19
«Eran las nueve de la mañana del martes. El
juez Saúl Bernstein, un hombre pequeño y regordete con un gran lunar en la
mejilla izquierda, subía las escaleras hasta el tercer piso de Whitelock, el
segundo edificio en cuanto a dimensiones de la población de South Bay.
Resollando un poco, penetró en la desnuda estancia con suelo de linóleo que le
servía de oficina y sonrió a su secretaria, una muchacha delgada que se
encorvaba sobre la máquina de escribir.
—Buenos días, Sally —le dijo—. ¿Cómo se encuentra hoy?
Las manos de la chica dejaron de revolotear sobre el teclado.
—Muy bien, señor juez —respondió, levantando la vista agradecida—. El
resfriado se me ha pasado casi por completo.
Bernstein se sentó detrás de su maltratada mesa de pino en el ángulo de
la habitación y echó una mirada al correo de la mañana, que la secretaria le
había abierto. La carta que estaba encima de todo solicitaba una entrevista
para el próximo sábado o para cualquier noche, si no le representaba demasiada
molestia. "Desearía hablarle sobre el traspaso de los bienes de la difunta
Mrs. Plorence Rath —decía—. Me han informado también de que acaso usted pudiera
aconsejarme respecto a la posibilidad de dividir, en su tiempo, el terreno en
lotes de un acre..." La carta mencionaba el testamento que le había
enviado Sims y terminaba agradeciendo todas las indicaciones que él pudiera
ofrecer. La firmaba: "Thomas R. Rath".
Bemstein terminaba apenas de leerla, cuando sonó el teléfono de su
despacho. Contestó la secretaria, sirviéndose de una extensión que iba hasta su
mesa. Luego le dijo:
—Es para usted, señor juez. No quiere dar su nombre.
—Diga —llamó Bernstein, al aparato. Por un momento no obtuvo otra
respuesta que el murmullo del receptor. —¡Diga! —repitió.
—¡Quiero hablar con el juez! —respondió una voz fuerte.
—Aquí el juez Bernstein. ¿Quién llama?
—¿Es usted el juez que entiende de testamentos? —preguntó la voz.
—Sí, soy el juez del Tribunal de Homologación—contestó Bernstein,
vivamente—. ¿Su nombre, por favor?
—Me llamo Schultz, Eüward Schultz —dijo la voz—. Y he de presentar una
reclamación...
Bernstein escuchó a Schultz largo rato. Cuando hubo colgado, cogió la
carta de Tom y la releyó. Empezaba a dolerle el estómago, como le sucedía
siempre al ver que tendría que arbitrar una contienda.
"Thomas Rath, el nieto de Florence Rath", pensó. Saúl
Bernstein recordaba bien a Florence Rath. Hacía más de treinta años que la vio
por primera vez, cuando sus padres —los del juez— se trasladaron de su vivienda
de Broocklyn para abrir una charcutería en South Bay. Era un establecimiento
pequeñito, nada parecido a aquellos de los que Florence Rath era cliente,
excepto los domingos, que era el único que permanecía abierto. En domingo,
Florence Rath telefoneaba frecuentemente a la tienda para pedir un jarrito de
queso o un bote de anchoas, encargando que se lo llevaran a casa, distante más
de seis millas de la tienda. Una y otra vez, Saúl Bernstein había subido en
bicicleta la empinada carretera de la colina, con sus dos pronunciadas curvas
junto a los salientes de la peña, para entregar un bote de aceitunas, u otro
artículo semejante, que dejaba unos cinco centavos de ganancia, y a menudo los
criados que cogían el paquetito ni se ocupaban de que se le diese propina.
