VIII.-Igualdad en una
sociedad multicultural
«Gran parte de la discusión tradicional sobre
la igualdad incurre en una falacia derivada de la teoría sobre la naturaleza
humana de la que parte. Como hemos tenido ocasión de ver, muchos filósofos
intentan comprender al ser humano a partir de una teoría esencialista de la
naturaleza humana y consideran que la cultura es algo que sólo tiene una
importancia marginal. En términos generales suelen afirmar que lo que
caracteriza a los seres humanos son dos tipos de rasgos. Unos son comunes a
todos, en la medida en que todos los hombres están hechos a imagen y semejanza
de Dios, tienen alma, son seres espirituales, tienen capacidades y necesidades
comunes y una constitución natural similar. Otros rasgos varían de cultura en
cultura y de individuo en individuo. Los primeros se supone que constituyen su
humanidad y gozan de un status ontológico privilegiado. Se cree que los seres
humanos son iguales debido a estos rasgos compartidos, y se entiende que la
igualdad consiste en tratarles más o menos de la misma manera y en concederles
más o menos el mismo conjunto de derechos.
He señalado que esta idea de los seres humanos
es profundamente equivocada. Los seres humanos son seres naturales y culturales
a la vez, comparten una identidad común pero de forma culturalmente mediada.
Son similares y son diferentes, sus similitudes y diferencias no coexisten
pasivamente sino que se interpenetran y ninguna de ellas es ontológicamente
superior o moralmente más importante. No podemos fundamentar la igualdad en la
uniformidad de los seres humanos porque esta última resulta ser inseparable de
las diferencias que existen entre ellos, y ontológicamente no es más
importante. Además, basar la igualdad en la uniformidad tiene consecuencias
desafortunadas. Supone que debemos tratar igual a los seres humanos en aquellos
aspectos en los que son similares y no en aquellos en que son diferentes. Si
bien se les garantiza la igualdad a nivel de su naturaleza humana compartida,
se les niega a nivel cultural (en el que es igual de importante). En nuestras
discusiones sobre los griegos, los cristianos y los filósofos liberales también
hemos comprobado lo fácil que resulta pasar de la uniformidad al monismo.
Puesto que se supone que los seres humanos son básicamente lo mismo, sólo se
considera digna de ellos un tipo determinado de vida, y aquellos que no sean
capaces de vivirla o bien no merecen la igualdad, o bien sólo la merecerán tras
haber sido debidamente civilizados. Así, la idea de igualdad se convierte en un
mecanismo ideológico que permite llevar a la humanidad en determinada
dirección. Una teoría de la igualdad basada en la uniformidad humana es a la
vez filosóficamente incoherente y moralmente problemática.
Los seres humanos comparten ciertas
capacidades y tienen necesidades comunes, pero las definen y estructuran de
forma diferente y desarrollan nuevas que son exclusivamente suyas. Puesto que
los seres humanos son a la vez similares y diferentes, deberían ser tratados
igual teniendo en cuenta ambos aspectos. Un punto de vista como éste, que
fundamenta la igualdad no en la uniformidad humana, sino en el juego cruzado de
igualdad y diferencia, inserta la diferencia en todo concepto de igualdad, es
inmune a la distorsión monista y rompe con la ecuación tradicional según la
cual igualdad es igual a similitud. Cuando cambia la base de la igualdad
también lo hace su contenido. La igualdad implica igual libertad u oportunidad
de ser diferente y, si queremos tratar igual a todos los seres humanos, debemos
tener en cuenta tanto sus similitudes como sus diferencias. Cuando estas
últimas no son relevantes, la igualdad supone un tratamiento uniforme o
idéntico; cuando lo son se requiere un tratamiento diferenciado. Igualdad de
derechos no significa que estos derechos sean idénticos, porque los individuos
con distintos trasfondos culturales y necesidades pueden precisar de derechos
diferentes para gozar de igualdad en relación a cualesquiera que sea el
contenido de esos derechos. La igualdad no sólo implica el rechazo de las
diferencias irrelevantes, como se suele decir, sino también un pleno
reconocimiento de las legítimas y relevantes.
La igualdad se articula a distintos niveles
interrelacionados entre sí. Al nivel más básico implica igualdad en el respeto
y los derechos, a un nivel ligeramente más elevado, en las oportunidades,
autoestima, valoración personal, etc. y a nivel aún más alto, igualdad de
poder, de obtener bienestar y de desarrollar las capacidades básicas requeridas
para alcanzar la excelencia humana. La sensibilidad ante las diferencias tiene
importancia en cada uno de estos niveles. A duras penas podemos decir que
respetamos a una persona si la tratamos con desprecio o la privamos de todo
aquello que da sentido a su vida y la convierte en el tipo de persona que es.
Por lo tanto, el respeto hacia una persona implica situarla en un trasfondo
cultural, entrar con simpatía en su mundo de ideas e interpretar su conducta en
términos de su sistema de significados. Podemos ilustrar este punto con un
ejemplo sencillo. Se ha descubierto recientemente que los candidatos asiáticos
a ocupar puestos de trabajo en Gran Bretaña puntuaban sistemáticamente más bajo
debido a que su hábito de mostrar respeto hacia quienes les entrevistaban no
mirándoles a los ojos, hacía que éstos llegaran a la conclusión de que eran
sospechosos, taimados y probablemente poco de fiar. Al no ser capaces de
apreciar el sistema de significados y las prácticas culturales de los
candidatos, los entrevistadores acababan tratándoles igual que a sus homólogos
blancos. De forma comprensible pero equivocada asumían que todos los seres
humanos comparten, o incluso quizá que deben compartir, un sistema de significados
idéntico que predeciblemente resultará ser el suy propio. Este ejemplo
relativamente trivial ilustra los estragos que podemos crear fácilmente al
universalizar acríticamente las categorías y normas de nuestra propia cultura.
