«Las tabernas bordeaban el tosco empedrado de
la plaza, frente al puerto, y en el interior de una de ellas cinco o seis de
los principales Padres de la Isla estaban reunidos jugando. Para cuando
apareció la luna, sólo dos de ellos, Simón y Cremes, no se habían marchado aún
como el resto de sus compañeros. Simón era dueño de dos almacenes; se dedicaba
al comercio y tenía tres barcos que navegaban continuamente entre las islas.
Habían terminado de jugar; los tableros reposaban sobre la mesa entre ambos
adversarios, que dejaron escapar un suspiro al pensar en el largo camino entre
los olivos fantasmales que los separaba aún de sus casas. Simón estaba más
cansado que de costumbre: aunque la ley de la moderación nos enseña que la
mente no puede emplearse sin perjuicio en números y mercancías más de tres
horas al día, aquella jornada él había pasado cinco ocupado en discusiones y
transacciones.
-Simón –dijo Cremes de pronto, con el aire de
un hombre que se arma de valor para acometer una tarea desagradable largo
tiempo aplazada-, tu hijo tiene ya veinticinco años cumplidos…
Simón dejó escapar un gruñido al surgir aquel
tema, que no era capaz de afrontar.
-Han transcurrido ya cuatro años –prosiguió
Cremes- desde la primera vez que dijiste que los padres no deben obligar a los
hijos a casarse. Y desde luego nadie ha tratado de forzar a Pánfilo. Pero, ¿a
qué está esperando? Te ayuda en el almacén; se ejercita en la palestra; cena en
casa de la andriana. ¿Cuántos años tiene que seguir con esa vida para que por
fin convengas conmigo en que mejor estaría casado con mi hija?
-Cremes, debe acudir él a mí por su propia
voluntad. No seré yo el primero en hablar de esto con el muchacho.
-¡El primero! No serías el primero. Hace años
que nuestras familias acordaron que se casaría con Filomena. Se habla de ello
continuamente. Los jóvenes se burlan de él todo el día por este motivo. Sabe
muy bien que mi hija está pronta para casarse con él. No es más que pura
indolencia por su parte. Pura falta de voluntad de asumir las responsabilidades
que conlleva ser esposo, padre y el joven hacendado más destacado de la isla.
-Es un muchacho responsable. No lo
coaccionaré.
-Entonces queda entendido que no desea casarse
con mi hija. Es una humillación para ella esperar todos estos años a que él se
decida, y su madre lleva mucho tiempo instándome a que zanje este asunto de una
vez. Quizá no debería decirlo, pero vais a perder un buen partido con tanto
cavilar, los dos, tú y tu hijo. Filomena es con diferencia la muchacha más sana
y hermosa de estas islas. Y es diestra en todas las tareas del hogar propias de
una mujer. La unión de nuestras familias presenta ventajas, Simón, que no veo
necesario señalarte. Pero todo el tiempo transcurrido ha dejado claro que tu
hijo piensa esperar hasta que lo encandile cualquier otra muchacha, supongo.
Entonces, ¡sea! Desde esta misma noche mi esposa empezará a buscar otro joven
para ella.
-Cremes, Cremes, sólo tiene veinticinco años.
Deja que se entretenga un poco más. ¿Por qué han de ser esposos y padres tan
pronto? Es un muchacho bueno y feliz. También tu hija. Deja que sigan así un
tiempo.
-¡Nietos! Eso es lo que quiero ver. No
deberían dejarse intervalos tan largos entre generaciones. Es malo para las
costumbres y los comportamientos.
-Mayor error cometes apremiando que
postergando.
-Bien –continuó Cremes-, te diré que existe
también otro motivo por el que quiero zanjar cuanto antes este asunto, y es
éste: no nos gustan las visitas que hace Pánfilo a la andriana. Como
comprenderás, Simón, me resulta difícil reaccionar con severidad, pues mi
propio hijo hace lo mismo, pero es natural que un padre sea más exigente con su
yerno que con su hijo.
