Tres
Bilocaciones
«Viktor Mulciber —traje a medida, cabello
plateado y engominado—, aunque lo bastante rico para mandar a un ayudante, se
presentó en persona en el Kursaal, en un estado de fervor no disimulado, como
si esa misteriosa arma C fuera una vulgar pistola y esperara que el vendedor le
permitiría realizar unos disparos de cortesía.
—Soy el que mandan cuando Basil Zaharoff está
ocupado con una nueva pelirroja y no puede molestársele —se presentó—. La gama
de las demandas es muy variada en todas partes, desde porras y machetes a
submarinos y gases venenosos; los trenes de la historia no acaban de funcionar,
tong chinas, komitadji balcánicas, bandas africanas, cada grupo con su
correspondiente población de viudas potenciales, a menudo en geografías apenas
esbozadas a lápiz en el dorso de un sobre o un albarán. Un simple vistazo al
presupuesto de cualquier gobierno en cualquier parte del mundo cuenta toda la
historia: el dinero está siempre en su sitio, ya asignado, el motivo es en todo
lugar el miedo, y cuanto más inmediato, más elevados los múltiplos.
—Vaya, ¡pues me he equivocado de negocio!
—exclamó Root alegremente.
El magnate del armamento resplandeció casi como
desde lejos.
—No, no se ha equivocado.
Con la intención de entender algo sobre los
principios de funcionamiento de la repentinamente deseable arma, el afable
mercader de la muerte se encontraba charlando en un cafetín apartado con un
puñado de cuaternionistas, entre ellos Barry Nebulay, el Doctor V Ganesh Rao,
hoy metamorfoseado en negro americano, y Umeki Tsurigane, a la que se había
enganchado Kit debido a su últimamente cada vez más intensa fascinación por la
belleza nipona.
—Nadie parece saber qué son estas ondas —dijo
Barry Nebulay—. En sentido estricto no puede llamárselas hertzianas, porque,
para empezar, se comportan de modo distinto con el Éter, parecen ser
longitudinales a la vez que transversales. Es posible que los cuaternionistas
lleguen a comprenderlas algún día.
—Y los traficantes de armas, no nos olvidemos
—sonrió Mulciber—. Se dice que el inventor de esta arma ha encontrado el modo
de introducirse en la parte escalar de un Cuaternión, donde pueden alcanzarse
las fuerzas invisibles.
—De los cuatro términos —asintió Nebulay—, el
escalar, o término w, como el barítono en un coro de peluquería o la viola en
un cuarteto de cuerda, siempre ha sido señalado como el excéntrico. Si se toman
los tres términos vectoriales como dimensiones en el espacio, y el término
escalar como el Tiempo, entonces toda la energía encontrada en ese término
puede considerarse debida al Tiempo, una forma intensificada del Tiempo mismo.
—El Tiempo —explicó el Doctor Raoes— el
Término más Avanzado, ¿me sigue?, que trasciende y condiciona i,j, y k, el visitante oscuro del Exterior, el Destructor, el que
satisface la Trinidad. Es el inmisericorde latido del reloj del que todos
queremos escapar para alcanzar la falta de pulso de la salvación. Es todo eso y
más.
—Un arma basada en el Tiempo… —comentó
reflexivamente Viktor Mulciber—, bien, ¿y por qué no? Es la única fuerza que
nadie sabe cómo derrotar, resistir o invertir. Mata todas las formas de vida
tarde o temprano. Con un Arma de Tiempo uno puede llegar a ser la persona más
temida de la historia.
—Preferiría ser la más amada —dijo Root.
Mulciber se encogió de hombros.
—Porque usted todavía es joven.
No era el único comerciante de armas de la
ciudad. De algún modo el rumor había llegado a otros, allá donde estuvieran: en
sus compartimentos de tren, en las camas de las esposas de ministros de
aprovisionamiento, de vuelta a la maleza en afluentes inexplorados, extendiendo
sus mantas en alguno de los mil desolados claros que había en la abrasada y
baqueteada laterita roja donde nada volvería a crecer, exhibiendo ante los
lesionados y los despojados sus inventarios de maravillas…; y uno tras otro
presentaron sus excusas, cambiaron las agendas de sus viajes y se fueron a
Ostende, como si asistieran a un torneo internacional de ajedrez.
