jueves, 30 de septiembre de 2021

La tentación de la inocencia.- Pascal Bruckner (1948)


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El hombre menguante


 «Llamo inocencia a esa enfermedad del individualismo que consiste en tratar de escapar a las consecuencias de los propios actos, a ese intento de gozar de los beneficios de la libertad sin sufrir ninguno de sus inconvenientes. Se expande en dos direcciones, el infantilismo y la victimización, dos maneras de huir de la dificultad de ser, dos estrategias de la irresponsabilidad bienaventurada. En la primera, hay que comprender la inocencia como parodia de la despreocupación y de la ignorancia de los años de juventud; culmina en la figura del inmaduro perpetuo. En la segunda, es sinónimo de angelismo, significa la falta de culpabilidad, la incapacidad de cometer el mal y se encarna en la figura del mártir autoproclamado.
 ¿Qué es el infantilismo? No sólo la necesidad de protección, legítima en sí, sino la transferencia al seno de la edad adulta de los atributos y de los privilegios del niño. Puesto que éste es en Occidente desde hace un siglo nuestro nuevo ídolo, nuestro pequeño dios doméstico, aquel al que todo le está permitido sin contrapartida, conforma –por lo menos en nuestra fantasía- ese modelo de humanidad que nos gustaría reproducir en todas las etapas de la vida. Así pues, el infantilismo combina una exigencia de seguridad con una avidez sin límites, manifiesta el deseo de ser sustentado sin verse sometido a la más mínima obligación. Si se impone con tanta fuerza, si tiñe el conjunto de nuestras vidas con su tonalidad particular, es porque dispone en nuestras sociedades de dos aliados objetivos que lo alimentan y lo segregan continuamente, el consumismo y la diversión, fundamentados ambos sobre el principio de la sorpresa permanente y de la satisfacción ilimitada. El lema de esta “infantofilia” (que no hay que confundir con una preocupación real por la infancia) podría resumirse en esta fórmula: ¡No renunciarás a nada!
 En cuanto a la victimización, es esa tendencia del ciudadano mimado del “paraíso capitalista” a concebirse según el mismo modelo de los pueblos perseguidos, sobre todo en una época en la que la crisis mina nuestra confianza en las bondades del sistema. En un libro dedicado a la mala conciencia occidental, definí antaño el tercermundismo como la atribución de todos los males de las jóvenes naciones del Sur a las antiguas metrópolis coloniales. Para que el Tercer Mundo fuera inocente, era necesario que Occidente fuera absolutamente culpable, transformado en enemigo del género humano. Y a algunos occidentales, sobre todo en la izquierda, les gustaba flagelarse, experimentando un goce particular describiéndose como los peores. Desde entonces el tercermundismo como movimiento político ha decaído: ¿cómo prever que iba a resucitar entre nosotros a título de mentalidad, y que iba a propagarse con tanta velocidad entre las clases medias? Ya nadie está dispuesto a ser considerado responsable, todo el mundo aspira a pasar por desgraciado, aunque no esté pasando por ningún trance particular.
 Lo que es válido para el individuo a título privado es válido para las minorías y los países en el mundo entero. Durante siglos los hombres lucharon para ampliar la idea de humanidad, con el propósito de incluir en la gran familia común las razas, las etnias, las categorías perseguidas o reducidas a la esclavitud: indios, negros, judíos, mujeres, niños, etc. Esta ascensión a la dignidad de las poblaciones despreciadas o sometidas está lejos de haber concluido; tal vez no llegue a estarlo nunca. Pero paralelamente a esta inmensa labor de civilización, si la civilización en efecto es la constitución progresiva del género humano como un todo, toma cuerpo un proceso basado en la fragmentación y la división: grupos enteros, incluso naciones, reclaman ahora, en nombre de su infortunio, un trato particular. Nada hay comparable, ni en las causas ni en los efectos, entre los gemidos del gran adulto pueril de los países ricos, la histeria miserabilista de determinadas asociaciones (feministas o machistas), la estrategia asesina de Estados o de grupos terroristas (como Serbia o los islamistas) que esgrimen el estandarte del mártir para asesinar con total impunidad y saciar su voluntad de poder. Todos a su nivel, sin embargo, se consideran víctimas a las que se debe reparación, excepciones marcadas por el estigma milagroso del sufrimiento.  
