domingo, 29 de enero de 2023

Autobiografía y otros escritos.- Benjamin Franklin (1706-1790)


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Autobiografía


    «En la ciudad vivía otro muchacho muy dado a los libros, llamado John Collins, con el que llegué a tener una amistad íntima. Con frecuencia discutíamos porque la controversia nos gustaba y deseábamos enfrentarnos uno a otro con nuestros argumentos, cosa que, por cierto, puede convertirse en una mala costumbre y hacer a los que la tienen muy desagradables, porque siempre llevan la contraria. Además de servir para agriar cualquier conversación, dicho hábito da ocasión a disgustos y tal vez enemistades, en lugar de reforzar la amistad. Adquirí esta mala costumbre leyendo los libros de mi padre sobre polémicas religiosas. Las personas de buen juicio, según luego he podido apreciar, rara vez caen en el vicio de discutir salvo los abogados, los universitarios o los que se han criado en Edimburgo. En una ocasión surgió entre Collins y yo una disputa a propósito de si había que instruir a las mujeres y fomentar su capacidad para el estudio. Según él, ello no procedía, y además las mujeres no valían para el estudio. Yo sostenía la teoría opuesta, quizá por aquello de llevar la contraria. Collins se mostraba más elocuente y encontraba fácilmente las palabras adecuadas y tengo para mí que a veces me vencía más por su elocuencia que por la solidez de sus razonamientos. Como nos separamos sin haber llegado a un acuerdo, yo me puse a escribir mis razonamientos, hice una copia en limpio y se la envié a mi contrincante. El contestó y yo volví a replicarle y así varias veces hasta que mi padre encontró por casualidad unas de aquellas cartas y las leyó. Sin entrar en el fondo de la cuestión, mi padre me comentó el estilo literario que yo empleaba, haciéndome notar la ventaja que yo tenía sobre mi antagonista en materia de ortografía y sintaxis (que eran fruto de mi experiencia como impresor), pero subrayándome también que en elegancia de expresión, en método y en perspicacia, yo era inferior, y me convenció de ello señalándome varios pasajes de las cartas. Me di cuenta de lo atinado de sus opiniones y, en consecuencia, me apliqué a mejorar mi estilo.
 Fue hacia esta época cuando cayó en mis manos un tomo del Spectator, el tercero para ser preciso. No había tenido la ocasión de leerlo, y cuando lo hice repetidas veces me pareció delicioso. Encontré su expresión excelente y deseé ser capaz de imitarla. En este empeño me fijé en algunos de sus ensayos, resumí en un papel, con poquísimas palabras, las ideas que se exponían en cada una de sus frases y lo guardé. Pasados unos días y sin consultar el original, intenté rehacer los ensayos de The Spectator a partir de mis resúmenes, completando éstos con cuantas palabras me parecían adecuadas para reconstruir su primitiva elegancia y amplitud. Luego cotejé mi trabajo con el original y corregí las faltas que había cometido. Me di cuenta de que me faltaba vocabulario o mayor presteza para recordar y utilizar las palabras idóneas. Pensé entonces que tal vez hubiera podido conseguir ambas cosas si hubiera seguido escribiendo versos, ya que el buscar palabras del mismo significado pero de longitud o sonido diferentes para encajarlas en el ritmo y en la rima correspondientes, me hubiera obligado a perseguir constantemente la variedad expresiva y a fijar en mi mente y dominar una gran multiplicidad de vocablos y giros. En consecuencia, tomé algunas de las narraciones del Spectator y las puse en verso para volverlas después a su prosa original, cuando había pasado tiempo y casi me había olvidado de ésta. Otras veces formaba un revoltijo con los resúmenes que había hecho y, transcurridas algunas semanas, procuraba restablecer el orden lógico que tenían en The Spectator, para luego proceder a reconstruir y completar las frases del ensayo original. Este método me valió mucho para la correcta ordenación de mis ideas, al proporcionarme la ocasión de comparar mi trabajo con el original y poder corregir mis fallos. En ocasiones incluso me hacía la ilusión de que había acertado a mejorarlo en algunos detalles de poca importancia, lo que me animaba a esperar que con el tiempo podría ser un buen escritor, cosa que ambicionaba sobremanera.
 Dedicaba a estos ejercicios y a leer las horas de la noche, acabado mi trabajo, o las de la madrugada, antes de empezarlo, así como los domingos, en que procuraba refugiarme en la imprenta, evitando en lo posible la asistencia al culto colectivo, al que mi padre me obligaba a ir cuando vivía con él. Aunque seguía pensando que tenía la obligación de asistir a él, me parecía justificado el no ir por falta de tiempo.
