La vida en el campo 303
«Se disipó la neblina del amanecer y, a la fría y clara luz del día,
estuve observando el lugar adonde me habían consignado y en el cual debía pasar
veinticinco años de mi vida. El Campo 303, situado entre los quinientos y
seiscientos kilómetros al Sur del Círculo Polar Ártico, era un recinto
rectangular de cerca de un kilómetro de longitud y unos cuatrocientos metros de
ancho, en cuyas esquinas se elevaba una torre de vigilancia construida sólidamente
con madera y ocupada por soldados con ametralladoras. La puerta principal, en
torno a la cual se hallaban los cuarteles, las cocinas, los almacenes y las
oficinas administrativas, daba al oeste, en uno de los lados cortos del
rectángulo.
Nos separaban del bosque las habituales defensas de los campos de
concentración. Mirando desde dentro, la primera barrera entre nosotros y la
libertad era una valla de alambre espinoso retorcido, detrás de la cual había
un foso de unos dos metros de profundidad, seco, cuyo lado más próximo a
nosotros tenía una inclinación de unos treinta grados mientras que la pared del
otro lado era vertical y terminaba al pie de la doble empalizada. El exterior
de estos dos muros de madera, de una altura de unos cuatro metros, se hallaba a
su vez protegido por más alambradas.
Los ocupantes del Campo 303 que nos encontramos a nuestra llegada eran
en su mayoría finlandeses y nos recibieron con cierta desconfianza. Nosotros
éramos cuatro mil quinientos. Ellos, un millar. Salieron de cuatro grandes
cabañas al extremo Este del Campo. Estos barracones de los prisioneros,
construidos con madera, tenían ochenta metros de longitud por diez de anchura,
y su forma se adaptaba a la del Campo. Sus puertas daban al oeste y estaban
protegidas del viento y la nieve por un estrecho porche cubierto y con abertura
hacia el sur. Comprendimos enseguida que no había sitio para nosotros, los
recién llegados.
Pero no pudimos pensar mucho tiempo en nuestra situación porque se nos
ordenó ponernos en fila para el reparto de la comida. Pasamos uno por uno ante
la ventanilla de la cocina, uno de los edificios a la izquierda de la puerta
principal. Como siempre, nos dieron café ersatz
y pan. Cada uno se bebía el café lo antes posible y entregaba el recipiente en
otra ventanilla. Abundaba el líquido caliente, pero escaseaban los utensilios.
Esta escasez duró todo el tiempo que permanecí en el Campo y afectaba también a
los cuencos de madera donde nos servían la sopa.
En medio del terreno libre, los soldados colocaron una plataforma de
madera, portable. En torno a ella, obedeciendo las órdenes de un grupo de
suboficiales, formaron un gran círculo. Los prisioneros quedamos encerrados en
este círculo, de frente a la plataforma. Acompañados por una pequeña escolta
armada, dos coroneles rusos se dirigieron hasta el pie de la plataforma y uno
de ellos subió a esta. Desde mi sitio —en primera fila—, pude observarle bien.
Era alto, delgado y de aire distinguido, con el cabello canoso en las sienes,
un típico ejemplar del militar profesional de cualquier país. Su bigotito gris
estaba perfectamente cuidado y en su rostro delgado dos profundas arrugas
bajaban desde las comisuras de la boca a su firme barbilla. Inclinaba la cabeza
levemente hacia delante y me impresionó su aire de indiferencia, esa cualidad
indefinible de autoridad natural, sin esfuerzo, que todo aquel que haya servido
en un ejército habrá encontrado en los jefes militares profesionales. Se
hallaba ante una masa hostil, una multitud de seres humanos tratados como
fieras salvajes y cuyo odio contra todo lo ruso se podía respirar en el
ambiente. Era un odio casi tangible. Pero el coronel no parecía tener en cuenta
nada de esto. Estaba completamente tranquilo y no había en él ni un solo
movimiento nervioso. Por la masa de prisioneros corrió el rumor de un
comentario. El coronel nos abarcó primero con la mirada, fríamente. Se produjo
un silencio absoluto.
Habló secamente, en un ruso claro: “Soy el coronel Uchákov —dijo—. Soy
el comandante de este Campo. Habéis venido aquí a trabajar y espero de vosotros
un trabajo intenso y disciplinado. No os hablaré de castigo ya que,
probablemente, todos sabéis lo que os espera si no os portáis bien. Lo primero
de lo que debemos preocuparnos es de proporcionaros alojamiento. Por tanto,
vuestro primer trabajo será la construcción de barracones. La mayor rapidez y
eficacia en el trabajo significarán para vosotros disponer antes de un refugio.
