71 días antes del miedo
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Expediente Clínico n.º 131071/VL
Afortunadamente todo había sido un sueño. No
estaba desnuda ni sus piernas estaban atadas a aquella vieja silla de
ginecología, mientras un loco perturbado ordenaba sus instrumentos quirúrgicos
encima de una mesa oxidada. Al principio, cuando el hombre se dio la vuelta,
ella no pudo ver lo que sostenía su mano cubierta de sangre incrustada. Luego,
al darse cuenta de lo que era, quiso cerrar los ojos sin éxito. Era incapaz de
apartar la mirada de la llama del soplete mientras éste se iba acercando
lentamente a la mitad de su cuerpo. El desconocido tenía la cara quemada y, con
los ojos bien abiertos, sujetaba el instrumento fijando la dirección. Pensó que
nunca había sentido tanto dolor como el que viviría en el poco tiempo que le
quedaba de vida. Sin embargo, cuando el soplete desapareció de su vista y
empezó a notar un calor cada vez mayor entre sus piernas, presintió que la
tortura de las últimas horas no había hecho más que empezar.
Entonces, cuando ya creía percibir el olor a carne quemada, lo vio todo
con claridad: el sótano húmedo y frío al que la habían traído, la lámpara
halógena que oscilaba sobre su cabeza, la silla de tortura y la mesa metálica
se desvanecieron dejando un gran vacío tras de sí.
“Gracias a Dios —pensó— sólo es un sueño”. Abrió los ojos pero no logró
comprender lo que ocurría.
Seguía atrapada en la misma pesadilla, nada
había cambiado.
“¿Dónde estoy ?”
La
decoración interior del lugar dejaba entrever que se trataba de la habitación
de un hotel venido a menos. Sobre una antigua cama de matrimonio había una
colcha llena de manchas, sucia y plagada de quemaduras, al igual que la moqueta
de color verde amarronado.
El hecho de tener que sentir bajo sus pies el
tejido áspero de la alfombra hizo que la mujer se retorciera aún más en aquella
incómoda silla de madera.
“Estoy descalza. ¿Dónde están mis zapatos? ¿Y qué hago sentada en un
sitio de mala muerte como éste mirando la imagen distorsionada de una carta de
ajuste en blanco y negro?”
Las
preguntas rebotaban en el interior de su cabeza como bolas de billar; de
repente, se sobresaltó como si alguien le hubiera dado un puñetazo y enseguida
desvió su mirada hacia donde provenía el ruido: era la puerta de la habitación
y ésta empezó a temblar con fuerza hasta que, finalmente, se abrió de golpe y
dos policías entraron precipitadamente.
Observó que los hombres vestían de uniforme e iban armados. Primero
apuntaron sus armas en dirección a su pecho, pero después las fueron bajando
lentamente. La tensión que mostraban sus caras pasó a convertirse en horror y
desconcierto.
—Maldita sea, ¿qué ha pasado aquí? —oyó que preguntaba el más bajito de
los dos, el primero que había entrado al derribar la puerta.
—¡Enfermera! —gritó el otro—. ¡Llame a un médico, necesitamos ayuda
enseguida!
“Gracias a Dios”, pensó por segunda vez en pocos segundos. El miedo
apenas la dejaba respirar, le dolía todo el cuerpo y olía a orina y
excrementos. Todo ello y la realidad de no saber cómo había llegado hasta aquel
lugar la estaban volviendo loca. Al menos ahora había dos policías ante ella
que querían pedir ayuda médica. No era una maravilla, pero siempre era mejor
que tener delante a un loco apuntándole con el soplete.
Tan sólo habían transcurrido unos segundos cuando un médico calvo y con
un pendiente en la oreja irrumpió en la habitación y se arrodilló junto a ella.
Parecía que se aproximaba una ambulancia: no era una buena señal.
—¿Puede oírme?
—Sí… —le contestó al médico, que parecía haber tenido las ojeras
tatuadas en la cara toda la vida.
—Parece que no puede entenderme.
—Sí, le oigo…
Quiso levantar los brazos, pero los músculos no le respondían.
—¿Cómo se llama?
El médico sacó un bolígrafo linterna del bolsillo de su camisa y lo
enfocó hacia los ojos de la mujer.
—Vanessa —dijo con voz ronca, y añadió—:
Vanessa Strassmann.
—¿Está muerta? —oyó que preguntaba el policía que había detrás.
—Maldita sea, sus pupilas apenas reaccionan a la luz. Parece que no
pueda vernos ni escucharnos. Se encuentra en estado catatónico, posiblemente en
coma.
—¡Pero qué estupidez dice! —gritó Vanessa. Quiso levantarse, pero ni
siquiera podía alzar el brazo.