Al igual que el concepto de igualdad en el
respeto, el concepto de igualdad de oportunidades también debe ser interpretado
de una forma culturalmente sensible. La oportunidad es un concepto que depende
del sujeto al que se aplica ya que las posibilidades, los recursos, o un curso
de acción únicamente constituyen una posibilidad pasiva y muda y no una
oportunidad para una persona que carece de la capacidad, la disposición
cultural o el conocimiento de la cultura necesario para extraer alguna ventaja
de ello. En principio, un sij es libre de enviar a su hijo a un colegio en el
que se prohíba el uso de turbantes, pero en el fondo, a efectos prácticos, no
se trata de una posibilidad real. Lo mismo cabría decir de un judío ortodoxo al
que se le pide que renuncie a su yarmulke
o de una musulmana a la que se le sugiere que se ponga una falda corta, o
de un hindú vegetariano al que se exige que coma carne como condición necesaria
para acceder a ciertos puestos de trabajo. Aunque la incapacidad implicada sea
de tipo cultural y no de naturaleza física y, por lo tanto, esté sometida al
control humano, el grado de control varía enormemente. En algunos casos se
puede vencer una incapacidad cultural con relativa facilidad reinterpretando de
forma adecuada la norma o práctica cultural relevante. En otros, forma parte
del sentido de identidad del sujeto, incluso de su forma de entender el respeto
que se debe a sí mismo y no se la puede superar sin experimentar una fuerte
sensación de pérdida moral. Manteniéndose todo igual, cuando una incapacidad cultural
es del primer tipo, se les puede pedir a los individuos implicados que la
superen, o al menos que carguen con el coste económico que supone hallarle
acomodo. Cuando es del segundo tipo, se aproxima bastante a una incapacidad
natural y la sociedad debería hacerse cargo, al menos, de la mayor parte del
coste que supone la necesidad de su mantenimiento. A menudo lo que acaba siendo
objeto de discusión es qué tipo de incapacidad entra en qué categoría, algo que
sólo puede resolverse recurriendo al diálogo entre las partes implicadas.
Es preciso definir tanto la igualdad ante la
ley, como la igualdad en la protección brindada por la ley, de forma
culturalmente sensible. Desde el punto de vista formal, una ley que prohíbe el
uso de drogas trata a todos por igual, pero de hecho discrimina a aquellos para
quienes el uso de ciertas drogas es un requisito religioso o cultural, como
sucede en el caso del peyote y la marihuana respectivamente para los indios
norteamericanos y los rastafaris. Lo que no significa que no podamos prohibir
su uso, sino más bien que tenemos que tener en cuenta el desigual impacto
generado por esta prohibición y contar con fuertes razones adicionales para
exceptuar a estos grupos de su cumplimiento. El gobierno de los Estados Unidos
mostró la sensibilidad cultural debida, cuando exceptuó de la prohibición de
consumo de alcohol a judíos y católicos que estuvieran celebrando sus ritos
ceremoniales durante la Ley Seca.
El que la ley proteja por igual también puede
requerir de tratamientos diferenciados. Teniendo en cuenta la horrible realidad
del holocausto y la persistente tendencia al antisemitismo en la vida cultural
alemana, tiene mucho sentido en ese país que los ataques físicos a los judíos
se castiguen con mayor dureza, o que no se admita que nadie niegue el
holocausto. Puede que en otras sociedades se haya estado demonizando durante
largo tiempo a otros grupos como gitanos, negros o musulmanes. Cuando se han
visto expuestos al odio y la hostilidad a lo largo del tiempo puede que precisen
asimismo un tratamiento diferenciado. Aunque en principio parezca que el
tratamiento diferencial a estos grupos viola el principio de igualdad, de hecho
lo que hace es colocarles en situación de igualdad respecto del resto de sus
conciudadanos.
En una sociedad culturalmente homogénea los
individuos comparten en términos generales necesidades, normas, motivaciones,
costumbres sociales y modelos de conducta similares. En este caso, igualdad de
derechos puede significar tener más o menos los mismos derechos, y gozar del
mismo trato implica ser tratado más o menos igual. Así, el principio de
igualdad parece relativamente fácil de definir y de aplicar y las desviaciones
discriminatorias se identifican sin que haya grandes desacuerdos. Pero esto no
ocurre así en sociedades culturalmente diversas. En términos generales la
igualdad consiste en tratar por igual a aquellos que juzgamos iguales en
aspectos relevantes. Lo más probable es que en una sociedad culturalmente
diversa los ciudadanos se muestren en desacuerdo respecto de los aspectos que
deben ser considerados relevantes en un contexto dado, respecto de las
respuestas adecuadas y sobre lo que significa un trato igualitario. Además, una
vez que tenemos en cuenta las diferencias culturales, tratamiento igualitario
no significa tratamiento idéntico, sino diferencial. Llegados a este punto
surge la cuestión de cómo asegurarnos de que realmente se aplica el principio
transculturalmente y no se está utilizando como plataforma para la
discriminación o el privilegio.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Istmo, 2005, en
traducción de Sandra Chaparro, pp.
353-358. ISBN: 978-84-7090-460-8.]
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