Segunda parte
VI
«Faltan
cinco días. El tiempo se escurre, como cuando los chicos bajan por una cucaña.
Faltan cuatro días.
Faltan tres días.
Andrés no podía quitárselo de la cabeza:
faltaban sólo tres días. Sin embargo, hacía apenas un par de ellos le parecía
que empezaba a ver las cosas con ojos distintos. Era ya viernes. Llegó del
trabajo, dejó la tartera vacía sobre la mesa, como hacía siempre, y se sentó en
una silla de la cocina sin decir palabra. Parecía una sombra, un ser que no
contase para nada. Aunque hacía calor, se quedó sentado en la silla de la
cocina, en el extremo más oscuro de la habitación, mirando, desde allí, las
pavesas que saltaban de la lumbre de carbón vegetal. Se decía para sus
adentros:
“Que me aspen si no es una puñetera vida. Te
pones a dar patás cuando tiés uso de razón, o antes, sabe Dios, y
ahora estoy cansao, me empieza el
cansancio en las plantas y me sube por las cañas de los huesos; pero no es esto
lo malo, el caso es que te metes a ensoñar o a dar güeltas por el magín a lo que has pasao en este pajolero mundo pa
verte asín. Porque voy y llego a un
pueblo mejor que onde mi madre me
parió, y caigo bien, y te ajustan una temporá,
aunque saquen las túrdigas y tengas
que echar puntos en boca, y le llamas en la ventana a una mujer, aunque el buey
solo bien se lame, pero lo que pasa es que te la llevas contigo, a lo mejor por
no cantar la gallina, y mientras la esperas te la figuras siempre pasándolo
bien, en pelota o retozando y descansado en la casa, pero no te figuras que te
vas haciendo viejo y que toas las
cosas se van haciendo viejas, ni te maginas
que tiés que robar aceitunas pa ir viviendo, ni te vas a llenar de
nenes que te piden pan. Toas las
noches piensas lo mesmo, pero te
llenas de nenes, y te pones a mirarte en ellos, porque no te conformas con que
sean cémilas, como toa tu casta, ni sepan dar más que un
jornal o ponerse a quitarle mocos a los señoritos. Y alguien te endica que en las capitales, en los
Madriles se vive mejor y que no hay paraos,
ni tiés que mendigar y lamer culos pa sacarte una peoná. Y te vienes. (Los chicos no jacian más que mirarme los trenes y preguntarme por qué eran tan
altísimas las casas). Y nos vinimos a los Madriles”.
Andrés sonreía, sonreía él solo, mientras
seguía pensando:
“Venga de poner piedras y ladrillos y hasta
hacer la casa. Ni siquiera nos plantan una multa, aunque algún cenizo dice que
van a tirar abajo las casillas, porque en to
los laos hay cenizos y pájaros de mal
agüero, pero resulta que ha salío en
los papeles diciendo que no quieren más gente y ahora pasa que vas a tener que
coger los bártulos y largarte con la música a otra parte, y te dicen que por
ahí te pudras como un perro”.
María cruzó delante de su marido, por en
medio de la cocina, y dio una vuelta al puchero. Metió la cuchara y sacó a lo
alto los garbanzos amarillos y pequeños que ya casi estaban blandos, con el
piquillo abierto. Olía bien, como a huesos rancios y azafrán. Pensó que los
chicos tendrían hambre y que iba a machacar los garbanzos con un poco de caldo.
—¡Santorrostro! Mi Andresillo, el pobre, que
es bonico como un San Luis, y mi Mario, tan chiquito, que se los vaya a tener
que llevar la mujer de Joaquín, y no es porque ella sea guarra, que no es, pero
si tié que preocuparse más de alguno,
será de los suyos, si falta un cacho de pan… Y los chicos, separaos de una, le van a perder el cariño. Y lo que más siento es
por mi Maruja, que es una alhaja, que no quiero que se la deshonre ningún hijo
de mala madre, sino un mozo como Dios manda, y no quiero que se vea tirá por ahí sin casa, como una zorra,
que es sanita como una manzana, que hasta el Paco, el que hacía de praticante en el pueblo, cuando tuvo que
ponerla las indeciones para la
pulmonía, dijo que era la carne más bonica del mundo y eso que la chica no
había cumplío los trece. Y a mí se me
arruga el corazón con to. Y cuando
oigo lloriquear a los chicos, ya creo que se los están llevando, pa no verlos más. Y me gustaría hablar
con ese mozo que platica con mi Maruja, que ojalai
que sea bueno, y decirle que me la respete como a la madre que le parió, que toas las mujeres somos unas pobres que
no podemos ni tenerle cariño a un hombre, ni que sea un santo varón. Y seguro
que me iba a echar a llorar, aunque una paezca
una fiera, pues es que una no quiere ver que se deshaga to y que se lo lleve el diablo, como cuando sopla la ventisca en
una era.
Maruja
estaba cosiendo y levantó varias veces la cabeza, cuando vio a su madre
trajinar, a su madre, que movía el puchero, mecánicamente. Hizo Maruja, por dos
veces, intención de levantarse de la silla que había entre la puerta y la mesa,
entre el candil encendido que estaba en la mesa y la escasa luz que entraba del
campo. Ya no veía para coser.
