El cobarde
«Definitivamente, la guerra no me permite estar tranquilo. Veo
claramente que se dilata, y decir cuándo acabará es difícil. Nuestros soldados
siguen siendo los extraordinarios soldados que fueron siempre, pero el enemigo
resultó no ser tan débil como pensábamos; y he aquí que ya han pasado cuatro
meses desde que fue declarada la guerra, y todavía no hemos logrado ningún
éxito decisivo. Y, mientras tanto, cada día que pasa se lleva a centenares de personas.
Tal vez sea cosa de mis nervios el que los telegramas con las cifras de muertos
y heridos provoquen en mí una impresión mucho más fuerte que en quienes me rodean.
Otro lee tranquilamente: “Las pérdidas de los nuestros son insignificantes.
Herido tal oficial; muertos de grado inferior, 50; heridos, 100” , y aún se alegra de que
sean pocos. Sin embargo, en lo que a mí respecta, la lectura de esa información
hace que inmediatamente se me represente ante los ojos todo un cuadro
sangriento. Cincuenta muertos, cien mutilados, ¡una cosa insignificante! ¿Por
qué nos indignamos tanto cuando los periódicos dan la noticia de algún
asesinato, cuando las víctimas son algunas personas? ¿Por qué el aspecto de los
cadáveres atravesados por las balas, tirados en el campo de batalla, no nos
golpea con el mismo horror que el aspecto del interior de la casa saqueada por
el asesino? ¿Por qué sobre la catástrofe en los terraplenes de Tiligulski, que
costó la vida a varias decenas de personas, habló, y mucho, toda Rusia, y al
asunto de la avanzadilla con pérdidas “insignificantes”, también de varias
decenas de personas, nadie le presta atención?
Hace unos cuantos días, Lvov, un estudiante de medicina conocido mío con
el que frecuentemente discuto sobre la guerra, me dijo:
—Ya
veremos, pacifista, cómo aplica sus convicciones humanitarias cuando le
recluten como soldado y se vea obligado a disparar a la gente.
—A mí, Vasili Petróvich, no me reclutarán: estoy inscrito en la milicia.
—Sí, si la guerra se alarga, echarán mano hasta de la milicia. No se
envalentone, su tumo también llegará.
Se me encogió el corazón. ¿Cómo no se me había ocurrido eso antes?
Realmente echarán mano hasta de la milicia, aquí no hay nada imposible. “Si la
guerra se alarga…”. Sí, seguramente se alargará. Y si no se prolonga mucho esta
guerra, de todas formas comenzará otra. ¿Por qué no luchar? ¿Por qué no
realizar grandes hechos de armas? Me parece que la guerra actual es sólo el
principio de las futuras, de las cuales no nos libraremos ni yo, ni mi hermano
pequeño, ni el hijo de pecho de mi hermana. Y mi turno llegará muy pronto.
¿Dónde se meterá tu “yo”? Tú protestas con todas tus fuerzas contra la
guerra, y aun así la guerra te obligará a echarte el arma al hombro, te
obligará a ir a morir y a matar. ¡No, eso es imposible! Yo soy un joven
tranquilo, de buen corazón, que hasta ahora sólo conocía sus libros, el aula,
la familia y unas cuantas personas cercanas, que piensa en comenzar su propio
trabajo dentro de uno o dos años, una tarea de amor y verdad; yo, al fin,
acostumbrado a observar el mundo objetivamente, acostumbrado a ponerlo delante
de mí, que pienso que en todas partes sé ver el mal existente y por lo tanto
huyo de ese mal, veo todo mi edificio de tranquilidad derrumbado, y a mí mismo
enfundado en los mismos harapos con agujeros y manchas que hace un instante
sólo miraba. Y ningún progreso, ningún conocimiento propio ni del mundo,
ninguna libertad espiritual me darán la triste libertad física, la libertad de
disponer del propio cuerpo.
Lvov se ríe cuando empiezo a exponerle mi indignación frente a la
guerra.
—¿De veras?
—Lo decidió anteayer, y hoy ha ido a hacer prácticas de vendaje. Yo no
la disuadí; sólo le pregunté cómo piensa arreglárselas con sus estudios. “Terminaré
los estudios después —dijo—, si sobrevivo”. Pues nada, que vaya mi hermanita,
algo bueno aprenderá.
—¿Y qué dice Kuzma Fomich?
