Autobiografía
«En la ciudad vivía otro muchacho muy dado a
los libros, llamado John Collins, con el que llegué a tener una amistad íntima.
Con frecuencia discutíamos porque la controversia nos gustaba y deseábamos
enfrentarnos uno a otro con nuestros argumentos, cosa que, por cierto, puede
convertirse en una mala costumbre y hacer a los que la tienen muy
desagradables, porque siempre llevan la contraria. Además de servir para agriar
cualquier conversación, dicho hábito da ocasión a disgustos y tal vez
enemistades, en lugar de reforzar la amistad. Adquirí esta mala costumbre
leyendo los libros de mi padre sobre polémicas religiosas. Las personas de buen
juicio, según luego he podido apreciar, rara vez caen en el vicio de discutir
salvo los abogados, los universitarios o los que se han criado en Edimburgo. En
una ocasión surgió entre Collins y yo una disputa a propósito de si había que
instruir a las mujeres y fomentar su capacidad para el estudio. Según él, ello
no procedía, y además las mujeres no valían para el estudio. Yo sostenía la
teoría opuesta, quizá por aquello de llevar la contraria. Collins se mostraba
más elocuente y encontraba fácilmente las palabras adecuadas y tengo para mí
que a veces me vencía más por su elocuencia que por la solidez de sus
razonamientos. Como nos separamos sin haber llegado a un acuerdo, yo me puse a
escribir mis razonamientos, hice una copia en limpio y se la envié a mi
contrincante. El contestó y yo volví a replicarle y así varias veces hasta que
mi padre encontró por casualidad unas de aquellas cartas y las leyó. Sin entrar
en el fondo de la cuestión, mi padre me comentó el estilo literario que yo
empleaba, haciéndome notar la ventaja que yo tenía sobre mi antagonista en materia
de ortografía y sintaxis (que eran fruto de mi experiencia como impresor), pero
subrayándome también que en elegancia de expresión, en método y en perspicacia,
yo era inferior, y me convenció de ello señalándome varios pasajes de las
cartas. Me di cuenta de lo atinado de sus opiniones y, en consecuencia, me
apliqué a mejorar mi estilo.
Fue hacia esta época cuando cayó en mis manos
un tomo del Spectator, el tercero
para ser preciso. No había tenido la ocasión de leerlo, y cuando lo hice
repetidas veces me pareció delicioso. Encontré su expresión excelente y deseé
ser capaz de imitarla. En este empeño me fijé en algunos de sus ensayos, resumí
en un papel, con poquísimas palabras, las ideas que se exponían en cada una de
sus frases y lo guardé. Pasados unos días y sin consultar el original, intenté
rehacer los ensayos de The Spectator
a partir de mis resúmenes, completando éstos con cuantas palabras me parecían
adecuadas para reconstruir su primitiva elegancia y amplitud. Luego cotejé mi
trabajo con el original y corregí las faltas que había cometido. Me di cuenta
de que me faltaba vocabulario o mayor presteza para recordar y utilizar las
palabras idóneas. Pensé entonces que tal vez hubiera podido conseguir ambas
cosas si hubiera seguido escribiendo versos, ya que el buscar palabras del
mismo significado pero de longitud o sonido diferentes para encajarlas en el
ritmo y en la rima correspondientes, me hubiera obligado a perseguir
constantemente la variedad expresiva y a fijar en mi mente y dominar una gran multiplicidad
de vocablos y giros. En consecuencia, tomé algunas de las narraciones del Spectator y las puse en verso para
volverlas después a su prosa original, cuando había pasado tiempo y casi me
había olvidado de ésta. Otras veces formaba un revoltijo con los resúmenes que
había hecho y, transcurridas algunas semanas, procuraba restablecer el orden
lógico que tenían en The Spectator, para luego proceder a reconstruir y
completar las frases del ensayo original. Este método me valió mucho para la
correcta ordenación de mis ideas, al proporcionarme la ocasión de comparar mi
trabajo con el original y poder corregir mis fallos. En ocasiones incluso me
hacía la ilusión de que había acertado a mejorarlo en algunos detalles de poca
importancia, lo que me animaba a esperar que con el tiempo podría ser un buen
escritor, cosa que ambicionaba sobremanera.
Dedicaba a estos ejercicios y a leer las horas
de la noche, acabado mi trabajo, o las de la madrugada, antes de empezarlo, así
como los domingos, en que procuraba refugiarme en la imprenta, evitando en lo
posible la asistencia al culto colectivo, al que mi padre me obligaba a ir
cuando vivía con él. Aunque seguía pensando que tenía la obligación de asistir
a él, me parecía justificado el no ir por falta de tiempo.
