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“Luces” y “zapatos”
«La historia que sigue fue inventada por un
niño de cinco años, con la intervención de tres compañeros suyos, en la escuela
primaria Diana, de Reggio Emilia. El “binomio fantástico” de que toma el origen
—“luces” y “zapatos”— había sido sugerido por la maestra (al día siguiente de
que yo hubiera hablado a los niños sobre esta técnica). Pero, pasemos a la
historia:
Érase una vez un niño que se ponía siempre
los zapatos de su papá. Una noche el papá se cansó de que el niño se pusiera
siempre sus zapatos, así que lo puso conectado a la luz, y después a medianoche
se cayó. Entonces el papá exclamó: —¿Qué pasa, hay ladrones?
Fue a ver y se encontró el niño en el
suelo. El niño estaba todo encendido. Entonces el papá intentó darle la vuelta
a la cabeza pero no se apagaba, probó tirándole de las orejas pero no se
apagaba, probó apretándole el ombligo pero no se apagaba, probó quitándole los
zapatos y lo consiguió, el niño se apagó.
El gran descubrimiento final —que no era obra del narrador principal,
sino que había sido sugerido por uno de sus tres pequeños ayudantes— gustó
tanto a los cuatro autores que sintieron la necesidad de aplaudirse ellos
mismos: Era una imagen que cerraba lógica y perfectamente el círculo, y daba a
la historia un sentido de obra definitiva y completa; pero tal vez era mucho
más.
Creo que el propio doctor Freud sentiría, incluso como un fantasma, una
intensa emoción al escuchar una historia como ésta, tan fácilmente
interpretable en términos de “complejo de Edipo”: desde el principio… vemos ese
niño que se pone los zapatos del padre… que quiere “hacer de padre”, para tomar
su lugar junto a la madre. Lucha impareja, sembrada de imágenes de muerte. “Conectar”
quiere también decir “empalar”… Y, el niño, ¿estaba caído en el suelo o bajo
tierra? No deberíamos tener ninguna duda si leemos adecuadamente aquel “se
apagó” que da al drama su conclusión trágica. “Apagarse” quiere decir “morirse”,
son sinónimos: “Se ha apagado en el beso del Señor” dicen algunas necrológicas.
Vence el más fuerte y maduro. Vence a la medianoche, la hora de los espíritus…
y, antes de la muerte, viene la tortura: todo aquel “darle la vuelta a la
cabeza”, “tirarle de las orejas”, “apretarle el ombligo”…
No insistiré en este ejercicio no autorizado de psicoanálisis. Que
hablen los técnicos: “videant consules”…
Si lo profundo, lo escondido, se ha adueñado del “binomio fantástico”
para escenificar sus dramas, el punto exacto de este enseñoreamiento me parece
que lo constituye la evocación de la palabra “zapatos” en la experiencia
infantil. Todos los niños juegan a ponerse los zapatos del padre y de la madre.
Para ser “ellos”. Para ser más altos. Pero también, simplemente, para ser “otra
persona”. El juego de disfrazarse, aparte de la importancia de sus simbolismos,
resulta siempre divertido por los efectos grotescos que conlleva. Es teatro:
ponerse en el lugar de otro, interpretar un papel, inventarse una vida,
descubrir nuevos gestos. Es una lástima que, generalmente, se permita a los
niños disfrazarse sólo en carnaval; y aun entonces han de usar una chaqueta del
padre o una falda vieja de la abuela. En todas las casas debería haber un arcón
lleno de ropas en desuso a disposición de los niños para que se disfracen. En
las escuelas primarias de Reggio Emilia hay, no sólo un arcón, sino un completo
guardarropía, para este fin. En Roma, en el mercado de Via Sannio, se venden
toda clase de vestidos, trajes de noche, restos de serie, ropas pasadas de
moda: allí íbamos, cuando nuestra hija era pequeña, a reponer las existencias
de nuestro arcón. A sus amigas les gustaba venir a nuestra casa sólo por el
bendito arcón.
