«Mi novela Los desposeídos trata de un pequeño mundo poblado por personas que
se llaman a sí mismas odonianos. El nombre proviene de la fundadora de su
sociedad, Odo, que vivió varias generaciones antes del momento en el que se
desarrolla la novela y que, por tanto, no forma parte de la acción –excepto de
forma implícita, puesto que todo comenzó con ella-.
El odonianismo es el anarquismo. No aquello de
las bombas en los bolsillos, que es terrorismo, independientemente del nombre
con el que trate de dignificarse; tampoco el darwinismo social del
“libertarismo” económico de la extrema derecha; sino el anarquismo tal y como
aparece prefigurado en la filosofía taoísta temprana y lo exponen Shelley y
Kropotkin, Goldman y Goodman. El blanco principal del anarquismo es el Estado
autoritario (capitalista o socialista); su objetivo práctico-moral principal es
la cooperación (solidaridad, asistencia mutua). Es la más idealista, y para mí
la más interesante, de todas las teorías políticas.
Plasmarlo en una novela, algo que no se había
realizado con antelación, resultó ser un trabajo extenuante y prolongado que me
absorbió por completo durante muchos meses. Una vez concluido, me sentí
perdida, exiliada: una persona desplazada. Agradecí sumamente, por tanto,
cuando Odo apareció de entre las sombras y atravesó el abismo de lo probable
pidiendo un relato, no sobre el mundo que construyó, sino sobre sí misma.
Esta historia trata de una de aquellas
personas que se marcharon de Omelas*.
[…]
Por supuesto que no lo había olvidado. Entre
marido y mujer esto no hay ni que decirlo. Ahí estaban otra vez sus feos pies
de vieja en el suelo, igual que antes. No había hecho nada en absoluto, había
trazado un círculo. Se levantó con un gruñido de esfuerzo y desaprobación y se
dirigió al armario para coger la bata.
Los jóvenes iban por los pasillos de la Casa
con la más adecuada impudicia; no obstante, ella era demasiado vieja para eso.
No quería que su cuerpo amargara el desayuno de algún jovenzuelo. Además, ellos
habían crecido con el principio de la libertad de atuendo y de sexo y de todo
lo demás, pero ella no. Lo único que ella había hecho había sido inventarlo. Y
no es lo mismo.
Igual que hablar de Asieo como mi marido. Se les contraía el rostro. La
palabra que ella debía utilizar como buena odoniana era, por supuesto,
compañero. Aunque, ¿por qué demonios tenía ella que ser una buena odoniana?
Avanzó arrastrando los pies hasta los baños.
Allí se encontró con Mairo, que se lavaba el pelo en una pila. Laia miró con
admiración aquella melena larga, lustrosa y mojada. Salía tan pocas veces ya de
la Casa que ni siquiera recordaba cuándo había visto un cráneo decentemente
afeitado, pero, aun así, ver una cabeza totalmente poblada de pelo le resultaba
placentero, un enérgico placer. ¿Cuántas veces la habían insultado –“¡Melenuda,
melenuda!”- y la habían agarrado por los pelos los policías o los macarras?
¿Cuántas veces le había afeitado la cabeza al cero un soldado sonriente en cada
nueva prisión? Y luego había vuelto a crecer de nuevo: una pelusilla, ricitos
diminutos, tirabuzones, melena… En los viejos tiempos. Por el amor de Dios ¿es
que no iba a ser capaz de pensar en nada más que en los viejos tiempos?
Vestida, una vez hecha la cama, bajó al
comedor. Era un buen desayuno, pero no había logrado recuperar el apetito desde
aquel maldito derrame. Se bebió dos tazas de infusión de hierbas. Fue incapaz
de acabarse la pieza de fruta que había cogido. Con lo que le gustaba la fruta
de niña, tanto como para robarla, y en el Fuerte… ¡Ay, por el amor de Dios
déjalo ya! Sonrió y respondió a los saludos y el interés amistoso de los demás
comensales y del gran Aevi, que atendía el mostrador del comedor aquella
mañana. Había sido él quien la había tentado con el melocotón: “Mira esto, te
lo tenía guardado”. ¿Cómo iba a rechazarlo? Además a ella siempre le había
encantado la fruta, nunca tenía bastante; una vez cuando tenía seis o siete
años, había robado una pieza del carro de un vendedor en la calle del Río.
Aunque, claro, era difícil comer cuando todo el mundo hablaba tan emocionado.
Había noticias de Thu, noticias de verdad. Al principio no quiso concederles
importancia, recelaba del entusiasmo, pero después de haber repasado el
artículo del periódico, tras leer entre líneas, con una extraña suerte de
certeza, profunda y sin embargo fría, desapasionada, pensó: “Vaya, aquí está.
