domingo, 7 de agosto de 2022

El experimento.- Sebastian Fitzek (1971)


Libros de Sebastian Fitzek en Librería Cervantes
71 días antes del miedo


  «Pág. 1 y ss. del Expediente Clínico n.º 131071/VL
 Afortunadamente todo había sido un sueño. No estaba desnuda ni sus piernas estaban atadas a aquella vieja silla de ginecología, mientras un loco perturbado ordenaba sus instrumentos quirúrgicos encima de una mesa oxidada. Al principio, cuando el hombre se dio la vuelta, ella no pudo ver lo que sostenía su mano cubierta de sangre incrustada. Luego, al darse cuenta de lo que era, quiso cerrar los ojos sin éxito. Era incapaz de apartar la mirada de la llama del soplete mientras éste se iba acercando lentamente a la mitad de su cuerpo. El desconocido tenía la cara quemada y, con los ojos bien abiertos, sujetaba el instrumento fijando la dirección. Pensó que nunca había sentido tanto dolor como el que viviría en el poco tiempo que le quedaba de vida. Sin embargo, cuando el soplete desapareció de su vista y empezó a notar un calor cada vez mayor entre sus piernas, presintió que la tortura de las últimas horas no había hecho más que empezar.
  Entonces, cuando ya creía percibir el olor a carne quemada, lo vio todo con claridad: el sótano húmedo y frío al que la habían traído, la lámpara halógena que oscilaba sobre su cabeza, la silla de tortura y la mesa metálica se desvanecieron dejando un gran vacío tras de sí.
  “Gracias a Dios —pensó— sólo es un sueño”. Abrió los ojos pero no logró comprender lo que ocurría.
 Seguía atrapada en la misma pesadilla, nada había cambiado.
  “¿Dónde estoy ?”
  La decoración interior del lugar dejaba entrever que se trataba de la habitación de un hotel venido a menos. Sobre una antigua cama de matrimonio había una colcha llena de manchas, sucia y plagada de quemaduras, al igual que la moqueta de color verde amarronado.
 El hecho de tener que sentir bajo sus pies el tejido áspero de la alfombra hizo que la mujer se retorciera aún más en aquella incómoda silla de madera.
  “Estoy descalza. ¿Dónde están mis zapatos? ¿Y qué hago sentada en un sitio de mala muerte como éste mirando la imagen distorsionada de una carta de ajuste en blanco y negro?”
  Las preguntas rebotaban en el interior de su cabeza como bolas de billar; de repente, se sobresaltó como si alguien le hubiera dado un puñetazo y enseguida desvió su mirada hacia donde provenía el ruido: era la puerta de la habitación y ésta empezó a temblar con fuerza hasta que, finalmente, se abrió de golpe y dos policías entraron precipitadamente.
  Observó que los hombres vestían de uniforme e iban armados. Primero apuntaron sus armas en dirección a su pecho, pero después las fueron bajando lentamente. La tensión que mostraban sus caras pasó a convertirse en horror y desconcierto.
  —Maldita sea, ¿qué ha pasado aquí? —oyó que preguntaba el más bajito de los dos, el primero que había entrado al derribar la puerta.
  —¡Enfermera! —gritó el otro—. ¡Llame a un médico, necesitamos ayuda enseguida!
  “Gracias a Dios”, pensó por segunda vez en pocos segundos. El miedo apenas la dejaba respirar, le dolía todo el cuerpo y olía a orina y excrementos. Todo ello y la realidad de no saber cómo había llegado hasta aquel lugar la estaban volviendo loca. Al menos ahora había dos policías ante ella que querían pedir ayuda médica. No era una maravilla, pero siempre era mejor que tener delante a un loco apuntándole con el soplete.
  Tan sólo habían transcurrido unos segundos cuando un médico calvo y con un pendiente en la oreja irrumpió en la habitación y se arrodilló junto a ella. Parecía que se aproximaba una ambulancia: no era una buena señal.
  —¿Puede oírme?
  —Sí… —le contestó al médico, que parecía haber tenido las ojeras tatuadas en la cara toda la vida.
  —Parece que no puede entenderme.
   —Sí, le oigo…
  Quiso levantar los brazos, pero los músculos no le respondían.
  —¿Cómo se llama?
  El médico sacó un bolígrafo linterna del bolsillo de su camisa y lo enfocó hacia los ojos de la mujer.
  —Vanessa —dijo con voz ronca, y añadió—: Vanessa Strassmann.
  —¿Está muerta? —oyó que preguntaba el policía que había detrás.
  —Maldita sea, sus pupilas apenas reaccionan a la luz. Parece que no pueda vernos ni escucharnos. Se encuentra en estado catatónico, posiblemente en coma.
  —¡Pero qué estupidez dice! —gritó Vanessa. Quiso levantarse, pero ni siquiera podía alzar el brazo.