“¿Qué está ocurriendo aquí?”
Repitió sus pensamientos en voz alta intentando hablar lo más claro
posible; no parecía que alguien quisiera escucharla. En vez de eso, todos se
alejaban de ella para conversar con alguien a quien no había visto hasta
entonces.
—¿Y desde cuándo, dice usted, se encuentra en esta habitación?
La cabeza del médico le impedía ver la puerta con claridad. Desde allí
pudo oír entonces la voz de una mujer joven:
—Seguramente desde hace tres días, quizá más tiempo. Cuando se registró
aquí pensé que le pasaba algo, pero dijo que no quería que la molestasen.
“¿Pero qué tonterías está diciendo?” —Vanessa sacudió la cabeza—. “¡Yo
nunca he venido aquí por mi propia voluntad, ni siquiera una noche!”.
—No le hubiera llamado si no hubiera sido por este terrible estertor,
cada vez más alto y…
—¡Miren eso! —oyó la voz del policía bajito directamente en su oído.
—¿Qué?
Vanessa sintió cómo los dedos del médico separaban cuidadosamente con
una pinza alguna cosa de su mano izquierda.
—¿Qué es? —preguntó el policía.
Vanessa estaba tan sorprendida como el resto de los presentes en la
habitación; ni siquiera se había dado cuenta de que sostenía algo en su mano.
—Una nota.
El médico desdobló la hoja, que estaba plegada por la mitad. Vanessa
desvió la mirada para echarle un vistazo, pero solamente pudo ver algunos
jeroglíficos sin sentido. El texto estaba escrito en una lengua que no conocía.
—¿Qué pone? —preguntó el otro funcionario desde la puerta.
—Es
extraño. —El médico arrugó la frente y leyó la nota—: “Sólo se compra para
enseguida tirarlo afuera otra vez” .
“Cielo Santo”. El hecho de que el médico hubiera pronunciado aquellas
palabras sin vacilar ponía de manifiesto hasta qué punto se hallaba atrapada en
aquella pesadilla. Por algún motivo Vanessa había perdido la capacidad de
comunicarse de cualquier modo posible. En ese momento era incapaz de emitir una
palabra; no podía leer e incluso presentía que había olvidado cómo se escribía
su nombre.
Una vez más, el médico enfocó la linterna directamente en las pupilas.
De repente, tuvo la sensación de que el resto de sus sentidos se adormecían: ya
no percibía el mal olor que desprendía su cuerpo ni sentía la alfombra bajo sus
pies. Tan sólo notaba el temor que la invadía, un miedo cada vez mayor,
mientras las voces confusas a su alrededor iban desvaneciéndose poco a poco.
Tan pronto como el médico había pronunciado aquella corta frase de la nota, una
fuerza invisible se había apoderado de ella.
“Sólo
se compra para enseguida tirarlo afuera otra vez”.
Era la misma fuerza que la
empujaba a agitar continuamente sus manos frías. Había vuelto al lugar que no
hubiera querido ver nunca más, al lugar que había abandonado apenas unos
minutos antes.
“No era
un sueño. ¿O quizá sí?”
Intentó hacerle una señal al médico. Sin embargo, cuando la imagen del
hombre empezó a disiparse, lo comprendió todo, y el terror volvió a invadirla
de nuevo. Era cierto: no podían oírla. El médico, la mujer, los policías…
Ninguno de ellos había sido capaz de hablar con ella. La razón era que ella
nunca había llegado a despertarse en aquella pensión barata. Todo lo contrario.
Cuando la lámpara halógena que había sobre su cabeza empezó a moverse de nuevo
supo por fin la verdad: se había desmayado en el momento que iban a
torturarla. No era aquel loco perturbado, sino que era la habitación del hotel
la que había formado parte de un sueño que ahora huía ante lo irreal.
“¿Puede que me esté equivocando de nuevo? ¡Socorro, ayudadme! Ya no sé
dónde estoy… ¿Qué es real? ¿Qué no lo es?”
Todo había vuelto a ser como
antes. De nuevo el sótano húmedo, la mesa metálica, la silla de ginecología en
la que permanecía atada. Desnuda, tanto que podía sentir la respiración de
aquel loco entre sus piernas, su aliento rozándole la parte más sensible de su
cuerpo. Entonces, su cara llena de cicatrices surgió justo ante sus ojos y una
boca desfigurada le dijo:
—He vuelto a marcar en esta zona. Ahora ya podemos empezar.
Cogió el soplete.»
[El texto
pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 2012, en traducción de
Noelia Lorente. ISBN: 978-84-0800-349-6.]
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