Pero llegaron demasiado tarde, porque Piet
Woevre se les había adelantado desde el principio; y así sucedió que cierta
tarde de otoño, entre los atestados Bulevares Interiores de Bruselas, auténtico
vivero de lo ilícito en los alrededores de la Gare du Midi, Woevre consumó por
fin la adquisición con Edouard Gevaert, con quien ya había hecho negocios en el
pasado, aunque no exactamente de esa naturaleza. Se reunieron en una taberna
frecuentada por receptores de bienes robados, tomaron una cerveza para guardar
las formas y salieron por detrás para cerrar el trato. A su alrededor, el mundo
estaba en venta o en disposición de trueque. Más adelante, Woevre se enteraría
de que podría haber conseguido el artículo más barato en Amberes, pero había
demasiados barrios en esa ciudad, sobre todo en las cercanías de los muelles,
que ya no podía visitar sin más precauciones que las que tal vez mereciera el
objeto.
Cuando lo tuvo en sus manos, a Woevre, que
había sido incapaz de imaginárselo como algo distinto de un arma, le sorprendió
y decepcionó un poco descubrir que era tan pequeño. Había esperado algo del
orden de una pieza de artillería Krupp, tal vez montado a partir de diferentes
partes, que, para su transporte, requeriría trenes de mercancías. Pero en lugar
de eso era algo que cabía en un lustroso estuche de cuero, confeccionado con
delicadeza por fabricantes de máscaras de la Italia septentrional para que se
ajustara a la perfección a las facetas exactas del objeto que había en su interior,
una piel negra cortada a la medida perfecta, un despliegue de luz entre un
cuidadoso desorden de ángulos, un centenar de borrosos destellos…
—Estará seguro de que es esto, ¿no?
—Espero no ser tan tonto como para venderle
algo que no sea lo que usted piensa que es, Woevre.
—Pero la enorme energía…, sin ningún
componente periférico, ni una alimentación de fuerza de algún tipo, como…
Mientras Woevre no paraba de dar vueltas al
aparato a la luz incierta del crepúsculo y las farolas, a Gevaert le sorprendió
la seriedad que vio en el rostro del agente. Era un deseo tan desmesurado…,
nada que este intermediario hasta cierto punto ingenuo ni ninguna otra persona
hubiera visto antes: el deseo de poseer un arma única que pudiera aniquilar el
mundo entero.
Cada
vez que Kit se ponía a pensar en sus planes, que no hacía tanto incluían
Gotinga, se le planteaba siempre la interesante pregunta de por qué estaba
demorándose en este punto con forma vagamente glandular del mapa, asediado,
detenido al borde de la historia, no tanto una nación cuanto una profecía de un
destino que sería sufrido en común, con un ostinato
de miedo casi sub-audible…
Hasta hacía poco no se le había ocurrido que
Umeki pudiera desempeñar algún papel en todo aquello. Ambos habían sabido buscarse
excusas para ir cayendo cada vez más dentro del campo emocional del otro, hasta
que una tarde fatídica en la habitación de la chica, con la lluvia en descenso
otoñal al otro lado de la ventana, ella apareció en el umbral desnuda, la
sangre, bajo la piel tan fina como una lámina de plata que vibrara, casi
cantando por el deseo. Kit, que se tenía por un hombre de cierta experiencia,
se quedó pasmado al comprender que era inútil imaginar que las mujeres tuvieran
otro aspecto. Tuvo la profunda sensación de que había desperdiciado la mayor
parte del tiempo libre de su vida hasta ese momento. En esa valoración no
resultaba de mucha ayuda que ella luciera su sombrero de vaquera. Supo, con la
certidumbre del que recuerda una vida anterior, que debía arrodillarse, adorar
su florido coñito con la lengua y la boca hasta que ella se abandonara al
silencio, y seguidamente, como si lo hiciera todos los días, asiéndola todavía
por cada nalga justamente en medio, con sus exquisitas piernas aferrándole el
cuello, se puso de pie y la llevó, ingrávida, tensa, silenciosa, a la cama, y
entregó lo que por entonces quedaba de su cerebro a ese milagro, a esa
hechicera del Oriente.
