Cinco
«Y a partir de ese momento los dahomeyanos
llamaron a Francisco Manoel: Adjinakou el Elefante.
Al cabo de un año era el Virrey del Rey en
Ouidah y había transformado a Dahomey en la maquinaria militar más eficiente de
África Occidental.
Durante el lapso que pasó en la costa, asumió
los modales y el estilo de vida de un gran señor brasileño. Desde Cabo Verde
hasta el Bonny River llegaban trotamundos de todos los colores a comer en su
mesa y catar los recursos de su bodega. Aunque el título “Dom” se reservaba
generalmente para los miembros de la Familia Real portuguesa, todos lo llamaban
“Dom Francisco”.
Le dio a Ouidah el aire de ciudad civilizada
al ordenar que se excavaran alcantarillas y que se abrieran calles a través de
su laberinto de callejones pestilentes. Plantó palmeras africanas y cocoteros,
e introdujo la piña. Las planicies eran un mar de maíz y mandioca, y había
arrozales a lo largo de la laguna.
Como prohibió el uso del látigo en sus plantaciones,
sus propios trabajadores lo adoraban. Camino a los campos cultivados,
desfilaban frente a su ventana y cantaban esta letanía:
El Elefante despliega su red / Por tierra y por mar
Compra madre, padres, hijos / Y la hiena
aúlla en vano
Los amigos se congregan en torno a los
aromas de su cocina
Los monos bailan cuando beben vino de
palmera
Es la Buena Esponja que nos frota y nos
limpia
Consolida sus murallas con fuego / Nos da
perlas cuando le damos un mosquito
En un día vendió a todos los esclavos de
Ouidah / Su manantial nunca se secará.
Ningún capitán podía eludir la
vigilancia de sus guardacostas. Nadie podía cargar un esclavo sin pagar un
arancel de exportación, ni descargar un fardo de algodón sin pagarle un
tributo. Los banqueros de Nueva York o Marsella aceptaban sus letras. Solo o en
sociedad, puso en servicio una flota de clípers de Baltimore.
Estos
nuevos barcos habían sido diseñados con el fin de dejar atrás a cualquier
crucero de la Royal Navy. Todos tenían altos mástiles oblicuos, cascos negros
de líneas elegantes, y él los había bautizado con nombres de aves marinas: Fregata, Albatroz, Gaivota, Alcatraz o
Andorinha-do-Mar.
Pero navegaban con la quilla en ángulo agudo:
incluso con un mar moderado, la tripulación debía asegurar las escotillas con
listones y cerrar los enrejados. La temperatura subía vertiginosamente en la
bodega y los cargamentos morían, de calor, de disentería y por falta de aire.
Como todo traficante de esclavos que se
respetara, atribuía sus pérdidas a los británicos.
Cada año, al llegar la estación seca,
desechaba los hábitos civilizados e iba a la guerra.
Su primera misión había consistido en reformar
el ejército dahomeyano. Él y el Rey se libraron de los panzones, los cobardes y
los patentemente borrachos. Y como las mujeres dahomeyanas eran combatientes
mucho más feroces que los hombres —y podían recargar un arma por la boca en la
mitad de tiempo— enviaron oficiales de reclutamiento a las aldeas para alistar
a las vírgenes más musculosas.
A las reclutas se las conocía como las
“Esposas Leopardo del Rey”.
Comían carne cruda, se afeitaban la cabeza y
se limaban los dientes hasta afilarles las puntas. Aprendían a disparar desde
el hombro y no desde la cadera, y a no tirar nunca contra el follaje agitado.
Durante el entrenamiento debían escalar empalizadas de nopales, de donde
volvían vociferando: “¡Hou! ¡Hou! ¡Somos hombres!”… y como tenían la obligación
de mantenerse célibes, les permitían saciar sus apetitos sexuales con una tropa
de prostitutas.
Dom Francisco insistía en compartir todas las
penurias de la marcha.
Atravesaba sabanas incendiadas y cruzaba a
nado ríos infestados de cocodrilos. Antes del asalto a una aldea, se
entrelazaba hojas en el sombrero y permanecía inmóvil hasta que cantaba el
gallo. Entonces, cuando la aurora recortaba la silueta de los techos como si se
tratara de los dientes de una sierra, sonaba un silbato, el aire se poblaba de
gritos roncos y, hacia el final de la mañana, las amazonas desfilaban ante el
Rey, meciendo cabezas cortadas como si se tratara de pesas de gimnasia.
Dom Francisco saludaba cada nueva atrocidad
con una sonrisa vidriosa. No experimentaba pizca de compasión por la madre que
imploraba por su hijo, ni por el anciano que contemplaba con expresión
incrédula el velo purpúreo desplegado sobre las ruinas humeantes.
