La historia de Satampra Zeiros
«Yo, Satampra Zeiros de Uzuldaroum, me
dispongo a escribir con mi mano izquierda, ya que carezco de la derecha, la
historia de todo lo acaecido a Tirouv Ompallios y a mí mismo en el altar del
dios Tsathoggua, cuyo culto fue abandonado por el hombre en las afueras de
Commoriom invadidas por la jungla, aquella capital de los gobernantes
hiperbóreos abandonada hace tanto tiempo. La escribiré con la savia violeta de palma
de suvana, que se torna color rojo sangre con el paso de los años, sobre un
papel de vitela hecho con la piel de un mastodonte, para advertir a todos los
buenos ladrones y aventureros que pudieran escuchar alguna falsa leyenda sobre
los tesoros perdidos de Commoriom y se sintieran tentados por ella.
Pues bien, Tirouv Ompallios era mi amigo de
toda la vida y mi leal compañero en cualquier empresa que requiriera dedos
diestros y una mente tan rápida como aguda. Puedo afirmar sin exagerar en mi
caso, ni tampoco en el caso de Tirouv Ompallios, que ambos llevábamos a cabo
con incomparables resultados más de un encargo ante el que muchos de nuestros
colegas de oficio de mucho más renombre que nosotros se hubieran acobardado.
Para ser más explícito, me refiero al robo de las joyas de la reina Cunambria,
que estaban guardadas en una habitación donde unos cuarenta reptiles venenosos
se paseaban libremente; y el robo de la diamantina caja fuerte de Acromi, que
contenía los medallones de una temprana dinastía de reyes hiperbóreos. Es
verdad que resultó difícil y peligroso encontrar comprador para aquellos
medallones y que tuvimos que venderlos a un precio nefasto al capitán de un
navío bárbaro procedente de la remota Lemuria: no obstante, lograr abrir
aquella caja fue una hazaña gloriosa, porque debía ser ejecutada en total
silencio debido a la proximidad de una docena de guardias armados con
tridentes. Empleamos un extraño y corrosivo ácido… pero no debo entretenerme
demasiado tiempo ni tan profusamente, por muy fuerte que sea la tentación de
divagar sobre heroicos recuerdos y recrearse en la sublime gloria de los actos
de valor o destreza.
En el ejercicio de nuestro oficio, como en
el de cualquier otro, los reveses de la suerte con frecuencia deben ser tenidos
en cuenta, y la diosa Fortuna no siempre es pródiga en favores. Así pues,
Tirouv Ompallios y yo, en el momento del que ahora escribo, nos hallábamos en
circunstancias de falta de liquidez, las cuales, aunque pasajeras, eran no
obstante extremas y resultaban bastante inconvenientes y molestas, sobre todo
al tener lugar justo después de días más prósperos y de noches más provechosas.
La gente se había vuelto cada vez más precavida con sus joyas y otros objetos
de valor, las ventanas y las puertas tenían dobles barrotes, se comenzaron a
utilizar nuevos y desconcertantes cerrojos, los guardias estaban más vigilantes
o menos somnolientos… resumiendo, todas las dificultades naturales de nuestra
profesión se vieron multiplicadas. Llegó un momento en el que nos vimos
obligados a robar mercancías más voluminosas y menos valiosas que las que
estábamos acostumbrados a manejar, e incluso esto también conllevaba sus
peligros. Aún ahora me siento humillado al recordar la noche en la que
estuvieron a punto de atraparnos con un saco de ñames rojos, y menciono este
incidente para no parecer en absoluto presuntuoso.
Una noche, en un callejón del barrio más
humilde de Uzuldaroum, paramos para contar los recursos de los que disponíamos
y descubrimos que, entre los dos, teníamos exactamente tres pazoors… suficiente
para comprar una botella grande de licor de granadas o dos barras de pan.
Discutimos entonces sobre el problema del gasto.
—El pan —argumentó Tirouv Ompallios—
alimentará nuestros cuerpos, nos proporcionará fuerzas renovadas y mayor
agilidad a nuestros miembros y a nuestros exhaustos dedos.
—El licor de granadas —repliqué— enaltecerá
nuestros pensamientos, inspirará e iluminará nuestras mentes y quizás nos
revele un modo de escapar de nuestras actuales dificultades.
Tirouv Ompallios cedió sin poner mayor
reparos a mi superior razonamiento y buscamos la entrada de una taberna
cercana. El licor no era de los mejores, en cuanto al sabor, pero la cantidad y
potencia del brebaje eran todo lo que se podía desear. Nos sentamos en la
abarrotada taberna y sorbimos el licor a nuestro ritmo, hasta que todo el fuego
del brillante licor rojo se hubo transferido a nuestros cerebros. La oscuridad
y las dudas sobre nuestros caminos futuros se iluminaron como si fueran
alumbradas por la luz de pebeteros rosados, y el cruel semblante del mundo
quedó maravillosamente suavizado.
