Acaba Chile
«Los largos kilómetros que median entre
Iquique y Arica, transcurren entre subidas y bajadas continuas que nos llevaban
desde mesetas áridas hasta valles en cuyo fondo corría un hilo de agua, apenas
suficiente para permitir crecer a unos raquíticos arbolitos a su vera. En estas
pampas de una aridez absoluta hace de día un calor bochornoso y refresca
bastante al llegar la noche, característica de todo clima desértico, por otra
parte; realmente impresiona el pensar que por estos lados cruzó Valdivia con su
puñado de hombres, recorriendo cincuenta o sesenta kilómetros sin encontrar una
gota de agua y ni siquiera un arbusto para guarecerse en las horas de más
calor. El conocimiento del lugar por donde pasaran aquellos conquistadores,
eleva automáticamente la hazaña de Valdivia y sus hombres para colocarla a la
altura de las más notables de la colonización española, superior sin duda a
aquellas que perduran en la historia de América, porque sus afortunados
realizadores encontraron al fin de la aventura guerrera el dominio de reinos
riquísimos que convirtieron en oro el sudor de la conquista. El acto de Valdivia representa el nunca desmentido afán del hombre por obtener un lugar
donde ejercer su autoridad irrefutable. Aquella frase atribuida a César, en que
manifiesta preferir ser el primero en la humilde aldea de los Alpes por la que
pasaban, a ser el segundo en Roma, se repite con menos ampulosidad pero no
menos efectivamente, en la epopeya de la conquista de Chile. Si en el momento
en que el indómito arauco por el brazo de Caupolicán arrebatara la vida al
conquistador, su último momento no hubiera sido rebasado por la furia del
animal acosado, no dudo que en un examen de su vida pasada encontraría Valdivia
la plena justificación de su muerte como gobernante omnímodo de un pueblo
guerrero, ya que pertenecía a ese especial tipo de hombre, que las razas
producen cada tanto tiempo, en los que la autoridad sin límites es el ansia
inconsciente a veces que hace parecer natural todo lo que por alcanzarla
sufran.
Arica es un puertito simpático que todavía no
ha perdido el recuerdo de sus anteriores dueños, los peruanos, formando una
especie de transición entre los dos países, tan diferentes a pesar de su
contacto geográfico y su ascendencia común.
El morro, orgullo del pueblo, eleva su
imponente masa de cien metros de altura cortada a pico. Las palmeras, el calor
y los frutos subtropicales que se venden en los mercados le dan una especial
fisonomía de pueblo del Caribe o algo así, totalmente diferente de sus colegas
de algo más al sur.
Un médico, que nos mostró todo el desprecio
que un burgués afincado y económicamente sólido puede sentir por un par de
vagos (aun con título), nos permitió dormir en el hospital del pueblo. Temprano
huimos del poco hospitalario lugar para ir directamente hacia la frontera y
entrar en Perú. Antes nos despedimos del Pacífico con el último baño (con jabón
y todo), lo que sirvió para despertar un dormido anhelo de Alberto: comer algún
marisco. Y allí iniciamos la paciente búsqueda de almejas y otras yerbas por
las playas en unos acantilados. Algo baboso y salado comimos, pero no distrajo
nuestra hambre, ni satisfizo el antojo de Alberto, ni nos dio ningún placer de
grumete porque las babas eran bastante desagradables y así, sin nada que las
acompañara, peor.
Después de comer en la policía salimos a
nuestra hora acostumbrada, a marcar el paso por la costa hasta la frontera; sin
embargo, una chatita nos recogió y fuimos al puesto fronterizo cómodamente
instalados. Allí nos encontramos con un aduanero que había trabajado en la
frontera con la Argentina, de modo que conocía y comprendía nuestra pasión por
el mate y nos dio agua caliente, bollitos y lo que es más, un vehículo que nos
llevara hasta Tacna. Con el apretón de manos acompañado de una serie de
ampulosos lugares comunes sobre los argentinos en Perú, con que nos recibió muy
amablemente el jefe del destacamento, al llegar a la frontera, dimos el adiós a
la hospitalaria tierra chilena.
Chile, ojeada de lejos
Al hacer estas notas de viaje, en el calor de
mi entusiasmo primero y escritas con la frescura de lo sentido, escribí algunas
extravagancias y en general creo haber estado bastante lejos de lo que un
espíritu científico podría aprobar. De todas maneras, no me es dado ahora, a
más de un año de aquellas notas, dar la idea que en este momento tengo sobre
Chile; prefiero hacer una síntesis de lo que escribí antes.