—Kuzma no dice nada, pero una melancolía atroz se ha apoderado de él y
ha abandonado completamente los estudios. Me alegro por él de que mi hermana se
vaya: verdaderamente, el hombre se consume, sufre, se ha convertido en su
sombra, no hace nada. ¡En fin, cosas del amor! —Vasili Petróvich movió la
cabeza—. Y ahora se fue corriendo para traerla a casa, ¡como si ella no hubiera
andado por la calle siempre sola!
—Me parece, Vasili Petróvich, que no es bueno que él viva con ustedes.
—Por supuesto que no es bueno, pero ¿quién podía preverlo? Para mi
hermana y para mí, este piso es grande, sobra una habitación. ¿Por qué no
habríamos de alojar en ella a una buena persona? Y una buena persona la cogió y
quedó pillado. A mí, la verdad, ella también me irrita: ¡¿en qué es Kuzma peor
que ella?! Es bondadoso, nada tonto, bueno. Y a buen seguro ella no se fija en
él. En fin, váyase de mi habitación, no tengo tiempo; si quiere ver a mi
hermana con Kuzma, vaya al comedor; llegarán pronto.
—No, Vasili Petróvich, yo tampoco tengo tiempo; ¡adiós!
Nada más salir a la calle, vi a María Petrovna y a Kuzma. Caminaban
callados: María Petrovna, con una expresión de concentración forzada en el
rostro, delante, y Kuzma, un poco de lado y detrás, sin atreverse a ir a su
lado y lanzando de vez en cuando una mirada de soslayo a su rostro. Pasaron a
mi lado sin percatarse de mi presencia.
No puedo hacer nada y no puedo pensar en nada. He leído sobre la tercera
batalla de Plevna. Hubo doce mil bajas entre rusos y rumanos, eso sin contar a
los turcos… Doce mil… Esta cifra tan pronto flota ante mí en forma de signos
como se extiende en forma de cinta infinita de cadáveres que yacen uno al lado
del otro. Si se colocaran hombro con hombro, se formaría un camino de ocho
verstas… ¿Qué es esto?
Me habían contado algo sobre Skóbelev, que se lanzó a no sé dónde, que
atacó no sé qué, tomó no sé qué reducto o lo cogieron en él…, no recuerdo. En
este espantoso asunto no recuerdo ni veo más que una cosa: una montaña de
cadáveres que sirve de pedestal a grandiosos hechos de armas que se incluirán
en las páginas de la historia. Es posible que esto sea necesario; no pretendo
juzgarlo, y además no puedo hacerlo; no razono sobre la guerra, me refiero a
ella visceralmente, indignado por la cantidad de sangre derramada. El toro,
ante cuyos ojos matan a toros como él, siente, seguramente, algo parecido… No
comprende para qué sirve su muerte, y mira con ojos desorbitados la sangre, y
brama desesperado con una voz que desgarra el alma.
¿Soy o no soy un cobarde?
Hoy me han dicho que soy un cobarde. Bien es verdad que lo ha dicho una
persona muy frívola, ante quien he expresado el temor de ser reclutado como
soldado y mi noluntad de ir a la guerra. Su opinión no me ha afligido, pero me
ha suscitado una cuestión: ¿no soy en efecto un cobarde? ¿Puede ser que toda mi
indignación contra lo que los demás consideran un gran hecho de armas sea fruto
de que temo por mi propio pellejo? ¿Merece realmente la pena preocuparse por
una insignificante vida cualquiera cuando se está ante un gran asunto? En
definitiva, ¿soy capaz de arriesgar mi vida por alguna causa?
No he dedicado mucho tiempo a estas cuestiones. He rememorado toda mi
vida, todas aquellas situaciones —en verdad no muchas— en las que me vi cara a
cara con el peligro, y no he podido culparme de cobardía. No temía por mi vida
entonces y no temo ahora. Así que no es la muerte lo que me asusta…
Continuamente nuevas batallas, nuevas muertes y sufrimientos. Leído el
periódico, no soy capaz de acometer nada: en el libro, en lugar de letras, hay
tiradas hileras de personas; la pluma parece un arma que le hace al blanco
papel negras heridas. Si sigo así, acabaré teniendo auténticas alucinaciones.
Además, ahora me ha surgido una nueva preocupación que me distrae un poco de
unos y otros pensamientos deprimentes.»
[El texto pertenece a la
edición en español de Editorial Contraseña, 2010, en traducción de Sara
Gutiérrez. ISBN: 978-84-9378-183-5.]
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