La imaginación de las mujeres
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«¡Qué sería del mundo sin la imaginación de las mujeres! —exclamó con
inusitada vehemencia el señor Jones—. Madres, hermanas, amigas, amantes,
nuestras musas secretas. Sin la inspiración de las mujeres, los hombres no
contarían historias. Contarían hechos. La imaginación masculina
propiamente dicha es panfletaria o periodística. Sabe, yo amo la pasión por el
detalle de la imaginación femenina. Esas pequeñas cosas que hacen que un hecho
real, la clase de hechos que uno lee en los diarios sin ninguna emoción,
levante vuelo y se convierta en una buena historia. Amo esa obsesión de las
mujeres. Les debo mi éxito de contador de historias.
—Un reconocimiento humillante para las mujeres, señor Jones. No sé si lo
haría muy feliz que una mujer le diga que usted es su musa. Y es una idea
mezquina de la imaginación de los hombres. Les debo mi éxito de dibujante de
mujeres maravillosas.
—Touché —sonríe y levanta su
copa de vino.
¿Y qué sería de mí en Santorini sin las conversaciones con Jones?
Qué hubiera hecho sola, en el cuarto inclinado del Adelphi, esperando
que pase la noche, sola con miedo de volverme loca o de estar loca, recordando
a la madre de Harula, la borra del café. Tratando de olvidar los pormenores,
esas pequeñas cosas que no encuentran lugar, no se acomodan, flotan como
luciérnagas que desaparecen del jardín de las imaginaciones en la primera luz
del día.
Si no fuera por la cita en Kamari, por la llegada inconveniente de
Kostas, ya estaría en Atenas. Quiero estar en Atenas, para volverme a Buenos
Aires. Si no fuera por Jones…
Me gusta el señor Jones. Es inteligente, es divertido, es generoso. Me
ha sacado del encierro del Adelphi para comer juntos en el César.
El César está en lo alto del pueblito, no muy lejos del Kastro, en la
calle de los orfebres, donde hay joyerías diminutas, casas blancas muy bajas y
enmarcadas por el murallón, con una vidriera y una puerta. Bijouterie para turistas, dorada en todos los matices de moda: oro
viejo, oro blanco, oro rojo.
—¿Ha visto qué hermosas alhajas en esas joyerías tan modestas? Son extraordinariamente buenas —dijo Jones—.
Y obscenamente caras.
—No sea ingenuo. Son extraordinariamente,
obscenamente falsas. Le apuesto que ya las hacen en Taiwan. Tengo
experiencia en imitaciones.
—Tomo la apuesta. Si cuando terminamos de cenar, hay una joyería
abierta, vamos a visitarla. Yo no tengo experiencia. Tengo curiosidad.
Pero ya hemos olvidado, en la mesa del César, las joyerías y la apuesta.
La luz de las velas, el vino que no debí tomar, la presencia de Jones,
la conversación en un idioma que no arrastra como el castellano a fondos
pantanosos, ese inglés que se desliza livianamente sobre la intimidad, que
resume, razona e ironiza, me ha empujado a contarle la sesión en la casita de
Harula. Para que entienda mi angustia, aun sabiendo que voy a arrepentirme,
también hablo de las Santamarina y de las plegarias de Dodo. Hablo de la muerte
que se adelanta en el hotel de la Rue Bayard.
Y Jones, tal como lo esperaba, como lo deseaba, cambia de tema y habla
de la imaginación de las mujeres.
Después, tan de Jones, el señor Jones empieza otro cuento de lluvia.
*
A la luz de las velas, el señor Jones parece
otro hombre. Ha dejado caer los absolutamente
y completamente de su vocabulario, el
lastre del humor ingenioso, de la civilidad codificada. Todavía es un hombre
que elige las palabras, pero con cierto cansancio, con cierta pesadumbre por
tener que elegirlas.
—Y luego, están los ojos. Qué buena presa. Qué buena trampa. Qué buena
historia. El gran detalle, la matriz de toda posible aventura sobrenatural. El signo.
En el cielo o en la tierra. Ella lo tiene en el cuerpo. ¿Una fatalidad? ¿La
marca de la suerte o de la desgracia? Ella elige la suerte. Se cree afortunada.
Y lo es, pero no por el signo, que llevará a disgusto como cualquier persona
normal. Es afortunada porque le gusta vivir y la vida nunca es mezquina con sus
admiradores.
—La vida —dice Jones pensativo, dudando—. La vida sí es extraña. Pero no
mágica. Es tan poco mágica. A veces uno desearía que lo fuera.
—¿Eso es lo que piensa de mí? ¿Que soy una buena presa para las
fantasías? ¿Una inspiradora de imaginaciones ajenas? ¿Una mujer perfectamente hueca, señor Jones?
El señor Jones me mira a los ojos antes de contestar.
—Pienso que es una mujer extraordinaria. Pienso que su imaginación
también es extraordinaria y que le ha dado el mejor de los usos. La ha volcado
donde debe estar, en ese vacío que su tutora llama el don. Pero también pienso
que tiene mala suerte.
Me toma una mano, la pone entre las suyas, la acaricia como para darle
calor.
—Qué mala suerte haber venido a Santorini.
—Sí. Con este tiempo, fuera de temporada, con mi imaginación…
—Hablaba de mi suerte —dijo Jones—. Maldita sea.»
[El texto pertenece a la
edición en español de Tusquets Editores,
1996, pp. 119-121. ISBN: 978-8472237926.]
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