10.- Por qué los
peores se colocan a la cabeza
«Tenemos que examinar ahora una creencia de la
que obtienen consuelo muchos que consideran inevitable el advenimiento del
totalitarismo y que debilita seriamente la resistencia de otros muchos que se
opondrían a él con toda su fuerza si aprehendieran plenamente su naturaleza. Es
el creer que los rasgos más repulsivos de los regímenes totalitarios se deben
al accidente histórico de haberlos establecido grupos de guardias negras y
criminales. Seguramente, se arguye, si la creación del régimen totalitario en Alemania
elevó al poder a los Streichers y Killingers, los Leys y Heines, los Himmlers y
Heydrichs, ello puede probar la depravación del carácter alemán, pero no que la
subida de estas gentes sea la necesaria consecuencia de un sistema totalitario.
¿Es que el mismo tipo de sistema, si fuera necesario para lograr fines
importantes, no podrían instaurarlo gentes decentes, para bien de la comunidad
general?
No vamos a engañarnos a nosotros mismos
creyendo que todas las personas honradas tienen que ser demócratas o es forzoso
que aspiren a una participación en el gobierno. Muchos preferirían, sin duda,
confiarla a alguien a quien tienen por más competente. Aunque pueda ser una
imprudencia, no hay nada malo ni deshonroso en aprobar una dictadura de los
buenos. El totalitarismo, podemos ya oír, es un poderoso sistema lo mismo para
el bien que para el mal, y el propósito que guíe su uso depende enteramente de
los dictadores. Y quienes piensan que no es el sistema lo que debemos temer,
sino el peligro de que caiga en manos de gente perversa, pueden incluso verse
tentados a conjurar este peligro procurando que un hombre honrado se adelante a
establecerlo.
Sin duda, un sistema “fascista” inglés
diferiría muchísimo de los modelos italiano o alemán; sin duda, si la transición
se efectuara sin violencia, podríamos esperar que surgiese un tipo mejor de
dirigente. Y si yo tuviera que vivir bajo un sistema fascista, sin ninguna duda
preferiría vivir bajo uno instaurado por ingleses que bajo el establecido por
otros hombres cualesquiera. Sin embargo, todo esto no significa que, juzgado
por nuestros criterios actuales, un sistema fascista británico resultase, en
definitiva, ser muy diferente o mucho menos intolerable que sus prototipos. Hay
fuertes razones para creer que los que nos parecen los rasgos peores de los
sistemas totalitarios existentes no son subproductos accidentales, sino
fenómenos que el totalitarismo tiene que producir por fuerza más temprano o más
tarde. De la misma manera que el gobernante democrático que se dispone a
planificar la vida económica tendrá pronto que enfrentarse con la alternativa
de asumir poderes dictatoriales o abandonar sus planes, así el dictador
totalitario pronto tendrá que elegir entre prescindir de la moral ordinaria o
fracasar. Ésta es la razón de que los faltos de escrúpulos y los aventureros
tengan más probabilidades de éxito en una sociedad que tiende hacia el
totalitarismo. Quien no vea esto no ha advertido aún toda la anchura de la sima
que separa al totalitarismo de un régimen liberal, la tremenda diferencia entre
la atmósfera moral que domina bajo el colectivismo y la naturaleza
esencialmente individualista de la civilización occidental.
Las “bases morales del colectivismo” se han
discutido mucho en el pasado, naturalmente; pero lo que nos importa aquí no son
sus bases, sino sus resultados morales. Las discusiones corrientes sobre los
aspectos éticos del colectivismo, o bien se refieren a si el colectivismo es
reclamado por las convicciones morales del presente, o bien analizan qué convicciones
morales se requerirían para que el colectivismo produjese los resultados
esperados. Nuestra cuestión, empero, estriba en saber qué criterios morales
producirá una organización colectivista de la sociedad, o qué criterios
imperarán probablemente en ella. La interacción de moral social e instituciones
puede muy bien tener por efecto que la ética producida por el colectivismo sea
por completo diferente de los ideales morales que condujeron a reclamar un
sistema colectivista. Aunque estemos dispuestos a pensar que, cuando la
aspiración a un sistema colectivista surge de elevados motivos morales, este
sistema tiene que ser la cuna de las más altas virtudes, la verdad es que no
hay razón para que un sistema realce necesariamente aquellas cualidades que
sirven al propósito para el que fue creado. Los criterios morales dominantes
dependerán, en parte, de las características que conducirán a los individuos al
éxito en un sistema colectivista o totalitario, y en parte, de las exigencias
de la máquina totalitaria.
