lunes, 29 de agosto de 2022

Cartagena.- Claudia Amengual (1969)


Entrevista en YoTeLoDije a Claudia Amengual por "Cartagena", su ...
II


  «—¿Le queda grande, Rossi?
   No fue la pregunta lo que le dolió, sino el tono. Rossi sabía distinguir la diferencia. Conocía periodistas que habían cimentado su nombre en eso. El contenido era lo de menos. Tanto podían entrevistar al Papa como a un chimpancé. Lo que importaba era el tono. Y dentro del tono, los matices.
   El gran periodista era, para algunos, el que sabía aparentar inteligencia a través de un atrevimiento que muchas veces rozaba la mala educación o el sarcasmo. Rossi no era bueno para esas payasadas. Siempre se había sentido más cómodo enmarcado en la seriedad. Preparaba cada entrevista con minucia y mantenía al entrevistado de turno a una distancia prudente. Saludaba con un apretón de manos y no condescendía al tuteo. Tenía claro que la estrella nunca era él, pero sí quien ponía las reglas. Hacía preguntas breves, contundentes, y si el entrevistado intentaba escapar por una ventana retórica, Rossi siempre lo estaba esperando afuera.
   No aceptaba invitaciones a cócteles ni salía a almorzar. Clasificaba a sus entrevistados en cinco categorías: diplomáticos, políticos, intelectuales, empresarios y gente de la calle. A su mesa llegaban invitaciones de toda índole. Al principio las rechazaba con cortesía. Luego, ni se molestaba. Ninguna de aquellas personas lo invitaba por afecto. Rossi no se dejaba acariciar el ego. Sabía que cada invitación a almorzar se pagaba más tarde.
   De aquella troupe, los diplomáticos se llevaban el primer premio de su desdén. Ya fueran colocados a dedo o de carrera, Rossi no entendía por qué debían llevar aquel tren de vida fastuoso a costa de los impuestos que pagaba el pueblo. ¿Por qué un embajador o un cónsul debe tener choferes, mucamas y jardineros?, preguntaba. Pero si hasta hace un mes aquel viajaba en ómnibus y su mujer se compraba la ropa en la feria. Y, de golpe, ¡puf! El militante advenedizo que siempre está en alguna rosca, el político a quien se debe un favor y que no ha logrado una banca, el sindicalista que le toma el gusto a los privilegios, el otro que sabe demasiado y que mejor tener lejos, de un día para otro, dejan las camisas remangadas, se acomodan la corbata y se transforman en Señor Embajador. Por aquí, Señor Embajador. Permítame, Señor Embajador. ¿Cómo ha dormido, Señor Embajador? ¿A qué restaurante vamos, Señor Embajador? ¿Hoytoca ópera o vernissage, Señor Embajador? ¿A lo de aquella señorita, Señor Embajador? ¡De inmediato, Señor Embajador! ¡Señor Embajador, qué buena elección su corbata! ¡Buen provecho, Señor Embajador!
   Rossi sentía náuseas. Cada vez que le tocaba entrevistar a un diplomático, entraba a la redacción vociferando. ¿Sabe qué diferencia a una persona normal de un diplomático?, solía preguntar y, sin esperar respuesta, decía: Las personas normales quisieran tener muchos amigos, pero saben que con pocos alcanza. Los diplomáticos saben que tienen pocos o ninguno, pero fingen que todos lo son.
   No intentaba disimular su desprecio. Entendía las razones para la existencia de una diplomacia, pero le resultaba incomprensible, anacrónico, vergonzoso que aquellos excesos fueran necesarios. Sáquenle los lujos a la diplomacia y verán a qué velocidad se bajan los monos de la palmera, decía. Quedarían solo los vocacionales, los que realmente trabajan por el país. ¡La aristocracia republicana! Así los llamaba y los evitaba cuanto podía, pero cada tanto, le pedían que entrevistara a alguno. Entonces sí que afilaba el tono y se convertía en maestro de la ironía. Por eso entendía bien la intención escondida tras la pregunta del director. La clave estaba en el tono.

