El hombre menguante
«Llamo inocencia a esa enfermedad del
individualismo que consiste en tratar de escapar a las consecuencias de los
propios actos, a ese intento de gozar de los beneficios de la libertad sin
sufrir ninguno de sus inconvenientes. Se expande en dos direcciones, el infantilismo y la victimización, dos maneras de huir de la dificultad de ser, dos
estrategias de la irresponsabilidad bienaventurada. En la primera, hay que
comprender la inocencia como parodia de la despreocupación y de la ignorancia
de los años de juventud; culmina en la figura del inmaduro perpetuo. En la segunda, es sinónimo de angelismo,
significa la falta de culpabilidad, la incapacidad de cometer el mal y se
encarna en la figura del mártir
autoproclamado.
¿Qué es el infantilismo? No sólo la necesidad
de protección, legítima en sí, sino la transferencia al seno de la edad adulta
de los atributos y de los privilegios del niño. Puesto que éste es en Occidente
desde hace un siglo nuestro nuevo ídolo, nuestro pequeño dios doméstico, aquel
al que todo le está permitido sin contrapartida, conforma –por lo menos en
nuestra fantasía- ese modelo de humanidad que nos gustaría reproducir en todas
las etapas de la vida. Así pues, el infantilismo combina una exigencia de
seguridad con una avidez sin límites, manifiesta el deseo de ser sustentado sin
verse sometido a la más mínima obligación. Si se impone con tanta fuerza, si
tiñe el conjunto de nuestras vidas con su tonalidad particular, es porque
dispone en nuestras sociedades de dos aliados objetivos que lo alimentan y lo
segregan continuamente, el consumismo y la diversión, fundamentados ambos sobre
el principio de la sorpresa permanente y de la satisfacción ilimitada. El lema
de esta “infantofilia” (que no hay que confundir con una preocupación real por
la infancia) podría resumirse en esta fórmula: ¡No renunciarás a nada!
En cuanto a la victimización, es esa tendencia
del ciudadano mimado del “paraíso capitalista” a concebirse según el mismo
modelo de los pueblos perseguidos, sobre todo en una época en la que la crisis
mina nuestra confianza en las bondades del sistema. En un libro dedicado a la
mala conciencia occidental, definí antaño el tercermundismo como la atribución
de todos los males de las jóvenes naciones del Sur a las antiguas metrópolis
coloniales. Para que el Tercer Mundo fuera inocente, era necesario que
Occidente fuera absolutamente culpable, transformado en enemigo del género
humano. Y a algunos occidentales, sobre todo en la izquierda, les gustaba
flagelarse, experimentando un goce particular describiéndose como los peores. Desde
entonces el tercermundismo como movimiento político ha decaído: ¿cómo prever
que iba a resucitar entre nosotros a título de mentalidad, y que iba a
propagarse con tanta velocidad entre las clases medias? Ya nadie está dispuesto
a ser considerado responsable, todo el mundo aspira a pasar por desgraciado,
aunque no esté pasando por ningún trance particular.
Lo que es válido para el individuo a título
privado es válido para las minorías y los países en el mundo entero. Durante
siglos los hombres lucharon para ampliar la idea de humanidad, con el propósito
de incluir en la gran familia común las razas, las etnias, las categorías
perseguidas o reducidas a la esclavitud: indios, negros, judíos, mujeres,
niños, etc. Esta ascensión a la dignidad de las poblaciones despreciadas o
sometidas está lejos de haber concluido; tal vez no llegue a estarlo nunca.
Pero paralelamente a esta inmensa labor de civilización, si la civilización en
efecto es la constitución progresiva del género humano como un todo, toma
cuerpo un proceso basado en la fragmentación y la división: grupos enteros,
incluso naciones, reclaman ahora, en nombre de su infortunio, un trato
particular. Nada hay comparable, ni en las causas ni en los efectos, entre los
gemidos del gran adulto pueril de los países ricos, la histeria miserabilista
de determinadas asociaciones (feministas o machistas), la estrategia asesina de
Estados o de grupos terroristas (como Serbia o los islamistas) que esgrimen el
estandarte del mártir para asesinar con total impunidad y saciar su voluntad de
poder. Todos a su nivel, sin embargo, se consideran víctimas a las que se debe
reparación, excepciones marcadas por el estigma milagroso del sufrimiento.
