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«-Esse est actus es
potentia -dijo el otro escritor.
El
escritor llevaba ya tiempo de mala leche por haberse vuelto a dejar enredar en
una discusión.
-Mi
latín ya no es tan bueno -dijo irritado, y pensó: eso te pasa por ir a
recepciones donde se encuentra presente toda la literatura neerlandesa. Se
quedó mirando fijamente y con repugnancia las croquetas, los cacahuetes en pequeñas fuentes de
cristal y en las bandejas con vino blanco del tiempo y de mala calidad,
probablemente español. Uno de sus honorables colegas había cumplido cincuenta años.
De repente se producía un auge de los cincuentones en las letras nacionales, se
precipitaba una lluvia de premios, y los cincuentones eran celebrados como
si se les fuera a enterrar, como si todo el mundo ya estuviera seguro, o
confiara, también eso era posible, en que ya nunca volverían a producir nada-.
Bueno, ¿qué significa? –preguntó. El otro escritor, que no era el más guapo de
la familia, en ese momento se parecía más a un mono que otras veces, puesto que
estaba al lado de una palmera en el invernadero de Krasnapolsky y se estaba metiendo un puñado de
cacahuetes en la boca. Un mono que sabe latín, madre mía.
-Esse est actus et
potentia -dijo el mono por entre los cacahuetes-. Esa es la solución a tu
problema, porque no es ningún problema. “Lo que es, es tanto realidad como
posibilidad”. Lo que inventas es, al ser posible,
también realidad.
-Yo
también había llegado ya a eso -dijo el escritor brevemente-. La cuestión es
sólo por qué lo haría alguien, por qué debe añadirse una realidad inventada a la
ya existente.
-Podría
darte una respuesta filosófica -dijo el mono, cuyo discurso volvía a ser
interrumpido en cierto modo por una croqueta caliente-, pero la filosofía no es
tu fuerte, no te enfades. Si una sola línea sagrada no te ayuda, tampoco te
ayudará un arsenal entero. Estás hastiado, eso es todo. Y por eso te doy ahora
las razones llanas, las evidencias
materiales. Primera: digas lo que digas, es agradable hacerlo. Esos idiotas que
dicen que sufren tanto al escribir lo han convertido en un ritual masoquista,
algo que por lo tanto sigue siendo placentero. Segunda: porque te pagan, y eres
un manirroto -en este punto miró las manos de pianista del escritor como si en
ellas pudieran verse estigmas de verdad-. Tercera: porque así te haces famoso,
y aunque tan sólo sea en los Países Bajos, eres famoso al fin y al cabo. No por la fama en
sí, qué va, sino por el refuerzo personal que produce; y cuarta, muy
importante, de todos modos tienes que hacer algo, y por lo que tengo entendido
no sabes hacer otra cosa. Es pasmosamente sencillo, lo que pasa es que no paras
de ponerte zancadillas a ti mismo, porque te avergüenzas de realizar un
trabajo sencillo, ¡contar sin más una historia con un principio
y un final! Y, sin embargo, en otro tiempo escribiste un par de buenos relatos.
-Sí, en
otro tiempo. Entonces no reflexionaba sobre ello.
-Pues
tienes que volver a hacerlo.
-¿El qué?
-No
reflexionar sobre ello. Escribir es trabajar. Un pintor que está todo el día
reflexionando sobre la pintura ya no pinta.
-Podría
dar otra dimensión a su pintura.
-Si
no pinta no puede verse. Y, además, esa otra dimensión en lugar de ninguna
dimensión, puesto que no hay ningún objeto... ¿a quién le interesa?
-Tal
vez a él mismo.
El
otro escritor se limpió la boca con su mano de escritor (la de cosas que se pueden hacer con esa
mano) y dijo:
-Todo
son excusas, chorradas y excusas –y se fue, abandonando al escritor con el
doctor y el coronel. […]
18
Una historia así sólo podía terminar con la
muerte de uno o dos protagonistas, o quizá de los tres. Pero todavía no tenía
claro lo que significaba el hacer morir a un personaje ficticio.
-Nada
-dijo el otro escritor-, siempre que sea una parte de la cohesión lógica de tu
relato. No si lo has de hacer para librarte de alguien o dar un giro a algo, como
los malos dramaturgos que sacan a alguien del escenario con un mensaje porque
tiene que entrar otro personaje que ha de decir algo y aquél no puede estar
presente.
-Pero
no lo digo en ese sentido -dijo el escritor-. Lo digo en el sentido...
-... metafórico -completó el otro
mofándose-. ¡La divina omnipotencia del creador y
demás tonterías!
Cielo
Santo, con qué frecuencia se ven los escritores neerlandeses entre sí. Esta vez
era en el pasillo de su editor. El escritor miro con envidia el grueso paquete
de galeradas que el otro escritor llevaba bajo el brazo.
-Tampoco es tan difícil -dijo el otro
escritor, y elevó con un gesto teatral pero ágil el grueso paquete de papel
impreso hacia su calva cabeza y lo dejó caer con un golpe considerable-. De
aquí salen, y si tengo suerte aparecerán en veinte o cuarenta mil paquetes como
éste. Bueno, no pongas esa cara de pena. Vamos a tomar algo.
Fueron
caminando por el Singel, apartándose para dejar pasar a los coches, y luego
otra vez el uno al lado del otro -pasando por la librería Athenaeum, que tenía
en el escaparate tres libros diferentes del otro escritor- hacia el Arti.
El famoso club de artistas se erigía como un bastión de paz decimonónico junto
al Rokin.
