domingo, 3 de julio de 2022

Primates y filósofos. La evolución de la moral del simio al hombre.- Frans de Waal (1948)


Frans de Waal | Planeta de Libros
Apéndice C: Los derechos de los animales


  «Supongamos que, tras escapar por los pelos de las garras de un leopardo, una gacela decide llamar a su abogado para quejarse de que su derecho a pastar donde ella quiera ha sido violado una vez más. ¿Debería denunciar al leopardo, o pensará acaso su abogado que también los predadores tienen derechos?
 Absurdo, ¿verdad? Ciertamente, estoy a favor de los esfuerzos que se realizan para frenar los abusos contra los animales, pero albergo serias dudas sobre el método elegido, que ha desembocado en que en las facultades de derecho de Estados Unidos se estén ofreciendo cursos de «derecho animal». No están hablando de la ley de la jungla, sino de aplicar los principios de la justicia a los animales. Para personas como Steven M. Wise, el abogado encargado de la docencia de este curso en Harvard, los animales no son una simple propiedad, sino seres merecedores de derechos tan firmes e incontestables como los derechos constitucionales de las personas. Algunos defensores de los derechos de los animales han llegado a reclamar que los chimpancés merecen disfrutar de libertad y de su integridad corporal.
 Este punto de vista ha ido ganando adeptos. Por ejemplo, el Tribunal de Apelaciones del Distrito de Columbia confirmó el derecho de un visitante humano al zoo de la ciudad a entablar un pleito para conseguir que los chimpancés tuvieran compañía. En la última década, los parlamentos de varios Estados han elevado la crueldad contra los animales a la categoría de delito grave, en lugar de considerarlos como faltas.
 El debate sobre los derechos de los animales no es nuevo. Recuerdo todavía algunas de las discusiones de tinte surrealista que mantenían los científicos en la década de 1970, en las que se despreciaba el sufrimiento animal como una cuestión sentimentaloide. Junto a firmes avisos para evitar caer en el antropomorfismo, era entonces dominante el punto de vista que sostenía que los animales no eran sino meros robots, desprovistos de sentimientos, ideas o emociones. Los científicos sostenían, con la cara muy seria, que los animales no pueden sufrir, o al menos no como lo hacemos los humanos. Cuando un pez sale del agua con un enorme anzuelo metido en la boca y se agita violentamente en tierra firme, ¿cómo podemos saber lo que siente? ¿No estaremos acaso proyectando?
 Esta idea cambió en la década de 1980 con la aplicación de las teorías cognitivas al comportamiento animal. Actualmente, empleamos términos como «planificación» y «conciencia» al referirnos a los animales. Se cree que comprenden el efecto de sus actos, que son capaces de comunicar emociones y de tomar decisiones. Se cree incluso que algunos animales, como los chimpancés, poseen una política y cultura rudimentarias.
 En mi experiencia, los chimpancés intentan conseguir el poder tan incansablemente como ciertas personas en Washington, y están al tanto de los servicios dados y recibidos en un mercado caracterizado por los intercambios. Sus sentimientos pueden oscilar entre la gratitud por el apoyo político a la ira si uno de ellos viola una norma social. Todo ello va mucho más allá del mero temor, dolor o enfado: la vida emocional de estos animales es mucho más cercana a la nuestra de lo que pensábamos.
 Esta nueva forma de ver las cosas podría transformar nuestra actitud hacia los chimpancés y, por extensión, hacia otros animales, pero de ahí a decir que la única forma de garantizar que se les dé un trato decente es dándoles derechos y abogados va un trecho. Supongo que esto es muy americano, pero los derechos forman parte de un contrato social que no tiene sentido sin la existencia de deberes. Ésta es la razón por la que el indignante paralelismo que los defensores de los derechos de los animales establecen con la abolición de la esclavitud es, además de insultante, moralmente imperfecto: los esclavos pueden y deben convertirse en miembros de pleno derecho de la sociedad; los animales, no.
 De hecho, la concesión de derechos a los animales depende por entero de nuestra buena voluntad. Consecuentemente, los animales disfrutarán únicamente de aquellos derechos que les concedamos. Nunca oiremos hablar del derecho de los roedores a ocupar nuestros hogares, del derecho de los estorninos a atacar cerezos, o de perros que decidan qué ruta habrá de seguir su dueño. En mi opinión, los derechos que se conceden de forma selectiva no pueden ser calificados de tales.
 ¿Qué ocurriría si en lugar de hablar de derechos invocásemos simplemente el sentido de la obligación? Al igual que enseñamos a los niños a respetar un árbol haciendo referencia a su edad, deberíamos utilizar los nuevos conocimientos relativos a la vida mental de los animales para insuflar una ética humanitaria que tome en consideración algo más que nuestros propios intereses.
 Aun cuando muchos animales sociales han desarrollado tendencias afectivas y altruistas, es raro que dirijan dichas tendencias a otras especies. El trato que un leopardo da a una gacela es un ejemplo típico. Somos la primera especie en aplicar estas tendencias que evolucionaron dentro del grupo a un círculo más amplio de humanos, y podemos hacer lo mismo con otros animales: el trato humanitario, y no los derechos, se convertirían entonces en la pieza central de nuestra actitud hacia los mismos.