Se levantó, por fin, y se dirigió a su madre,
que seguía en lo hondo de la cocina.
—¿Va a estar la cena?
—Sí —respondió la madre—. Hoy no has salío con ese chico.
—No.
—¿Os pasa algo?
—No.
Maruja dejó la costura sobre su regazo y
volvió a sentarse. Le daba el reflejo del candil en la cara. Se puso a pensar:
“Mañana seguro que viene, tiene que decidirse
a hablar con mi padre. El lunes va y me dice el Luis que va a hablar con mi
padre, que en cuanto tiren la chabola va a llevarme con él a su casa, pero como
se pasa solo, casi siempre, porque su tía está sirviendo con unos señoritos por
ese barrio que llaman de Salamanca, dice el Luis que es capaz de llevarse a su
casa a la niña de otra tía suya que vive también por Lavapiés, para que duerma
conmigo y que él echará una manta al suelo, mismamente. Y yo no dije nada y me
callé, aunque conozco a mi padre, que mi madre dice es como moro. Pero, sí, a
lo mejor me voy con Luis y se echa con una manta al suelo, ahora que no hace
frío, pero cuando llegue el otoño, agarra un enfriamiento el pobrecillo, como
la pulmonía que yo tuve en el pueblo, cuando la aceituna. No sé de qué forma
vamos a salir, porque las mujeres deben casarse como está mandao; pero tan pronto me dice el Luis que sí, como está relatando
lo de que tiene que hacer la mili y
buscarse algo más seguro de sueldo, ganar dineros para alquilar una habitación
con derecho a cocina o ponernos a turno pa
una casa de esas de los curas o del Sindicato, una casa de portal; porque es de
Madrí y tos los de aquí son un poco señoringos,
pero son mejores que los mozos del pueblo, que allí las mujeres cuando se casan
no salen de la cocina, ni van a beber una caña ni un vermú a la taberna y están hechas unas esclavas y se cargan de
hijos que no sé cómo se las arreglan… Pero Luis venga a darle vueltas y no se
decide a decirle a papa que tampoco
es pa tanto, aunque a mí me da más
vergüenza que a él. Y hasta le he dicho que si quiere que ya no somos novios”.
Maruja se alegró de que estuvieran tan a
oscuras. Se pasó la mano por la cara, por los ojos y se sorbió la nariz.
“Me da más pena el pensar que ya no seamos
novios y que voy a estar acordándome siempre de este campo, porque no sé qué
cosa me da cuando veo la fuente y la senda y el prao, que se ha puesto amarillo del calor, y se me echan los ojos a
llorar. Y no me voy a poner novia más con ningún chico. Y no sé lo que me va a
pasar”.
Maruja se salió un poco a la puerta, para que
le diera el aire. Quería que el día se pasara deprisa, acostarse pronto y
esperar a mañana. Se figuraba que el sábado vendría Luis. “Mañana quedarán ya
sólo dos días”. Los chiquillos estaban delante de la chabola, sentados en el
suelo, jugando con una madera.
—Mama
dice que en seguida va a estar el cocío
—dijo la muchacha—. No iros por ahí.
—Estamos haciendo un patín —dijo Andresillo—.
Pa juegar a los indios.
Estaba raspando el trozo de madera con una
piedra de filo. Ras, ras, ras. Le daba vueltas en su cabeza a sus cosas.
“El Pepe dice que los indios de las películas
son mentira. El Manolo no quié
dejarme la rueda de rozamiento, dice que nos van a echar de la casa como a los
gitanos porque somos paletos, y le quié
pegar al hermano, pero como le sacuda a mi Mario, le voy a hacer pedrea, le vamos a hacer una pedrea y le vamos a ganar. Y mi papa me
va a hacer una cometa pa que cuando
suba por to el aire, se chinchen,
porque mi papa sí sabe hacer cometas
que suben alto como los aeroplanos y su papa
es de Madrí y los de Madrí no saben hacer cometas».
Mario, el pequeño, miraba a su hermano, a la
madera que el otro iba desgastando poco a poco. Ras, ras. Iba haciendo montones
de arena.
“El hermano me va hacé un patín. Yo soy un campeón. Le pego más patás a la pelota que el Fernando, el de la pipera, y le meto gol.
En el cine se ven los hombres muertos, y el mar, que es mucha agua, y los
hombres que se montan en los caballos. Tengo que trabajar como pa, pa, pa ganar dineros y comprar un
patín mejor que los de ruedas de rodamiento. Yo también sé trabajar, sé pegar
golpes a una madera con una piedra».
VII
Se escapaba la semana. Luis no sabía qué iba
a pasar cuando llegaran los de la piqueta. Quedaban escasamente tres días, y él
no había visto a Maruja y no sabía nada. Era viernes. En el campo, detrás de la
ciudad, estaban los umbrales de otra vida. Luis se daba cuenta de esto y se
encontraba lleno de inquietud.»
[El texto pertenece a la edición en español
de Editorial Gadir, 2014, pp. 73-76. ISBN: 978-84-94201-86-8.]
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