-Así
parecemos gente importante -dijo el otro escritor cuando se sentaron en dos grandes
butacones de Berlage-. Tómate una copa de vino. Intentaré volvértelo
a explicar por última vez. Mira, tampoco soy uno de esos palurdos que no
comprenden de lo que hablas. Lo que pasa es que ya llevas demasiado tiempo
hablando de lo mismo, y además es algo de lo que hay que hablar al principio de
tu... digamos de tu carrera. Escribir es algo muy raro, y quien reflexiona
demasiado sobre ello ya no escribe. Yo siempre hago como si fuera un contador
de historias del siglo XX, y eso también es una chorrada, pero he decidido que
es una profesión y que yo ejerzo esa profesión sin especulaciones
sobrenaturales. El mundo existe, y yo cuento al mundo cosas del mundo. Eso
puede hacerse diferentes maneras, y yo he optado por un método de lo más
común, pero bastante inteligente, porque eso es lo que sé hacer. Las personas
me leen porque reconocen algo, quizá incluso porque paradójicamente reconocen
algo que aún no sabían, y con eso me conformo. No experimentó con el estilo
porque no hay nada que envejezca y se ensucia tanto como el lenguaje, incluso
si escribes de manera sencilla, antes de morirte ya se te están cayendo de
viejo los trapos. Hay pocos que sobrevivan a esto, y todavía queda por saber
por cuanto tiempo. Y por lo demás no filosofo sobre lo que hago, porque
considero que la filosofía debe estar en lo que hago. Así soy. Contigo ocurre
algo muy diferente. Tú crees que el mundo solo existe cuando escribes. Tú, que
no quieres escribir, porque parto de que alguien que no ha escrito durante un
periodo tan largo de tiempo en realidad no quiere o no se atreve a escribir,
crees mucho más en la escritura que yo. Porque si el mundo sólo existe
cuando escribes, entonces lo que en realidad estás diciendo es que sólo existes
cuando escribes. Y eso significa -dijo retrepándose con satisfacción- que en cada
momento debes tomar la decisión de si quieres vivir realmente o no. No dudas de
la autenticidad de tus personajes, sino de la autenticidad de ti mismo. Si
puedes inventar a alguien, también alguien te ha podido inventar a ti.
El
escritor no respondió. Siempre había aborrecido que “se practicara psicología
con él”, como lo llamaba, y lo definía como una necesidad de invisibilidad. Nadie
tenía el derecho de observarle, y de
hecho no podía imaginar que nadie lo hiciera y, por tanto, emitiera un juicio
sobre él. Ya era bastante complicado sin que los demás se entremetieran, y sólo
empeoraba si se aproximaban a sus pensamientos, no siendo además sus propios pensamientos.
-Simular
la verdad para ser algo -dijo el otro escritor no sin pedantería, en el tono de
alguien que cita-. ¿Sabes de quién es eso?
-De Pessoa
-dijo con esfuerzo el escritor, como si tuviera que admitir un error.
-Mira, tal vez pueda parecerte muy aburrido
lo que voy a decirte ahora -continuó el otro escritor mientras se restregaba
cómodamente en el enorme y redondo respaldo-, pero no te enfades. Pessoa
sacrificó su vida en el matadero de la literatura. Es un tópico histérico, pero
de eso se trata: lee su correspondencia. Y si ahora quisiera ser muy estúpido,
diría: eso ya debería saberlo él. Un
gran poeta, pero si quieres decirlo de forma plebeya, un caso patológico. Siempre
me pregunto si la literatura se lo merece. También puedes convertirlo en
algo muy noble y decir que tenía tanto miedo que no existía, que se repartía
fumando y bebiendo entre cuatro poetas para existir en cada caso cuando él,
paradoja, paradoja, ya no existiera realmente. Y funciona, fíjate. Con su vida
material creó una obra inmaterial que todavía existe. Lo único de lo que pudo
disfrutar materialmente, mientras escribía y se mataba a fuerza de alcohol, fue
de la perspectiva. Su suprema creación fue su vida, pero antes
debía acabar con ella. […]
19
“La gran masa piensa muy poco porque no
tiene tiempo para hacerlo y tampoco tiene práctica en pensar”. Eso leía el
coronel de Schopenhauer sin preguntarse si tal vez se refería a él mismo. En su
opinión, alguien que leía a Schopenhauer no formaba parte de la gran masa, y así se podía dar la vuelta a todo. Sobre
Dios, por nombrar a alguien, Liuben Georgiev nunca había reflexionado realmente. Pero
ahora que, llevado por todas esas cosas extrañas que le acontecían, había
tenido la sensación -ese discreto inicio del pensar- de que en alguna
parte, en algún lugar, alguna instancia invisible dudaba de su existencia, la
de Liuben, empezaba él a su vez a dudar de la
existencia de Dios, en el sentido de que empezaba a preguntarse si quizá
existía un Dios que fuera algo distinto a ese sólido bloque de nada que se
necesitaban para prestar el juramento de oficial o para capitanear a los
soldados. Esa Cosa invisible que de un modo igualmente invisible tenía que ver
con el Estado, ahora que tenían uno, y por tanto también con el ejército,
parecía que ahora también se interesaba por él. Es evidente que no es nada
agradable dudar de uno mismo. Sobre todo no es agradable cuando anteriormente no
se ha hecho nunca. Pero al recurrir a
esa instancia invisible, Liuben Georgiev no solucionó ninguno de sus problemas;
al contrario, aumentaron tanto sus pesadillas como su confusión durante el día.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Siruela, 2010, en traducción de Julio Grande, pp. 46-48, 69-72
y 77-78. ISBN: 978-84-9841-346-5.]
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