Depende de vosotros. En todas las comunidades hay gente que espera que los
demás trabajen por ellos. Aquí no toleraremos ese truco y a todos os conviene
que nadie deje de cumplir con su deber. Espero que no me creéis dificultades
con vuestra conducta. Estoy dispuesto a escuchar vuestras quejas y haré cuanto
esté en mi poder por ayudaros. No disponemos de médicos, pero contamos con
buenos enfermeros especializados. Aquellos de vosotros que se encuentren ahora
en un estado físico demasiado malo serán acomodados en los barracones ya
construidos mientras el resto de vosotros construye los nuevos. Eso es todo”.
Descendió de la plataforma. Inmediatamente, el otro coronel ocupó su
lugar. Más que subir, saltó con precipitación como si fuera a cumplir un deber
de extremada urgencia. En contraste con el anterior, este otro coronel era
inquieto, nervioso y se notaba que no estaba acostumbrado al ejercicio del
poder. Lo exhibía como una bandera. Iba mejor vestido que Uchákov. Llevaba una
guerrera de piel y botas de cuero fino, relucientes. Era lo bastante joven como
para haber sido hijo de Uchákov.
No recuerdo su nombre. Era el comisario político y le llamábamos el
politruk, título abreviado por el que eran conocidos estos militares políticos.
Se pasó un minuto mirándonos, sonriendo levemente, seguro de sí mismo y
rebosando arrogancia. Los prisioneros se removieron molestos y luego quedaron
de nuevo inmóviles.
Nos habló como un sargento veterano, con rudeza y de un modo insultante:
“Contemplaos a vosotros mismos —dijo encogiéndose de hombros y poniéndose en
jarras—. Parecéis un rebaño de animales. ¡Contemplaros a vosotros mismos!
Quizás os creáis gente civilizada capaz de gobernar el mundo. ¿No os dais
cuenta de las estupideces que os han metido en la cabeza?”.
Envalentonado por hallarse como disuelto en la masa anónima, uno de
nosotros se atrevió a responder. Su voz rompió como una bomba la pausa que el
politruk se había permitido para producir mayor efecto: “¿Cómo vamos a parecer
otra cosa? No nos permiten ustedes que nos afeitemos, carecemos de jabón y de
ropa limpia”.
El politruk se volvió en dirección a la voz: “Si alguien me vuelve a
interrumpir —gritó—, haré que os supriman a todos las raciones de alimentos”.
Nadie volvió a decir ni una palabra. “Cuando hayáis pasado aquí algún
tiempo —prosiguió el politruk—, y bajo la guía del Camarada Stalin, haremos de
vosotros ciudadanos útiles. Los que no trabajen, no comerán. Mi deber consiste
en perfeccionaros. Aquí, el que no trabaja, no come. Pero no todo ha de ser
trabajo. Seguiréis cursos culturales para corregir vuestro modo de pensar.
Disponemos de una excelente biblioteca que podréis utilizar después de las
horas de trabajo”.
Después de seguir diciendo cosas por el estilo se interrumpió de pronto
y, tras una breve pausa, dijo: “¿Alguna pregunta?”. Un prisionero preguntó:
“¿Cuándo llega aquí la primavera?”. El politruk replicó: “No hagáis preguntas
imbéciles”. Con lo cual terminó la reunión.
Los primeros días de trabajo, en la construcción de los nuevos
barracones, fueron caóticos. Todos estábamos dispuestos a trabajar en firme,
pero resultaba dificilísimo señalarle a cada uno el trabajo para el que se
hallaba mejor dotado. A los tres días se fue realizando por sí sola esta
selección. Había entre nosotros arquitectos y aparejadores que pudieron hacer
los planos, y labradores para abrir los cimientos preparando boquetes donde
irían los principales postes de la estructura. Luego, los carpinteros y
albañiles hicieron lo que les correspondía. Numerosos equipos de leñadores y
carpinteros salían todas las mañanas a las 8 al bosque, bien vigilados por fuerte
escolta, para cortar troncos de árboles y darles la forma requerida.
