Libro I.- Capítulo
III
«Los soldados fueron a derecha e izquierda y,
un momento después, tres de ellos aparecieron entre gritos trayendo a la
infeliz Marion.
-¡Oh, mi señora! –exclamó Halbert, intentando
aproximarse a ella, que miraba aterrorizada en torno a sí. Pero la sujetaban
firmemente y Halbert vio que la llevaban ante el despiadado canalla que había
dado órdenes de que la trajeran.
-Mujer, soy el gobernador de Lanark –anunció
en cuanto la tuvo delante-. Estás ante el representante del gran rey Eduardo y
te exijo que, por obediencia al rey y para salvar tu vida, respondas a tres
preguntas: ¿Dónde está sir William Wallace, el asesino de mi sobrino? ¿Quién es
el viejo escocés por cuya causa murió mi sobrino? Él y toda su familia sufrirán
mi venganza. Y dime, ¿dónde está ese cofre del tesoro que tu marido robó del
castillo de Douglas? Respóndeme a estas preguntas o morirás. –Lady Wallace
permaneció en silencio-. ¡Habla, mujer! –exigió el gobernador-. Debes saber que
si el miedo no te anima a hablar, también puedo recompensarte, no sólo
castigarte. Te cubriré de riquezas si dices la verdad. Si continúas negándote,
morirás.
-Moriré entonces –repuso ella, abriendo sus
ojos entrecerrados mientras se inclinaba débil e inmóvil sobre el soldado que
la sujetaba.
-¿Qué? –espetó el gobernador conteniendo su
cólera con la esperanza de que la persuasión le ganara aquel espíritu que las
amenazas no podían intimidar-. ¿Acaso una dama tan gentil como tú rechaza el
favor de Inglaterra: vastas propiedades en esta región y tal vez un refinado
caballero inglés por esposo? Podrías tenerlo todo a cambio de un pequeño
servicio: delatar a un traidor a su superior feudal e indicar dónde oculta lo
que ha robado. ¡Habla, hermosa señora, dame esa información y serán tuyas las
tierras de ese noble herido que Wallace trajo hasta aquí, igual que la mano del
apuesto sir Gilbert Hambledon! ¡Serás rica y una de las beldades de la corte
del rey Eduardo! ¿Cómo puedes negarte a obtener todo eso a cambio de decirnos
cuál es el escondite del traidor Wallace?
-¡Es más fácil morir!
-¡Insensata! –prorrumpió Heselrigge, perdiendo
su fingida templanza ante las constantes negativas de Marion-. ¿Qué dices? ¿Es
más fácil para esos miembros gráciles ser despedazados por las hachas de mis
soldados? ¿Es más fácil para ese delicado torso ser pisoteado en el suelo por
los cascos de mis caballos? ¿Y para esa bonita cabeza tuya decorar el extremo
de mi lanza? ¿Es todo esto más fácil que revelarme dónde hallar a un traidor con
su oro?
Lady Wallace se estremeció y alzó sus manos al
cielo:
-¡Virgen bendita, a ti me encomiendo!
-¡Habla de una vez! –gritó el colérico
gobernador sacando su espada-; yo no soy un Hambledon de corazón de cera a
quien puedas engatusar con tu belleza. Dime dónde se oculta Wallace o padece mi
venganza.
El acero aterrador brilló en los ojos de la
desdichada Marion, que, incapaz de sostenerse en pie, se desmoronó.
-¡No te hinques de rodillas para suplicarme
misericordia! –gritó el energúmeno-. No la tendrás si no confiesas dónde se
esconde tu marido.
Una fortaleza momentánea brotó desde el
corazón hasta la voz de lady Wallace:
-Sólo ante el Cielo me arrodillo. ¡Que él
proteja a mi Wallace de los colmillos del rey Eduardo y sus tiranos!
-¡Blasfema desgraciada! –gritó Heselrigge, y
al punto hundió su espada en el pecho indefenso de Marion.
Halbert había estado retenido todo este tiempo
por los soldados, acongojado, atendiendo a las réplicas de su señora. No había
creído que el fiero inglés se atreviera a perpetrar la espantosa hazaña con la
que amenazaba. Pero cuando la vio realizada, con un gran alarido y una energía
formidable, se liberó de las manos que lo aprisionaban y se lanzó sobre su
señora antes de que el asesino pudiera infligirle un segundo golpe. Sin
embargo, la espada volvió a caer y atravesó el cuello del leal sirviente antes de alcanzar el
corazón de Marion. Abrió ella un momento los agonizantes ojos, y viendo a quien
hubiera podido ser su escudo ante la muerte, alcanzó a articular unas palabras:
-¡Halbert! ¡Wallace mío! Con Dios…
Y tras esta frase inacabada, su alma pura
emprendió la marcha hacia regiones de paz eterna.
Casi estalló el corazón del buen anciano
cuando notó que aquel pecho antes palpitante estaba ahora inmóvil. Debilitado por
la pérdida de sangre, entre gemidos de pesar, cayó sin sentido sobre el cuerpo
de su señora.
