domingo, 1 de octubre de 2023

Hiperbórea y otros mundos perdidos.- Clark Ashton Smith (1893-1961)


Recordando a Clark Ashton Smith – ·Libros de Cíbola·
La historia de Satampra Zeiros


  «Yo, Satampra Zeiros de Uzuldaroum, me dispongo a escribir con mi mano izquierda, ya que carezco de la derecha, la historia de todo lo acaecido a Tirouv Ompallios y a mí mismo en el altar del dios Tsathoggua, cuyo culto fue abandonado por el hombre en las afueras de Commoriom invadidas por la jungla, aquella capital de los gobernantes hiperbóreos abandonada hace tanto tiempo. La escribiré con la savia violeta de palma de suvana, que se torna color rojo sangre con el paso de los años, sobre un papel de vitela hecho con la piel de un mastodonte, para advertir a todos los buenos ladrones y aventureros que pudieran escuchar alguna falsa leyenda sobre los tesoros perdidos de Commoriom y se sintieran tentados por ella.
   Pues bien, Tirouv Ompallios era mi amigo de toda la vida y mi leal compañero en cualquier empresa que requiriera dedos diestros y una mente tan rápida como aguda. Puedo afirmar sin exagerar en mi caso, ni tampoco en el caso de Tirouv Ompallios, que ambos llevábamos a cabo con incomparables resultados más de un encargo ante el que muchos de nuestros colegas de oficio de mucho más renombre que nosotros se hubieran acobardado. Para ser más explícito, me refiero al robo de las joyas de la reina Cunambria, que estaban guardadas en una habitación donde unos cuarenta reptiles venenosos se paseaban libremente; y el robo de la diamantina caja fuerte de Acromi, que contenía los medallones de una temprana dinastía de reyes hiperbóreos. Es verdad que resultó difícil y peligroso encontrar comprador para aquellos medallones y que tuvimos que venderlos a un precio nefasto al capitán de un navío bárbaro procedente de la remota Lemuria: no obstante, lograr abrir aquella caja fue una hazaña gloriosa, porque debía ser ejecutada en total silencio debido a la proximidad de una docena de guardias armados con tridentes. Empleamos un extraño y corrosivo ácido… pero no debo entretenerme demasiado tiempo ni tan profusamente, por muy fuerte que sea la tentación de divagar sobre heroicos recuerdos y recrearse en la sublime gloria de los actos de valor o destreza.
   En el ejercicio de nuestro oficio, como en el de cualquier otro, los reveses de la suerte con frecuencia deben ser tenidos en cuenta, y la diosa Fortuna no siempre es pródiga en favores. Así pues, Tirouv Ompallios y yo, en el momento del que ahora escribo, nos hallábamos en circunstancias de falta de liquidez, las cuales, aunque pasajeras, eran no obstante extremas y resultaban bastante inconvenientes y molestas, sobre todo al tener lugar justo después de días más prósperos y de noches más provechosas. La gente se había vuelto cada vez más precavida con sus joyas y otros objetos de valor, las ventanas y las puertas tenían dobles barrotes, se comenzaron a utilizar nuevos y desconcertantes cerrojos, los guardias estaban más vigilantes o menos somnolientos… resumiendo, todas las dificultades naturales de nuestra profesión se vieron multiplicadas. Llegó un momento en el que nos vimos obligados a robar mercancías más voluminosas y menos valiosas que las que estábamos acostumbrados a manejar, e incluso esto también conllevaba sus peligros. Aún ahora me siento humillado al recordar la noche en la que estuvieron a punto de atraparnos con un saco de ñames rojos, y menciono este incidente para no parecer en absoluto presuntuoso.
  Una noche, en un callejón del barrio más humilde de Uzuldaroum, paramos para contar los recursos de los que disponíamos y descubrimos que, entre los dos, teníamos exactamente tres pazoors… suficiente para comprar una botella grande de licor de granadas o dos barras de pan. Discutimos entonces sobre el problema del gasto.
  —El pan —argumentó Tirouv Ompallios— alimentará nuestros cuerpos, nos proporcionará fuerzas renovadas y mayor agilidad a nuestros miembros y a nuestros exhaustos dedos.
  —El licor de granadas —repliqué— enaltecerá nuestros pensamientos, inspirará e iluminará nuestras mentes y quizás nos revele un modo de escapar de nuestras actuales dificultades.
  Tirouv Ompallios cedió sin poner mayor reparos a mi superior razonamiento y buscamos la entrada de una taberna cercana. El licor no era de los mejores, en cuanto al sabor, pero la cantidad y potencia del brebaje eran todo lo que se podía desear. Nos sentamos en la abarrotada taberna y sorbimos el licor a nuestro ritmo, hasta que todo el fuego del brillante licor rojo se hubo transferido a nuestros cerebros. La oscuridad y las dudas sobre nuestros caminos futuros se iluminaron como si fueran alumbradas por la luz de pebeteros rosados, y el cruel semblante del mundo quedó maravillosamente suavizado.