Saúl Bernstein recordaba muchas cosas de Florence Rath. En una ocasión,
entró en la tienda de sus padres. Fue en 1931, cuando la depresión llegó a su
punto crítico, y cuando su padre estuvo a punto de abandonar la tienda e irse a
buscar trabajo a Nueva York. Por razones de economía, habían apagado la
calefacción. Los padres de Bernstein permanecían tras el mostrador llevando
gruesos abrigos, bufandas y guantes y dándose palmadas a la espalda para entrar
en calor. La tienda se volvió húmeda, oliendo a moho, y se rompieron algunos
jarros al helarse su contenido. Por aquellos días, Saúl Bernstein no pasaba
muchos ratos en la tienda, puesto que sus padres se empeñaban en que él y sus
dos hermanos permanecieran todo el tiempo posible en el Instituto, donde
gozaban de buena calefacción, pero aquel domingo precisamente, cuando entró
Florence Rath, su madre guardaba cama en el cuartito del piso y su padre la
cuidaba, de modo que Saúl servía en la tienda. Mientras aguardaba que le
trajera una cajita de almendras y avellanas, Florence Rath, que llevaba un
largo abrigo de pieles, quejóse.
—¿Por qué no calientan este establecimiento? ¿Se han propuesto quizá que
los clientes se queden congelados?
—No, señora —respondió él. Y se
creyó en la obligación de añadir—: Se nos rompió la caldera; ahora la están
arreglando.
Saúl Bernstein tenía buena memoria. Recordaba que cuando era un joven
abogado salido de la Universidad no hacía más de un año, un ferretero fue a
verle y le encargó el cobro del importe de unos útiles para el jardín, de
elevado precio, que, según dijo, Mrs. Rath le había comprado, pero no pagaba.
Aquello fue en la época en que él se pasaba los días sentado en su diminuto
despacho, aguardando a que se oyeran en el pasillo las pisadas de los posibles
clientes y tratando de olvidar los consejos de su mejores amigos, que le decían
que había de irse a ejercer en Nueva York, porque en una escondida población de
Connecticut, notable por sus prejuicios contra los judíos, no había sitio para
un joven abogado de su raza. El ferretero que reclamaba contra Mrs. Rath fue su
primer cliente, por la sencilla razón de que todos los demás abogados de la
localidad se negaron a hacerse cargo del asunto. Bernstein aceptó, contentísimo,
ardiendo en justa indignación contra la ricachona de la cumbre del montículo
que compraba géneros a un pobre comerciante y se negaba a pagarlos. A punto
estuvo de subir a la colina a paso de carga, para afearle su conducta, pero su
cautela innata le detuvo, y en vez de hacerlo así, púsose a indagar por la
ciudad, descubriendo que Mrs. Rath tenía fama de pagar las facturas en seguida
de recibirlas, y que las herramientas aquellas las había comprado un jardinero
de la señora, a quien ésta había despedido dos días antes de que tuviera lugar
la compra. Y, en consecuencia, Bernstein comunicó el caso a la policía, la cual
obligó al jardinero a pagar, al mismo tiempo que él se daba cuenta de que su
primer caso le había enseñado una lección: a investigar los hechos a fondo.
De todo esto hacia mucho tiempo. Desde entonces, y a despecho de las
predicciones de sus mejores amigos, Saúl Bernstein se había abierto paso en la
ciudad de South Bay. Había reunido una fortuna razonable, era respetado y
hubiera sido feliz de no mediar un inconveniente: detestaba la justicia casi
tanto como detestaba la violencia o la crueldad, fuese de la clase que fuere.
Esto lo descubrió en 1940, cuando le nombraron juez del Tribunal
Municipal. Uno de los primeros que comparecieron ante él fue un conductor de
camión que se había embriagado y había lanzado el vehículo contra un árbol. Era
un hombre de unos cuarenta años, cara colorada y ojos azules y tristes, que
apeló a su misericordia, explicando que para conservar el empleo tenía que conservar
el carnet de chofer, cuyo carnet le sería retirado si le condenaban por
conducir en estado de embriaguez; y allí, de pie en el juzgado, adoptando un
aire de dignidad ofendida, dijo que tenía la mujer encinta y que no quería
perder el empleo.
—Pero ésta es su segunda infracción —le replicó Bernstein—. Según los
antecedentes, hace dos años le condenaron por conducir bajo la influencia del
alcohol.
