miércoles, 6 de julio de 2022

La señal y otros relatos.- Vsévolod Garshin (1855-1888)


Vsevolod M. Garshin — Stock Photo © Aviavlad3 #10610447
El cobarde


  «Definitivamente, la guerra no me permite estar tranquilo. Veo claramente que se dilata, y decir cuándo acabará es difícil. Nuestros soldados siguen siendo los extraordinarios soldados que fueron siempre, pero el enemigo resultó no ser tan débil como pensábamos; y he aquí que ya han pasado cuatro meses desde que fue declarada la guerra, y todavía no hemos logrado ningún éxito decisivo. Y, mientras tanto, cada día que pasa se lleva a centenares de personas. Tal vez sea cosa de mis nervios el que los telegramas con las cifras de muertos y heridos provoquen en mí una impresión mucho más fuerte que en quienes me rodean. Otro lee tranquilamente: “Las pérdidas de los nuestros son insignificantes. Herido tal oficial; muertos de grado inferior, 50; heridos, 100”, y aún se alegra de que sean pocos. Sin embargo, en lo que a mí respecta, la lectura de esa información hace que inmediatamente se me represente ante los ojos todo un cuadro sangriento. Cincuenta muertos, cien mutilados, ¡una cosa insignificante! ¿Por qué nos indignamos tanto cuando los periódicos dan la noticia de algún asesinato, cuando las víctimas son algunas personas? ¿Por qué el aspecto de los cadáveres atravesados por las balas, tirados en el campo de batalla, no nos golpea con el mismo horror que el aspecto del interior de la casa saqueada por el asesino? ¿Por qué sobre la catástrofe en los terraplenes de Tiligulski, que costó la vida a varias decenas de personas, habló, y mucho, toda Rusia, y al asunto de la avanzadilla con pérdidas “insignificantes”, también de varias decenas de personas, nadie le presta atención?
   Hace unos cuantos días, Lvov, un estudiante de medicina conocido mío con el que frecuentemente discuto sobre la guerra, me dijo:
  —Ya veremos, pacifista, cómo aplica sus convicciones humanitarias cuando le recluten como soldado y se vea obligado a disparar a la gente.
   —A mí, Vasili Petróvich, no me reclutarán: estoy inscrito en la milicia.
   —Sí, si la guerra se alarga, echarán mano hasta de la milicia. No se envalentone, su tumo también llegará.
   Se me encogió el corazón. ¿Cómo no se me había ocurrido eso antes? Realmente echarán mano hasta de la milicia, aquí no hay nada imposible. “Si la guerra se alarga…”. Sí, seguramente se alargará. Y si no se prolonga mucho esta guerra, de todas formas comenzará otra. ¿Por qué no luchar? ¿Por qué no realizar grandes hechos de armas? Me parece que la guerra actual es sólo el principio de las futuras, de las cuales no nos libraremos ni yo, ni mi hermano pequeño, ni el hijo de pecho de mi hermana. Y mi turno llegará muy pronto.
  ¿Dónde se meterá tu “yo”? Tú protestas con todas tus fuerzas contra la guerra, y aun así la guerra te obligará a echarte el arma al hombro, te obligará a ir a morir y a matar. ¡No, eso es imposible! Yo soy un joven tranquilo, de buen corazón, que hasta ahora sólo conocía sus libros, el aula, la familia y unas cuantas personas cercanas, que piensa en comenzar su propio trabajo dentro de uno o dos años, una tarea de amor y verdad; yo, al fin, acostumbrado a observar el mundo objetivamente, acostumbrado a ponerlo delante de mí, que pienso que en todas partes sé ver el mal existente y por lo tanto huyo de ese mal, veo todo mi edificio de tranquilidad derrumbado, y a mí mismo enfundado en los mismos harapos con agujeros y manchas que hace un instante sólo miraba. Y ningún progreso, ningún conocimiento propio ni del mundo, ninguna libertad espiritual me darán la triste libertad física, la libertad de disponer del propio cuerpo.
   Lvov se ríe cuando empiezo a exponerle mi indignación frente a la guerra.
  —Relaciónese de manera más simple con las cosas, querido amigo: la vida le resultará más fácil —dice—. ¿Cree que a mí me resulta agradable esta carnicería? Además de traer desgracia a todos, a mí me hace daño personalmente, no me permite completar los estudios. Dispondrán la graduación acelerada, y nos enviarán a cortar brazos y piernas. Y sin embargo no me dedico a hacer reflexiones inútiles sobre el horror de la guerra, porque por mucho que piense no haré nada para acabar con ella. Verdaderamente, es mejor no pensar y dedicarse a los asuntos propios. Y si me mandan a curar heridos, voy y los curo. Qué se le va a hacer: en semejantes circunstancias es necesario sacrificarse. Por cierto, ¿sabe usted que Masha va como hermana de la caridad?