Tenemos que retornar por un momento a la
etapa que precede a la supresión de las instituciones democráticas y a la
creación de un régimen totalitario. En este punto, la general demanda de acción
resuelta y diligente por parte del Estado es el elemento dominante en la
situación, y el disgusto por la lenta y embarazosa marcha del procedimiento
democrático convierte la acción por la acción en objetivo. Entonces, el hombre
o el partido que parece lo bastante fuerte y resuelto para “hacer marchar las cosas”
es quien ejerce la mayor atracción. “Fuerte”, en este sentido, no significa
sólo una mayoría numérica; es la ineficacia de las mayorías parlamentarias lo
que tiene disgustada a la gente. Lo que ésta buscará es alguien con tan sólido
apoyo que inspire confianza en que podrá lograr todo lo que desee. Entonces
surge el nuevo tipo de partido, organizado sobre líneas militares.
En los países de Europa central, los partidos
socialistas habían familiarizado a las masas con las organizaciones políticas
de carácter paramilitar encaminadas a absorber lo más posible de la vida
privada de sus miembros. Todo lo que se necesitaba para dar a un grupo un poder
abrumador era llevar algo más lejos el mismo principio, buscar la fuerza, no en
los votos seguros de masas ingentes, en ocasionales elecciones, sino en el
apoyo absoluto y sin reservas de un cuerpo menor, pero perfectamente
organizado. La probabilidad de imponer un régimen totalitario a un pueblo
entero recae en el líder que primero reúna en derredor suyo un grupo dispuesto
voluntariamente a someterse a aquella disciplina totalitaria que luego impondrá
por la fuerza al resto.
Aunque los partidos socialistas tenían poder
para lograrlo todo si hubieran querido hacer uso de la fuerza, se resistieron a
hacerlo. Se habían impuesto a sí mismos, sin saberlo, una tarea que sólo el
cruel, dispuesto a despreciar las barreras de la moral admitida, puede
ejecutar.
Por lo demás, muchos reformadores sociales
del pasado sabían por experiencia que el socialismo sólo puede llevarse a la
práctica por métodos que desaprueban la mayor parte de los socialistas. Los
viejos partidos socialistas se vieron detenidos por sus ideales democráticos;
no poseían la falta de escrúpulos necesaria para llevar a cabo la tarea
elegida. Es característico que, tanto en Alemania como en Italia, al éxito del
fascismo precedió la negativa de los partidos socialistas a asumir las
responsabilidades del gobierno. Les fue imposible poner entusiasmo en el empleo
de los métodos para los que habían abierto el camino. Confiaban todavía en el
milagro de una mayoría concorde sobre un plan particular para la organización
de la sociedad entera. Pero otros habían aprendido ya la lección, y sabían que
en una sociedad planificada la cuestión no podía seguir consistiendo en
determinar qué aprobaría una mayoría, sino en hallar el mayor grupo cuyos
miembros concordasen suficientemente para permitir una dirección unificada de
todos los asuntos; o, de no existir un grupo lo bastante amplio para imponer
sus criterios, en cómo crearlo y quién lo lograría.
Hay tres razones principales para que
semejante grupo, numeroso y fuerte, con opiniones bastante homogéneas, no lo
formen, probablemente, los mejores, sino los peores elementos de cualquier
sociedad. Con relación a nuestros criterios, los principios sobre los que podrá
seleccionarse un grupo tal serán casi enteramente negativos.
En primer lugar, es probablemente cierto que,
en general, cuanto más se eleva la educación y la inteligencia de los
individuos, más se diferencian sus opiniones y sus gustos y menos probable es
que lleguen a un acuerdo sobre una particular jerarquía de valores. Corolario
de esto es que si deseamos un alto grado de uniformidad y semejanza de puntos
de vista, tenemos que descender a las regiones de principios morales e
intelectuales más bajos, donde prevalecen los más primitivos y “comunes”
instintos y gustos. Esto no significa que la mayoría de la gente tenga un bajo
nivel moral; significa simplemente que el grupo más amplio cuyos valores son
muy semejantes es el que forman las gentes de nivel bajo. Es, como si
dijéramos, el mínimo común denominador lo que reúne el mayor número de
personas. Si se necesita un grupo numeroso lo bastante fuerte para imponer a
todos los demás sus criterios sobre los valores de la vida, no lo formarán
jamás los de gustos altamente diferenciados y desarrollados; sólo quienes
constituyen la «masa», en el sentido peyorativo de este término, los menos
originales e independientes, podrán arrojar el peso de su número en favor de sus
ideales particulares.