***

   —¿Le queda grande, Rossi?
   Hubiera querido decirle que lo único grande que tenía eran los testículos que, después de una vida de profesión mal remunerada, estaban por el piso, pero todavía necesitaba el salario y, además, adoraba su trabajo. Él sí era un vocacional. Había empezado en una época en la que no se estudiaba para ser periodista. Se hacía carrera al andar y se aprendía de los viejos a los que se consideraba maestros. No desdeñaba el paso por la universidad, pero resentía esa oleada invasora de jóvenes arrogantes que había irrumpido en las redacciones revoleando el título y frunciendo la nariz ante quien no lo tuviera.
   La mayoría creía saberlo todo, pero ¡sabían tan poco! El periodismo se hace en la calle, chiquitos, se decía para sus adentros. En el fondo, Rossi sentía celos. Le hubiera gustado haber nacido más tarde solo para aprender lo que aquellos mocosos habían estudiado. No estaba seguro de ser mejor periodista por eso, pero sabía que una buena formación nunca podía jugar en contra. Con su profesionalidad y aquellos conocimientos, hubiera sido imbatible, pensaba.
   —No entiendo por qué me manda a mí —preguntó.
   El director se desperezó en su silla como un gato mañanero. Se tiró tan hacia atrás que, por un instante, Rossi esperó divertido que se fuera al suelo. Pero no. Extendió los brazos hacia el techo, bostezó y, como impulsado por un resorte, recuperó la vertical. Le ofreció un cigarrillo 
  —Nunca fumé —dijo Rossi molesto porque, después de tanto tiempo, el hombre debería saberlo. La rabia le hizo doblar la agresión—. ¿Y cómo es eso? ¿Ahora se puede fumar adentro?
   El director lo miró con odio, pero sonrió.
   —Ay, Rossi, Rossi… Es mi oficina, es mi periódico, fumo donde quiero.
   Será tu periódico hasta que los otros accionistas te peguen una patada en el culo, pensó Rossi. Conocía la inestable situación del director, que era socio minoritario y que estaba en la mira de los otros desde hacía tiempo. Un hálito de sarcasmo se instaló entre los dos y el director pareció notarlo. Probó con un tono más directo.
   —Bueno, ¿en qué quedamos, entonces? ¿Acepta o no acepta?
   —¿Y por qué yo?
   Ahora era el director el que empezaba a impacientarse.
   —¡Porque no voy a mandar a ninguno de estos pendejos! No habían nacido cuando este tipo ya era leyenda. No han oído hablar de él. Ni siquiera estoy seguro de que hayan leído al otro. ¡No leen! Salen de la facultad con lo mínimo para aprobar los exámenes, pero les falta boliche, ¿se entiende, Rossi?
   Sí, entendía, claro que entendía. El director no iba a decírselo, pero la razón era evidente: Rossi era el único que podía conseguir aquella entrevista y sacarle jugo. ¡Claro que aceptaría! Por motivos que ni siquiera él tenía claros, aceptaría. Pero no iba a hacérselo tan fácil a aquel ganso. Ahora era Rossi quien jugaba. Y tenía la carta ganadora.
   —No crea que no leen. Leen distinto, pero…
   —¡No leen un carajo! ¿Chatear y escribir idioteces en las redes sociales es leer? ¿Ha visto las faltas de ortografía, la sintaxis? Qué digo. Eso no es sintaxis. Es un entrevero, un amasijo de palabras. Cagan palabras, Rossi, no piensan. Y, además, ¿le parece que a alguno de estos borregos puede interesarle entrevistar a un viejo? Cualquiera de ellos aceptaría en un segundo, no lo dude. De eso estoy segurísimo. Pero ¿sabe por qué? Por el viaje. Por tomarse un avioncito, comer de arriba y hacer turismo. ¿Sabe cuánto le dedicarían a preparar la entrevista? El tiempo necesario para leer la Wikipedia. Y un poco más si mando al mejor, pero no crea que habría demasiada diferencia. Y luego se presentarían en la casa del tipo, disfrazados de pordioseros… ¿Me quiere decir por qué tienen que ir vestidos de ese modo? ¿Se acuerda de antes, Rossi? ¿Cuando el periodismo era cosa seria? Usted estuvo en la época de la radio, cuando el periódico y la radio estaban en el mismo edificio, ¿se acuerda?
Cartagena - AMENGUAL, CLAUDIA: ALFAGUARA - · Librería Rafael Alberti.   Rossi no contestó. El director sabía la respuesta. Estaban allí los dos desde hacía cuarenta años. Él era el hijo del dueño. Rossi, un joven con una voz privilegiada que había ganado un concurso de locución. Cuando la radio y el periódico eran la misma empresa, Rossi y el director habían compartido un programa. Después, Rossi mostró dotes para la escritura y lo derivaron al diario. El hijo del dueño no tenía dotes; tenía la dote: lo nombraron director. Años después, alguna crisis lo obligó a vender la mayoría de su paquete accionario y a quedarse con un mínimo que casi no le daba derechos, salvo el puesto de director, que tenía más de simbólico que de efectivo. Quizá para olvidar aquel comienzo conjunto y porque su inseguridad lo obligaba a mantener distancia, un día el director empezó a tratarlo de usted. Rossi le siguió el juego. Aún le sonaba artificial aquel trato. Cada tanto se le escapaba un tuteo o tenía el impulso de decirle: ¡Dejate de joder, Murera! ¡Si nos conocemos desde hace una vida!
   —Se acuerda, Rossi, claro que se acuerda. Y recordará, entonces, que los informativistas se ponían el saco y se ajustaban la corbata cada vez que entraban al estudio a leer las noticias. Aquello era respeto. Ahora vienen de bermudas y ¡guay con decirles algo! A los cinco minutos tengo al sindicato aporreando la puerta. ¿Usted cree que alguno de estos pelusas puede hacer una entrevista así? No, Rossi, sería un desperdicio.
   ¿Desperdicio para quién?, se dijo Rossi. Era obvio que el director se jugaba algo importante. No lo habría llamado de urgencia ni estaría dándole tanta vuelta al asunto de no ser porque algo tramaba. Aquella misión que le proponía tenía que ver con el director, con su futuro en el diario; quizá evitaría la patada que todos estaban esperando desde hacía mucho. Y a cada segundo se volvía evidente que, junto con la creciente desesperación del otro, el poder de Rossi aumentaba.
   —¿Por qué entrevistarlo ahora? Nadie lo recuerda. Ni siquiera sabemos si está vivo. No volvió a salir ninguna nota sobre él.
   —¡Exacto! ¡Por eso! El escándalo fue en los ochenta cuando el Nobel. No tengo que recordárselo; usted estuvo allí. Hubo de todo, ¿no? Gritos, insultos, amenazas, acusaciones de plagio, un juicio que quedó en la nada. Y una única entrevista, Rossi, la gran exclusiva que tuvo nuestro periódico. Sin fotos, es cierto, una macana, pero…
   —La única condición que puso. Nada de fotos.
   —Me acuerdo bien de eso. De todos modos, usted lo solucionó con aquel montaje. La foto del Nobel y, por detrás, una silueta, como una sombra. Muy ingenioso, Rossi; usted mereció aquel premio.
   El director se detuvo para medir el efecto. Rossi se tomó un segundo antes de responder.
   —Ya pasó demasiado tiempo.
   —Y usted va a volver allí para ver qué ha sido de ese hombre. Otra vez nuestro periódico tendrá la gran historia. Y, por qué no, otro gran premio. Para usted, claro, otro gran premio de periodismo para usted. ¿Cuánto fue aquella vez? ¿Cincuenta, cien mil dólares?
   —Veinte —corrigió Rossi. Y hubiera agregado que con esos veinte pagó aquellas vacaciones en Estados Unidos, aquellas malditas vacaciones de las que su mujer no volvió.
El director notó que el rostro de Rossi se oscurecía.
   —Escuche, no le estoy ofreciendo cubrir una guerra. Ya sé, no me diga que ese no es argumento para un buen periodista, lo sé, usted no es de los que van de paseo. Pero, escuche, una semana en el Caribe, aquel hotel que fue convento, ¿cómo se llama?…, bien, da igual, el lugar es un espectáculo…
   Rossi escuchaba y la indignación iba en aumento. Dolía el recuerdo de su mujer, o peor, notar que el otro ni siquiera reparaba en eso, que no era capaz de entender que aquella entrevista había significado el cielo y el infierno. Cómo podía ser que este tipo fuera tan insensible. Que no recordara… Una gran entrevista, un premio y después, el peor de los castigos. Había llegado con mal humor, pero ahora estaba irritado. Se puso de pie.
   —Mande a otro; yo no puedo. Tengo a mi padre enfermo.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Alfaguara, 2016. ISBN: 978-84-2042-069-1.]

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