domingo, 22 de enero de 2023

El templo de las mujeres.- Vlady Kociancich (1941-2022)


Kociancich, Vlady - Escritores.org - Recursos para escritores
La imaginación de las mujeres

3

  «¡Qué sería del mundo sin la imaginación de las mujeres! —exclamó con inusitada vehemencia el señor Jones—. Madres, hermanas, amigas, amantes, nuestras musas secretas. Sin la inspiración de las mujeres, los hombres no contarían historias. Contarían hechos. La imaginación masculina propiamente dicha es panfletaria o periodística. Sabe, yo amo la pasión por el detalle de la imaginación femenina. Esas pequeñas cosas que hacen que un hecho real, la clase de hechos que uno lee en los diarios sin ninguna emoción, levante vuelo y se convierta en una buena historia. Amo esa obsesión de las mujeres. Les debo mi éxito de contador de historias.
  —Un reconocimiento humillante para las mujeres, señor Jones. No sé si lo haría muy feliz que una mujer le diga que usted es su musa. Y es una idea mezquina de la imaginación de los hombres. Les debo mi éxito de dibujante de mujeres maravillosas.
  Touché —sonríe y levanta su copa de vino.
  ¿Y qué sería de mí en Santorini sin las conversaciones con Jones?
  Qué hubiera hecho sola, en el cuarto inclinado del Adelphi, esperando que pase la noche, sola con miedo de volverme loca o de estar loca, recordando a la madre de Harula, la borra del café. Tratando de olvidar los pormenores, esas pequeñas cosas que no encuentran lugar, no se acomodan, flotan como luciérnagas que desaparecen del jardín de las imaginaciones en la primera luz del día.
  Si no fuera por la cita en Kamari, por la llegada inconveniente de Kostas, ya estaría en Atenas. Quiero estar en Atenas, para volverme a Buenos Aires. Si no fuera por Jones…
  Me gusta el señor Jones. Es inteligente, es divertido, es generoso. Me ha sacado del encierro del Adelphi para comer juntos en el César.
  El César está en lo alto del pueblito, no muy lejos del Kastro, en la calle de los orfebres, donde hay joyerías diminutas, casas blancas muy bajas y enmarcadas por el murallón, con una vidriera y una puerta. Bijouterie para turistas, dorada en todos los matices de moda: oro viejo, oro blanco, oro rojo.
  —¿Ha visto qué hermosas alhajas en esas joyerías tan modestas? Son extraordinariamente buenas —dijo Jones—. Y obscenamente caras.
  —No sea ingenuo. Son extraordinariamente, obscenamente falsas. Le apuesto que ya las hacen en Taiwan. Tengo experiencia en imitaciones.
  —Tomo la apuesta. Si cuando terminamos de cenar, hay una joyería abierta, vamos a visitarla. Yo no tengo experiencia. Tengo curiosidad.
  Pero ya hemos olvidado, en la mesa del César, las joyerías y la apuesta.
  La luz de las velas, el vino que no debí tomar, la presencia de Jones, la conversación en un idioma que no arrastra como el castellano a fondos pantanosos, ese inglés que se desliza livianamente sobre la intimidad, que resume, razona e ironiza, me ha empujado a contarle la sesión en la casita de Harula. Para que entienda mi angustia, aun sabiendo que voy a arrepentirme, también hablo de las Santamarina y de las plegarias de Dodo. Hablo de la muerte que se adelanta en el hotel de la Rue Bayard.
  Y Jones, tal como lo esperaba, como lo deseaba, cambia de tema y habla de la imaginación de las mujeres.
  Después, tan de Jones, el señor Jones empieza otro cuento de lluvia.

*
   —Es sobre una mujer. Una mujer que a fuerza de vivir en condiciones más o menos extrañas, termina por creer que es extraña. Tiene razones. Siempre hay razones para creer que uno es extraño. Buenas razones, también. El mundo aporta lo suyo. Luego están las mujeres que la rodean. Mujeres que odian las estadísticas. Una buena razón, son odiosas. Ella ha nacido en una casa con el padre ausente, un hecho que comparte con millones de criaturas. Pero las mujeres de su casa toman ese hecho como una tragedia personal. La casa está junto a un cementerio y ella es impresionable. Debe serlo, es sensible. La casa grande junto al cementerio, la madre y las mujeres jóvenes enterradas en el cementerio. ¿Un destino? No se le ocurre pensar que en todo pueblo chico hay casas grandes junto a un cementerio, que en esas casas viven niños que tienen parientes enterrados en el cementerio. No se le ocurre porque las mujeres de su casa no la dejan. Sin embargo, hasta ahora se había defendido bastante bien de la superstición, como se ha defendido de la pobreza y de la ignorancia. Juega con la idea de un don. Todos jugamos a tener un don mágico cuando la vida es dura. Y la de ella fue dura, así que juega con la idea de la salvación gracias a un don misterioso, mientras rechaza el juego en sí, y se enfrenta a la vida como viene. Pero su abuela, que la ha criado, espera un agradecimiento que esté a la altura de sus fantasías, le prohíbe detenerse a pensar cuánto trabaja, cuántas horas de pruebas, cuánto esfuerzo hay en esa aparentemente milagrosa habilidad con que dibuja, que la mujer mayor llama don pero que no es ni más ni menos que talento. Ni más, ni menos.
El templo de las mujeres (Andanzas): Amazon.es: Kociancich, Vlady ... A la luz de las velas, el señor Jones parece otro hombre. Ha dejado caer los absolutamente y completamente de su vocabulario, el lastre del humor ingenioso, de la civilidad codificada. Todavía es un hombre que elige las palabras, pero con cierto cansancio, con cierta pesadumbre por tener que elegirlas.
  —Y luego, están los ojos. Qué buena presa. Qué buena trampa. Qué buena historia. El gran detalle, la matriz de toda posible aventura sobrenatural. El signo. En el cielo o en la tierra. Ella lo tiene en el cuerpo. ¿Una fatalidad? ¿La marca de la suerte o de la desgracia? Ella elige la suerte. Se cree afortunada. Y lo es, pero no por el signo, que llevará a disgusto como cualquier persona normal. Es afortunada porque le gusta vivir y la vida nunca es mezquina con sus admiradores.
  —La vida —dice Jones pensativo, dudando—. La vida sí es extraña. Pero no mágica. Es tan poco mágica. A veces uno desearía que lo fuera.
  —¿Eso es lo que piensa de mí? ¿Que soy una buena presa para las fantasías? ¿Una inspiradora de imaginaciones ajenas? ¿Una mujer perfectamente hueca, señor Jones?
  El señor Jones me mira a los ojos antes de contestar.
  —Pienso que es una mujer extraordinaria. Pienso que su imaginación también es extraordinaria y que le ha dado el mejor de los usos. La ha volcado donde debe estar, en ese vacío que su tutora llama el don. Pero también pienso que tiene mala suerte.
  Me toma una mano, la pone entre las suyas, la acaricia como para darle calor.
  —Qué mala suerte haber venido a Santorini.
  —Sí. Con este tiempo, fuera de temporada, con mi imaginación…
  —Hablaba de mi suerte —dijo Jones—. Maldita sea.»

     [El texto pertenece a la edición en español de  Tusquets Editores, 1996, pp. 119-121. ISBN: 978-8472237926.]

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