sábado, 18 de diciembre de 2021

Bosquejillo de la vida y escritos de José Mor de Fuentes.- José Mor de Fuentes (1762-1848)


Resultado de imagen de jose mor de fuentes «Viéndome, pues, absolutamente solo para La Gaceta y El Patriota, pocos ratos me podían quedar para el sueño, visitas ni diversiones. Como la caridad bien ordenada empieza por uno mismo, a la madrugada disponía ante todo y cumplida y originalmente (pues jamás copiaba un renglón de nadie), mi Patriota y luego, a eso de las nueve o las diez, iba a la Imprenta Real, traducía o extractaba los periódicos ingleses, arreglaba las demás noticias y, si faltaban materiales, extendía allí mismo algún discurso de política o de literatura, numeraba los artículos para su coordinación competente y, entregándolo todo a los regentes del establecimiento, les encargaba avisasen con tiempo si ocurría alguna novedad.
 Íbamos así dando vado a tan trabajosa tarea cuando, merced a la escapada de Lord Wellington hasta la raya de Portugal, revolvieron los enemigos sobre Castilla la Nueva y fue preciso, según expresión vulgar, tomar otra vez las de Villadiego, dirigiendo el rumbo hacia la Alcarria, para donde me dio eficacísimas recomendaciones mi amigo el conde de Saceda. Encastillado en su palacio ostentoso del Nuevo Baztán y habitando por una casualidad bien extraña la sala que tenía figurados en los azulejos del suelo las estaciones del año, me dediqué a adelantar mi Primavera, que con tantos vaivenes y faenas yace atrasadísima, como todas mis empresas de consideración.
 Desaparecieron los enemigos y, habiendo acudido los medrosísimos gaceteros a encargarse de su periódico, pude yo a mi vuelta concentrarme en el mío y darle todo el vuelo de mis alcances. Su aceptación llegó hasta el punto de que hubo ocasión de agolparse el gentío de los compradores y volcar el mostrador, haciendo un tenderete revuelto y lastimoso de los papelillos volantes que lo cuajaban. Se publicaba dos veces a la semana y cada número solía dejarme en limpio quinientos reales.
 Trasladose por fin el gobierno a Madrid y rebosaron tiendas, esquinas y plazuelas de periódicos. Luego, a la venida de Fernando VII, se nubló el horizonte con la tormenta que se fraguaba en Valencia. Llegó el rey a Madrid y fueron presos y maltratados los individuos más descollantes de las Cortes. Entre ellos, el angelical Muñoz Torrero, después obispo de Guadix, que acababa de pasear conmigo por el Prado, fue conducido violentamente como un malhechor a la cárcel de la Corona.
 A mi último regreso a Madrid había publicado un romancillo de corta extensión intitulado El patriota en el Nuevo Baztán, y luego dí al teatro y reimprimí mi comedia del Egoísta, pero el arrebato ciego e increíble de los Empecinados atajó las representaciones, realzadas con el desempeño del célebre Máiquez, como lo refiero en el “Prólogo” de la segunda edición, hecha al mismo tiempo de la publicación de mi periódico.
 Es de advertir que en estos escritos como en todos los míos, puse siempre de manifiesto mi entrañable y, estoy por decir, innato liberalismo, tan ajeno de todo rendimiento como de los disparos torpes o maliciosos de los descerrajados. Con esta conducta conseguí, como lo tenía previsto, indisponerme con entrambos partidos, y así, a los asomos de la persecución, calculé que no habiendo lo que se suponía cuerpo de delito contra mí, en apartándome de la vista, no irían a pesquisarme por los rincones de Aragón, como sucedió en efecto.
 Salí, pues, para mi casa, donde fui recibido con agrado por mi cuñada, dueña, aunque sin hijos, de todo el patrimonio por las barbarísimas leyes del país, llamadas procesos forales. Miraba a veces la alcoba donde nací, me enternecía y exclamaba: “¿Qué me supone esta mujer por haber estado casada con mi hermano? ¿Deja de ser una advenediza en la casa? Y, sin embargo, ella manda y dispone, no siendo yo aquí más que mero huésped atenido a las mercedes de la poseedora”.
 Es de advertir que esta soberana de mi mansión solariega, despavorida a los asomos del enemigo, se marchó torpemente aconsejada a Lérida, llevándose alhajas, plata y cuanto había más apreciable, y abandonando absolutamente la casa, que fue luego saqueada y convertida en hospital, de donde al mismo tiempo desaparecieron caballerías, carruajes, ajuar de labranza, etc., etc.
 En esta situación mal podía durar nuestra continua inmediación y comensalidad, y así, marchándome a Zaragoza, puse mi demanda de alimentos. La demandada, al ver su defensa trabajosa, se allanó a un convenio, en que mi generosidad tan mal agradecida como siempre, le cedió las principales fincas del regadío, contentándome con la posesión de la casa, de la torre o quinta y de otras heredades apreciables pero de secano, donde escasean de continuo las lluvias.
 En el saqueo universal desapareció la librería, que era numerosa y de valor; pero, como yo traje otra conmigo más apreciable para mí por ser toda moderna, pronto quedé consolado de aquel descalabro. Para tal cual amenizar mi secatura lugareña, me dediqué con ahínco a mis rezagadísimas Estaciones y a otras tareas literarias.