—¡Por esto no pueden condenarme ahora! —repuso el hombre con
desesperación—. ¡Ya no me devolverían el permiso nunca más!
Y siguió pidiendo clemencia. Pero Bernstein tenía la misión de hacer
justicia y la hizo, sintiendo un vivo dolor en el estómago, y el chofer se
marchó con una expresión desesperada, de desamparo absoluto en su rubicunda
faz.
No es cosa demasiado agradable para un juez descubrir que detesta el
administrar justicia, por lo cual Bernstein no quiso, dar crédito al
descubrimiento que acababa de realizar hasta después de mucho tiempo. No tuvo
que enfrentarse con la realidad hasta 1948, cuando pudo elegir entre ser
nombrado juez de Homologación en South Bay, o pasar a un tribunal de mayor
categoría. Le asaltó la tentación de marcharse de allí, porque a pesar de su
reciente encumbramiento, a su mujer no la habían invitado a formar parte de ninguno
de los clubs femeninos de la ciudad, pero se había pronunciado en otro sentido
por dos razones: una de ellas era que le sacaba de quicio la idea de juzgar
casos en los que hubiera que dictar sentencias de largos años de cárcel, y
hasta la muerte, y otra, que se había formado la teoría de que un juez
únicamente puede soportar el ejercicio de su cargo cuando puede fundarse tanto
en un perfecto conocimiento de los litigantes como de la Ley. Le causaba horror
sentenciar a personas de las cuales no supiera casi nada. En South Bay, donde
prácticamente conocía a todo el mundo y disponía de tiempo sobrado que dedicar
a cada caso, podía demorar sus decisiones hasta haber reunido la información
más completa. Rara era la vez que tuviera que administrar justicia a desconocidos.
Así, pues, Bemstein eligió continuar en South Bay como juez del Tribunal
de Homologación, que entendía mucho más frecuentemente en la legalidad de los
documentos que de la suerte de las personas. Y, con gran asombro por su parte,
se convirtió en una verdadera potencia, puesto que la gente se dio cuenta de
que, odiando como odiaba la administración de justicia, la administraba
extremadamente bien, por lo cual solicitaba su intervención en querellas que no
tenían nada que ver con el Tribunal Testamentario, y cuando, después de
demorarlo todo lo posible, daba su parecer, éste pesaba más que el de otra
persona alguna de la ciudad. Ni a éste ni a su esposa les invitaban con
frecuencia a comidas o a reuniones, pero casi siempre le designaban como moderador
en las asambleas municipales, y en toda ocasión, pública o privada, en que
fuera menester una persona imparcial; y pocas personas sabían cómo le dolía el
estómago, cuando levantaba la regordeta mano y decía:
—Sí, sí, lo comprendo; pero examinemos ahora el punto de vista de la
otra parte...
En este momento, mientras releía la carta recibida de Tom Bath y
recordaba la conversación que acababa de sostener por teléfono con Edward
Schultz, el dolor que sentía en el estómago acentuábase por momentos. Las
disputas sobre testamentos siempre resultaban penosas, casi tanto como los
casos de divorcio. En ellas cada una de las partes sacaba a relucir lo peor de
su personalidad; Bemstein lo sabía por experiencia. Superficialmente, el caso
que se le ofrecía ahora era muy sencillo: un rico heredero intentaba arrebatar
lo suyo a un criado fiel y anciano. Bemstein había descubierto que,
generalmente, las cosas resultaban como parecían a primera vista, pero no
siempre. Y se preguntaba qué aspecto tendría Tom; sería probablemente uno de
aquellos empleados que trabajaban en Nueva York, que hacían las compras en
pantalón corto de fantasía y fumando un cigarrillo con una boquilla
desmesuradamente larga. El juez se dijo que a la difunta mistress Rath le
correspondía muy bien tener nietos de este tipo. Y ese Edward Schultz, que
hablando por teléfono parecía un poco chiflado, ¿qué clase de individuo sería?
¿A cuál de los dos contrincantes daría gusto la Justicia?»
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