Cumplidos los dieciséis años, tuve ocasión de
dar con un libro escrito por un tal Tryon, en el que se recomendaba una dieta
vegetariana y decidí adoptarla. Mi hermano aún no se había casado y vivía de
pensión, en compañía de sus aprendices, con una familia. El que yo me negara a
comer carne causaba molestias y ello me valió no pocas críticas. Me familiaricé
con algunas recetas del vegetariano Tryon, las de las patatas y el arroz
cocidos, por ejemplo; las de los puddings rápidos y algunas otras, y terminé por
decirle a mi hermano que si me daba la mitad de lo que pagaba a la semana por
mi pensión, yo viviría por mi cuenta. Aceptó de buen grado y yo me encontré con
que podía ahorrar la mitad de lo que me daba y comprar más libros. Aparte de
ello, encontré en esto otra ventaja: al irse mi hermano y los demás a comer, yo
podía quedarme solo en la imprenta, hacer mi frugal colación (que no consistía
sino en una galleta o una rebanada de pan, unas pocas uvas pasas, un pastel y
un vaso de agua), y dedicarme al estudio
hasta que ellos volvieran. Aquella frugalidad contribuyó a que mis progresos en
el saber fueran más rápidos, pues sabido es que la claridad de mente y la
prontitud de asimilación intelectual son, por lo general, compañeras de la
templanza en comer y beber. Ocurrió, por ejemplo, que alguien me puso en
vergüenza por lo poco que yo sabía de cuentas, asignatura en la que, por
cierto, me suspendieron dos veces cuando estaba en la escuela, y ante ello, me
puse a estudiar la aritmética de Cocker y, sin ayuda de nadie, me la aprendí de
cabo a rabo con gran facilidad. Leí también un libro de Seller y Sturny sobre
navegación y me familiaricé algo con la geometría sin llegar a profundizar en
esta ciencia. Leí también la obra de Locke On
Human Understanding y El arte de
pensar, de los filósofos de Port Royal.
Mientras continuaba con mi propósito de
mejorar mi lenguaje, encontré un libro de lengua inglesa (creo que era de
Greenwood), en el que se insertaban al final dos apéndices con los rudimentos
del arte de la lógica y la retórica, el primero de los cuales concluía con un
debate siguiendo el método socrático. Poco después leí los Recuerdos memorables
de Sócrates, escritos por Jenofonte, donde se recogen numerosos ejemplos de
dicho método. Me entusiasmó y decidí adoptarlo. Abandoné mi forma de argumentar
obstinada y positivista y llena de seguridades y me transformé en un humilde
buscador de la verdad. Tras leer a Shaftessbury y Collins, las dudas que ya
tenía acerca de algunos aspectos doctrinales de nuestra religión se extendieron
a otros campos y llegué a la conclusión de que este método era el más seguro
para mí y que ponía en graves aprietos a aquellos contra quienes lo utilizaba.
Así pues, me complacía en practicarlo de continuo, llegando a adquirir cierta
maestría en obligar a gentes incluso de mayor talento que yo, a reconocer y
admitir cosas cuyo alcance no sospechaban y a ponerlas en situaciones de las
que no les resultaba fácil salir, con lo que me apunté triunfos que ni yo ni
mis argumentos merecían siempre. Utilicé este método durante algunos años y lo
abandoné después paulatinamente, conservando sólo un cierto hábito de
expresarme con frases de modesta timidez, evitando utilizar, si preveía
discusión, términos demasiado categóricos tales como “ciertamente” o “indudablemente”.
Prefería expresarme con frases tales como “pienso o entiendo que tal cosa es
así o de tal forma”, o “me parece”, o “en mi opinión”, o “si no me equivoco”.
Tal costumbre, pienso, me ha ayudado mucho a inculcar a los demás mis propias
opiniones o a persuadirlos a que adoptaran ideas o actitudes que en ocasiones
me he dedicado a propagar.
Y puesto que los objetivos de la conversación
consisten al fin y al cabo en informar o ser informado, en agradar o en
persuadir, creo que los hombres sensatos y de recto juicio no deben mermar su
capacidad de hacer el bien, adoptando una postura dogmática que suele disgustar
a los interlocutores, crear oposición y contrariar los fines aludidos del don
de la palabra. De hecho, si se trata de instruir a los demás, toda forma
apriorística o contundente de manifestar lo que sentimos puede provocar
oposición y poner en guardia a los demás contra nosotros. Si uno busca aprender
y perfeccionarse con los conocimientos de los demás, es importante no aparecer
uno mismo como anclado en prejuicios. Los hombres sensatos y modestos que no
son partidarios de discutir no se sentirán animados a sacarnos de nuestros
errores. Con esta disposición dogmática, rara vez se contenta al auditorio y
menos aún se le persuade de que nos enseñe lo que sabe. Pope observa con
acierto:
Los
hombres deben ser enseñados sin notarlo
e instruirles en lo que
ignoran como si
se tratara de cosas que han
olvidado.
Pope recomienda asimismo:
Y podía haber completado esta frase con otra que utiliza, creo que con
menos propiedad, en otro contexto:
Si me pregunta por qué lo de la menor propiedad, les diré que los versos
eran:
Pues bien: ¿no es la “falta de sentido” (si alguno es tan desafortunado
de no poseerlo) cierta apología de su falta de modestia? Por ello pienso que la
expresión correcta debería ser:
Pero dejemos esto para gente más sabia que yo.»
[El
texto pertenece a la edición en español de Editora Nacional, 1982, en
traducción de Luis López Guerra, pp. 142-150. ISBN: 978-8427605848.]