domingo, 15 de enero de 2023

El hombre del traje gris.- Sloan Wilson (1920-2003)

Wilson, Sloan - LIBROS DEL ASTEROIDE
19


 «Eran las nueve de la mañana del martes. El juez Saúl Bernstein, un hombre pequeño y regordete con un gran lunar en la mejilla izquierda, subía las escaleras hasta el tercer piso de Whitelock, el segundo edificio en cuanto a dimensiones de la población de South Bay. Resollando un poco, penetró en la desnuda estancia con suelo de linóleo que le servía de oficina y sonrió a su secretaria, una muchacha delgada que se encorvaba sobre la máquina de escribir.
   —Buenos días, Sally —le dijo—. ¿Cómo se encuentra hoy?
   Las manos de la chica dejaron de revolotear sobre el teclado.
 —Muy bien, señor juez —respondió, levantando la vista agradecida—. El resfriado se me ha pasado casi por completo.
   Bernstein se sentó detrás de su maltratada mesa de pino en el ángulo de la habitación y echó una mirada al correo de la mañana, que la secretaria le había abierto. La carta que estaba encima de todo solicitaba una entrevista para el próximo sábado o para cualquier noche, si no le representaba demasiada molestia. "Desearía hablarle sobre el traspaso de los bienes de la difunta Mrs. Plorence Rath —decía—. Me han informado también de que acaso usted pudiera aconsejarme respecto a la posibilidad de dividir, en su tiempo, el terreno en lotes de un acre..." La carta mencionaba el testamento que le había enviado Sims y terminaba agradeciendo todas las indicaciones que él pudiera ofrecer. La firmaba: "Thomas R. Rath".
   Bemstein terminaba apenas de leerla, cuando sonó el teléfono de su despacho. Contestó la secretaria, sirviéndose de una extensión que iba hasta su mesa. Luego le dijo:
   —Es para usted, señor juez. No quiere dar su nombre.
   —Diga —llamó Bernstein, al aparato. Por un momento no obtuvo otra respuesta que el murmullo del receptor. —¡Diga! —repitió.
   —¡Quiero hablar con el juez! —respondió una voz fuerte.
   —Aquí el juez Bernstein. ¿Quién llama?
   —¿Es usted el juez que entiende de testamentos? —preguntó la voz.
   —Sí, soy el juez del Tribunal de Homologación—contestó Bernstein, vivamente—. ¿Su nombre, por favor?
   —Me llamo Schultz, Eüward Schultz —dijo la voz—. Y he de presentar una reclamación...
   Bernstein escuchó a Schultz largo rato. Cuando hubo colgado, cogió la carta de Tom y la releyó. Empezaba a dolerle el estómago, como le sucedía siempre al ver que tendría que arbitrar una contienda.
  "Thomas Rath, el nieto de Florence Rath", pensó. Saúl Bernstein recordaba bien a Florence Rath. Hacía más de treinta años que la vio por primera vez, cuando sus padres —los del juez— se trasladaron de su vivienda de Broocklyn para abrir una charcutería en South Bay. Era un establecimiento pequeñito, nada parecido a aquellos de los que Florence Rath era cliente, excepto los domingos, que era el único que permanecía abierto. En domingo, Florence Rath telefoneaba frecuentemente a la tienda para pedir un jarrito de queso o un bote de anchoas, encargando que se lo llevaran a casa, distante más de seis millas de la tienda. Una y otra vez, Saúl Bernstein había subido en bicicleta la empinada carretera de la colina, con sus dos pronunciadas curvas junto a los salientes de la peña, para entregar un bote de aceitunas, u otro artículo semejante, que dejaba unos cinco centavos de ganancia, y a menudo los criados que cogían el paquetito ni se ocupaban de que se le diese propina.
