«Esta
es la casa de Emilia. La tarde anterior hubiera deseado
encontrar cien pretextos para no poner los pies en ella. Hoy, en
cambio, se ha dicho: “Es casi imposible que suceda, pero no hay que descartarlo
en absoluto; ¡quién sabe si nos encontraremos con Emilia!” Esta es su
casa; tal vez resulte más probable verla algún día aquí que en el colegio,
donde hasta dentro de un año, y eso si celebran una función, no hay la menor
probabilidad de entrar. Una probabilidad mínima; una sobre trescientas sesenta
y cinco, tantas como los días del año.
Y aunque no pueda ver a Emilia,
piensa que ésta es tu casa. No es la casa de Giorgio ni la del ingeniero Ercolani, el austero y barbudo ingeniero con
el que se cruza algunas veces, al atardecer, cuando aquél se dirige al
Ayuntamiento o al despacho del viceprefecto; ni la casa de la señorita Cora, de la que dicen los jovencitos que
tendrá una de las más ricas dotes de la ciudad, si bien el que se case con ella
deberá hacerle comprender enseguida que las riendas han de estar en manos del
marido. Esta es simplemente la casa de una sola persona en el mundo; la
casa de un nombre único. “Ayer fui un estúpido al negarme a venir”, piensa Mario.
Lo que debe hacer es precisamente esto: venir lo más a menudo posible. ¿Aunque
no tenga ninguna probabilidad de encontrarla? ¿Aunque deba esperar años enteros? No quiere formularse otras
preguntas, porque desde que comenzó su amor -le parece un amor de toda la vida-
su pensamiento es una cadena sin fin de preguntas, un soliloquio que lo abate y
lo exalta, y que un día u otro le hará cometer un error irreparable. ¿No pensaba ayer mismo reñir con Giorgio? Quería
decirle sin rodeos: “No voy a tu casa. Estoy enamorado de Emilia. Si tú crees
que ahora puedo ir, bien.
De lo contrario, te lo
advierto: no voy, y a partir de este momento puedes considerarme tu enemigo”. Hoy,
por el contrario, le satisface la conversación de Giorgio. Le pasa un
brazo por el hombro y voltea alegremente el paquete de los libros. Es la primera
vez, desde que son amigos, que anda de una manera tan familiar con él. Han
pasado juntos dos veces por delante de la planchadora milanesa; Giorgio lo ha
querido así para ver a la aprendiza. No la han visto. Tal vez había salido a
repartir, o acaso trabajaba en la trastienda. Al pasar la segunda vez, las
planchadoras han creído que los chicos las miraban a ellas, y una, detrás de
los cristales, ha sonreído. Las otras se han reído a carcajadas. Giorgio ha
dicho que no valía la pena pasar por tercera vez. Las mujeres no han de darse
cuenta de que se las busca. Por lo demás, ha añadido, si esa chica se hace
rogar, otra ocupará su sitio; la rubia que ha sonreído, por ejemplo.
-Un día -dice- podemos esperarlas a las
dos. Si te gusta la rubia, te la cedo.
-Pero ¿tú no crees que
nos ha sonreído para tomarnos
el pelo?
¿Cómo quieres que nos hagan
caso, si somos dos chiquillos?
-¿Te parece que son mucho mayores que
nosotros? La primera vez que haya baile en la plaza o en la feria,
las invitaremos.
Giorgio seguramente tendría el valor de
hacerlo. Él ya parece un hombre; pero ¿quién puede hacer
caso de Mario? Lo mandarían a jugar al aro.
-Si tienes tanto miedo y no te decides
alguna vez, no harás nunca nada con las mujeres.
La
verja está abierta. Rayo y Trueno se hallan junto a su caseta, atados con una
cadena.
Giorgio arroja la gorra sobre un banco y
acaricia a los perros. Acerca su cara a los hocicos húmedos y los dos animales
juguetean mordisqueándole el pelo y lanzando débiles ladridos de alegría. Mario
se quita también la gorra y hace esfuerzos para que los perros no le muerdan el
paquete de los libros. Por encima de la espalda de Giorgio, Mario observa la
casa como si tuviera que descubrir en ella algún secreto o aprenderse de
memoria su arquitectura. Giorgio dice, dirigiéndose a los perros:
-¿Vamos a buscar la escopeta? ¿Vamos a buscar
la escopeta, Rayo?
Ante aquella invitación, parece que los perros
quieren romper la cadena.
-¿Te fijas lo inteligentes que son? Cuando sea
mayor quiero tener una jauría de perros cazadores. Sólo con eso me sentiré un
hombre feliz. Me rodearé de perros y me dedicaré a la cría. ¿Te gusta mi casa?
-Sí.