  No tardó mucho en llegarme la inspiración.
  —Tirouv Ompallios —dije—, ¿hay alguna razón por la que tú y yo, hombres valientes y que hemos sucumbido a los miedos y supersticiones de la multitud, no deberíamos aprovechamos de los regios tesoros de Commoriom? Un día de viaje desde esta tediosa ciudad, una agradable excursión al campo, una tarde o una mañana de búsqueda arqueológica… y quién sabe lo que podríamos encontrar.
  —Hablas con sabiduría y valor, mi estimado amigo —replicó Tirouv Ompallios—. En efecto, no existe ninguna razón por la que no podamos sanear nuestras maltrechas finanzas a costa de unos cuantos reyes muertos, o dioses.
  Commoriom, como todo el mundo sabe, había quedado desierta hacía muchos cientos de años por la profecía de la Sibila Blanca de Polarion, que había anunciado un indescriptible y abominable fin para todos los seres mortales que osaran permanecer en su entorno. Algunos dicen que aquella destrucción fue provocada por una plaga que llegó de las inmensidades del norte por las rutas de las tribus de la jungla; otros afirmaban que fue una forma de locura colectiva; en todo caso, nadie, ni rey ni sacerdote ni comerciante ni trabajador ni ladrón, permaneció en Commoriom para esperar su llegada, sino que todos partieron en una sola ola migratoria para fundar a un día de distancia la nueva capital, Uzuldaroum. Y se cuentan extrañas historias de horrores y espantos que ningún hombre sería capaz de afrontar ni superar, que acechan por siempre los altares y mausoleos y palacios de Commoriom. Y todavía perdura el lustre del mármol, el esplendor del granito, la multitud de agujas y cúpulas y obeliscos que los imponentes árboles de la jungla no han logrado cubrir, en un fértil valle interior de Hiperbórea. Y los hombres dicen que en sus cámaras intactas descansa el suntuoso tesoro de los monarcas de la antigüedad, entero y sin que haya sufrido ningún saqueo desde aquellos tiempos; que las tumbas construidas en lo alto guardan las piedras preciosas y las monedas de electro enterradas junto a sus momias; que los templos todavía conservan las vasijas de oro en sus altares y el mobiliario, y los ídolos sus piedras preciosas en orejas, bocas, narices y ombligos.
  Creo que habríamos partido esa misma noche de haber contado con el coraje y la inspiración que nos hubiera aportado una segunda botella de licor de granadas. Pero no fue así y decidimos partir al amanecer: el hecho de que careciéramos de fondos para nuestro viaje no importaba demasiado, porque, a menos que nuestras habilidades habituales nos fallaran, podríamos requisar pequeñas cantidades de impuestos involuntarios de las cándidas gentes del campo. Hasta entonces, nos retiramos a nuestros aposentos, donde el casero nos salió al paso dándonos la bienvenida a regañadientes y exigiendo que le pagáramos su dinero. Pero la dorada promesa de la mañana nos había inmunizado contra preocupaciones tan triviales y apartamos al tipo a un lado con un desprecio que pareció sorprenderlo, si no someterlo del todo.
 Nos dormimos tarde, y el sol ya había ascendido un buen trecho sobre el celeste declive de los cielos cuando dejamos atrás las puertas de Uzuldaroum y emprendimos el camino por la calzada norte que conduce a Commoriom. Desayunamos abundantemente unos melones ámbar, y un ave robada que asamos en el bosque, y luego retomamos el camino. A pesar de una fatiga que iba en aumento hasta el final del día, resultó un viaje agradable, y encontramos muchas cosas con las que entretenernos en los variopintos paisajes por los que pasamos, y en sus gentes. Algunos, estoy seguro, sin duda todavía nos recuerdan con rencor, porque no nos negábamos nada que estuviera al alcance de la mano y que tentara nuestros caprichos o nuestros apetitos.
 Era una región agradable, llena de granjas, huertos, riachuelos y bosques verdes y llenos de flores. Finalmente, en el curso de la tarde llegamos a la antigua calzada, en desuso desde hacía mucho tiempo y casi intransitable, que conducía desde la calzada principal y a través de la vieja jungla hacia Commoriom.
Los mundos perdidos de Clark Ashton Smith | La mano del extranjero  Nadie nos vio desviarnos por aquel camino, y desde ese momento no nos cruzamos con nadie. A tan sólo un paso, habíamos perdido cualquier contacto humano; y era como si el silencio del bosque que nos rodeaba no hubiera sido perturbado por la huella de un mortal desde la partida del legendario rey y sus ciudadanos hacía tantos siglos. Los árboles eran más grandes que los que estábamos habituados a ver, y estaban entrelazados por infinitas y laberínticas masas: las eternas circunvoluciones en forma de telaraña de las enredaderas casi tan viejas como los propios árboles. Las flores eran desagradablemente grandes, sus pétalos brillaban con una palidez letal o un escarlata sanguinolento, y sus perfumes eran excesivamente dulces o fétidos. Las frutas que encontrábamos por el camino eran de un tamaño enorme, de color morado y naranja rojizo, pero por algún motivo no nos atrevimos a hincarles el diente.
