; sólo hay que ver en qué sentido. Lo malo que tiene la ciencia, señor Meis, es eso precisamente: que no ve más allá de la vida...
-Pero, ¡también tenemos que morir! -replicome Paleari.
-Conformes, pero, ¿por qué pensar tanto en ello?
-¿Que por qué? Pues porque no podemos atinar con el sentido de la vida si de algún modo no nos explicamos también la muerte. El criterio director de nuestros actos, el hilo para salir de este laberinto, la luz, en suma, señor Meis, la luz hemos de recibirla de allá, de la muerte.
-¿Con la oscuridad que allí reina?
-¿Oscuridad? ¡La habrá para usted! Pero pruebe usted a encender una lamparilla de fe con el aceite puro del alma. En faltándonos esta lamparilla, no hacemos más que dar tumbos de acá para allá en esta vida, como ciegos, pese a toda la luz eléctrica que hemos inventado. Buena, bonísima resulta para la vida la luz eléctrica; pero nosotros, señor Meis, necesitamos también de esa otra lamparita que nos alumbra un poco las sombras de la muerte. Mire usted: yo, muchas noches, procuro encender también cierto farolillo de cristal color de rosa; no hay más remedio que ingeniarse por todos los modos posibles de echar el resto para intentar ver... Ahora se encuentra en Nápoles Terencio, mi yerno; pero dentro de unos meses estará de vuelta y entonces yo le invitaré a usted a asistir, si quiere, a alguna de nuestras modestas sesiones. Y quién sabe si ese farolillo... Pero punto en boca, que por hoy ya le he dicho bastante.»
[El texto pertenece a la edición en español de Salvat Editores, 1971, en traducción de R. Cansinos Assens, pp. 107-110. Depósito legal: NA-42-1971.]
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