Mapa de ella misma,
no de mí
«-Como le explicaba, ver cómo el otro imagina
es más trascendental que saber qué es lo que otro imagina. Cuando uno puede
conocer la trama oculta, las formas que tiene la imaginación del otro,
entonces, se puede desvelar muchos misterios ocultos de su personalidad. Es una
excelente forma de conocer a las personas. Por eso al señor Carlyle la siesta
imaginada nunca le produjo efecto, jamás tuvo interés de conocer al otro, ni su
imaginación, sus sentimientos, ni sus misterios ocultos. Eso fue algo que supo
y experimentó personalmente la pobre de Jane.
Al terminar de escuchar algo mágico me inspiró
lo siguiente: la siesta imaginada me podía servir para conocer a mi
ciudad-hermana, un mapa de sí misma.
Me
gustaba despertar de la siesta y por un segundo, no saber dónde estaba.
Sentirme perdido, desorientado en un mundo que siempre lo ubica a uno
constantemente en su lugar predestinado. Todos tenemos un lugar o varios
lugares por donde sí o sí vamos a pasar: un hospital, la escuela, el
cementerio, el hogar donde nacimos. Los mapas están para mostrarnos en qué
parte del mundo nuestros lugares predestinados e inevitables se disponen. La
certeza de que el destino siempre tiene coordenadas, da miedo, mucho miedo.
(Marlowe, eres todo un existencialista, ¿leíste alguna vez a Kierkegaard?). Tal
vez nunca vayamos a un hospital, tal vez nunca vayamos a una escuela o a un
cementerio pero aún así, en la selva inhóspita del territorio salvaje y virgen
de la civilización humana, la muerte tiene su localización en el mapa del que
uno nunca puede escaparse. Yo, al menos, pude elegir cambiar uno de esos
lugares predestinados: la familia. Los que nos convertimos en propietarios de
una casa en Belgrano R o Chelsea, no importa, somos personas que dejan a su
antigua familia, eliminan a todos sus antepasados y aceptan a un grupo nuevo
que habita todos los cuartos posibles. Eso es el pacto, borrar del mapa el país
de la antigua familia. Los mapas sobreviven siempre.
Despertar de la siesta, no saber dónde estoy, olvidarme aún de mí mismo,
es el mejor narcótico que uno pueda ingerir.
—El suicidio es mejor aún —remarcó la señora
Virginia.
—No —y esta vez, no quería ser el tonto de
siempre, el de antes, el tonto que volvía mi cuerpo de aquel lejano pasado que
había renunciado cuando firmé el pacto. Esta vez, quería rebatirle con
argumentos más sólidos su tendencia a la muerte voluntaria—. Se equivoca señora
Virginia. El suicidio no es un escape temporal, ni siquiera eterno.
Elegir el momento para morir es una voluntad que no quiere un momento de
fuga, nadie se suicida porque la vida lo arrinconó a uno de tal forma que ya
nadie tiene sentido. El suicidio no se define en el binomio vida-muerte, no es
saltar el muro de la vida para encontrar lo obvio. Huir es lo obvio, el
suicidio no puede ser solamente una forma de lo obvio en esta vida.
—¿Y entonces qué es para usted el suicidio,
señor Marlowe? —preguntó ella interesada en nuestra conversación.
—Es un sentido desarrollado.
—¿Un sentido desarrollado?
—Sí.
—¿Cuál de todos? ¿La vista, el tacto? ¿Cuál?
—Ninguno de esos.
—¿Ninguno?
—Los sentidos habituales que nos permiten percibir lo ajeno del mundo
son sentidos de la vida.
—¿Y el sentido desarrollado pertenece a la muerte?
—Interesante postura, me despierta mucho interés su punto de vista.
Continué, por favor.
—El sentido desarrollado es algo que transciende lo corporal, no es que
me quiere meter en temas metafísicos o espirituales, no quiere ingresar en ese
terreno de la filosofía de góndola de supermercado, junto a los latas de atún
en oferta. No, para nada.
—Lo entiendo, el pensamiento racional siempre evita los productos con
descuentos, no quiere aparentar estar regalado. Es entendible —agregó ella.
—Puede ser. Lo que quiere decir es que el sentido desarrollado llega a
uno cuando la muerte es algo que ya no provoca más temor, rechazo, angustia. La
muerte no es que se transforma en algo natural, en algo normal y corriente de
la vida, no, simplemente la muerte deja de tener cualquier relación con la vida
y comienza a ser lo que verdaderamente es.
—¿Y qué es eso?
—No sé, eso es lo que descubren los suicidas. No lo conozco.
La señora Virginia se quedó pensando por unos minutos, paralizada. Tal
vez, la primera vez que intentó suicidarse no tenía el sentido tan desarrollado
y por eso falló. Pero en ese instante, parecía que ya estaba preparada para
eso. Entonces la sacudí para despabilarla de su parálisis y le dije:
—Hagamos lo siguiente, le pido señora Virginia que me ayude a ingerir la
píldora de la siesta imaginada, supervise mi viaje y después de conocer un poco
a mi hermana, prometo dejarla ir de esta casa.
Era una persona desconfiada. Su primera
reacción fue de una gran incredulidad. Sin embargo, mis palabras no tenían
razón de generar tal sentimiento, por lo tanto debía creerme. Y eso hizo. Y
cuando lo hizo se sintió feliz. Y cuando sintió tal cosa, pensó en el suicidio.
Y cuando pensó en el suicidio, solo le restaba planear la fórmula para no
fallar. Y planear tal cosa hace del suicida un arquitecto de su propia muerte.
Y ser arquitecto de la propia muerte es mucho más que cálculos, planos,
fachadas, aberturas, caños, estructuras, cimientos, zócalos, pinturas, paredes,
grifería.
—Aunque esta vez —dijo ella leyendo mis pensamientos— mejor ser
ingeniera civil de la muerta, ellos nunca fallan
—¿Los ingenieros? ¿Está segura?
No me respondió. Tampoco me interesaba mucho su respuesta. Estaba
ansioso por tomar la píldora, viajar al sórdido mundo de la siesta imaginada y
conocer algo de mi hermana más allá de sus límites geográficos, sus
características topográficas y la densidad de la población que habitaba en
ella.
—¿Ya imaginó? —preguntó ella.
No. Aún no sabía que imaginar. No me parecía algo menor, por lo tanto
quería tomar mi tiempo para ver bien qué iba a imaginar. De eso dependía lo que
yo quisiera conocer de ella. En ese momento todo eso me parecía tan raro que me
encontraba desanimado a seguir con la idea de tomar la píldora. Mi nueva
familia sólo podía conocerse de formas ajenas a lo cotidiano, en una mesa de
domingo, con un plato de comida servido como excusa para iniciar la
conversación. Lo normal es algo tan cómodo que es fácil acostumbrarse y aunque
esto último suene aburrido, nuestras vidas son 80% costumbres y solo un 20%
vida verdadera.
Pero las cartas ya estaban echadas y el juego tenía que jugarlo. Le pedí
el vaso de agua, la pastilla y después... el viaje a la siesta...
Eso imaginé antes de dormirme. Eso y no otra
cosa diferente. Tal vez, pude haber imaginado algo mejor pero sé muy bien que
mi imaginación es limitada la mayor parte del tiempo. O casi todo el tiempo, o
más bien siempre. Ahora es irrelevante ese cálculo.»
[El texto pertenece a la edición en español
de Grieta Editorial, 2016. ISBN: 978-84-16688-07-4.]
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