Resultado de imagen de pascal bruckner la tentacion d ela inocencia Aunque a veces se solapen, el infantilismo y la victimización no se confunden. Se distinguen uno de otra como lo leve se distingue de lo grave, lo insignificante de lo importante. Consagran, no obstante, esa paradoja del individuo contemporáneo pendiente hasta la exageración de su independencia pero que al mismo tiempo reclama cuidados y asistencia, que combina la doble figura del disidente y del bebé y habla el doble lenguaje del no conformismo y de la exigencia insaciable. Y así como el niño, por su débil constitución, dispone de unos derechos que perderá al crecer, la víctima, por su sufrimiento, merece consuelo y compensación. Hacerse el niño cuando se es adulto, el necesitado cuando se es próspero, es en ambos casos buscar ventajas inmerecidas, colocar a los demás en estado de deudores respecto a uno mismo. ¿Es preciso añadir que estas dos patologías de la modernidad no son en ningún modo fatalidades sino tendencias, y que es lícito soñar con otros modos de ser más auténticos? Pero la flaqueza y el miedo son inherentes a la libertad. El individuo occidental es naturalmente un ser herido que paga el insensato orgullo de pretender ser él mismo con una precariedad esencial. Y nuestras sociedades, al haber abolido las ayudas de la tradición y relativizado las creencias, obligan por decirlo de algún modo a sus miembros a buscar refugio, en caso de adversidad, en las conductas mágicas, los sustitutos fáciles, la queja recurrente.
 ¿Por qué es escandaloso simular el infortunio cuando no nos está afectando nada en particular? Porque se usurpa entonces el lugar de los auténticos desheredados. Y éstos no reclaman derogaciones ni prerrogativas, sino sencillamente el derecho a ser hombres y mujeres como los demás. En eso estriba toda la diferencia. Los pseudodesesperados quieren distinguirse, reclaman favores para no ser confundidos con la humanidad corriente; los otros reclaman justicia para convertirse sencillamente en humanos. Por eso mismo hay tantos criminales que se ponen la máscara del torturado con el fin de perpetrar sus crímenes con la absoluta buena conciencia de ser unos canallas inocentes.
 Por último, esa exaltación del réprobo, de la cual sabemos desde Nietzsche que es el patrimonio del cristianismo, culpable en su opinión de haber divinizado a la víctima, esa consideración para con el débil, que él llama la moral de los esclavos, y que nosotros llamamos humanismo, puede degenerar a su vez en perversión cuando se transforma en amor de la indigencia por la indigencia, en la ideología caritativa, en victimización universal en la que no hay más que afligidos ofrecidos a nuestro buen corazón, nunca culpables.
 En este final de siglo en el que los gobiernos de los oprimidos se han transformado en su mayoría en regímenes de arbitrariedad y de terror, una desconfianza tenaz pesa sobre los desfavorecidos, sospechosos de querer transmutarse en verdugos, de preparar su desquite. La izquierda histórica (que hay que distinguir de los partidos que se reivindican como tal), heredera del mensaje evangélico, ha conseguido imponer al conjunto del mundo político el punto de vista de los desfavorecidos; pero con demasiada frecuencia se ha estrellado en el amanecer posrevolucionario, en la transformación ineludible del antiguo explotado en nuevo explotador. Movimientos de liberación, sublevaciones, levantamientos populares, luchas nacionales, todos parecen condenados al despotismo, a la reproducción de la iniquidad. ¿Para qué sublevarse si es para repetir lo peor? Y el gran crimen del comunismo consiste en haber descalificado para mucho tiempo el discurso de la víctima. Tal es la dificultad, ¿cómo seguir acudiendo en ayuda de los dominados sin ceder ante los impostores de todo tipo que se apropian del discurso victimista?»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2005, en traducción de Thomas Kauf, pp.14-18. ISBN: 84-339-0528-7.]

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