¿Por qué el niño se quedó “encendido”? La razón más obvia está en la
analogía: “conectado” a la lámpara, el niño se comporta como una bombilla. Pero
esta explicación nos bastaría si el niño se hubiese “encendido” en el mismo
momento en que era “conectado” por el padre. La narración no registra el hecho
en aquel preciso momento. Nosotros vemos el niño “encendido” sólo después que
ha caído al suelo. Creo que la imaginación ha necesitado de un momento (unos
pocos segundos) para establecer la analogía entre “conectado” y “encendido”,
porque ésta no nos había sido revelada por medio de la “visión”, sino de la
selección verbal. El narrador sí veía al niño “encendido”, y en cierta manera
así nos lo describía, por medio de una “selección rimada”: “conectado”, “suspendido”
(colgado), “encendido”. Finalmente, la analogía verbal y la rima no pronunciada
nos ha dado la imagen visual del niño “encendido” que aparece en la segunda
parte de la historia. Se ha tratado de un proceso de “condensación de imágenes”
que el profesor Freud —siempre aquel bendito vienés— ya había descrito en su
estudio de los procesos creativos del sueño. Desde este punto de vista, la
historia del “niño encendido” se nos aparece como un “sueño con los ojos
abiertos”. Tiene todos los elementos: la atmósfera, la tendencia a lo absurdo,
la condensación de temas.
De esa atmósfera se sale mediante las
tentativas del padre de “apagar” el “niño-bombilla”. Las variaciones sobre el
tema son impuestas por la analogía, pero se mueven en diversos planos:
intervienen, de hecho, la experiencia de los gestos necesarios para apagar una
bombilla (desenroscarla, apretar un conmutador, tirar de una cadenita, etc.),
la experiencia del propio cuerpo (y por este camino se pasa de la cabeza a las
orejas, de las orejas al ombligo, etc.). El juego a partir de aquí es
colectivo. El narrador principal ha sido un detonante que ha provocado una
explosión en cadena, en lo que los cibernéticos llamarían un efecto de “amplificación”.
Mientras buscaban las posibles variaciones, los niños que asistían a la
narración de la historia, observaban sus cuerpos y los de sus vecinos, para
encontrar la “clavija” que permitiera “apagarlos”, para encontrar el inicio de
una nueva historia, la sugerencia de nuevos significados, en un proceso similar
al de la musa que dicta a un poeta mientras trabaja. Sus gestos eran, por así decirlo,
metafóricos. Lo que hacían no tenía nada que ver con lo que decían estar
haciendo. Eran “metáforas imposibles”, como es justo que lo sean las
comparaciones infantiles.
La variación final —“le quita los zapatos, y se apaga”— representa un
rompimiento más decisivo con el sueño. Era una conclusión, un final lógico.
Eran los zapatos del padre los que mantenían “encendido” al niño, porque todo
había empezado por esto: por los zapatos. Basta quitárselos y la luz
desaparecerá. La historia podrá acabar. Fue el embrión de un pensamiento lógico
lo que maniobró el instrumento mágico —“los zapatos del papá”— en un movimiento
inverso al inicial.
En el momento en que hicieron el descubrimiento mágico, los niños
introdujeron en el libre juego de la imaginación el elemento matemático de la “reversibilidad”,
como metáfora, pero no todavía como concepto. Al concepto llegarían más tarde:
cuando la imaginación ya había creado las bases para la estructuración del
concepto.
Una última observación (en este caso, se entiende) se refiere a la introducción
en la historia de los “valores”. Leída desde este punto de vista, es la
historia de una desobediencia que es castigada, en el marco de un modelo
cultural excesivamente tradicional: Al padre se le debe obediencia y tiene el
derecho de castigar. La censura ha intervenido para mantener la historia en los
confines de la moral familiar.
[El texto pertenece a la edición en español de
Editorial Del Bronce, 2002, en traducción de Mario Jorge Merlino Tornini. ISBN:
978-84-8453-164-7.]
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