lunes, 6 de diciembre de 2021

Jefes escoceses.- Jane Porter (1776-1850)


Resultado de imagen de jane porter
Libro I.- Capítulo III


 «Los soldados fueron a derecha e izquierda y, un momento después, tres de ellos aparecieron entre gritos trayendo a la infeliz Marion.
 -¡Oh, mi señora! –exclamó Halbert, intentando aproximarse a ella, que miraba aterrorizada en torno a sí. Pero la sujetaban firmemente y Halbert vio que la llevaban ante el despiadado canalla que había dado órdenes de que la trajeran.
 -Mujer, soy el gobernador de Lanark –anunció en cuanto la tuvo delante-. Estás ante el representante del gran rey Eduardo y te exijo que, por obediencia al rey y para salvar tu vida, respondas a tres preguntas: ¿Dónde está sir William Wallace, el asesino de mi sobrino? ¿Quién es el viejo escocés por cuya causa murió mi sobrino? Él y toda su familia sufrirán mi venganza. Y dime, ¿dónde está ese cofre del tesoro que tu marido robó del castillo de Douglas? Respóndeme a estas preguntas o morirás. –Lady Wallace permaneció en silencio-. ¡Habla, mujer! –exigió el gobernador-. Debes saber que si el miedo no te anima a hablar, también puedo recompensarte, no sólo castigarte. Te cubriré de riquezas si dices la verdad. Si continúas negándote, morirás.
 -Moriré entonces –repuso ella, abriendo sus ojos entrecerrados mientras se inclinaba débil e inmóvil sobre el soldado que la sujetaba.
 -¿Qué? –espetó el gobernador conteniendo su cólera con la esperanza de que la persuasión le ganara aquel espíritu que las amenazas no podían intimidar-. ¿Acaso una dama tan gentil como tú rechaza el favor de Inglaterra: vastas propiedades en esta región y tal vez un refinado caballero inglés por esposo? Podrías tenerlo todo a cambio de un pequeño servicio: delatar a un traidor a su superior feudal e indicar dónde oculta lo que ha robado. ¡Habla, hermosa señora, dame esa información y serán tuyas las tierras de ese noble herido que Wallace trajo hasta aquí, igual que la mano del apuesto sir Gilbert Hambledon! ¡Serás rica y una de las beldades de la corte del rey Eduardo! ¿Cómo puedes negarte a obtener todo eso a cambio de decirnos cuál es el escondite del traidor Wallace?
 -¡Es más fácil morir!
 -¡Insensata! –prorrumpió Heselrigge, perdiendo su fingida templanza ante las constantes negativas de Marion-. ¿Qué dices? ¿Es más fácil para esos miembros gráciles ser despedazados por las hachas de mis soldados? ¿Es más fácil para ese delicado torso ser pisoteado en el suelo por los cascos de mis caballos? ¿Y para esa bonita cabeza tuya decorar el extremo de mi lanza? ¿Es todo esto más fácil que revelarme dónde hallar a un traidor con su oro?
 Lady Wallace se estremeció y alzó sus manos al cielo:
 -¡Virgen bendita, a ti me encomiendo!
 -¡Habla de una vez! –gritó el colérico gobernador sacando su espada-; yo no soy un Hambledon de corazón de cera a quien puedas engatusar con tu belleza. Dime dónde se oculta Wallace o padece mi venganza.
 El acero aterrador brilló en los ojos de la desdichada Marion, que, incapaz de sostenerse en pie, se desmoronó.
 -¡No te hinques de rodillas para suplicarme misericordia! –gritó el energúmeno-. No la tendrás si no confiesas dónde se esconde tu marido.
 Una fortaleza momentánea brotó desde el corazón hasta la voz de lady Wallace:
 -Sólo ante el Cielo me arrodillo. ¡Que él proteja a mi Wallace de los colmillos del rey Eduardo y sus tiranos!
 -¡Blasfema desgraciada! –gritó Heselrigge, y al punto hundió su espada en el pecho indefenso de Marion.
 Halbert había estado retenido todo este tiempo por los soldados, acongojado, atendiendo a las réplicas de su señora. No había creído que el fiero inglés se atreviera a perpetrar la espantosa hazaña con la que amenazaba. Pero cuando la vio realizada, con un gran alarido y una energía formidable, se liberó de las manos que lo aprisionaban y se lanzó sobre su señora antes de que el asesino pudiera infligirle un segundo golpe. Sin embargo, la espada volvió a caer y atravesó el cuello  del leal sirviente antes de alcanzar el corazón de Marion. Abrió ella un momento los agonizantes ojos, y viendo a quien hubiera podido ser su escudo ante la muerte, alcanzó a articular unas palabras:
 -¡Halbert! ¡Wallace mío! Con Dios…
 Y tras esta frase inacabada, su alma pura emprendió la marcha hacia regiones de paz eterna.
 Casi estalló el corazón del buen anciano cuando notó que aquel pecho antes palpitante estaba ahora inmóvil. Debilitado por la pérdida de sangre, entre gemidos de pesar, cayó sin sentido sobre el cuerpo de su señora.