 Es de advertir que desde el principio entablé el sistema perniciosísimo para quien se halla rodeado de la villanía habitual, no digo precisamente de mis paisanos, sino de todo ocioso e inculto lugareño; me aferré, digo, en el sistema de no admitir empleo público donde el Ayuntamiento disfruta considerables regalías, y con esto no sólo mi cuñada, que obraba por impulso ajeno, sino entes baladíes y odiosísimos dieron en molestarme con negocios impertinentes que solía yo desgraciar por el sumo menosprecio con que miraba los intentos, sus autores, los viles curiales que los agriaban con sus mañuelas indecentes, etc., etc.
 Pasaba algunas temporadillas en Zaragoza, donde disfrutaba la intimidad del apreciabilísimo don Martín Garay y de otros amigos más o menos interesantes.
Resultado de imagen de jose mor de fuentes bosquejillo Tratose de realizar el proyecto, tantas veces intentado y nunca puesto en ejecución, del Canal de la Litera, que rendiría infinitas más utilidades que el de Zaragoza, pues regaría una inmensidad de terreno fertilísimo y siempre falto de aguas en el confín de Cataluña y Aragón. Había Garay agenciado caudales de las encomiendas de San Juan y, proponiéndome para director de la empresa, hice tres composiciones que imprimieron lujosamente en Zaragoza para enviarlas al famoso lord Holland, afectísimo a la literatura y nación española, para que nos enviase máquinas conducentes a nuestra empresa, pues hasta la excavación debía, según mis intentos, ejecutarse por maquinaria; pero el ministro Cevallos, al pronto muy propenso al proyecto, no quiso luego aventurar su privanza y ministerio llevando adelante el primer conato, y así quedó todo meramente en habla, como siempre.
 Con estas alternativas se trampeaba el aburrimiento lugareño, cuando sobrevino la novedad del levantamiento de la isla de León y restablecimiento del sistema constitucional.
 Hallábase confinado en mi pueblo el después ruidoso ministro Feliú, a quien desde luego por mi intimidad con la generala la marquesa de Lazán proporcioné los ensanches que disfrutó los años de su destierro y luego me correspondió en los términos que se verá en su lugar. Había yo por aquel tiempo hecho un viaje a Lérida para visitar a mi amigo Francisco del Rey y, habiendo hallado allí una imprenta regular, tuve la ocurrencia de estampar el primer canto de la Primavera, que fui enviando a los amigos de Madrid y de otras partes y creo que desde aquel punto me encaramé al concepto poético que después generalmente he merecido.
 Proclamado de nuevo el sistema a principios del año de 20, ideé inmediatamente un poema en silva y en cinco cantos intitulado La Constitución, que se imprimió en Zaragoza, pero con tal lentitud, contra mis repetidos encargos, que, cuando llegó a publicarse, la nación estaba colgada de las primeras sesiones de las Cortes, y así, a pesar de haberse celebrado sobremanera en los periódicos, llamó poquísimo la atención.
 Fui a Madrid y me encontré con que era todo una sentina de partidos disparatados con nombres ridículos; pronostiqué desde luego el descalabro y ruina del sistema, cuya predicción me acarreó la ojeriza de los fanáticos y de los malvados que ansiaban el trastorno general. Presencié la procesión del retrato y su derrota, como también la expedición afrentosa a la cárcel de la Corona contra el cura Vinuesa. Éste era un ente despreciable, procesado por la Junta de Guadalajara, y perseguidor y vengativo en sus cortísimos alcances; conocíale de Madrid y de la Alcarria; mas, aun cuando fuese culpado por varios títulos, no merecía seguramente fenecer en una asonada y a martillazos.
 Había publicado poco antes los tres cantos de la Primavera, puesta en las nubes por los papeles públicos; suministré algunos artículos literarios que me había pedido Tapia para su Gaceta y habiéndose de nombrar la Dirección de Estudios, creí que, según Feliú, me había dado a entender, sería yo, si no el primero, uno de los cinco individuos. Quedé pospuesto y, habiéndome yo mostrado seguramente más resentido de lo que merecía el asunto, me declaró el ingrato Africanillo (de Ceuta) una guerra tan implacable que no consintió que mi paisano Bardají me diese, como le competía, la Secretaría de la Interpretación de Lenguas, que se hallaba vacante.
 Publiqué por entonces mi Parangón del sistema constitucional de España con los principales gobiernos, etc., lindamente impreso en tamaño reducido; y fue generalmente elogiado en los periódicos y apreciado del público.
 Desahuciado de la colocación que apetecía y más y más persuadido por cada día de la insubsistencia del sistema, aun sin la menor intervención extranjera, me vine a Zaragoza, y desde allí a mi casa, donde me dediqué con todo ahínco a la continuación de las sempiternas Estaciones.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2018, en edición de Jesús Fernando Cáseda Teresa, pp. 52-59. ISBN: 978-84-17358-39-6.]

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