-Veo que no dejas de mirarla… El proyecto es
de mi padre. Antes, cuando era joven, se dedicaba a la arquitectura. La casa de
los Farloni, en la avenida, y la villa de los Collachioni, en La Quercia,
también fueron proyectadas por él. La nuestra fue edificada cuando iba a nacer
Cora. Tiene la edad de mi hermana. Después dejó la arquitectura. Los trabajos
de carretera y puentes le producen más. Cuando alguien dice a mi padre que ésta
es una buena casa, él responde: “Errores de juventud”. Tiene razón. Yo hubiera
hecho un castillo con una entrada medieval.
La
casa parece desierta. De una ventana de los semisótanos sale el rumor de un
grifo que está llenando un lavadero. Los sillones de mimbre junto a las
columnas de la veranda dan un aire de mayor desolación al jardín. Las ventanas
están cerradas; tras los cristales se adivinan unos delicados visillos de seda.
Es una casa de ricos.
-Aquello de allí es una pajarera. Una vez,
cuando yo era pequeño, la llenamos de papagayos. Pero ahora se han muerto y la
pajarera no sirve para nada. Mi papá quería transformarla en un cenador para el
verano. Pero Cora no quiere. Le molesta comer en el jardín, porque la ven todos
los que pasan por la calle. Mi cuarto es aquel de la ventana de la esquina, en
el segundo piso. La habitación de al lado pertenece a Emilia. Como está siempre
en el colegio, ha hecho jurar que nadie entrará en ella. Me hubiera resultado
comodísima para estudiar, guardar los fusiles, cargar los cartuchos y revelar
las fotografías. Ahora estudio en un cuarto de la planta baja, donde antes
tenía papá el taller de dibujo. Al trasladar el despacho a la avenida, porque
este no era sitio adecuado para recibir visitas, me ha cedido esa habitación.
Puedo hacer venir a mi cuarto a quien se me antoje. Si quisiera podría salir
también por las noches. Únicamente he de molestarme en saltar por la ventana.
-¿Tienes máquina de fotos?
-Desde luego. Un día te haré una fotografía.
He hecho algunas muy bonitas en el campo. ¿Tienes hambre? ¿Quieres merendar’
-No, gracias.
-Si
quieres, le pido a Carolina que nos traiga mermelada. ¿Te gusta?
-Sí.
[…]
Mario quisiera hablar de la escuela. Le parece
que es su deber y si no lo hace tiene la sensación de que engaña a alguien, de
que ha entrado en la casa como un ladrón y de que de un momento a otro pueden
adivinar sus proyectos. El único derecho que tiene para entrar en esta casa es
sentirse “fuerte en griego” y toda su amistad con Giorgio, sus cigarrillos, y
su mermelada son cosas dadas a cambio de este auxilio en el latín y e el
griego. Pero él también tiene su propósito oculto al visitar esta casa. Y la
amistad con Giorgio ha nacido porque el destino quiso que Mario tuviera un día
la oportunidad de ver satisfecho aquel propósito oculto. Sin embargo, quiere
demostrar que cumple a conciencia su misión. “Fuerte en griego”, podrá en
adelante venir a esta casa cuando quiera.
Apenas se ha fijado en el cuarto de su amigo,
donde acaban de entrar porque Giorgio quiere lavarse la cara y las manos. Ha
fingido mirar en las paredes las obras maestras de Giorgio: fotografías del
campo, un carro de heno a contraluz, Rayo y Trueno con un pájaro en la boca,
Cora sentada en uno de los sillones de mimbre, junto a la balaustrada; pero lo
que él quiere es orientarse para saber si el cuarto de Emilia está a la derecha
o a la izquierda. Hace un gran esfuerzo para decir:
-Desde luego, para estudiar te hubiese sido
muy útil el otro cuarto, el de tu… hermana.
-¿Ves? –dice Giorgio mientras se seca las
manos-. Habría podido hacer que abrieran una puerta aquí. Era la solución para
tener más sitio cuando vienen mis amigos. En el cuarto de abajo no se puede
meter ruido. Cuando está en casa papá, no deja que se oiga una mosca. Emilia,
que está siempre en el colegio y cuando sale es para irse enseguida al campo,
hubiera podido instalar su habitación en la planta baja, en el mismo cuarto que
yo utilizo ahora como sala de estudio. ¡Para el tiempo que está en casa! Además,
hubiera tenido una puerta que da al jardín. Pero las chicas son así: parece que
la casa sea únicamente suya y que ellas tengan todos los derechos. Ahí dentro
ha instalado un verdadero museo. Todas las muñecas de cuando era pequeña, las
fotografías de las funciones del colegio, los retratos de sus amigas… Hay
también un retrato de una compañera suya del primer año, que murió. ¿Sabes lo
que quiere? Que haya siempre una vela encendida delante de aquel retrato. ¡Yo,
que estoy pared por medio, imagínate si podría dormir tranquilo pensando que
ahí está encendida la vela de la muerta! Me he impuesto y la he apagado;
Carolina la enciende cuando Emilia viene para las vacaciones.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Libros del Silencio, 2010, en traducción
de Ángel M. Bécquer, pp. 147-154. ISBN: 978-84-937559-2-8.]
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