   La jubilación de los simios

   La discusión precedente (modificada a partir de una columna de opinión aparecida en el New York Times el 20 de agosto de 1999 con el título “Nosotros el Pueblo [y otros Animales]...”) pone en tela de juicio la postura de quienes invocan “derechos” para los animales, pero no explica mi posición respecto a las prácticas de investigación médica agresivas.
 Es una cuestión compleja, porque creo que nuestra primera obligación moral es para con los miembros de nuestra propia especie. No conozco a ningún defensor de los derechos de los animales que necesite atención médica urgente y que la rechace. Esto es así aun cuando todos los tratamientos de la medicina moderna se derivan de investigaciones con animales: cualquier persona que entra en un hospital hace uso de la investigación en animales. Parece, pues, existir un consenso, aun entre quienes protestan contra las pruebas con animales, que la salud y el bienestar humanos preceden a casi todo lo demás. La pregunta, entonces, es: ¿qué es lo que estamos dispuestos a sacrificar? ¿Qué tipo de animales estamos dispuestos a someter a estudios médicos agresivos, y cuáles son los límites de tales procedimientos? Para la mayoría de la gente, ésta es una cuestión de grado, no de absolutos. La utilización de ratones para desarrollar nuevas medicinas contra el cáncer no se pone al mismo nivel que disparar contra cerdos para probar el impacto de las balas, y esta segunda prueba no está al mismo nivel que inocular a un chimpancé con una enfermedad mortal. En un complejo cálculo en el que las ganancias se enfrentan al dolor causado, adoptamos decisiones relativas a la ética de la investigación con animales basándonos en nuestros sentimientos respecto al tipo de procedimiento, la especie animal de la que se trate y los beneficios para los humanos.
Evolución y Neurociencias: Primates y Filósofos: La Evolución de ... Sin entrar en las razones o incongruencias de por qué favorecemos a algunos animales por encima de otros y ciertos procedimientos por encima de otros, personalmente soy de la opinión de que los simios merecen un estatus especial. Son nuestros parientes más próximos y tienen vidas sociales y emocionales muy parecidas a las nuestras, además de una inteligencia similar. Éste es, evidentemente, un argumento antropomórfico como el que más, pero es una idea que comparten muchas de las personas que trabajan con simios. Su cercanía les convierte en modelos médicos ideales y éticamente problemáticos.
 Si bien son muchas las personas que prefieren adoptar una posición moral basada en la lógica, esto es, en hechos exclusivamente empíricos (como por ejemplo la a menudo mencionada capacidad de los simios de reconocerse frente al espejo), no existe una postura moral razonada que sea completamente sólida. Creo que las decisiones morales tienen una base emocional, y dado que es fácil sentir empatía hacia criaturas que física y psicológicamente se parecen a nosotros, los simios nos hacen sentir más culpables a la hora de hacerles daño que en el caso de otros animales. Estos sentimientos juegan un papel importante a la hora de adoptar una decisión ética sobre los experimentos en animales.
 A lo largo de los años, he visto cómo la actitud dominante se ha ido transformando: del énfasis en la utilidad médica de los simios hemos pasado a enfatizar su estatus ético. Hemos llegado a un punto en el que los simios son modelos médicos a los que recurrimos en última instancia. Actualmente, no está permitido que un estudio médico que pueda ser llevado a cabo con monos, como por ejemplo mandriles o macacos, se lleve a cabo con chimpancés. Dado que el número de cuestiones científicas relativas a los simios está en retroceso, tenemos un “exceso” de chimpancés. La comunidad médica ya nos está diciendo que contamos con más chimpancés de los necesarios para sus investigaciones.
 Creo que éste es un avance positivo, y estoy a favor de que la situación siga progresando hasta que sea posible prescindir por completo de los chimpancés. Aún no hemos alcanzado este punto, pero la creciente reticencia a utilizar chimpancés ha llevado a los diferentes institutos nacionales de la salud a adoptar el histórico paso de solicitar públicamente la jubilación de estos animales. La instalación más importante es el llamado Chimp Haven (El Refugio de los Chimpancés), que en 2005 inauguró una gran instalación al aire libre donde jubilar a los chimpancés retirados de los protocolos de investigación médica.
 Mientras tanto, seguiremos utilizando chimpancés en estudios no agresivos, tales como investigaciones sobre el envejecimiento, la genética, la imagen del cerebro, el comportamiento social o la inteligencia. Se trata de estudios que no exigen infligir daños al animal. La definición que empleo para decidir si una investigación es no agresiva es que se trate "del tipo de investigación que no nos importaría realizar en voluntarios humanos". Esto implicaría no realizar pruebas con productos químicos, ni transmitirles ninguna enfermedad que no tengan, no realizar operaciones quirúrgicas que impliquen una merma de sus capacidades, y así sucesivamente.
 Estas investigaciones nos ayudarán a seguir aprendiendo cosas sobre nuestros parientes más próximos de una forma relajada e incluso agradable. Añado este último punto porque a los chimpancés con los que trabajo les gustan sobremanera las pruebas realizadas con ordenador: la manera más fácil de hacer que entren en nuestras instalaciones es mostrándoles un carrito con un ordenador. Entonces, se apresuran a entrar para pasar una hora que ellos ven como una hora de juegos y nosotros, como una hora de pruebas cognitivas.
 Idealmente, todas las investigaciones que realicemos con simios deberían ser mutuamente beneficiosas y agradables.»

        [Ediciones Paidós Ibérica, 2006, en traducción de Vanesa Casanova Fernández. ISBN: 978-84-493-2038-5.]

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