Una calma terrible reinaba ahora en la sala.
Nadie habló; se miraron unos a otros con el horror dibujado en los semblantes
pálidos. Heselrigge, dejando caer al suelo su espada ensangrentada, leyó en la
actitud de sus soldados que había ido demasiado lejos. Temió que la indignación
de aquellos hombres, cuya humanidad acababa de despertar, provocara una
respuesta contra él, por lo que se dirigió a las tropas con un aire
condescendiente que le era ajeno:
-Amigos míos –dijo-, regresaremos ahora a
Lanark. Mañana podréis volver aquí porque pagaré vuestros servicios de esta
noche con el botín de Ellerslie.
-¡Que una maldición arda sobre quien se atreva
a robar una brizna de hierba de estas tierras! –exclamó un veterano desde el
fondo de la sala.
-¡Amén! –murmuraron todos los soldados con una
sola voz.
Retirándose, fueron desapareciendo por el
portón de uno en uno y dejaron a Heselrigge junto al viejo soldado, quien,
apoyado sobre su espada, observaba a la dama asesinada.
-¿Por qué estás ahí de pie, Grimsby? –preguntó
Heselrigge-, ven conmigo.
-Jamás –replicó el soldado.
-¿Qué? –gritó el gobernador, olvidando por un
momento su precaución-. ¿Cómo te atreves a hablar así a tu oficial al mando?
Marcha ante mí de inmediato o serás tratado como un rebelde.
-No volveré a marchar a tus órdenes –replicó
el veterano clavándole los ojos con insolencia-; en el momento en que has
cometido esta acción criminal has perdido el derecho a ser llamado hombre.
Comprometería mi propia hombría si alguna vez volviera a obedecer las
instrucciones de semejante monstruo.
-¡Villano! –gritó el encolerizado Heselrigge-.
Morirás por esto.
-Puede ser –admitió Grimsby-, a manos de un
tirano como tú. Pero ningún hombre decente, ni siquiera el rey Eduardo, podría
hacer otra cosa que perdonar a un soldado que rehúsa obedecer al asesino de una
mujer inocente. Él no trató así a las esposas e hijas de los sarracenos muertos
cuando luché bajo su estandarte en los campos de Palestina.
-¡Rufián hipócrita! –espetó Heselrigge,
saltando sobre él y atacándole con su daga.
El guerrero, sin embargo, detuvo el arma
cuando la punta ya rozaba su piel y acercándose al gobernador lo derribó con un
giro de pie. Heselrigge yacía ahora abatido, su daga estaba en manos de su
adversario e imploraba por su vida con las promesas más nauseabundas.
-¡Monstruo! –dijo el soldado levantándose-, no
me ensuciaré estas honradas manos con sangre tan corrompida. Tampoco deseo segar
tu vida aunque tú hayas querido acabar con la mía. No es la rebelión contra mi
superior lo que me mueve, sino la aversión por el más vil de los asesinos. Me
alejo ahora de ti y tu poder; pero si faltas al juramento voluntario que acabas
de pronunciar y tratas de seguirme para vengarte, recuerda que persigues a un
cruzado y que un castigo justo te será impuesto por el Cielo en un momento al
que no podrás escapar y con una severidad proporcional a tus crímenes.
Había en la voz y en la compostura del soldado
una solemnidad y una determinación que paralizaron el alma intimidada del
gobernador: tembló y juró repetidamente que no importunaría a Grimsby. Obtuvo
por fin permiso del soldado para regresar a Lanark. Las tropas cabalgaban
acatando las órdenes de su comandante, y ya habían desaparecido en la lejanía,
dejando la montura de Heselrigge atada en el patio, donde había desmontado. Se
aproximó apresuradamente a su caballo, pero el soldado Grimsby, prudentemente,
gritó:
-¡Alto ahí,
señor! Tendrás que ir a pie hasta Lanark. Los crueles suelen ser también falsos
y no me puedo fiar de tu palabra si te doy ocasión de quebrantarla. Deja aquí
ese caballo y que vengan a por él mañana, entonces yo ya estaré lejos.
Heselrigge se dio cuenta de que
sus protestas serían inútiles y, sacudido por el temor y la rabia impotente,
fue hacia la senda que, tras cinco agotadoras millas, lo conduciría a su
fortaleza.
El soldado sabía que, desde el momento en que
su arrojo había dado rienda suelta a la repulsión moral que le producía el
asesinato de lady Wallace, su vida correría peligro si permanecía al alcance de
las maquinaciones de Heselrigge. Movido por la repugnancia que éste le
inspiraba y por su propia supervivencia, decidió refugiarse en las montañas
hasta que pudiera ir a ultramar para unirse al ejército real en las guerras de
Guyena.»
[El texto pertenece a la edición en español de Prensas de la Universidad de
Zaragoza, 2015, en traducción de Virginia Tabuenca Cortés, pp. 41-45. ISBN:
978-84-16515-29-5.]
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