martes, 2 de agosto de 2022

El virrey de Ouidah.- Bruce Chatwin (1940-1989)


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Cinco


   «Y a partir de ese momento los dahomeyanos llamaron a Francisco Manoel: Adjinakou el Elefante.
 Al cabo de un año era el Virrey del Rey en Ouidah y había transformado a Dahomey en la maquinaria militar más eficiente de África Occidental.
 Durante el lapso que pasó en la costa, asumió los modales y el estilo de vida de un gran señor brasileño. Desde Cabo Verde hasta el Bonny River llegaban trotamundos de todos los colores a comer en su mesa y catar los recursos de su bodega. Aunque el título “Dom” se reservaba generalmente para los miembros de la Familia Real portuguesa, todos lo llamaban “Dom Francisco”.
 Le dio a Ouidah el aire de ciudad civilizada al ordenar que se excavaran alcantarillas y que se abrieran calles a través de su laberinto de callejones pestilentes. Plantó palmeras africanas y cocoteros, e introdujo la piña. Las planicies eran un mar de maíz y mandioca, y había arrozales a lo largo de la laguna.
 Como prohibió el uso del látigo en sus plantaciones, sus propios trabajadores lo adoraban. Camino a los campos cultivados, desfilaban frente a su ventana y cantaban esta letanía:

     El Elefante despliega su red /  Por tierra y por mar
     Compra madre, padres, hijos / Y la hiena aúlla en vano
     Los amigos se congregan en torno a los aromas de su cocina
     Los monos bailan cuando beben vino de palmera
     Es la Buena Esponja que nos frota y nos limpia
     Consolida sus murallas con fuego / Nos da perlas cuando le damos un mosquito
     En un día vendió a todos los esclavos de Ouidah / Su manantial nunca se secará.
 