Durante años continuó sumido en esta pesadilla
autónoma. Pero un día, antes del saqueo de Sokologbo, estaba oculto detrás de
un peñasco cuando unos críos se acercaron brincando por el sendero, blandiendo
espantapájaros para ahuyentar las palomas de las plantaciones de mijo. Nunca
habría de olvidar los boqueos que exhalaron cuando las amazonas se abalanzaron
desde los matorrales y los estrangularon uno por uno.
Durante toda aquella mañana, mientras los
dahomeyanos ejecutaban su faena, él permaneció con el rostro oculto entre las
manos, murmurando: «No. ¡Los niños no!», y nunca más fue a la guerra.
Pero el Rey se convirtió en un guerrero más
temible que cualquiera de sus antepasados.
Arrasó Grito en 1818, Lozogohé en 1820 y Lemón
en 1825. Mató a Atobé de Mahi, Adafé de Napou y Achadé de Léfou-Léfou. Hizo que
los atakpameanos comieran a sus padres guisados. Juró derrotar a los egbas en
su bastión de Abeokuta, y le dijo al Alafin de Oyo que “comiera huevos de loro”.
No era cruel. A él también le asqueaba ver
sangre y apartaba los ojos de las ejecuciones. Anhelaba poner fin a los ciclos
de guerra y venganza… pero nunca podía resistir la tentación de acumular más
calaveras.
Las calaveras de sus enemigos le confirmaban
que estaba vivo en un mundo de cosas reales. Bebía de calaveras, escupía dentro
de calaveras. Las calaveras conformaban las patas de su trono, los laterales de
su lecho y el camino que conducía a la alcoba. Conocía el nombre de cada
calavera de su Mansión de las Calaveras y entablaba conversaciones imaginarias
con cada una de ellas por turno: los enemigos menores se apilaban sobre
bandejas de cobre, pero los de gran envergadura estaban envueltos en seda y
descansaban en cestas encaladas.
Claro que no podría haber sido indulgente con
muchas víctimas aunque lo hubiera deseado. Los comandantes de sus ejércitos lo
espiaban para descubrir la primera señal de debilidad, y un contingente de
sacerdotes estaba siempre a mano para aconsejar qué cautivos debían ir al País
de la Muerte, y cuáles a las Américas.
Dom Francisco urdía tácticas para salvarlos
del cuchillo: descubrió que el mejor sistema consistía en distraer la atención
de los nobles con alguna novedad importada de Europa.
Un año, cuando los arquitectos de palacio
planeaban un mosaico de calaveras, sugirió utilizar en cambio platos de
porcelana. Al principio, al Rey lo regocijó la idea de “fragmentar” un bien tan
valioso y arrojó al suelo una pila íntegra. Luego, como si hubiera oído
refunfuñar a sus antepasados, frunció el ceño, su ojo muerto absorbió la luz
del vivo, y bramó:
—La guerra se libra para cosechar cabezas, no
para venderlas unidas a los cuerpos.
Los dos amigos perdieron gradualmente el arte
de comunicarse, como no fuera mediante regalos. Pero aunque los de Dom
Francisco generalmente complacían al Rey, éste no tenía nada que ofrecer,
excepto mujeres… y sus ideas acerca de la amistad eran de naturaleza tal que
apostaba espías dentro del Fuerte de Ouidah para asegurarse de que las
utilizaba a todas y cada una.
La favorita de su serrallo continuaba siendo
Jijibou.
Ésta había capeado las conmociones y se había
convertido en una mujer mofletuda, esbelta como un caballo, con un brillo
satinado en la piel. Pasaba los días en la sombra de su cabaña, embozada en un
paño anaranjado, y nunca la vieron sonreír.
Su padre, el barquero nativo, había muerto. Se
había ahogado el día en que su canoa había dado una vuelta de campana y, si
bien Jijibou intuía que su marido lo había vendido a un traficante de esclavos,
no por ello permitía que sus sospechas se convirtieran en un estorbo para las
faenas domésticas.
Jijibou inspeccionaba a las jóvenes para
asegurarse de que eran vírgenes, apaciguaba sus temores y las conducía a la
alcoba. Presentaba cada nuevo vástago a su padre, pero los berridos no hacían
más que recordarle a él su cría brasileña y, cuando sus dedos diminutos le
cogían la barba, él rechinaba los dientes y se cubría los oídos y se iba
deprisa.
Para salvaguardar las normas de decoro de la
Iglesia, él insistía en que se celebrara el bautizo cristiano y le imponía a
Jijibou una simulación en virtud de la cual ella pasaba por ser la verdadera
madre. Él intentaba leerle los pensamientos mientras estaba junto a la pila
bautismal. Pero si Jijibou lo sorprendía mirándola, entrecerraba los ojos y las
comisuras de su boca se curvaban hacia abajo.»
[El texto pertenece a la edición
en español de Muchnik Editores, 1980,
en traducción de Eduardo Goligorsky. ISBN: 978-8485501540]
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