  El bosque se hizo más espeso y exuberante a medida que avanzábamos, y la calzada, aunque estaba pavimentada con bloques de granito, se hacía más intransitable porque entre los intersticios habían echado raíces árboles que con frecuencia desgajaban los bloques. Aunque el sol todavía no se había acercado al horizonte, las sombras que arrojaban sobre nosotros los gigantescos troncos y ramas se hicieron más densas, y nos movíamos en un crepúsculo verde oscuro lleno de olores sofocantes de vida exuberante y podredumbre vegetal. No había pájaros ni otros animales, como uno habría esperado encontrar en cualquier bosque frondoso, pero entre prolongados intervalos alguna sigilosa víbora de pálido y grueso cuerpo huía deslizándose de nuestros pies entre las fétidas hojas de la carretera, o alguna enorme polilla con motas barrocas y de malignos colores volaba delante de nosotros y desaparecía en la penumbra de la jungla. Ya en un claro a media luz, enormes murciélagos de color púrpura con ojos como diminutos rubís alzaban a nuestro paso el vuelo desde las frutas de aspecto venenoso con las que se estaban dando un festín, y nos miraban con malévola atención mientras flotaban silenciosamente en el aire sobre nuestras cabezas. Y, por algún motivo, sentimos que estábamos siendo observados por otras presencias invisibles; nos invadió una especie de pánico, y un vago temor a la monstruosa jungla, y desde ese momento dejamos de hablar en voz alta, o con demasiada frecuencia, y nos limitamos a algún que otro susurro.
  Entre otras cosas, durante el viaje, nos las ingeniamos para conseguir una bota grande llena de vino de palma. Unos cuantos sorbos del ardiente licor ya nos habían servido más de una vez para aligerar el tedio de la marcha, y ahora iba a mantenernos en pie y a buen paso. Bebimos un buen trago y la jungla se hizo menos impresionante, y nos preguntamos por qué habíamos permitido que el silencio y la penumbra, los atentos murciélagos y la inquietante inmensidad pesaran sobre nuestro ánimo aunque sólo fuera por un breve instante, y creo que tras un segundo trago comenzamos a cantar.
  Cuando cayó el crepúsculo y una luna creciente brillaba alta en los cielos después de que el astro diurno se escondiera, estábamos tan inmersos en el fragor de la aventura que decidimos continuar y llegar a Commoriom aquella misma noche. Cenamos algunos víveres que sisamos a los campesinos y nos pasamos la bota de vino en varias ocasiones. Entonces, bastante repuestos y henchidos de la audacia y el valor necesarios para afrontar una arriesgada empresa, continuamos la marcha.
  De hecho, no tuvimos que avanzar mucho más. Mientras discutíamos con un ardor que nos hizo olvidar nuestro largo periplo, sobre qué valioso objeto debíamos elegir saquear primero de entre todos los tesoros míticos de Commoriom, observamos bajo los rayos de la luna el brillo de unas cúpulas de mármol que sobresalían entre las copas de los árboles y, a continuación, entre ramas y troncos divisamos los lívidos pilares de pórticos en penumbra. Unos cuantos pasos más allá encontramos calles pavimentadas perpendiculares a la calzada por la que avanzábamos y que por ambos lados conducían al inmenso y exuberante bosque, donde las hojas de enormes helechos cubrían los techos de casas antiguas.
  Nos paramos y, de nuevo, el silencio de la desolación del pasado selló nuestros labios. Las casas eran blancas y silenciosas como sepulcros, y las profundas sombras que se cernían a su alrededor eran gélidas y siniestras y misteriosas como la mismísima sombra de la muerte. Parecía que el sol no había brillado durante siglos en aquel lugar… que nada más cálido que los rayos espectrales de la luna cadavérica había tocado el mármol y el granito desde la migración universal provocada por la profecía de la Sibila Blanca de Polarion.
  —Ojalá fuera de día —murmuró Tirouv Ompallios. Sus tonos bajos eran extrañamente sibilantes, y excesivamente audibles en la total quietud.
  —Tirouv Ompallios —repliqué—, confío en que no te estarás volviendo supersticioso. Me resisto a pensar que estás sucumbiendo a los cuentos infantiles de la chusma. En todo caso, tomemos otro trago.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Valdemar, 2014, en traducción de Marta Lila Murillo, pp. 123-127. ISBN: 97884-7702-778-2.]

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