Prefacio
«En el otoño de 1903 yo cenaba con frecuencia en un restaurante en la
Rue de Clichy, en París. Allí había, entre otras personas, dos camareras que me
llamaban la atención. Una era una hermosa y pálida muchacha con la que nunca
hablé, pues servía lejos de la mesa a la que yo acostumbraba sentarme. La otra,
una corpulenta y emprendedora bretona de mediana edad, mandaba en mi mesa de
forma exclusiva y poco a poco fue adoptando conmigo un tono tan maternal que vi
que iba a tener que dejar de ir al restaurante. Si faltaba un par de noches
seguidas me reprochaba con aspereza: “¡Vaya! ¿Conque me es infiel?”. Una vez,
cuando me quejé de unas judías francesas, me hizo saber categóricamente que las
judías francesas eran un tema del que yo no entendía. Entonces decidí serle
eternamente infiel y abandoné el restaurante. Pocas noches antes de marcharme
definitivamente, entró en el restaurante a cenar una mujer de edad. Era gorda,
informe, fea y grotesca. Tenía una voz ridícula y hacía gestos ridículos. Se
veía fácilmente que vivía sola y que en el transcurso de muchos años había
desarrollado el tipo de rareza que suscita la carcajada de los desconsiderados.
Iba cargada con multitud de paquetitos que se le estaban siempre cayendo.
Eligió un sitio y después, como no le gustó, otro, y luego otro. En pocos
momentos tenía a todo el restaurante riéndose de ella. Que mi bretona de
mediana edad se riera de ella me era indiferente, pero me dolió ver una grosera
mueca de burla en la cara de la joven y hermosa camarera con la que nunca había
hablado.
Reflexioné acerca de aquella grotesca cena. “Esa mujer fue una vez joven
y delgada, quizá bella; desde luego no tenía ese ridículo amaneramiento. Es muy
probable que no se dé cuenta de sus rarezas. Su caso es una tragedia. La
historia de una mujer como ella da materia para una novela desgarradora”. No es
que todas las mujeres gordas y viejas sean grotescas, ¡nada de eso!, pero hay
un extremado patetismo en el simple hecho de que todas las mujeres gordas y
viejas fueron una vez muchachas con el singular encanto de la juventud en su
figura y sus movimientos y en su espíritu. Y el hecho de que el paso de la
muchacha a la mujer gorda y vieja esté compuesto por un número infinito de
cambios infinitesimales, ninguno de los cuales ella llega a percibir, no hace
sino intensificar ese patetismo.
Fue en aquel instante cuando acudió a mi mente
la idea de escribir el libro que andando el tiempo sería Cuento de Viejas. Desde luego pensé que la mujer que había causado
el innoble regocijo en el restaurante no me serviría como tipo de heroína, pues
era demasiado vieja y evidentemente antipática. Es una norma absoluta que el
protagonista de una novela no debe ser antipático; las tendencias de la ficción
realista van en su totalidad en contra de la rareza en un personaje destacado.
Yo sabía que tenía que elegir una clase de mujer que pasara inadvertida en una
muchedumbre.
Dejé de lado la idea durante largo tiempo, pero nunca estuvo muy lejos
de mí. Por diversas razones, me atraía especialmente. Yo siempre había sido un
convencido admirador de la más preciada novela de la señora W. K. Clifford, La tía Anne, pero quería ver en la
historia de una mujer anciana muchas cosas que la señora W. K. Clifford había
omitido en La tía Anne. Además,
siempre me había rebelado contra la absurda juventud, contra la inmarchitable
juventud de la heroína al uso. Y como protesta contra esta moda, ya en 1903
estaba planeando una novela (Leonora)
cuya heroína tenía cuarenta años y sus hijas eran lo bastante mayores como para
estar enamoradas. Los críticos, dicho sea de paso, se quedaron estupefactos
ante mi audacia de ofrecer al público a una mujer de cuarenta años como tema de
interés serio. ¡Pero yo me proponía ir mucho más allá de los cuarenta años! En
última instancia, como razón suprema, tenía el ejemplo y el reto de Une vie, de Guy de Maupassant. En la
década de 1890 considerábamos Une vie
con muda veneración, como la cima del logro en la ficción. Y recuerdo que
estaba muy enojado con Bernard Shaw porque, tras leer Une vie por sugerencia (creo) de William Archer, no halló en ella
nada notable. Debo confesar aquí que en 1908 volví a leer Une vie y, a pesar de mi natural deseo de discrepar de la opinión
de Bernard Shaw, me sentí muy decepcionado. Es una excelente novela, pero
claramente inferior a Pierre et Jean
e incluso a Fort comme la Mort. Pero
volvamos al año 1903. Une vie relata
toda la vida de una mujer. En mi fuero interno decidí que mi libro sobre la
evolución de una muchacha hasta convertirse en una mujer vieja y gorda había de
ser la Une vie inglesa. Me han
acusado de todos los defectos menos de falta de confianza en mí mismo, y en
pocas semanas decidí otra cosa, a saber, que mi libro tenía que “ir más lejos”
que Une vie y que con este objeto
tenía que ser la historia de la vida de dos mujeres en vez de una sola. Por lo
tanto, Cuento de Viejas tiene dos
heroínas. Constanza es la original; Sofía fue creada por hacer una bravata,