   “¿Qué está ocurriendo aquí?”
  Repitió sus pensamientos en voz alta intentando hablar lo más claro posible; no parecía que alguien quisiera escucharla. En vez de eso, todos se alejaban de ella para conversar con alguien a quien no había visto hasta entonces.
  —¿Y desde cuándo, dice usted, se encuentra en esta habitación?
  La cabeza del médico le impedía ver la puerta con claridad. Desde allí pudo oír entonces la voz de una mujer joven:
  —Seguramente desde hace tres días, quizá más tiempo. Cuando se registró aquí pensé que le pasaba algo, pero dijo que no quería que la molestasen.
  “¿Pero qué tonterías está diciendo?” —Vanessa sacudió la cabeza—. “¡Yo nunca he venido aquí por mi propia voluntad, ni siquiera una noche!”.
  —No le hubiera llamado si no hubiera sido por este terrible estertor, cada vez más alto y…
  —¡Miren eso! —oyó la voz del policía bajito directamente en su oído.
  —¿Qué?
La vida de una lectora: Reseña: El Experimento | Sebastian Fitzek  —Hay algo ahí, mírenlo.
  Vanessa sintió cómo los dedos del médico separaban cuidadosamente con una pinza alguna cosa de su mano izquierda.
  —¿Qué es? —preguntó el policía.
  Vanessa estaba tan sorprendida como el resto de los presentes en la habitación; ni siquiera se había dado cuenta de que sostenía algo en su mano.
  —Una nota.
  El médico desdobló la hoja, que estaba plegada por la mitad. Vanessa desvió la mirada para echarle un vistazo, pero solamente pudo ver algunos jeroglíficos sin sentido. El texto estaba escrito en una lengua que no conocía.
  —¿Qué pone? —preguntó el otro funcionario desde la puerta.
  —Es extraño. —El médico arrugó la frente y leyó la nota—: “Sólo se compra para enseguida tirarlo afuera otra vez” .
  “Cielo Santo”. El hecho de que el médico hubiera pronunciado aquellas palabras sin vacilar ponía de manifiesto hasta qué punto se hallaba atrapada en aquella pesadilla. Por algún motivo Vanessa había perdido la capacidad de comunicarse de cualquier modo posible. En ese momento era incapaz de emitir una palabra; no podía leer e incluso presentía que había olvidado cómo se escribía su nombre.
  Una vez más, el médico enfocó la linterna directamente en las pupilas. De repente, tuvo la sensación de que el resto de sus sentidos se adormecían: ya no percibía el mal olor que desprendía su cuerpo ni sentía la alfombra bajo sus pies. Tan sólo notaba el temor que la invadía, un miedo cada vez mayor, mientras las voces confusas a su alrededor iban desvaneciéndose poco a poco. Tan pronto como el médico había pronunciado aquella corta frase de la nota, una fuerza invisible se había apoderado de ella.
  “Sólo se compra para enseguida tirarlo afuera otra vez”.
   Era la misma fuerza que la empujaba a agitar continuamente sus manos frías. Había vuelto al lugar que no hubiera querido ver nunca más, al lugar que había abandonado apenas unos minutos antes.
  “No era un sueño. ¿O quizá sí?”
  Intentó hacerle una señal al médico. Sin embargo, cuando la imagen del hombre empezó a disiparse, lo comprendió todo, y el terror volvió a invadirla de nuevo. Era cierto: no podían oírla. El médico, la mujer, los policías… Ninguno de ellos había sido capaz de hablar con ella. La razón era que ella nunca había llegado a despertarse en aquella pensión barata. Todo lo contrario. Cuando la lámpara halógena que había sobre su cabeza empezó a moverse de nuevo supo por fin la verdad: se había desmayado en el momento que iban a torturarla. No era aquel loco perturbado, sino que era la habitación del hotel la que había formado parte de un sueño que ahora huía ante lo irreal.
  “¿Puede que me esté equivocando de nuevo? ¡Socorro, ayudadme! Ya no sé dónde estoy… ¿Qué es real? ¿Qué no lo es?”
   Todo había vuelto a ser como antes. De nuevo el sótano húmedo, la mesa metálica, la silla de ginecología en la que permanecía atada. Desnuda, tanto que podía sentir la respiración de aquel loco entre sus piernas, su aliento rozándole la parte más sensible de su cuerpo. Entonces, su cara llena de cicatrices surgió justo ante sus ojos y una boca desfigurada le dijo:
  —He vuelto a marcar en esta zona. Ahora ya podemos empezar.
  Cogió el soplete.»

     [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 2012, en traducción de Noelia Lorente. ISBN: 978-84-0800-349-6.]

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