Empecemos por nuestra especialidad médica: el
panorama general de la sanidad chilena deja mucho que desear (después supe que
era muy superior a la de otros países que fui conociendo). Los hospitales
absolutamente gratuitos son muy escasos y en ellos hay carteles como el
siguiente: “¿Por qué se queja de la atención si usted no contribuye al
sostenimiento de este hospital?” A pesar de esto, en el norte suele haber
atención gratuita pero el pensionado es lo que prima; pensionado que va desde
cifras irrisorias, es cierto, hasta verdaderos monumentos al robo legal. En la
mina de Chuquicamata los obreros accidentados o enfermos gozan de asistencia
médica y socorro hospitalario por la suma de cinco escudos diarios (chilenos),
pero los internados ajenos a la planta pagan entre trescientos y quinientos
diarios. Los hospitales son pobres, carecen en general de medicamentos y salas
adecuadas. Hemos visto salas de operaciones mal alumbradas y hasta sucias y no
en puebluchos sino en el mismo Valparaíso. El instrumental es insuficiente. Los
baños muy sucios. La conciencia sanitaria de la nación es escasa. Existe en
Chile (después lo vi en toda América prácticamente) la costumbre de no tirar
los papeles higiénicos usados a la letrina, sino fuera, en el suelo o en
cajones puestos para eso.
El estado social del pueblo chileno es más
bajo que el argentino. Sumado a los bajos salarios que se pagan en el sur,
existen la escasez de trabajo y el poco amparo que las autoridades brindan al
trabajador (muy superior, sin embargo, a la que brindan las del norte de
América del Sur), hecho que provoca verdaderas olas de emigración chilena a la
Argentina en busca del soñado país del oro que una hábil propaganda política se
ha encargado de mostrar a los habitantes del lado oeste de los Andes. En el
norte se paga mejor al obrero en las minas de cobre, salitre, azufre, oro, etc.
pero la vida es mucho más cara, se carece en general de muchos artículos de
consumo de primera necesidad y las condiciones climáticas son muy bravas en la
montaña. Recuerdo el sugestivo encogimiento de hombros con que un jefe de la
mina Chuquicamata contestó a mis preguntas sobre la indemnización pagada a la
familia de los diez mil o más obreros sepultados en el cementerio de la
localidad.
El panorama político es confuso (esto fue
escrito antes de las elecciones que dieran el triunfo a Ibáñez), hay cuatro
aspirantes al mando, de los cuales Carlos Ibáñez del Campo parece ser el primer
ganador; es un militar retirado con tendencias dictatoriales y miras políticas
parecidas a las de Perón, que inspira al pueblo un entusiasmo de tipo
caudillesco. Basa su acción en el Partido Socialista Popular, al que se unen
fracciones menores. El segundo lugar, a mi manera de ver, estará ocupado por
Pedro Enrique Alfonso, candidato del oficialismo, de política ambigua, al
parecer amigo de los americanos y de coquetear con los demás partidos
políticos. El abanderado del derechismo es Arturo Matte Larraín, potentado que
es yerno del difunto presidente Alessandri y cuenta con el apoyo de todos los
sectores reaccionarios de la población. En último término está Salvador
Allende, candidato del Frente del Pueblo, que tiene el apoyo de los comunistas,
los que han visto mermados sus cuadros en cuarenta mil votos, que es la cifra
de las personas despojadas del derecho a votar por haber sido afiliados a dicho
partido.
Es probable que el señor Ibáñez haga una
política de latinoamericanismo y se apoye en el odio a Estados Unidos para
conseguir popularidad y la nacionalización de las minas de cobre y otros
minerales (el conocimiento de los enormes yacimientos que los americanos tienen
en el Perú, prácticamente listos para empezar la producción, disminuyó mucho mi
confianza en que sea factible la nacionalización de estas minas, por lo menos
en un plazo breve), completar la del ferrocarril, etc. y aumentar en gran
proporción el intercambio argentino-chileno.
Como país, Chile ofrece posibilidades
económicas a cualquier persona de buena voluntad que no pertenezca al
proletariado, vale decir, que acompañe su trabajo de cierta dosis de cultura o
preparación técnica. Tiene en su territorio facilidad para sustentar la
cantidad suficiente de ganado como para abastecerse (lanar sobre todo),
cereales en cantidad aproximadamente necesaria y minerales como para
convertirse en un poderoso país industrial, ya que tiene minas de hierro,
cobre, hulla, estaño, oro, plata, manganeso, salitre. El esfuerzo mayor que
debe hacer es sacudirse el incómodo amigo yanqui de las espaldas y esa tarea
es, al menos por el momento, ciclópea, dada la cantidad de dólares invertidos
por éstos y la facilidad con que pueden ejercer una eficaz presión económica en
el momento en que sus intereses se vean amenazados.»
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