Simón parecía más incómodo que nunca y
guardaba silencio. Cremes prosiguió:
-No creo que apruebes más que yo esos tratos
con mujeres extranjeras. Nuestras islas siempre se han significado por un
comportamiento estricto y sin tacha. Cuando de muchachos se nos metía el
demonio en el cuerpo, siempre podíamos seguir a alguna pastora por caminos
oscuros. Pero esta andriana se ha traído aquí consigo todo el ambiente de
Alejandría, con sus perfumes, sus baños calientes y su gusto por trasnochar.
Simón se pasó un momento la mano por las
mejillas y después replicó con voz grave y hosca:
-Bueno, si no es por un motivo es por otro. No
sé nada de esa andriana. Al parecer las mujeres no hablan de otra cosa de la
mañana a la noche, pero uno no puede dar crédito a todo lo que oye.
Respondiendo a la invitación velada, Cremes se
lanzó a hablar con considerable deleite, examinando de vez en cuando el rostro
de Simón para comprobar si los detalles despertaban en este el mismo interés
que en él.
-Su nombre es Críside y no sé con qué
intención se hace llamar andriana. La isla de Andros nunca se ha distinguido
por su importancia, para que ella se dé esos aires. Ha estado en Corinto y en
Alejandría, puedes estar seguro. Allí tendría que haberse quedado en lugar de
venir a enterrarse en nuestra isla y a recitarles poesía a nuestros muchachos.
Sí, sí, les recita poesía como esas mujeres que todos conocemos. Cada siete u
ocho días invita a cenar a su casa a doce o quince jóvenes (de entre los
solteros, por supuesto). Yacen en divanes, toman alimentos exóticos y
conversan. Después ella se pone en pie y declama; es capaz de recitar tragedias
enteras de memoria. Al parecer es muy estricta con los muchachos. Les hace
pronunciar todos los acentos áticos; comen a la manera de Atenas, brindando,
engalanados con guirnaldas y cada noche designan a uno de ellos Rey del
Banquete. Al terminar, les sirven toallas calientes para que se limpien las
manos.
Simón no le dio a Cremes la satisfacción de
otorgarle toda su atención; mantenía la mirada baja y su rostro exhibía la
misma expresión de tedio con la que acogía todas las habladurías de la isla.
Cremes decidió entonces ser menos expansivo y añadió sin contener su
indignación:
-En lo que a mí respecta, Alejandría es
Alejandría y Brinos es Brinos. Como sigamos importando ideas, nuestra isla se
irá a la ruina para siempre. Se convertirá en una masa de pobres imitaciones
mal asimiladas. Todas las muchachas querrán leer, escribir y declamar poesía.
¿Qué será de la vida familiar, Simón, si las mujeres aprenden a leer y a
escribir? Tú y yo nos casamos con las mejores muchachas de nuestro tiempo y
hemos sido felices. Podemos proporcionarle a la isla al menos una generación
más de sensatez y buenos modales antes de que llegue la era en que todas las
mujeres se crean bailarinas y los hombres vayan por ahí sirviéndolas.
Simón conocía la respuesta a aquella pregunta,
pero se contuvo. Cremes, más que ningún otro hombre en la isla, vivía dominado
por su esposa. De hecho, desde su telar entre las sombras, la mujer de Cremes
trataba de gobernar la isla entera, haciendo uso de su hostigado esposo como
brazo legislativo y punitivo. Simón preguntó:
-¿Qué ocurre después del banquete?
-Cada joven paga su cubierto (y créeme que no
sale barato) y de vez en cuando a uno u otro se le concede la gracia de
quedarse hasta el amanecer. Es todo cuanto sé.
-¿Está invitado tu hijo a todos esos
banquetes?
-Se peleó o algo así, quizá bebió demasiado,
no lo sé. Sea como fuere, fue expulsado por un tiempo. Los demás invitados lo
pusieron en la calle sin miramientos. Pero ya ha hecho las paces con ella.
-¿Hablas con él de esa…, esa Críside?
-Claro que no. Finjo no saber nada de todo
esto.
-¿Está mi hijo siempre allí?
-Según dicen, casi siempre.
Hubo una larga pausa. El muchacho que atendía
en la taberna salió a la calle iluminada por la luna y empezó a cerrar los
postigos.»
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