  Saúl Bernstein recordaba muchas cosas de Florence Rath. En una ocasión, entró en la tienda de sus padres. Fue en 1931, cuando la depresión llegó a su punto crítico, y cuando su padre estuvo a punto de abandonar la tienda e irse a buscar trabajo a Nueva York. Por razones de economía, habían apagado la calefacción. Los padres de Bernstein permanecían tras el mostrador llevando gruesos abrigos, bufandas y guantes y dándose palmadas a la espalda para entrar en calor. La tienda se volvió húmeda, oliendo a moho, y se rompieron algunos jarros al helarse su contenido. Por aquellos días, Saúl Bernstein no pasaba muchos ratos en la tienda, puesto que sus padres se empeñaban en que él y sus dos hermanos permanecieran todo el tiempo posible en el Instituto, donde gozaban de buena calefacción, pero aquel domingo precisamente, cuando entró Florence Rath, su madre guardaba cama en el cuartito del piso y su padre la cuidaba, de modo que Saúl servía en la tienda. Mientras aguardaba que le trajera una cajita de almendras y avellanas, Florence Rath, que llevaba un largo abrigo de pieles, quejóse.
—¿Por qué no calientan este establecimiento? ¿Se han propuesto quizá que los clientes se queden congelados?
—No, señora —respondió él. Y se creyó en la obligación de añadir—: Se nos rompió la caldera; ahora la están arreglando.
  Saúl Bernstein tenía buena memoria. Recordaba que cuando era un joven abogado salido de la Universidad no hacía más de un año, un ferretero fue a verle y le encargó el cobro del importe de unos útiles para el jardín, de elevado precio, que, según dijo, Mrs. Rath le había comprado, pero no pagaba. Aquello fue en la época en que él se pasaba los días sentado en su diminuto despacho, aguardando a que se oyeran en el pasillo las pisadas de los posibles clientes y tratando de olvidar los consejos de su mejores amigos, que le decían que había de irse a ejercer en Nueva York, porque en una escondida población de Connecticut, notable por sus prejuicios contra los judíos, no había sitio para un joven abogado de su raza. El ferretero que reclamaba contra Mrs. Rath fue su primer cliente, por la sencilla razón de que todos los demás abogados de la localidad se negaron a hacerse cargo del asunto. Bernstein aceptó, contentísimo, ardiendo en justa indignación contra la ricachona de la cumbre del montículo que compraba géneros a un pobre comerciante y se negaba a pagarlos. A punto estuvo de subir a la colina a paso de carga, para afearle su conducta, pero su cautela innata le detuvo, y en vez de hacerlo así, púsose a indagar por la ciudad, descubriendo que Mrs. Rath tenía fama de pagar las facturas en seguida de recibirlas, y que las herramientas aquellas las había comprado un jardinero de la señora, a quien ésta había despedido dos días antes de que tuviera lugar la compra. Y, en consecuencia, Bernstein comunicó el caso a la policía, la cual obligó al jardinero a pagar, al mismo tiempo que él se daba cuenta de que su primer caso le había enseñado una lección: a investigar los hechos a fondo.
  De todo esto hacia mucho tiempo. Desde entonces, y a despecho de las predicciones de sus mejores amigos, Saúl Bernstein se había abierto paso en la ciudad de South Bay. Había reunido una fortuna razonable, era respetado y hubiera sido feliz de no mediar un inconveniente: detestaba la justicia casi tanto como detestaba la violencia o la crueldad, fuese de la clase que fuere.
  Esto lo descubrió en 1940, cuando le nombraron juez del Tribunal Municipal. Uno de los primeros que comparecieron ante él fue un conductor de camión que se había embriagado y había lanzado el vehículo contra un árbol. Era un hombre de unos cuarenta años, cara colorada y ojos azules y tristes, que apeló a su misericordia, explicando que para conservar el empleo tenía que conservar el carnet de chofer, cuyo carnet le sería retirado si le condenaban por conducir en estado de embriaguez; y allí, de pie en el juzgado, adoptando un aire de dignidad ofendida, dijo que tenía la mujer encinta y que no quería perder el empleo.
El hombre del traje gris - LIBROS DEL ASTEROIDE —Pero ésta es su segunda infracción —le replicó Bernstein—. Según los antecedentes, hace dos años le condenaron por conducir bajo la influencia del alcohol.
 —¡Por esto no pueden condenarme ahora! —repuso el hombre con desesperación—. ¡Ya no me devolverían el permiso nunca más!