 Cumplidos los dieciséis años, tuve ocasión de dar con un libro escrito por un tal Tryon, en el que se recomendaba una dieta vegetariana y decidí adoptarla. Mi hermano aún no se había casado y vivía de pensión, en compañía de sus aprendices, con una familia. El que yo me negara a comer carne causaba molestias y ello me valió no pocas críticas. Me familiaricé con algunas recetas del vegetariano Tryon, las de las patatas y el arroz cocidos, por ejemplo; las de los puddings rápidos y algunas otras, y terminé por decirle a mi hermano que si me daba la mitad de lo que pagaba a la semana por mi pensión, yo viviría por mi cuenta. Aceptó de buen grado y yo me encontré con que podía ahorrar la mitad de lo que me daba y comprar más libros. Aparte de ello, encontré en esto otra ventaja: al irse mi hermano y los demás a comer, yo podía quedarme solo en la imprenta, hacer mi frugal colación (que no consistía sino en una galleta o una rebanada de pan, unas pocas uvas pasas, un pastel y un vaso de agua), y dedicarme al  estudio hasta que ellos volvieran. Aquella frugalidad contribuyó a que mis progresos en el saber fueran más rápidos, pues sabido es que la claridad de mente y la prontitud de asimilación intelectual son, por lo general, compañeras de la templanza en comer y beber. Ocurrió, por ejemplo, que alguien me puso en vergüenza por lo poco que yo sabía de cuentas, asignatura en la que, por cierto, me suspendieron dos veces cuando estaba en la escuela, y ante ello, me puse a estudiar la aritmética de Cocker y, sin ayuda de nadie, me la aprendí de cabo a rabo con gran facilidad. Leí también un libro de Seller y Sturny sobre navegación y me familiaricé algo con la geometría sin llegar a profundizar en esta ciencia. Leí también la obra de Locke On Human Understanding y El arte de pensar, de los filósofos de Port Royal.
Autobiografía y otros escritos: Amazon.es: FRANKLIN, BENJAMIN ... Mientras continuaba con mi propósito de mejorar mi lenguaje, encontré un libro de lengua inglesa (creo que era de Greenwood), en el que se insertaban al final dos apéndices con los rudimentos del arte de la lógica y la retórica, el primero de los cuales concluía con un debate siguiendo el método socrático. Poco después leí los Recuerdos memorables de Sócrates, escritos por Jenofonte, donde se recogen numerosos ejemplos de dicho método. Me entusiasmó y decidí adoptarlo. Abandoné mi forma de argumentar obstinada y positivista y llena de seguridades y me transformé en un humilde buscador de la verdad. Tras leer a Shaftessbury y Collins, las dudas que ya tenía acerca de algunos aspectos doctrinales de nuestra religión se extendieron a otros campos y llegué a la conclusión de que este método era el más seguro para mí y que ponía en graves aprietos a aquellos contra quienes lo utilizaba. Así pues, me complacía en practicarlo de continuo, llegando a adquirir cierta maestría en obligar a gentes incluso de mayor talento que yo, a reconocer y admitir cosas cuyo alcance no sospechaban y a ponerlas en situaciones de las que no les resultaba fácil salir, con lo que me apunté triunfos que ni yo ni mis argumentos merecían siempre. Utilicé este método durante algunos años y lo abandoné después paulatinamente, conservando sólo un cierto hábito de expresarme con frases de modesta timidez, evitando utilizar, si preveía discusión, términos demasiado categóricos tales como “ciertamente” o “indudablemente”. Prefería expresarme con frases tales como “pienso o entiendo que tal cosa es así o de tal forma”, o “me parece”, o “en mi opinión”, o “si no me equivoco”. Tal costumbre, pienso, me ha ayudado mucho a inculcar a los demás mis propias opiniones o a persuadirlos a que adoptaran ideas o actitudes que en ocasiones me he dedicado a propagar.
 Y puesto que los objetivos de la conversación consisten al fin y al cabo en informar o ser informado, en agradar o en persuadir, creo que los hombres sensatos y de recto juicio no deben mermar su capacidad de hacer el bien, adoptando una postura dogmática que suele disgustar a los interlocutores, crear oposición y contrariar los fines aludidos del don de la palabra. De hecho, si se trata de instruir a los demás, toda forma apriorística o contundente de manifestar lo que sentimos puede provocar oposición y poner en guardia a los demás contra nosotros. Si uno busca aprender y perfeccionarse con los conocimientos de los demás, es importante no aparecer uno mismo como anclado en prejuicios. Los hombres sensatos y modestos que no son partidarios de discutir no se sentirán animados a sacarnos de nuestros errores. Con esta disposición dogmática, rara vez se contenta al auditorio y menos aún se le persuade de que nos enseñe lo que sabe. Pope observa con acierto:

     Los hombres deben ser enseñados sin notarlo
     e instruirles en lo que ignoran como si
     se tratara de cosas que han olvidado.

  Pope recomienda asimismo:
    Hablar, por muy seguro que se esté, con humildad.

 Y podía haber completado esta frase con otra que utiliza, creo que con menos propiedad, en otro contexto:
    “Pues la falta de modestia es falta de sentido”.

 Si me pregunta por qué lo de la menor propiedad, les diré que los versos eran:
    “Las palabras inmodestas no admiten defensa, pues la falta de modestia es falta de sentido”.

  Pues bien: ¿no es la “falta de sentido” (si alguno es tan desafortunado de no poseerlo) cierta apología de su falta de modestia? Por ello pienso que la expresión correcta debería ser:
    “Las palabras inmodestas sólo pueden disculparse teniendo en cuenta que la falta de inmodestia no es sino falta de sentido”.

   Pero dejemos esto para gente más sabia que yo.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Editora Nacional, 1982, en traducción de Luis López Guerra, pp. 142-150. ISBN: 978-8427605848.]

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