Ha llegado. Y en Thu, no aquí. Thu se desmembrará antes que este país; la
Revolución se impondrá primero allí. ¡Como si eso importara! No habrá más
naciones”. Aunque, de hecho, sí importaba en cierto modo, la hizo sentirse un
tanto fría y triste –envidiosa, de hecho-. ¡De toda la infinidad de estupideces
posibles, la envidia! No participó mucho en las conversaciones y, sintiendo
pena por sí misma, pronto se levantó para volver a su habitación. No podía
compartir el entusiasmo de los demás. Estaba fuera de todo aquello, realmente
fuera. No es fácil, se decía, intentando justificarse, mientras ascendía
trabajosamente las escaleras, aceptar que una está fuera de todo esto cuando ha
estado dentro, en el mismo centro, durante cincuenta años. Ay, por el amor de
Dios, ¡serás quejica!
Dejó atrás las escaleras y la autocompasión al
entrar en la habitación. Era un buen dormitorio y era bueno estar sola. Un gran
alivio. Incluso si no era del todo justo. Algunos de los chavales de los áticos
vivían de cinco en cinco en habitaciones que no eran más grandes que la suya.
Siempre había más gente que quería vivir en una Casa Odoniana de la que podía
ser debidamente alojada. Tenía esta habitación grande para ella sola únicamente
por ser una anciana que había sufrido una apoplejía. Y quizá por ser Odo. Si no
hubiera sido Odo, sino sencillamente la anciana del derrame, ¿tendría ese
dormitorio? Muy posiblemente. Después de todo, ¿quién demonios querría
compartir habitación con una vieja que babea? Aunque era difícil estar segura.
El favoritismo, el elitismo y el culto al líder se colaban sigilosos y
afloraban en cualquier parte. Sin embargo, ella nunca había esperado verlos
erradicados en vida, en una generación. Sólo el tiempo opera los grandes
cambios. Mientras tanto, aquella era una habitación agradable, amplia y
soleada, adecuada para una vieja babosa que había iniciado una revolución
mundial.
Su secretario llegaría en una hora para
ayudarla a despachar el trabajo del día. Se tambaleó hasta su escritorio, un
mueble hermoso y grande, regalo del Gremio de Carpinteros de Nio después de que
alguien la hubiera oído comentar en una ocasión que el único mueble que
realmente había deseado alguna vez era un escritorio con cajones y suficiente
espacio en la superficie… ¡Caray!, la mesa estaba prácticamente cubierta de
papeles con notas pegadas, casi todas con la pequeña y clara caligrafía de Noi:
“Urgente”, “Provincias del Norte”, “¿Consultar con R.T.?”
Su propia caligrafía no había vuelto a ser la
misma desde la muerte de Asieo. Cuando se paraba a reflexionar en ello le
resultaba extraño. Después de todo, en los cinco años que siguieron a su
fallecimiento ella había escrito La
Analogía completa. Y estaban aquellas cartas, las que el guardia alto, el
de los ojos llorosos y grandes, ¿cómo se llamaba?, da igual, la cartas que el
guardia aquel había sacado para ella a escondidas del Fuerte durante dos años. Las Cartas de la Prisión, las llamaban
ahora, había una decena de ediciones distintas. Y todo aquello, las cartas, de
las que la gente seguía diciéndole que estaban llenas de fortaleza espiritual (lo que posiblemente significaba que se había
mentido a sí misma como a una loca mientras las escribía intentando conservar
el ánimo), y La Analogía, que sin
duda era el trabajo intelectual más sólido que jamás había producido, todo
aquello lo había escrito en el Fuerte de Drio, en la celda, tras la muerte de
Asieo. Había que mantenerse ocupada con algo, y en el Fuerte la dejaban a una
tener papel y bolígrafos… No obstante, todo había sido con los precipitados
garabatos de una mano que nunca sintió propia, aquélla no era su caligrafía, no
eran como esas líneas redondeadas y negras del manuscrito de Sociedad sin
Gobierno, que tenía ya cuarenta y cinco años. Taviri no sólo se había llevado
el deseo de su cuerpo y de su corazón a la fosa de cal viva, sino también su
caligrafía limpia y clara.
Pero Taviri le había dejado la Revolución.
La gente solía decirle: “Qué valiente fuiste,
seguir trabajando, escribiendo, en la prisión, tras una derrota como aquélla
para el Movimiento, tras la muerte de tu compañero…”
Malditos imbéciles. ¿Y qué otra cosa se podía
hacer? Valentía, coraje… ¿qué era el coraje? Nunca había conseguido
explicárselo.»
*Omelas es una ciudad ficticia construida por Le Guin en su celebrado
relato “Los que se marcharon de Omelas”, en el que la autora analiza la
felicidad de una sociedad basada en la existencia de un chivo expiatorio.
[N. del T.]
[El texto pertenece a la edición en español de Nórdica Libros, 2018, en
traducción de Enrique Maldonado, pp. 13-14 y 22-32. ISBN: 978-84-17281-84-7.]
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