Apéndice C: Los
derechos de los animales
«Supongamos que, tras escapar por los pelos de las garras de un
leopardo, una gacela decide llamar a su abogado para quejarse de que su derecho
a pastar donde ella quiera ha sido violado una vez más. ¿Debería denunciar al
leopardo, o pensará acaso su abogado que también los predadores tienen
derechos?
Absurdo, ¿verdad? Ciertamente, estoy a favor de los esfuerzos que se
realizan para frenar los abusos contra los animales, pero albergo serias dudas
sobre el método elegido, que ha desembocado en que en las facultades de derecho
de Estados Unidos se estén ofreciendo cursos de «derecho animal». No están
hablando de la ley de la jungla, sino de aplicar los principios de la justicia
a los animales. Para personas como Steven M. Wise, el abogado encargado de la
docencia de este curso en Harvard, los animales no son una simple propiedad,
sino seres merecedores de derechos tan firmes e incontestables como los
derechos constitucionales de las personas. Algunos defensores de los derechos
de los animales han llegado a reclamar que los chimpancés merecen disfrutar de
libertad y de su integridad corporal.
Este punto de vista ha ido ganando adeptos.
Por ejemplo, el Tribunal de Apelaciones del Distrito de Columbia confirmó el
derecho de un visitante humano al zoo de la ciudad a entablar un pleito para
conseguir que los chimpancés tuvieran compañía. En la última década, los
parlamentos de varios Estados han elevado la crueldad contra los animales a la
categoría de delito grave, en lugar de considerarlos como faltas.
El debate sobre los derechos de los animales
no es nuevo. Recuerdo todavía algunas de las discusiones de tinte surrealista
que mantenían los científicos en la década de 1970, en las que se despreciaba
el sufrimiento animal como una cuestión sentimentaloide. Junto a firmes avisos
para evitar caer en el antropomorfismo, era entonces dominante el punto de
vista que sostenía que los animales no eran sino meros robots, desprovistos de
sentimientos, ideas o emociones. Los científicos sostenían, con la cara muy
seria, que los animales no pueden sufrir, o al menos no como lo hacemos
los humanos. Cuando un pez sale del agua con un enorme anzuelo metido en la boca
y se agita violentamente en tierra firme, ¿cómo podemos saber lo que siente?
¿No estaremos acaso proyectando?
Esta idea cambió en la década de 1980 con la
aplicación de las teorías cognitivas al comportamiento animal. Actualmente,
empleamos términos como «planificación» y «conciencia» al referirnos a los
animales. Se cree que comprenden el efecto de sus actos, que son capaces de
comunicar emociones y de tomar decisiones. Se cree incluso que algunos
animales, como los chimpancés, poseen una política y cultura rudimentarias.
En mi experiencia, los chimpancés intentan
conseguir el poder tan incansablemente como ciertas personas en Washington, y
están al tanto de los servicios dados y recibidos en un mercado caracterizado
por los intercambios. Sus sentimientos pueden oscilar entre la gratitud por el
apoyo político a la ira si uno de ellos viola una norma social. Todo ello va
mucho más allá del mero temor, dolor o enfado: la vida emocional de estos
animales es mucho más cercana a la nuestra de lo que pensábamos.
Esta nueva forma de ver las cosas podría
transformar nuestra actitud hacia los chimpancés y, por extensión, hacia otros
animales, pero de ahí a decir que la única forma de garantizar que se les dé un
trato decente es dándoles derechos y abogados va un trecho. Supongo que esto es
muy americano, pero los derechos forman parte de un contrato social que no
tiene sentido sin la existencia de deberes. Ésta es la razón por la que el
indignante paralelismo que los defensores de los derechos de los animales
establecen con la abolición de la esclavitud es, además de insultante,
moralmente imperfecto: los esclavos pueden y deben convertirse en miembros de
pleno derecho de la sociedad; los animales, no.
De hecho, la concesión de derechos a los
animales depende por entero de nuestra buena voluntad. Consecuentemente, los
animales disfrutarán únicamente de aquellos derechos que les concedamos. Nunca
oiremos hablar del derecho de los roedores a ocupar nuestros hogares, del
derecho de los estorninos a atacar cerezos, o de perros que decidan qué ruta
habrá de seguir su dueño. En mi opinión, los derechos que se conceden de forma
selectiva no pueden ser calificados de tales.
¿Qué ocurriría si en lugar de hablar de
derechos invocásemos simplemente el sentido de la obligación? Al igual que
enseñamos a los niños a respetar un árbol haciendo referencia a su edad,
deberíamos utilizar los nuevos conocimientos relativos a la vida mental de los
animales para insuflar una ética humanitaria que tome en consideración algo más
que nuestros propios intereses.
Aun cuando muchos animales sociales han
desarrollado tendencias afectivas y altruistas, es raro que dirijan dichas
tendencias a otras especies. El trato que un leopardo da a una gacela es un
ejemplo típico. Somos la primera especie en aplicar estas tendencias que
evolucionaron dentro del grupo a un círculo más amplio de humanos, y podemos
hacer lo mismo con otros animales: el trato humanitario, y no los derechos, se
convertirían entonces en la pieza central de nuestra actitud hacia los mismos.