Sin embargo, si un dictador potencial tiene
que confiar enteramente sobre aquellos que, por sus instintos sencillos y
primitivos, resultan ser muy semejantes, su número difícilmente podrá dar
suficiente empuje a sus esfuerzos. Tendrá que aumentar el número, convirtiendo
más gentes al mismo credo sencillo.
Entra aquí el segundo principio negativo de
selección: será capaz de obtener el apoyo de todos los dóciles y crédulos, que
no tienen firmes convicciones propias, sino que están dispuestos a aceptar un
sistema de valores confeccionado si se machaca en sus orejas con suficiente
fuerza y frecuencia. Serán los de ideas vagas e imperfectamente formadas, los
fácilmente modelables, los de pasiones y emociones prontas a levantarse, quienes
engrosarán las filas del partido totalitario.
Con el esfuerzo deliberado del demagogo
hábil, entra el tercero y quizá más importante elemento negativo de selección
para la forja de un cuerpo de seguidores estrechamente coherente y homogéneo.
Parece casi una ley de la naturaleza humana que le es más fácil a la gente
ponerse de acuerdo sobre un programa negativo, sobre el odio a un enemigo,
sobre la envidia a los que viven mejor, que sobre una tarea positiva. La
contraposición del “nosotros” y el “ellos”, la lucha contra los ajenos al
grupo, parece ser un ingrediente esencial de todo credo que enlace sólidamente
a un grupo para la acción común. Por consecuencia, lo han empleado siempre
aquellos que buscan no sólo el apoyo para una política, sino la ciega confianza
de ingentes masas. Desde su punto de vista, tiene la gran ventaja de
concederles mayor libertad de acción que casi ningún programa positivo. El
enemigo, sea interior, como el «judío» o el “kulak”, o exterior, parece ser una
pieza indispensable en el arsenal de un dirigente totalitario.
Que el judío viniera a ser en Alemania el
enemigo, hasta que las «plutocracias» ocuparon su sitio, fue, lo mismo que la
selección del kulak en Rusia, el resultado del resentimiento anticapitalista
sobre el que se basa el movimiento entero. En Alemania y Austria llegó a
considerarse al judío como representativo del capitalismo, porque un
tradicional despego de amplios sectores de la población hacia las ocupaciones
comerciales hizo más accesibles éstas a un grupo que había sido prácticamente
excluido de las ocupaciones tenidas en más estima. Es la vieja historia de la
raza extranjera, sólo admitida para los oficios menos respetados, y más odiada
aún por el hecho de practicarlos. Que el antisemitismo y el anticapitalismo
alemanes surgiesen de la misma raíz es un hecho de gran importancia para
comprender lo que sucedió allí; pero rara vez lo han comprendido los
observadores extranjeros.
Considerar la tendencia universal de la
política colectivista a volverse nacionalista como debida por entero a la
necesidad de asegurarse un resuelto apoyo, sería despreciar otro y no menos
importante factor. Incluso cabe dudar que se pueda concebir con realismo un
programa colectivista como no sea al servicio de un grupo limitado, que el
colectivismo pueda existir en otra forma que como alguna especie de
particularismo, sea nacionalismo, racismo o clasismo. La creencia en la
comunidad de fines e intereses entre camaradas parece presuponer un mayor grado
de semejanza de ideas y creencias que el que existe entre los hombres en cuanto
simples seres humanos. Aunque sea imposible conocer personalmente a todos los
miembros de nuestro grupo, por lo menos han de ser del mismo tipo que los que
nos rodean y han de hablar y pensar de la misma manera y sobre las mismas
cosas, para que podamos identificarnos con ellos. El colectivismo a escala
mundial parece ser inimaginable, si no es al servicio de una pequeña élite.
Daría lugar, ciertamente, no sólo a problemas técnicos, sino, sobre todo, a
problemas morales que ninguno de nuestros socialistas desea afrontar.»
[El texto pertenece a la edición en español de
Editorial Alianza, 2011, en traducción de José Vergara Doncel, pp. 128-132.
ISBN: 978-84-20651-68-2.]
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