No tardó mucho en llegarme la inspiración.
—Tirouv Ompallios —dije—, ¿hay alguna razón
por la que tú y yo, hombres valientes y que hemos sucumbido a los miedos y
supersticiones de la multitud, no deberíamos aprovechamos de los regios tesoros
de Commoriom? Un día de viaje desde esta tediosa ciudad, una agradable
excursión al campo, una tarde o una mañana de búsqueda arqueológica… y quién
sabe lo que podríamos encontrar.
—Hablas con sabiduría y valor, mi estimado
amigo —replicó Tirouv Ompallios—. En efecto, no existe ninguna razón por la que
no podamos sanear nuestras maltrechas finanzas a costa de unos cuantos reyes
muertos, o dioses.
Commoriom, como todo el mundo sabe, había
quedado desierta hacía muchos cientos de años por la profecía de la Sibila
Blanca de Polarion, que había anunciado un indescriptible y abominable fin para
todos los seres mortales que osaran permanecer en su entorno. Algunos dicen que
aquella destrucción fue provocada por una plaga que llegó de las inmensidades
del norte por las rutas de las tribus de la jungla; otros afirmaban que fue una
forma de locura colectiva; en todo caso, nadie, ni rey ni sacerdote ni
comerciante ni trabajador ni ladrón, permaneció en Commoriom para esperar su
llegada, sino que todos partieron en una sola ola migratoria para fundar a un
día de distancia la nueva capital, Uzuldaroum. Y se cuentan extrañas historias
de horrores y espantos que ningún hombre sería capaz de afrontar ni superar,
que acechan por siempre los altares y mausoleos y palacios de Commoriom. Y
todavía perdura el lustre del mármol, el esplendor del granito, la multitud de
agujas y cúpulas y obeliscos que los imponentes árboles de la jungla no han
logrado cubrir, en un fértil valle interior de Hiperbórea. Y los hombres dicen
que en sus cámaras intactas descansa el suntuoso tesoro de los monarcas de la
antigüedad, entero y sin que haya sufrido ningún saqueo desde aquellos tiempos;
que las tumbas construidas en lo alto guardan las piedras preciosas y las
monedas de electro enterradas junto a sus momias; que los templos todavía
conservan las vasijas de oro en sus altares y el mobiliario, y los ídolos sus
piedras preciosas en orejas, bocas, narices y ombligos.
Creo que habríamos partido esa misma noche de
haber contado con el coraje y la inspiración que nos hubiera aportado una
segunda botella de licor de granadas. Pero no fue así y decidimos partir al
amanecer: el hecho de que careciéramos de fondos para nuestro viaje no
importaba demasiado, porque, a menos que nuestras habilidades habituales nos
fallaran, podríamos requisar pequeñas cantidades de impuestos involuntarios de
las cándidas gentes del campo. Hasta entonces, nos retiramos a nuestros aposentos,
donde el casero nos salió al paso dándonos la bienvenida a regañadientes y
exigiendo que le pagáramos su dinero. Pero la dorada promesa de la mañana nos
había inmunizado contra preocupaciones tan triviales y apartamos al tipo a un
lado con un desprecio que pareció sorprenderlo, si no someterlo del todo.
Nos dormimos tarde, y el sol ya había
ascendido un buen trecho sobre el celeste declive de los cielos cuando dejamos
atrás las puertas de Uzuldaroum y emprendimos el camino por la calzada norte
que conduce a Commoriom. Desayunamos abundantemente unos melones ámbar, y un
ave robada que asamos en el bosque, y luego retomamos el camino. A pesar de una
fatiga que iba en aumento hasta el final del día, resultó un viaje agradable, y
encontramos muchas cosas con las que entretenernos en los variopintos paisajes
por los que pasamos, y en sus gentes. Algunos, estoy seguro, sin duda todavía
nos recuerdan con rencor, porque no nos negábamos nada que estuviera al alcance
de la mano y que tentara nuestros caprichos o nuestros apetitos.
Era una región agradable, llena de granjas,
huertos, riachuelos y bosques verdes y llenos de flores. Finalmente, en el
curso de la tarde llegamos a la antigua calzada, en desuso desde hacía mucho
tiempo y casi intransitable, que conducía desde la calzada principal y a través
de la vieja jungla hacia Commoriom.
Nadie nos vio desviarnos por aquel camino, y
desde ese momento no nos cruzamos con nadie. A tan sólo un paso, habíamos
perdido cualquier contacto humano; y era como si el silencio del bosque que nos
rodeaba no hubiera sido perturbado por la huella de un mortal desde la partida
del legendario rey y sus ciudadanos hacía tantos siglos. Los árboles eran más
grandes que los que estábamos habituados a ver, y estaban entrelazados por infinitas
y laberínticas masas: las eternas circunvoluciones en forma de telaraña de las
enredaderas casi tan viejas como los propios árboles. Las flores eran
desagradablemente grandes, sus pétalos brillaban con una palidez letal o un
escarlata sanguinolento, y sus perfumes eran excesivamente dulces o fétidos.