La jubilación de los simios
La discusión precedente (modificada a partir de una columna de opinión
aparecida en el New York Times el 20 de agosto de 1999 con el título “Nosotros
el Pueblo [y otros Animales]...”) pone en tela de juicio la postura de quienes
invocan “derechos” para los animales, pero no explica mi posición respecto a
las prácticas de investigación médica agresivas.
Es una cuestión compleja, porque creo que
nuestra primera obligación moral es para con los miembros de nuestra propia
especie. No conozco a ningún defensor de los derechos de los animales que
necesite atención médica urgente y que la rechace. Esto es así aun cuando todos
los tratamientos de la medicina moderna se derivan de investigaciones con
animales: cualquier persona que entra en un hospital hace uso de la
investigación en animales. Parece, pues, existir un consenso, aun entre quienes
protestan contra las pruebas con animales, que la salud y el bienestar humanos
preceden a casi todo lo demás. La pregunta, entonces, es: ¿qué es lo que
estamos dispuestos a sacrificar? ¿Qué tipo de animales estamos dispuestos a
someter a estudios médicos agresivos, y cuáles son los límites de tales
procedimientos? Para la mayoría de la gente, ésta es una cuestión de grado, no
de absolutos. La utilización de ratones para desarrollar nuevas medicinas
contra el cáncer no se pone al mismo nivel que disparar contra cerdos para
probar el impacto de las balas, y esta segunda prueba no está al mismo nivel
que inocular a un chimpancé con una enfermedad mortal. En un complejo cálculo
en el que las ganancias se enfrentan al dolor causado, adoptamos decisiones
relativas a la ética de la investigación con animales basándonos en nuestros
sentimientos respecto al tipo de procedimiento, la especie animal de la que se
trate y los beneficios para los humanos.
Sin entrar en las razones o incongruencias de
por qué favorecemos a algunos animales por encima de otros y ciertos
procedimientos por encima de otros, personalmente soy de la opinión de que los
simios merecen un estatus especial. Son nuestros parientes más próximos y
tienen vidas sociales y emocionales muy parecidas a las nuestras, además de una
inteligencia similar. Éste es, evidentemente, un argumento antropomórfico como
el que más, pero es una idea que comparten muchas de las personas que trabajan
con simios. Su cercanía les convierte en modelos médicos ideales y éticamente
problemáticos.
Si bien son muchas las personas que prefieren
adoptar una posición moral basada en la lógica, esto es, en hechos
exclusivamente empíricos (como por ejemplo la a menudo mencionada capacidad de
los simios de reconocerse frente al espejo), no existe una postura moral
razonada que sea completamente sólida. Creo que las decisiones morales tienen
una base emocional, y dado que es fácil sentir empatía hacia criaturas que
física y psicológicamente se parecen a nosotros, los simios nos hacen sentir
más culpables a la hora de hacerles daño que en el caso de otros animales.
Estos sentimientos juegan un papel importante a la hora de adoptar una decisión
ética sobre los experimentos en animales.
A lo largo de los años, he visto cómo la
actitud dominante se ha ido transformando: del énfasis en la utilidad médica de
los simios hemos pasado a enfatizar su estatus ético. Hemos llegado a un punto
en el que los simios son modelos médicos a los que recurrimos en última
instancia. Actualmente, no está permitido que un estudio médico que pueda ser
llevado a cabo con monos, como por ejemplo mandriles o macacos, se lleve a cabo
con chimpancés. Dado que el número de cuestiones científicas relativas a los
simios está en retroceso, tenemos un “exceso” de chimpancés. La comunidad
médica ya nos está diciendo que contamos con más chimpancés de los necesarios
para sus investigaciones.
Creo que éste es un avance positivo, y estoy a
favor de que la situación siga progresando hasta que sea posible prescindir por
completo de los chimpancés. Aún no hemos alcanzado este punto, pero la
creciente reticencia a utilizar chimpancés ha llevado a los diferentes
institutos nacionales de la salud a adoptar el histórico paso de solicitar
públicamente la jubilación de estos animales. La instalación más importante es
el llamado Chimp Haven (El Refugio de los Chimpancés), que en 2005 inauguró una
gran instalación al aire libre donde jubilar a los chimpancés retirados de los
protocolos de investigación médica.
Mientras tanto, seguiremos utilizando
chimpancés en estudios no agresivos, tales como investigaciones sobre el
envejecimiento, la genética, la imagen del cerebro, el comportamiento social o
la inteligencia. Se trata de estudios que no exigen infligir daños al animal.
La definición que empleo para decidir si una investigación es no agresiva es
que se trate "del tipo de investigación que no nos importaría realizar en
voluntarios humanos". Esto implicaría no realizar pruebas con productos
químicos, ni transmitirles ninguna enfermedad que no tengan, no realizar
operaciones quirúrgicas que impliquen una merma de sus capacidades, y así
sucesivamente.
Estas investigaciones nos ayudarán a seguir
aprendiendo cosas sobre nuestros parientes más próximos de una forma relajada e
incluso agradable. Añado este último punto porque a los chimpancés con los que
trabajo les gustan sobremanera las pruebas realizadas con ordenador: la manera
más fácil de hacer que entren en nuestras instalaciones es mostrándoles un
carrito con un ordenador. Entonces, se apresuran a entrar para pasar una hora
que ellos ven como una hora de juegos y nosotros, como una hora de pruebas
cognitivas.
Idealmente, todas las investigaciones que
realicemos con simios deberían ser mutuamente beneficiosas y agradables.»
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