Aunque a veces se solapen, el infantilismo y
la victimización no se confunden. Se distinguen uno de otra como lo leve se
distingue de lo grave, lo insignificante de lo importante. Consagran, no
obstante, esa paradoja del individuo contemporáneo pendiente hasta la
exageración de su independencia pero que al mismo tiempo reclama cuidados y
asistencia, que combina la doble figura del disidente y del bebé y habla el
doble lenguaje del no conformismo y de la exigencia insaciable. Y así como el
niño, por su débil constitución, dispone de unos derechos que perderá al
crecer, la víctima, por su sufrimiento, merece consuelo y compensación. Hacerse
el niño cuando se es adulto, el necesitado cuando se es próspero, es en ambos
casos buscar ventajas inmerecidas, colocar a los demás en estado de deudores
respecto a uno mismo. ¿Es preciso añadir que estas dos patologías de la
modernidad no son en ningún modo fatalidades sino tendencias, y que es lícito
soñar con otros modos de ser más auténticos? Pero la flaqueza y el miedo son
inherentes a la libertad. El individuo occidental es naturalmente un ser herido
que paga el insensato orgullo de pretender ser él mismo con una precariedad
esencial. Y nuestras sociedades, al haber abolido las ayudas de la tradición y
relativizado las creencias, obligan por decirlo de algún modo a sus miembros a
buscar refugio, en caso de adversidad, en las conductas mágicas, los sustitutos
fáciles, la queja recurrente.
¿Por qué es escandaloso simular el infortunio
cuando no nos está afectando nada en particular? Porque se usurpa entonces el
lugar de los auténticos desheredados. Y éstos no reclaman derogaciones ni
prerrogativas, sino sencillamente el derecho a ser hombres y mujeres como los
demás. En eso estriba toda la diferencia. Los pseudodesesperados quieren
distinguirse, reclaman favores para no ser confundidos con la humanidad
corriente; los otros reclaman justicia para convertirse sencillamente en
humanos. Por eso mismo hay tantos criminales que se ponen la máscara del
torturado con el fin de perpetrar sus crímenes con la absoluta buena conciencia
de ser unos canallas inocentes.
Por último, esa exaltación del réprobo, de la
cual sabemos desde Nietzsche que es el patrimonio del cristianismo, culpable en
su opinión de haber divinizado a la víctima, esa consideración para con el
débil, que él llama la moral de los esclavos, y que nosotros llamamos
humanismo, puede degenerar a su vez en perversión cuando se transforma en amor
de la indigencia por la indigencia, en la ideología caritativa, en
victimización universal en la que no hay más que afligidos ofrecidos a nuestro
buen corazón, nunca culpables.
En este final de siglo en el que los gobiernos
de los oprimidos se han transformado en su mayoría en regímenes de arbitrariedad
y de terror, una desconfianza tenaz pesa sobre los desfavorecidos, sospechosos
de querer transmutarse en verdugos, de preparar su desquite. La izquierda
histórica (que hay que distinguir de los partidos que se reivindican como tal),
heredera del mensaje evangélico, ha conseguido imponer al conjunto del mundo
político el punto de vista de los desfavorecidos; pero con demasiada frecuencia
se ha estrellado en el amanecer posrevolucionario, en la transformación
ineludible del antiguo explotado en nuevo explotador. Movimientos de
liberación, sublevaciones, levantamientos populares, luchas nacionales, todos
parecen condenados al despotismo, a la reproducción de la iniquidad. ¿Para qué
sublevarse si es para repetir lo peor? Y el gran crimen del comunismo consiste
en haber descalificado para mucho tiempo el discurso de la víctima. Tal es la
dificultad, ¿cómo seguir acudiendo en ayuda de los dominados sin ceder ante los
impostores de todo tipo que se apropian del discurso victimista?»
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