Las frutas que encontrábamos por el camino eran de un tamaño enorme, de color
morado y naranja rojizo, pero por algún motivo no nos atrevimos a hincarles el
diente.
El bosque se hizo más espeso y exuberante a
medida que avanzábamos, y la calzada, aunque estaba pavimentada con bloques de
granito, se hacía más intransitable porque entre los intersticios habían echado
raíces árboles que con frecuencia desgajaban los bloques. Aunque el sol todavía
no se había acercado al horizonte, las sombras que arrojaban sobre nosotros los
gigantescos troncos y ramas se hicieron más densas, y nos movíamos en un
crepúsculo verde oscuro lleno de olores sofocantes de vida exuberante y
podredumbre vegetal. No había pájaros ni otros animales, como uno habría
esperado encontrar en cualquier bosque frondoso, pero entre prolongados
intervalos alguna sigilosa víbora de pálido y grueso cuerpo huía deslizándose
de nuestros pies entre las fétidas hojas de la carretera, o alguna enorme
polilla con motas barrocas y de malignos colores volaba delante de nosotros y
desaparecía en la penumbra de la jungla. Ya en un claro a media luz, enormes
murciélagos de color púrpura con ojos como diminutos rubís alzaban a nuestro
paso el vuelo desde las frutas de aspecto venenoso con las que se estaban dando
un festín, y nos miraban con malévola atención mientras flotaban
silenciosamente en el aire sobre nuestras cabezas. Y, por algún motivo,
sentimos que estábamos siendo observados por otras presencias invisibles; nos
invadió una especie de pánico, y un vago temor a la monstruosa jungla, y desde
ese momento dejamos de hablar en voz alta, o con demasiada frecuencia, y nos
limitamos a algún que otro susurro.
Entre otras cosas, durante el viaje, nos las ingeniamos
para conseguir una bota grande llena de vino de palma. Unos cuantos sorbos del
ardiente licor ya nos habían servido más de una vez para aligerar el tedio de
la marcha, y ahora iba a mantenernos en pie y a buen paso. Bebimos un buen
trago y la jungla se hizo menos impresionante, y nos preguntamos por qué
habíamos permitido que el silencio y la penumbra, los atentos murciélagos y la
inquietante inmensidad pesaran sobre nuestro ánimo aunque sólo fuera por un
breve instante, y creo que tras un segundo trago comenzamos a cantar.
Cuando cayó el crepúsculo y una luna
creciente brillaba alta en los cielos después de que el astro diurno se
escondiera, estábamos tan inmersos en el fragor de la aventura que decidimos
continuar y llegar a Commoriom aquella misma noche. Cenamos algunos víveres que
sisamos a los campesinos y nos pasamos la bota de vino en varias ocasiones.
Entonces, bastante repuestos y henchidos de la audacia y el valor necesarios
para afrontar una arriesgada empresa, continuamos la marcha.
De
hecho, no tuvimos que avanzar mucho más. Mientras discutíamos con un ardor que
nos hizo olvidar nuestro largo periplo, sobre qué valioso objeto debíamos
elegir saquear primero de entre todos los tesoros míticos de Commoriom,
observamos bajo los rayos de la luna el brillo de unas cúpulas de mármol que
sobresalían entre las copas de los árboles y, a continuación, entre ramas y
troncos divisamos los lívidos pilares de pórticos en penumbra. Unos cuantos
pasos más allá encontramos calles pavimentadas perpendiculares a la calzada por
la que avanzábamos y que por ambos lados conducían al inmenso y exuberante
bosque, donde las hojas de enormes helechos cubrían los techos de casas
antiguas.
Nos paramos y, de nuevo, el silencio de la
desolación del pasado selló nuestros labios. Las casas eran blancas y
silenciosas como sepulcros, y las profundas sombras que se cernían a su
alrededor eran gélidas y siniestras y misteriosas como la mismísima sombra de
la muerte. Parecía que el sol no había brillado durante siglos en aquel lugar…
que nada más cálido que los rayos espectrales de la luna cadavérica había
tocado el mármol y el granito desde la migración universal provocada por la
profecía de la Sibila Blanca de Polarion.
—Ojalá fuera de día —murmuró Tirouv
Ompallios. Sus tonos bajos eran extrañamente sibilantes, y excesivamente
audibles en la total quietud.
—Tirouv Ompallios —repliqué—, confío en que
no te estarás volviendo supersticioso. Me resisto a pensar que estás
sucumbiendo a los cuentos infantiles de la chusma. En todo caso, tomemos otro
trago.»
[El
texto pertenece a la edición en español de Editorial Valdemar, 2014, en
traducción de Marta Lila Murillo, pp. 123-127. ISBN: 97884-7702-778-2.]
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