   —¿De veras?
   —Lo decidió anteayer, y hoy ha ido a hacer prácticas de vendaje. Yo no la disuadí; sólo le pregunté cómo piensa arreglárselas con sus estudios. “Terminaré los estudios después —dijo—, si sobrevivo”. Pues nada, que vaya mi hermanita, algo bueno aprenderá.
   —¿Y qué dice Kuzma Fomich?
LA SEÑAL Y OTROS RELATOS   —Kuzma no dice nada, pero una melancolía atroz se ha apoderado de él y ha abandonado completamente los estudios. Me alegro por él de que mi hermana se vaya: verdaderamente, el hombre se consume, sufre, se ha convertido en su sombra, no hace nada. ¡En fin, cosas del amor! —Vasili Petróvich movió la cabeza—. Y ahora se fue corriendo para traerla a casa, ¡como si ella no hubiera andado por la calle siempre sola!
  —Me parece, Vasili Petróvich, que no es bueno que él viva con ustedes.
  —Por supuesto que no es bueno, pero ¿quién podía preverlo? Para mi hermana y para mí, este piso es grande, sobra una habitación. ¿Por qué no habríamos de alojar en ella a una buena persona? Y una buena persona la cogió y quedó pillado. A mí, la verdad, ella también me irrita: ¡¿en qué es Kuzma peor que ella?! Es bondadoso, nada tonto, bueno. Y a buen seguro ella no se fija en él. En fin, váyase de mi habitación, no tengo tiempo; si quiere ver a mi hermana con Kuzma, vaya al comedor; llegarán pronto.
   —No, Vasili Petróvich, yo tampoco tengo tiempo; ¡adiós!
   Nada más salir a la calle, vi a María Petrovna y a Kuzma. Caminaban callados: María Petrovna, con una expresión de concentración forzada en el rostro, delante, y Kuzma, un poco de lado y detrás, sin atreverse a ir a su lado y lanzando de vez en cuando una mirada de soslayo a su rostro. Pasaron a mi lado sin percatarse de mi presencia.
   No puedo hacer nada y no puedo pensar en nada. He leído sobre la tercera batalla de Plevna. Hubo doce mil bajas entre rusos y rumanos, eso sin contar a los turcos… Doce mil… Esta cifra tan pronto flota ante mí en forma de signos como se extiende en forma de cinta infinita de cadáveres que yacen uno al lado del otro. Si se colocaran hombro con hombro, se formaría un camino de ocho verstas… ¿Qué es esto?
  Me habían contado algo sobre Skóbelev, que se lanzó a no sé dónde, que atacó no sé qué, tomó no sé qué reducto o lo cogieron en él…, no recuerdo. En este espantoso asunto no recuerdo ni veo más que una cosa: una montaña de cadáveres que sirve de pedestal a grandiosos hechos de armas que se incluirán en las páginas de la historia. Es posible que esto sea necesario; no pretendo juzgarlo, y además no puedo hacerlo; no razono sobre la guerra, me refiero a ella visceralmente, indignado por la cantidad de sangre derramada. El toro, ante cuyos ojos matan a toros como él, siente, seguramente, algo parecido… No comprende para qué sirve su muerte, y mira con ojos desorbitados la sangre, y brama desesperado con una voz que desgarra el alma.
  ¿Soy o no soy un cobarde?
   Hoy me han dicho que soy un cobarde. Bien es verdad que lo ha dicho una persona muy frívola, ante quien he expresado el temor de ser reclutado como soldado y mi noluntad de ir a la guerra. Su opinión no me ha afligido, pero me ha suscitado una cuestión: ¿no soy en efecto un cobarde? ¿Puede ser que toda mi indignación contra lo que los demás consideran un gran hecho de armas sea fruto de que temo por mi propio pellejo? ¿Merece realmente la pena preocuparse por una insignificante vida cualquiera cuando se está ante un gran asunto? En definitiva, ¿soy capaz de arriesgar mi vida por alguna causa?
   No he dedicado mucho tiempo a estas cuestiones. He rememorado toda mi vida, todas aquellas situaciones —en verdad no muchas— en las que me vi cara a cara con el peligro, y no he podido culparme de cobardía. No temía por mi vida entonces y no temo ahora. Así que no es la muerte lo que me asusta…
  Continuamente nuevas batallas, nuevas muertes y sufrimientos. Leído el periódico, no soy capaz de acometer nada: en el libro, en lugar de letras, hay tiradas hileras de personas; la pluma parece un arma que le hace al blanco papel negras heridas. Si sigo así, acabaré teniendo auténticas alucinaciones. Además, ahora me ha surgido una nueva preocupación que me distrae un poco de unos y otros pensamientos deprimentes.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Contraseña, 2010, en traducción de Sara Gutiérrez. ISBN: 978-84-9378-183-5.]

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