Kit siguió viendo de lejos a Pléiade Lafrisée
de vez en cuando, por el Digue, en las salas de juego o en las gradas del
Hipódromo Wellington, por lo general asistiendo a las actividades caprichosas
de algún deportista de visita. Todos esos tipos parecían bastante ricos, pero
siempre podía ser simple fachada. Aunque, con Umeki y lo demás, no daba la
impresión de que él se desviviera por retomar el contacto, y sabía qué limitado
era el uso que ella le había dado hasta ahora; además, tras el desgraciado
incidente en la fábrica de mayonesa él sólo esperaba que ella ya hubiera dado
lo peor de sí. Pero se preguntaba qué pintaba todavía aquella mujer en la
ciudad.
Un día, Kit y Umeki volvían caminando del
café de la Estacade y se tropezaron con Pléiade y Piet Woevre, que venían de
cara conversando animadamente.
—Hola, Kit. —Atravesó con la mirada a la
señorita Tsurigane—. ¿Quién es la mousmée?
Kit, con un movimiento inverso de la cabeza
hacia Woevre:
—¿Quién es el mouchard?
Woevre le devolvió la sonrisa con una
sensualidad directa y sombría. Kit se fijó en que iba armado. Vaya. Si alguien
podía saber cómo fabricar muerte con mayonesa, Kit estaba seguro de que era ese
simio. Pléiade había tomado a Woevre por el brazo e intentaba alejarlo de allí.
—Una antigua novia —conjeturó Umeki.
—Pregúntale al Doctor Rao, me parece que
últimamente están saliendo.
—Oh, ella es ésa.
Kit hizo chiribitas.
—Vaya, los cuaternionistas no dais más que
para cotilleos, ¿es que tenéis que hacer algún tipo de juramento que os
comprometa a llevar una vida disoluta o algo así?
—¿La monotonía es algo de lo que os
enorgullecéis los vectoristas?
El 16 de octubre, el aniversario del
descubrimiento de Hamilton, en 1843, de los Cuaterniones (o, como diría un
discípulo, del descubrimiento de él por ellos), por tradición la jornada
culminante de todas las Convenciones Mundiales, también era casualmente el día
posterior al final oficial de la temporada de baños en Ostende. En esta ocasión
el Doctor Rao dio el discurso de despedida:
—El momento, ni que decir tiene, es
atemporal. Sin principio ni fin, sin duración, la luz en descenso eterno, no
una consecuencia del pensamiento consciente sino caída sobre Hamilton, puede
que no desde una fuente divina, pero sí caída al menos cuando los perros
guardianes del pesimismo Victoriano estaban demasiado profundamente dormidos
para darse cuenta de la llegada, ni mucho menos para asustarse, de los
vigilantes carroñeros de la Epifanía.
“Todos conocemos la historia. Un lunes por la
mañana en Dublín, Hamilton y su mujer, Maria Bayley Hamilton, caminan por la
orilla del canal al otro lado del Trinity College, donde Hamilton va a presidir
una reunión del consejo. Maria charla despreocupadamente, Hamilton asiente de
vez en cuando y dice ‘sí, querida’, y entonces, de repente, al acercarse al
Puente de Brougham él profiere un grito y se saca un cuchillo del bolsillo (la
señora H. se sobresalta violentamente, pero al instante recobra la compostura:
no es más que un cortaplumas), y corre al puente y graba en la piedra r = f =
k~ = ijk = — i -en este punto los congregados murmuran, como harían ante un
himno reverenciado—, y ése es el momento Pentecostal en que descienden los
Cuaterniones para ocupar su residencia terrenal entre los pensamientos de los
hombres”.»
[El texto pertenece a la edición en español de
Tusquets Editores, 2010, en traducción de Vicente Campos, pp. 635-638. ISBN: 978-84-83832-07-3.]
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