 Una calma terrible reinaba ahora en la sala. Nadie habló; se miraron unos a otros con el horror dibujado en los semblantes pálidos. Heselrigge, dejando caer al suelo su espada ensangrentada, leyó en la actitud de sus soldados que había ido demasiado lejos. Temió que la indignación de aquellos hombres, cuya humanidad acababa de despertar, provocara una respuesta contra él, por lo que se dirigió a las tropas con un aire condescendiente que le era ajeno:
Resultado de imagen de jane porter jefes escoceses -Amigos míos –dijo-, regresaremos ahora a Lanark. Mañana podréis volver aquí porque pagaré vuestros servicios de esta noche con el botín de Ellerslie.
 -¡Que una maldición arda sobre quien se atreva a robar una brizna de hierba de estas tierras! –exclamó un veterano desde el fondo de la sala.
 -¡Amén! –murmuraron todos los soldados con una sola voz.
 Retirándose, fueron desapareciendo por el portón de uno en uno y dejaron a Heselrigge junto al viejo soldado, quien, apoyado sobre su espada, observaba a la dama asesinada.
 -¿Por qué estás ahí de pie, Grimsby? –preguntó Heselrigge-, ven conmigo.
 -Jamás –replicó el soldado.
 -¿Qué? –gritó el gobernador, olvidando por un momento su precaución-. ¿Cómo te atreves a hablar así a tu oficial al mando? Marcha ante mí de inmediato o serás tratado como un rebelde.
 -No volveré a marchar a tus órdenes –replicó el veterano clavándole los ojos con insolencia-; en el momento en que has cometido esta acción criminal has perdido el derecho a ser llamado hombre. Comprometería mi propia hombría si alguna vez volviera a obedecer las instrucciones de semejante monstruo.
 -¡Villano! –gritó el encolerizado Heselrigge-. Morirás por esto.
 -Puede ser –admitió Grimsby-, a manos de un tirano como tú. Pero ningún hombre decente, ni siquiera el rey Eduardo, podría hacer otra cosa que perdonar a un soldado que rehúsa obedecer al asesino de una mujer inocente. Él no trató así a las esposas e hijas de los sarracenos muertos cuando luché bajo su estandarte en los campos de Palestina.
 -¡Rufián hipócrita! –espetó Heselrigge, saltando sobre él y atacándole con su daga.
 El guerrero, sin embargo, detuvo el arma cuando la punta ya rozaba su piel y acercándose al gobernador lo derribó con un giro de pie. Heselrigge yacía ahora abatido, su daga estaba en manos de su adversario e imploraba por su vida con las promesas más nauseabundas.
 -¡Monstruo! –dijo el soldado levantándose-, no me ensuciaré estas honradas manos con sangre tan corrompida. Tampoco deseo segar tu vida aunque tú hayas querido acabar con la mía. No es la rebelión contra mi superior lo que me mueve, sino la aversión por el más vil de los asesinos. Me alejo ahora de ti y tu poder; pero si faltas al juramento voluntario que acabas de pronunciar y tratas de seguirme para vengarte, recuerda que persigues a un cruzado y que un castigo justo te será impuesto por el Cielo en un momento al que no podrás escapar y con una severidad proporcional a tus crímenes.
 Había en la voz y en la compostura del soldado una solemnidad y una determinación que paralizaron el alma intimidada del gobernador: tembló y juró repetidamente que no importunaría a Grimsby. Obtuvo por fin permiso del soldado para regresar a Lanark. Las tropas cabalgaban acatando las órdenes de su comandante, y ya habían desaparecido en la lejanía, dejando la montura de Heselrigge atada en el patio, donde había desmontado. Se aproximó apresuradamente a su caballo, pero el soldado Grimsby, prudentemente, gritó:
-¡Alto ahí, señor! Tendrás que ir a pie hasta Lanark. Los crueles suelen ser también falsos y no me puedo fiar de tu palabra si te doy ocasión de quebrantarla. Deja aquí ese caballo y que vengan a por él mañana, entonces yo ya estaré lejos.
Heselrigge se dio cuenta de que sus protestas serían inútiles y, sacudido por el temor y la rabia impotente, fue hacia la senda que, tras cinco agotadoras millas, lo conduciría a su fortaleza.
 El soldado sabía que, desde el momento en que su arrojo había dado rienda suelta a la repulsión moral que le producía el asesinato de lady Wallace, su vida correría peligro si permanecía al alcance de las maquinaciones de Heselrigge. Movido por la repugnancia que éste le inspiraba y por su propia supervivencia, decidió refugiarse en las montañas hasta que pudiera ir a ultramar para unirse al ejército real en las guerras de Guyena.»
  
   [El texto pertenece a la edición en español de Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2015, en traducción de Virginia Tabuenca Cortés, pp. 41-45. ISBN: 978-84-16515-29-5.]

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: