Apéndice: La Internacional Bostezante
«Hace ya tiempo, con un grupo de amigos,
fundamos la Internacional Bostezante. El proyecto por supuesto fracasó. Hundido
bajo el peso de nuestros propios bostezos, el movimiento, que no se
caracterizaba precisamente por su dinamismo, preveía desde el principio su
propia destrucción. Aunque más bien habría que decir que duró muy poco, que
estaba condenado a ser un movimiento efímero y sin futuro, que se disiparía a
consecuencia de su misma intención contestataria y desestabilizadora. No hubo
ceremonia de iniciación. Estábamos reunidos despotricando sobre la falta de
disidencia que se respira en el ambiente, sobre la apatía y resignación que
produce escuchar una y otra vez, con ese retintín que tanto se parece al
autoconvencimiento, la tesis de que ya no hay salida, la cantilena de la
desaparición del sentido y, entonces, mientras discurríamos con inocultable
desgana sobre cómo podría vencerse hoy la carga de descreimiento y amargura que
pesa sobre nuestros hombros, mientras nos lamentábamos de que aun la rebelión
más salvaje ha sido neutralizada por el clima de desengaño y fin de los
tiempos, por una herencia de claudicaciones y traiciones, alguien manifestó su
hastío con la insolencia de un bostezo, ese bostezo llevó a otro y luego a
otro, y así, de golpe, un grupo de amigos habíamos fundado la Internacional
Bostezante.
Como era de esperarse, el nuevo movimiento no
resistió los embates que él mismo, fiel a los principios de sabotaje y mala
leche por los que se regía, dirigió contra su propio despliegue de entusiasmo.
Al igual que muchos proyectos absurdos de este tipo, la Internacional
Bostezante se autoaniquiló en su radicalismo, se colapsó a causa de su celo y
exquisita coherencia. La idea central era sin embargo perfecta: estropear todo
momento, cualquier ocasión de regocijo y esperanza, de felicidad y aun de
tristeza, con la dinamita temible del bostezo. Oponerse a la complacencia y la
sonrisa, al embotamiento y la banalidad que han terminado por cercarnos, a
través de la floración casi orgullosa del tedio. Volverse odioso a fuerza de
abrir constantemente la boca y comportarse como un pez. Al cabo de pocas horas
–quizá de días- todos alrededor acabarían contagiados. Bastaba encender la
mecha.
En una interpretación desencantada de aquella
vieja consigna de George Grosz: “Ataca, insulta y maltrata a la sociedad”, éste
era, sin mayores contemplaciones, el programa de nuestro clan boqueante: si te
cruzas en la calle con un conocido, salúdalo con un bostezo irreprimible. Si
alguien te declara su amor, ponlo a prueba con un bostezo desafiante. En el
teatro, en el circo, en la presentación de un libro, haz de tu asiento el trono
inamovible del bostezo. Si aquél te regala una sonrisa, hazle rendir cuentas en
el tribunal helado del bostezo. Toma fotografías de momentos insuperables de
hartazgo, de rostros descompuestos por la violencia erosiva del tedio, y
envíalos, con toda tu falta de interés, en tarjetas postales y en spam. Decididamente se trataba de un
programa de ascendencia punk.
Puesto que nunca será lo mismo bostezar frente
a una obra de arte que hacerlo en forma rapsódica al entrar a la alcoba con tu
amante, era preciso reducir los peligros de una interpretación meramente fisiológica
y concentrarse en los poderes corrosivos del gesto. La furia contenida del
aburrimiento debía dibujarse en los labios con toda la intensidad irritante y
desorientadora de los bostezos más gloriosos. Sin que al parecer nada
específico lo invocara, sino más bien como efecto tardío pero nunca gratuito de
la inercia general, el bostezo debía irrumpir en el fastidio de lo cotidiano
con arrogancia, como una arcada hiperbólica, producir esa comezón indefinible
en el alma de cuando en medio de nuestra rutina acojinada, vemos brotar en el
terciopelo algo parecido a la textura de los cactus y se despiertan toda clase
de dudas sobre nuestra comodidad.
El principal enemigo de la Internacional
Bostezante era el entusiasmo o, más bien, la sospechosa facilidad con que
cualquier idea, cualquier alternativa emanada de él, es muy pronto reabsorbida
por la aplanadora de la realidad. (En ese entonces definíamos el entusiasmo
como el celo excesivo o el estúpido conformismo de seguir concediendo más
importancia a lo-que-no-es que a-lo-que-es). “Los desengaños del
entusiasmo conducen al aburrimiento”, dejó escrito Sainte-Beuve. La consigna
era señalarlo, contrarrestarlo, desarmarlo; había que declarar la guerra al
entusiasmo con la fuerza explosiva del hastío y humillarlo. De pronto uno de
nosotros dijo que el enemigo no podía ser el entusiasmo, sino el exceso de entusiasmo, pues corríamos el
riesgo de desarmar nuestro propio movimiento por contradictorio, ya que aun en
la rabia hay un componente entusiasta, y no podía dejar de percibir en los
cimientos de la Internacional Bostezante la semilla del propio mal que
combatíamos, incluso una alarmante dosis de arrojo. (Y hay que decir que, en
efecto, mientras el camarada bostezante argumentaba de este modo soporífero,
los demás miembros nos entregábamos con ahínco al contagioso vicio del bostezo,
que ya para entonces se parecía a un suspiro del que se ha extirpado toda
esperanza). Cuando nos hizo notar, restregándolo en nuestras narices, el
empeño, la entrega casi cercana al fanatismo con que abríamos la boca para
materializar nuestro fastidio, quedó claro que la Internacional Bostezante
llegaba en ese momento a su fin. Nos dimos cuenta de que nos estábamos
convirtiendo en el enemigo, de que no había una forma clara e incontestable de
juzgar en qué momento el entusiasmo
comienza a ser excesivo, es decir, sospechoso, así que la incipiente
pero ya muy descorazonada sociedad de la Internacional Bostezante se desintegró
cuando nos topamos de frente, un tanto desprevenidos y boquiabiertos, con la
imponente verdad de que todo entusiasmo es ya demasiado. (Hay que decir que
estábamos tan aburridos y al mismo tiempo nos sentíamos tan elegantes que, en
una versión extemporánea de la caricatura de Gómez de la Serna, estuvimos a
punto de brindar con una botella de spleen).
Pero antes de que la Internacional Bostezante
se desinflara, pinchada por el aguijón aguafiestas de su contradictorio
impulso, y antes de que todos sus miembros se dispersaran cabizbajos, como
quienes arrastran su desasimiento hacia la cueva del bostezo íntimo,
conseguimos lo que ni siquiera habíamos imaginado: redactar en una espontánea
sesión exasperante, tan lenta que casi parecía paralítica, el único manifiesto
de nuestro movimiento, un breve decálogo, cuyos incisos, extrañamente no
aletargados ni geriátricos, debían ser, como todo bostezo, al mismo tiempo
intempestivos y desencantados, y debían pronunciarse en una sola bocanada de
vacío.
Manifiesto único de la Internacional
Bostezante
1.-Un bostezo genuino, en el momento oportuno,
no deja de tener su dinamita.
2.-La pasmosa inventiva que ha desplegado el
hombre para matar a su prójimo apenas puede equipararse con su maestría para
matar el aburrimiento.
3.-Declara el don Juan de Lord Byron: “No nos
queda más que aburrirnos o aburrir”. Nosotros, amantes torpes y poco
imaginativos, añadimos: o ambos.
4.-Toda la desgracia de la humanidad viene de
una sola cosa: no saber entregarse a la extroversión dulcemente ofensiva del
bostezo.
5.-No te quedes callado: abre la boca y
bosteza interminablemente.
6.-A la larga el bostezo resulta más verosímil
–por implacable y lúcido- que la alharaca de satisfacción o el gemido del
inconforme.
7.-Lema:
Estridencia muda. Táctica: Desafinar,
en el concierto de frenesí de los tiempos, con un coro insufrible de bostezos,
como preparación para el Día del Gran Rechazo.
8.-Quien todavía, en señal de buena educación,
se tapa la boca para ocultar un bostezo, ha de reconocer que en el centro de su
rostro resplandece, sin que nada pueda contenerla, una impresentable proclama
nihilista.
9.-Las normas de la decencia han de
interesarnos en razón de nuestra facilidad para desobedecerlas. No bostezar,
reprimir la distensión de las mandíbulas, se ha vuelto una forma de dudar de la
posibilidad de la rebeldía.
10.-Desde luego, la meta última e
irrenunciable es hermanar a la humanidad, por la fuerza contagiosa del bostezo,
en una monstruosa exhalación de fastidio, que sea capaz de sacar de quicio al
mundo y obligarlo a que gire en una nueva órbita, de preferencia aberrante.
***
Este libro está dedicado a los miembros de la
Internacional Bostezante, el más elusivo, pasajero y secreto de los movimientos
que pretendieron asolar el planeta después de la irrupción de Dadá. Las páginas
que lo componen pueden de hecho ser leídas como la continuación o la estela
–una estela quizá demasiado prolongada para algo que duró lo que una burbuja de
jabón- de aquella sesión boqueante en la cual, sin ceremonia de iniciación, un
grupo de amigos quisimos reinsertar en el paisaje del rostro la fuerza crítica
y sarcástica del aburrimiento encarnado, ese perfil tantas veces menospreciado
del tedio que, ejemplificado en la necesidad de inhalar más y más aire, se
muestra como un estado de asfixia pero también de latente subversión.
En honor de los miembros de la Internacional
Bostezante asumo el riesgo de que este libro sea recibido con una seguidilla
incontenible de bostezos. Soy de la opinión de que en estos tiempos de ligereza
y espectáculo, en esta sociedad siempre ávida de pasársela bien, atiborrada de
falsas sonrisas y baratijas, en medio de esta prisa impuesta en las que nos
hemos embarcado para huir de nosotros mismos y no voltear atrás, una andanza de
bostezos resultaría menos comprometedora, menos maquinal e hipócrita, que una
catarata de aplausos.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial
Sexto Piso, 2012, pp. 283-287. ISBN: 978-84-15601-05-0.]
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