Ningún capitán podía eludir la vigilancia de sus guardacostas. Nadie podía cargar un esclavo sin pagar un arancel de exportación, ni descargar un fardo de algodón sin pagarle un tributo. Los banqueros de Nueva York o Marsella aceptaban sus letras. Solo o en sociedad, puso en servicio una flota de clípers de Baltimore.
  Estos nuevos barcos habían sido diseñados con el fin de dejar atrás a cualquier crucero de la Royal Navy. Todos tenían altos mástiles oblicuos, cascos negros de líneas elegantes, y él los había bautizado con nombres de aves marinas: Fregata, Albatroz, Gaivota, Alcatraz o Andorinha-do-Mar.
 Pero navegaban con la quilla en ángulo agudo: incluso con un mar moderado, la tripulación debía asegurar las escotillas con listones y cerrar los enrejados. La temperatura subía vertiginosamente en la bodega y los cargamentos morían, de calor, de disentería y por falta de aire.
 Como todo traficante de esclavos que se respetara, atribuía sus pérdidas a los británicos.
 Cada año, al llegar la estación seca, desechaba los hábitos civilizados e iba a la guerra.
 Su primera misión había consistido en reformar el ejército dahomeyano. Él y el Rey se libraron de los panzones, los cobardes y los patentemente borrachos. Y como las mujeres dahomeyanas eran combatientes mucho más feroces que los hombres —y podían recargar un arma por la boca en la mitad de tiempo— enviaron oficiales de reclutamiento a las aldeas para alistar a las vírgenes más musculosas.
 A las reclutas se las conocía como las “Esposas Leopardo del Rey”.
 Comían carne cruda, se afeitaban la cabeza y se limaban los dientes hasta afilarles las puntas. Aprendían a disparar desde el hombro y no desde la cadera, y a no tirar nunca contra el follaje agitado. Durante el entrenamiento debían escalar empalizadas de nopales, de donde volvían vociferando: “¡Hou! ¡Hou! ¡Somos hombres!”… y como tenían la obligación de mantenerse célibes, les permitían saciar sus apetitos sexuales con una tropa de prostitutas.
 Dom Francisco insistía en compartir todas las penurias de la marcha.
 Atravesaba sabanas incendiadas y cruzaba a nado ríos infestados de cocodrilos. Antes del asalto a una aldea, se entrelazaba hojas en el sombrero y permanecía inmóvil hasta que cantaba el gallo. Entonces, cuando la aurora recortaba la silueta de los techos como si se tratara de los dientes de una sierra, sonaba un silbato, el aire se poblaba de gritos roncos y, hacia el final de la mañana, las amazonas desfilaban ante el Rey, meciendo cabezas cortadas como si se tratara de pesas de gimnasia.
 Dom Francisco saludaba cada nueva atrocidad con una sonrisa vidriosa. No experimentaba pizca de compasión por la madre que imploraba por su hijo, ni por el anciano que contemplaba con expresión incrédula el velo purpúreo desplegado sobre las ruinas humeantes.
 Durante años continuó sumido en esta pesadilla autónoma. Pero un día, antes del saqueo de Sokologbo, estaba oculto detrás de un peñasco cuando unos críos se acercaron brincando por el sendero, blandiendo espantapájaros para ahuyentar las palomas de las plantaciones de mijo. Nunca habría de olvidar los boqueos que exhalaron cuando las amazonas se abalanzaron desde los matorrales y los estrangularon uno por uno.
 Durante toda aquella mañana, mientras los dahomeyanos ejecutaban su faena, él permaneció con el rostro oculto entre las manos, murmurando: «No. ¡Los niños no!», y nunca más fue a la guerra.
 Pero el Rey se convirtió en un guerrero más temible que cualquiera de sus antepasados.
 Arrasó Grito en 1818, Lozogohé en 1820 y Lemón en 1825. Mató a Atobé de Mahi, Adafé de Napou y Achadé de Léfou-Léfou. Hizo que los atakpameanos comieran a sus padres guisados. Juró derrotar a los egbas en su bastión de Abeokuta, y le dijo al Alafin de Oyo que “comiera huevos de loro”.
 No era cruel. A él también le asqueaba ver sangre y apartaba los ojos de las ejecuciones. Anhelaba poner fin a los ciclos de guerra y venganza… pero nunca podía resistir la tentación de acumular más calaveras.
El virrey de ouidah: Amazon.es: Chatwin, Bruce: Libros Las calaveras de sus enemigos le confirmaban que estaba vivo en un mundo de cosas reales. Bebía de calaveras, escupía dentro de calaveras. Las calaveras conformaban las patas de su trono, los laterales de su lecho y el camino que conducía a la alcoba. Conocía el nombre de cada calavera de su Mansión de las Calaveras y entablaba conversaciones imaginarias con cada una de ellas por turno: los enemigos menores se apilaban sobre bandejas de cobre, pero los de gran envergadura estaban envueltos en seda y descansaban en cestas encaladas.
 Claro que no podría haber sido indulgente con muchas víctimas aunque lo hubiera deseado. Los comandantes de sus ejércitos lo espiaban para descubrir la primera señal de debilidad, y un contingente de sacerdotes estaba siempre a mano para aconsejar qué cautivos debían ir al País de la Muerte, y cuáles a las Américas.
 Dom Francisco urdía tácticas para salvarlos del cuchillo: descubrió que el mejor sistema consistía en distraer la atención de los nobles con alguna novedad importada de Europa.
 Un año, cuando los arquitectos de palacio planeaban un mosaico de calaveras, sugirió utilizar en cambio platos de porcelana. Al principio, al Rey lo regocijó la idea de “fragmentar” un bien tan valioso y arrojó al suelo una pila íntegra. Luego, como si hubiera oído refunfuñar a sus antepasados, frunció el ceño, su ojo muerto absorbió la luz del vivo, y bramó:
 —La guerra se libra para cosechar cabezas, no para venderlas unidas a los cuerpos.
 Los dos amigos perdieron gradualmente el arte de comunicarse, como no fuera mediante regalos. Pero aunque los de Dom Francisco generalmente complacían al Rey, éste no tenía nada que ofrecer, excepto mujeres… y sus ideas acerca de la amistad eran de naturaleza tal que apostaba espías dentro del Fuerte de Ouidah para asegurarse de que las utilizaba a todas y cada una.
 La favorita de su serrallo continuaba siendo Jijibou.
 Ésta había capeado las conmociones y se había convertido en una mujer mofletuda, esbelta como un caballo, con un brillo satinado en la piel. Pasaba los días en la sombra de su cabaña, embozada en un paño anaranjado, y nunca la vieron sonreír.
 Su padre, el barquero nativo, había muerto. Se había ahogado el día en que su canoa había dado una vuelta de campana y, si bien Jijibou intuía que su marido lo había vendido a un traficante de esclavos, no por ello permitía que sus sospechas se convirtieran en un estorbo para las faenas domésticas.
 Jijibou inspeccionaba a las jóvenes para asegurarse de que eran vírgenes, apaciguaba sus temores y las conducía a la alcoba. Presentaba cada nuevo vástago a su padre, pero los berridos no hacían más que recordarle a él su cría brasileña y, cuando sus dedos diminutos le cogían la barba, él rechinaba los dientes y se cubría los oídos y se iba deprisa.
 Para salvaguardar las normas de decoro de la Iglesia, él insistía en que se celebrara el bautizo cristiano y le imponía a Jijibou una simulación en virtud de la cual ella pasaba por ser la verdadera madre. Él intentaba leerle los pensamientos mientras estaba junto a la pila bautismal. Pero si Jijibou lo sorprendía mirándola, entrecerraba los ojos y las comisuras de su boca se curvaban hacia abajo.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Muchnik Editores, 1980, en traducción de Eduardo Goligorsky. ISBN: 978-8485501540]


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