sólo para indicar que me negaba a considerar a Guy de Maupassant como el último
precursor del diluvio. Me intimidaba la osadía de mi proyecto, pero me había
jurado sacarlo adelante. Durante varios años lo miraba directamente a la cara a
intervalos, y luego me apartaba para escribir novelas de menor porte, de las
cuales produje cinco o seis. Pero no podía estar siempre tomándolo y dejándolo,
y en el otoño de 1907 me puse a escribir de verdad, en un pueblo cerca de
Fontainebleau donde alquilé media casa a un ferroviario jubilado. Calculaba que
la novela tendría 200.000 palabras (cálculo que resultó exacto) y tenía la vaga
idea de que ninguna novela de semejantes dimensiones (excepto la de Richardson)
se había escrito antes. Así que conté las palabras de varias famosas novelas
victorianas y descubrí, con alivio, que las famosas novelas victorianas tenían
por término medio 400.000 palabras cada una. Escribí la primera parte de la
novela en seis semanas. Me resultó muy fácil porque en los años setenta, la
primera década de mi vida, había vivido en la auténtica mercería de los Baines
y la conocía como sólo un niño podía conocerla. Después fui a Londres de
visita. Traté de continuar el libro en un hotel londinense pero Londres me
distraía demasiado y lo dejé; entre enero y febrero de 1908 escribí Enterrado vivo, que se publicó
inmediatamente y fue recibido con majestuosa indiferencia por el público
inglés, una indiferencia que ha persistido hasta este día.
Luego volví a la región de Fontainebleau y no dejé descansar Cuento de Viejas hasta que lo terminé, a
finales de julio de 1908. Se publicó en el otoño del mismo año y durante las
seis semanas siguientes el público inglés confirmó una opinión expresada por
cierta persona en cuyo juicio yo tenía confianza, según la cual, la obra era
sincera pero triste y que cuando no era triste mostraba una lamentable
tendencia a la guasa. Mis editores, aunque hombres de agallas, estaban un poco
desalentados; sin embargo, la acogida del libro se fue haciendo cada vez menos
fría.
Con respecto a la parte francesa del relato, no fue hasta que hube
escrito la primera parte cuando vi, al estudiar mi base cronológica, que se
podía introducir en la narración el asedio de París. La idea era seductora;
pero yo aborrecía, y sigo aborreciendo, las horribles tareas de la
investigación, y sólo conocía el París del siglo veinte. Entonces caí en la
cuenta de que mi ferroviario y su esposa habían vivido en París en la época de
la guerra. Le dije al viejo: “Por cierto, ¿usted vivió el sitio de París,
verdad?”. Se volvió a su mujer y dijo, inseguro: “¿El sitio de París? Sí,
estuvimos, ¿no?”. El sitio de París no había sido más que un incidente entre
muchos en sus vidas. Por supuesto, lo recordaban bien, aunque no vívidamente, y
obtuve de ellos mucha información. Pero lo más útil que obtuve de ellos fue la
percepción, sorprendente al principio, de que la gente corriente siguió
llevando una vida muy corriente en París durante el asedio, y que para la gran
mayoría de la población el asedio no fue el asunto dramático, espectacular,
emocionante y extático que se describe en la Historia. Animado por esta
percepción, decidí incluir el asedio de París en mi plan. Leí en voz alta a mi
mujer el diario del sitio escrito por Sarcey, vi las ilustraciones de la
popular obra de Jean Claretie sobre el sitio y la comuna y eché un vistazo a la
colección impresa de documentos oficiales, y allí concluyó mi investigación.
Se ha aseverado que a menos que hubiese presenciado una ejecución
pública no habría podido escribir el capítulo en el que Sofía se halla en el
acto solemne de Auxerre. No he presenciado una ejecución pública y la totalidad
de mi información sobre ejecuciones públicas procede de una serie de artículos
sobre el particular que leí en el Matin
de París. Frank Harris, en su reseña de mi libro en Vanity Fair, decía que estaba claro que yo no había visto una
ejecución (con estas o parecidas palabras), y pasaba a dar su propia
descripción de una ejecución. Era un pasaje breve pero terriblemente
convincente, del todo característico y digno del autor de Montes el matador y de un hombre que ha estado en casi todas partes
y ha visto de casi todo. ¡Comprendí cuán lejos me había quedado yo de la
realidad! Escribí a Frank Harris lamentando que su descripción no se hubiese
publicado antes de redactar yo la mía, ya que con toda seguridad la hubiera
utilizado, y, por supuesto, admití que nunca había sido testigo de una ejecución.
Me contestó simplemente: “Yo tampoco”. Merece la pena conservar este detalle,
pues constituye una reprensión para la gran cantidad de lectores que, cuando un
novelista les parece verdaderamente convincente, afirman de inmediato: “¡Oh, seguro
que eso es autobiográfico!”.»
[El
texto pertenece a la edición en español de Editorial Gredos, 2005, en
traducción de María Cóndor, pp. 33-36. ISBN: 978-8424927554.]
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