  Y siguió pidiendo clemencia. Pero Bernstein tenía la misión de hacer justicia y la hizo, sintiendo un vivo dolor en el estómago, y el chofer se marchó con una expresión desesperada, de desamparo absoluto en su rubicunda faz.
  No es cosa demasiado agradable para un juez descubrir que detesta el administrar justicia, por lo cual Bernstein no quiso, dar crédito al descubrimiento que acababa de realizar hasta después de mucho tiempo. No tuvo que enfrentarse con la realidad hasta 1948, cuando pudo elegir entre ser nombrado juez de Homologación en South Bay, o pasar a un tribunal de mayor categoría. Le asaltó la tentación de marcharse de allí, porque a pesar de su reciente encumbramiento, a su mujer no la habían invitado a formar parte de ninguno de los clubs femeninos de la ciudad, pero se había pronunciado en otro sentido por dos razones: una de ellas era que le sacaba de quicio la idea de juzgar casos en los que hubiera que dictar sentencias de largos años de cárcel, y hasta la muerte, y otra, que se había formado la teoría de que un juez únicamente puede soportar el ejercicio de su cargo cuando puede fundarse tanto en un perfecto conocimiento de los litigantes como de la Ley. Le causaba horror sentenciar a personas de las cuales no supiera casi nada. En South Bay, donde prácticamente conocía a todo el mundo y disponía de tiempo sobrado que dedicar a cada caso, podía demorar sus decisiones hasta haber reunido la información más completa. Rara era la vez que tuviera que administrar justicia a desconocidos.
   Así, pues, Bemstein eligió continuar en South Bay como juez del Tribunal de Homologación, que entendía mucho más frecuentemente en la legalidad de los documentos que de la suerte de las personas. Y, con gran asombro por su parte, se convirtió en una verdadera potencia, puesto que la gente se dio cuenta de que, odiando como odiaba la administración de justicia, la administraba extremadamente bien, por lo cual solicitaba su intervención en querellas que no tenían nada que ver con el Tribunal Testamentario, y cuando, después de demorarlo todo lo posible, daba su parecer, éste pesaba más que el de otra persona alguna de la ciudad. Ni a éste ni a su esposa les invitaban con frecuencia a comidas o a reuniones, pero casi siempre le designaban como moderador en las asambleas municipales, y en toda ocasión, pública o privada, en que fuera menester una persona imparcial; y pocas personas sabían cómo le dolía el estómago, cuando levantaba la regordeta mano y decía:
  —Sí, sí, lo comprendo; pero examinemos ahora el punto de vista de la otra parte...
  En este momento, mientras releía la carta recibida de Tom Bath y recordaba la conversación que acababa de sostener por teléfono con Edward Schultz, el dolor que sentía en el estómago acentuábase por momentos. Las disputas sobre testamentos siempre resultaban penosas, casi tanto como los casos de divorcio. En ellas cada una de las partes sacaba a relucir lo peor de su personalidad; Bemstein lo sabía por experiencia. Superficialmente, el caso que se le ofrecía ahora era muy sencillo: un rico heredero intentaba arrebatar lo suyo a un criado fiel y anciano. Bemstein había descubierto que, generalmente, las cosas resultaban como parecían a primera vista, pero no siempre. Y se preguntaba qué aspecto tendría Tom; sería probablemente uno de aquellos empleados que trabajaban en Nueva York, que hacían las compras en pantalón corto de fantasía y fumando un cigarrillo con una boquilla desmesuradamente larga. El juez se dijo que a la difunta mistress Rath le correspondía muy bien tener nietos de este tipo. Y ese Edward Schultz, que hablando por teléfono parecía un poco chiflado, ¿qué clase de individuo sería? ¿A cuál de los dos contrincantes daría gusto la Justicia?»
  
    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Libros del Asteroide, 2009, en traducción de Baldomero Porta Gou, pp. 158-162. ISBN: 978-8492663019.]

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: