II
«—¿Le queda grande, Rossi?
No fue la pregunta lo que le dolió, sino el tono. Rossi sabía distinguir
la diferencia. Conocía periodistas que habían cimentado su nombre en eso. El
contenido era lo de menos. Tanto podían entrevistar al Papa como a un
chimpancé. Lo que importaba era el tono. Y dentro del tono, los matices.
El gran periodista era, para algunos, el que sabía aparentar
inteligencia a través de un atrevimiento que muchas veces rozaba la mala
educación o el sarcasmo. Rossi no era bueno para esas payasadas. Siempre se
había sentido más cómodo enmarcado en la seriedad. Preparaba cada entrevista
con minucia y mantenía al entrevistado de turno a una distancia prudente.
Saludaba con un apretón de manos y no condescendía al tuteo. Tenía claro que la
estrella nunca era él, pero sí quien ponía las reglas. Hacía preguntas breves,
contundentes, y si el entrevistado intentaba escapar por una ventana retórica,
Rossi siempre lo estaba esperando afuera.
No aceptaba invitaciones a cócteles ni salía a almorzar. Clasificaba a
sus entrevistados en cinco categorías: diplomáticos, políticos, intelectuales,
empresarios y gente de la calle. A su mesa llegaban invitaciones de toda
índole. Al principio las rechazaba con cortesía. Luego, ni se molestaba.
Ninguna de aquellas personas lo invitaba por afecto. Rossi no se dejaba
acariciar el ego. Sabía que cada invitación a almorzar se pagaba más tarde.
De aquella troupe, los
diplomáticos se llevaban el primer premio de su desdén. Ya fueran colocados a
dedo o de carrera, Rossi no entendía por qué debían llevar aquel tren de vida
fastuoso a costa de los impuestos que pagaba el pueblo. ¿Por qué un embajador o
un cónsul debe tener choferes, mucamas y jardineros?, preguntaba. Pero si hasta
hace un mes aquel viajaba en ómnibus y su mujer se compraba la ropa en la
feria. Y, de golpe, ¡puf! El militante advenedizo que siempre está en alguna
rosca, el político a quien se debe un favor y que no ha logrado una banca, el
sindicalista que le toma el gusto a los privilegios, el otro que sabe demasiado
y que mejor tener lejos, de un día para otro, dejan las camisas remangadas, se
acomodan la corbata y se transforman en Señor Embajador. Por aquí, Señor
Embajador. Permítame, Señor Embajador. ¿Cómo ha dormido, Señor Embajador? ¿A
qué restaurante vamos, Señor Embajador? ¿Hoytoca ópera o vernissage, Señor Embajador? ¿A lo de aquella señorita, Señor
Embajador? ¡De inmediato, Señor Embajador! ¡Señor Embajador, qué buena elección
su corbata! ¡Buen provecho, Señor Embajador!
Rossi sentía náuseas. Cada vez que le tocaba entrevistar a un
diplomático, entraba a la redacción vociferando. ¿Sabe qué diferencia a una
persona normal de un diplomático?, solía preguntar y, sin esperar respuesta,
decía: Las personas normales quisieran tener muchos amigos, pero saben que con
pocos alcanza. Los diplomáticos saben que tienen pocos o ninguno, pero fingen
que todos lo son.
No intentaba disimular su desprecio. Entendía las razones para la
existencia de una diplomacia, pero le resultaba incomprensible, anacrónico,
vergonzoso que aquellos excesos fueran necesarios. Sáquenle los lujos a la
diplomacia y verán a qué velocidad se bajan los monos de la palmera, decía.
Quedarían solo los vocacionales, los que realmente trabajan por el país. ¡La
aristocracia republicana! Así los llamaba y los evitaba cuanto podía, pero cada
tanto, le pedían que entrevistara a alguno. Entonces sí que afilaba el tono y
se convertía en maestro de la ironía. Por eso entendía bien la intención
escondida tras la pregunta del director. La clave estaba en el tono.
***
—¿Le queda grande, Rossi?
Hubiera querido decirle que lo único grande que tenía eran los
testículos que, después de una vida de profesión mal remunerada, estaban por el
piso, pero todavía necesitaba el salario y, además, adoraba su trabajo. Él sí
era un vocacional. Había empezado en una época en la que no se estudiaba para
ser periodista. Se hacía carrera al andar y se aprendía de los viejos a los que
se consideraba maestros. No desdeñaba el paso por la universidad, pero resentía
esa oleada invasora de jóvenes arrogantes que había irrumpido en las
redacciones revoleando el título y frunciendo la nariz ante quien no lo
tuviera.
La mayoría creía saberlo todo, pero ¡sabían tan poco! El periodismo se
hace en la calle, chiquitos, se decía para sus adentros. En el fondo, Rossi
sentía celos. Le hubiera gustado haber nacido más tarde solo para aprender lo
que aquellos mocosos habían estudiado. No estaba seguro de ser mejor periodista
por eso, pero sabía que una buena formación nunca podía jugar en contra. Con su
profesionalidad y aquellos conocimientos, hubiera sido imbatible, pensaba.
—No entiendo por qué me manda a mí —preguntó.
El director se desperezó en su silla como un gato mañanero. Se tiró tan
hacia atrás que, por un instante, Rossi esperó divertido que se fuera al suelo.
Pero no. Extendió los brazos hacia el techo, bostezó y, como impulsado por un
resorte, recuperó la vertical. Le ofreció un cigarrillo
—Nunca fumé —dijo Rossi molesto porque, después de tanto tiempo, el
hombre debería saberlo. La rabia le hizo doblar la agresión—. ¿Y cómo es eso?
¿Ahora se puede fumar adentro?
El director lo miró con odio, pero sonrió.
—Ay, Rossi, Rossi… Es mi oficina, es mi periódico, fumo donde quiero.
Será tu periódico hasta que los otros accionistas te peguen una patada
en el culo, pensó Rossi. Conocía la inestable situación del director, que era
socio minoritario y que estaba en la mira de los otros desde hacía tiempo. Un
hálito de sarcasmo se instaló entre los dos y el director pareció notarlo.
Probó con un tono más directo.
—Bueno, ¿en qué quedamos, entonces? ¿Acepta o no acepta?
—¿Y por qué yo?
Ahora era el director el que empezaba a impacientarse.
—¡Porque no voy a mandar a ninguno de estos pendejos! No habían nacido
cuando este tipo ya era leyenda. No han oído hablar de él. Ni siquiera estoy
seguro de que hayan leído al otro. ¡No leen! Salen de la facultad con lo mínimo
para aprobar los exámenes, pero les falta boliche, ¿se entiende, Rossi?
Sí, entendía, claro que entendía. El director no iba a decírselo, pero
la razón era evidente: Rossi era el único que podía conseguir aquella
entrevista y sacarle jugo. ¡Claro que aceptaría! Por motivos que ni siquiera él
tenía claros, aceptaría. Pero no iba a hacérselo tan fácil a aquel ganso. Ahora
era Rossi quien jugaba. Y tenía la carta ganadora.
—No crea que no leen. Leen distinto, pero…
—¡No leen un carajo! ¿Chatear y escribir idioteces en las redes sociales
es leer? ¿Ha visto las faltas de ortografía, la sintaxis? Qué digo. Eso no es
sintaxis. Es un entrevero, un amasijo de palabras. Cagan palabras, Rossi, no
piensan. Y, además, ¿le parece que a alguno de estos borregos puede interesarle
entrevistar a un viejo? Cualquiera de ellos aceptaría en un segundo, no lo
dude. De eso estoy segurísimo. Pero ¿sabe por qué? Por el viaje. Por tomarse un
avioncito, comer de arriba y hacer turismo. ¿Sabe cuánto le dedicarían a
preparar la entrevista? El tiempo necesario para leer la Wikipedia. Y un poco
más si mando al mejor, pero no crea que habría demasiada diferencia. Y luego se
presentarían en la casa del tipo, disfrazados de pordioseros… ¿Me quiere decir
por qué tienen que ir vestidos de ese modo? ¿Se acuerda de antes, Rossi?
¿Cuando el periodismo era cosa seria? Usted estuvo en la época de la radio,
cuando el periódico y la radio estaban en el mismo edificio, ¿se acuerda?
Rossi no contestó. El director sabía la respuesta. Estaban allí los dos
desde hacía cuarenta años. Él era el hijo del dueño. Rossi, un joven con una
voz privilegiada que había ganado un concurso de locución. Cuando la radio y el
periódico eran la misma empresa, Rossi y el director habían compartido un
programa. Después, Rossi mostró dotes para la escritura y lo derivaron al
diario. El hijo del dueño no tenía dotes; tenía la dote: lo nombraron director. Años después, alguna crisis lo
obligó a vender la mayoría de su paquete accionario y a quedarse con un mínimo
que casi no le daba derechos, salvo el puesto de director, que tenía más de
simbólico que de efectivo. Quizá para olvidar aquel comienzo conjunto y porque
su inseguridad lo obligaba a mantener distancia, un día el director empezó a
tratarlo de usted. Rossi le siguió el juego. Aún le sonaba artificial aquel
trato. Cada tanto se le escapaba un tuteo o tenía el impulso de decirle:
¡Dejate de joder, Murera! ¡Si nos conocemos desde hace una vida!
—Se acuerda, Rossi, claro que se acuerda. Y recordará, entonces, que los
informativistas se ponían el saco y se ajustaban la corbata cada vez que
entraban al estudio a leer las noticias. Aquello era respeto. Ahora vienen de
bermudas y ¡guay con decirles algo! A los cinco minutos tengo al sindicato
aporreando la puerta. ¿Usted cree que alguno de estos pelusas puede hacer una entrevista
así? No, Rossi, sería un desperdicio.
¿Desperdicio para quién?, se dijo Rossi. Era obvio que el director se
jugaba algo importante. No lo habría llamado de urgencia ni estaría dándole
tanta vuelta al asunto de no ser porque algo tramaba. Aquella misión que le
proponía tenía que ver con el director, con su futuro en el diario; quizá
evitaría la patada que todos estaban esperando desde hacía mucho. Y a cada
segundo se volvía evidente que, junto con la creciente desesperación del otro,
el poder de Rossi aumentaba.
—¿Por qué entrevistarlo ahora? Nadie lo recuerda. Ni siquiera sabemos si
está vivo. No volvió a salir ninguna nota sobre él.
—¡Exacto! ¡Por eso! El escándalo fue en los ochenta cuando el Nobel. No
tengo que recordárselo; usted estuvo allí. Hubo de todo, ¿no? Gritos, insultos,
amenazas, acusaciones de plagio, un juicio que quedó en la nada. Y una única
entrevista, Rossi, la gran exclusiva que tuvo nuestro periódico. Sin fotos, es
cierto, una macana, pero…
—La única condición que puso. Nada de fotos.
—Me acuerdo bien de eso. De todos modos, usted lo solucionó con aquel
montaje. La foto del Nobel y, por detrás, una silueta, como una sombra. Muy
ingenioso, Rossi; usted mereció aquel premio.
El director se detuvo para medir el efecto. Rossi se tomó un segundo
antes de responder.
—Ya pasó demasiado tiempo.
—Y usted va a volver allí para ver qué ha sido de ese hombre. Otra vez
nuestro periódico tendrá la gran historia. Y, por qué no, otro gran premio.
Para usted, claro, otro gran premio de periodismo para usted. ¿Cuánto fue
aquella vez? ¿Cincuenta, cien mil dólares?
—Veinte —corrigió Rossi. Y hubiera agregado que con esos veinte pagó
aquellas vacaciones en Estados Unidos, aquellas malditas vacaciones de las que
su mujer no volvió.
El director notó que el rostro de
Rossi se oscurecía.
—Escuche, no le estoy ofreciendo cubrir una guerra. Ya sé, no me diga
que ese no es argumento para un buen periodista, lo sé, usted no es de los que
van de paseo. Pero, escuche, una semana en el Caribe, aquel hotel que fue
convento, ¿cómo se llama?…, bien, da igual, el lugar es un espectáculo…
Rossi escuchaba y la indignación iba en aumento. Dolía el recuerdo de su
mujer, o peor, notar que el otro ni siquiera reparaba en eso, que no era capaz
de entender que aquella entrevista había significado el cielo y el infierno.
Cómo podía ser que este tipo fuera tan insensible. Que no recordara… Una gran
entrevista, un premio y después, el peor de los castigos. Había llegado con mal
humor, pero ahora estaba irritado. Se puso de pie.
—Mande a otro; yo no puedo. Tengo a mi padre enfermo.»
[El texto pertenece a la edición
en español de Editorial Alfaguara, 2016. ISBN: 978-84-2042-069-1.]
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