Yo me uní a los leñadores. Un toque de diana nos despertaba a las 5 de
la mañana. Había una procesión de hombres medio dormidos hacia las letrinas,
unas zanjas abiertas por la parte interior de las alambradas detrás de donde
estábamos construyendo el barracón. Luego nos poníamos en fila para el
desayuno. Los soldados sacaban las herramientas del almacén. Las dejaban a la
izquierda de la puerta, las controlaban meticulosamente y, con el mismo
cuidado, hacían lo mismo al final de la jornada. Conforme íbamos saliendo por
la puerta principal, un listero comprobaba nuestros nombres en sus listas.
Los árboles que dominaban en el inmenso bosque eran los pinos, pero
también había en abundancia abedules y terebintos. Trabajé con un grupo de "derribadores". Nuestra tarea consistía en aserrar, manejando entre dos una
pesada sierra, el tronco de cada árbol. De vez en cuando variaba de ocupación
abatiendo con un hacha las ramas de los árboles. Desde los días en que siendo
un chiquillo vivía en nuestra finca de Pinsk, sabía manejar el hacha y siempre
me ha divertido este ejercicio. Notaba que recobraba fuerzas día a día. Me
absorbía la actividad y el bullicio de nuestro trabajo. Me enorgullecía poder
utilizar de nuevo mis manos. A la 1 de la tarde regresábamos al Campo, llevando
a los constructores la madera que habíamos aserrado. Nos daban una ración de
sopa a mediodía y volvíamos a trabajar al bosque hasta que oscurecía. La hilera
de barracones aumentaba de longitud cada día.
Quince días después de nuestra llegada estaban terminados los
barracones. Formaban dos filas con una «calle» en medio de cada diez cabañas. A
mí me asignaron una litera en una de las seis últimas, en las que quedaban aún
ciertos detalles por terminar, y recuerdo la maravillosa sensación de calor y
comodidad, de protección, que sentí la primera noche en que dejé de dormir a la
intemperie y me instalé en mi nuevo “hogar”. Olía deliciosamente a pino recién
cortado. A lo largo de cada pared de madera había cincuenta literas triples
hechas simplemente de tablas sostenidas por cuatro postes. Tres estufas de
hierro espaciadas a lo largo de la habitación y alimentadas por astillas la
calentaban e iluminaban de noche. Todos los días traíamos del bosque una buena
cantidad de astillas. Siguiendo el ejemplo de los que estaban ya en el Campo a
nuestra llegada, llevábamos todo el musgo que podíamos meter en nuestras fufaikas para extenderlo sobre las duras
tablas de nuestras literas. Las estufas no tenían chimenea. El humo salía por
un tubo corto y ascendía al techo. El olor del humo de la madera se mezclaba
con el aroma del pino. Yaciendo en mi litera, que era la de arriba de las tres,
cruzaba las manos detrás del cuello y escuchaba lo que hablaban mis compañeros.
Acostado de lado en una de las literas
superiores próximas a la mía, se hallaba un hombre de unos cincuenta años.
Charlamos sobre la construcción de las cabañas alabando a los que la habían
dirigido y llegábamos, en nuestro sentido de la justicia, hasta elogiar a los
rusos por sus excelentes estufas. Luego hablamos sobre nuestras respectivas
vidas. Me dijo que había sido maestro de escuela en Brest-Litovsk y sargento de
la reserva en el Ejército polaco. Al invadir los rusos nuestro país, este
hombre perdió su colocación porque se la dieron a un comunista que había
asistido a uno de esos cursillos intensivos —de quince días— de pedagogía
soviética. Las madres seguían llevándole
sus niños hasta que alguien se quejó de esto y lo detuvieron. Después de un
breve interrogatorio, lo condenaron a diez años. Le compadecí, aunque a la vez
pensaba: “Tienes suerte, amigo, ¡diez años!”. Continuaba contándome cosas
cuando me dormí profundamente. Era mi primer sueño normal desde hacía muchos
meses.
Tuvimos que pasar muchas horas en nuestras cabañas. Después de las 6 de
la tarde, todos los prisioneros teníamos que estar ya encerrados en ellas. Se
nos permitía una cierta libertad de movimiento dentro de los barracones y
alrededor de ellos, siempre que no formásemos grupos numerosos. Ambas filas de
barracones se hallaban constantemente vigiladas desde las torres del extremo
Este del recinto, pero mientras los prisioneros obedeciésemos las severas
órdenes de mantenernos alejados de las alambradas, los guardias no
intervenían.»
[El texto pertenece a la
edición en español de Editorial
Dipankara, 2011, en traducción de Pepe Cienfuegos, pp. 69-74. ISBN: 978-8493784393.]
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